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BENJAMIN ALIRE SÁENZ

La
inexplicable
lógica
de mi
vida

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Título original: The Inexplicable Logic of my Life

© 2017, Benjamin Alire Sáenz

Todos los derechos reservados

eISBN: 978-84-122148-4-0

Maquetación: Cuqui Puig - Diseño de cubierta: Sharismar Rodriguez

Para Gloria, mi hermana menor, a quien
quise de niño y quiero mucho más de adulto.
Y en memoria de mi hermana mayor, Linda,
quien se enfrentó al sufrimiento y vivió con dignidad

Contenido

Prólogo

Primera parte

Empieza la vida

Papá. Yo. Problemas

Funerales, maricas y palabras

Papá, Sam y yo

Fito

PDD: origen

Peleas. Puños. Zapatos

Mima

La historia de mí mismo (Yo tratando de explicarme cosas a mí mismo)

Fotografías

Papá PDD: universidad

Mima y Sam

La carta

PDD: miedo

Sam

PDD: quizá

Reglas no escritas

Fito

Sam (y yo)

¿Qué pasaría si…?

Papá, el silencio y yo

Sam

Segunda parte

A veces, de noche

Sam (y su madre)

Sam. Promesas

Yo. Y papá. Hablando

La historia de Mima y yo

Mis tíos y mis tías (y los cigarrillos)

PDD: plegarias

Yo (y las plegarias)

Mi padre

PDD: ¿crianza? ¿Naturaleza?

Yo (en la oscuridad)

Yo. Y mis puños

Sam

Papá y yo

Entre tormentas

Fito. Yo. Los amigos

Sam y yo

Papá y yo

Sylvia

Sam, la muerte y yo

Tercera parte

PDD: consuelo

Papá y Lina (y los secretos)

Pintalabios

Sam y yo, y algo llamado hogar

Papá y Sylvia

Sam. Papá. Yo. Nuestra casa

PDD: extinto

Sam y yo. Y algo llamado “fe”

Sylvia. Adiós

Río

Cigarrillos

Sam (mudanza a casa)

Con retraso

Las tragedias de los demás

Mima

Sam y yo (y las casas de empeño)

Sam, Maggie y yo

Leer rostros

En el camino (a casa de Mima)

PDD: tortillas

Sam. Yo. El futuro

Listas = ¿el futuro?

Marcos

Cuarta parte

(Papá) Cosas que nunca nos contamos (Yo)

Yo. Secretos

¿Marcos? Hum

Pastel

Yo. Sábado por la noche. Sam

Papá. Frente a la mesa del desayuno. Sam y yo

Resaca

Mima. Pastel

Poesía. ¿Poesía?

Papá. Marcos

Papá (Marcos). Yo

Yo. ¿Yo? ¿Quién?

PDD: puños. ¿Otra vez?

Sam. Tristeza. Sylvia. Mima

Correr. Con el tanque vacío. Fito.

Sam. Impresionante

Papá

Sam. Yo. Nosotros haciendo esto

Cosas de padres

Papá, un padre enrollado

Pasar el rato

Yo. Fito. Sam

Sam. Eddie. Yo

Quinta parte

Sam. Aprender a hablar. Yo

Día de Acción de Gracias

Sam. Hablar. Fito. Hablar. Yo. Hablar

No es justo. ¿No es justo?

Mima. Cansada

Mima

Restos. Sermones

A mi lado

Viernes

Marcos

Yo. Sueños

Sam. Papá. Yo. ¡Papá!

Hermana

Madres

Fito. Dieciocho. Marcos. ¿Adulto?

Todo se va a la mierda (de nuevo)

Amigos

Marica. De nuevo, aquella palabra

Secuelas

Papá. Yo

Fito. Sam. Yo

Fito + palabras = ?

Tarea. Madres

Nieve. Frío. Fito. Mima

Rata

Mima. Yo

Sexta parte

Sam. Brutal. Sip

Fito. Sam. Yo. Enviar mensajes

Cenizas

Oh, árbol de Navidad, oh, árbol de Navidad

Tierra. Bolsas de papel. Velas

La misa del gallo

Navidad

Sueño

En casa

Fin de año

¿Feliz año nuevo?

Noche

Jueves. Dos de la madrugada

Ausente

Dolor

Cementerio

Yo. Solo. No

Papá. Dolor. Marcos

Papá. Yo

Intentar ser normal

Sam. Yo. Fito

Mamá

Salvador

Epílogo

Agradecimientos

Prólogo

Tengo un recuerdo que es casi como un sueño: las hojas amarillas de la morera de Mima descienden del cielo flotando como enormes copos de nieve. Brilla el sol de noviembre, sopla una brisa fresca y las sombras de la tarde bailan con una vitalidad difícil de entender para un niño. Mima canta algo en español. En ella viven más canciones que hojas en su árbol.

Está rastrillando las hojas caídas y juntándolas. Cuando acaba, se inclina y me ata los botones de la chaqueta. Luego contempla su pirámide de hojas y me mira a los ojos.

—¡Salta! —me dice.

Cojo carrerilla y salto sobre las hojas, que huelen a tierra húmeda.

Me paso la tarde sumergiéndome en las aguas de aquellas hojas.

Cuando me canso, Mima me coge de la mano. Antes de entrar en casa de nuevo, me detengo, recojo algunas hojas y se las entrego con mis manos de cinco años. Ella toma las frágiles hojas y las besa.

Está feliz.

¿Y yo? Jamás me he sentido tan feliz.

Guardo el recuerdo en algún rincón de mi interior…, donde está a salvo. Cuando lo necesito, lo saco y lo observo. Como si fuera una fotografía.

Primera parte

Tal vez haya tenido siempre
una idea equivocada
sobre quién soy realmente
.

Empieza la vida

Negros nubarrones se cernían sobre el cielo, y se intuía la lluvia en el aire de la mañana. Al salir por la puerta principal, sentí la brisa fresca en el rostro. El verano había sido largo y perezoso, repleto de días secos y calurosos.

Esos días de verano habían acabado.

Primer día de instituto. Último curso. Siempre me había preguntado cómo se sentiría un estudiante de último curso. Y ahora estaba a punto de saberlo. Empezaba la vida. Eso decía Sam, mi mejor amiga. Ella lo sabía todo. Si tu mejor amiga lo sabe todo, te ahorras mucho trabajo. Si tienes alguna pregunta sobre lo que sea, basta con acudir a ella: sencillamente, te dará toda la información que necesites. Aunque eso no significa que la vida sea pura información.

Sam era extraordinariamente lista. Y sabía muchísimas cosas. Montones y montones de cosas. También sentía las cosas. Cielos, qué manera de sentir. A veces me parecía que ella pensaba, sentía y vivía por los dos.

Sam sabía quién era Sam.

Yo, en cambio… No siempre estaba seguro. Sí, a veces Sam era una exhibicionista emocional con altibajos permanentes. Podía ser un huracán, pero también una vela suave que iluminaba una habitación oscura. Es cierto que me volvía un poco loco. Todo aquello —sus problemas emocionales, sus estados de ánimo siempre variables y sus tonos de voz— le daba una increíble vitalidad.

Yo era diferente. Me gustaba la tranquilidad. Supongo que por una ilusión de control. Sin embargo, a veces sentía que no estaba viviendo realmente. Quizá necesitara a Sam porque me hacía sentir más vivo. Quizá no fuera algo lógico, pero a lo mejor eso que llamamos lógica está sobrevalorado.

La cuestión es que el primer día de clase, supuestamente el principio de nuestras vidas, hablaba conmigo mismo de camino a casa de Sam. Íbamos juntos al instituto todos los días. No teníamos coche. Mierda. A papá le gustaba recordarme que no lo necesitaba: «Tienes dos piernas, ¿no?». Quería a mi padre, pero no siempre entendía su sentido del humor. Al llegar a la puerta principal, le envié un mensaje a Sam:

Yo: He llegado!

No respondió.

Me quedé allí esperando. Y, ¿sabéis qué?, tuve la extraña sensación de que nada volvería a ser lo mismo. Sam llamaba premoniciones a ese tipo de sensaciones. Decía que no debíamos confiar en ellas. Fue a una adivina cuando estábamos en noveno curso, y al instante se convirtió en una cínica. En cualquier caso, aquella sensación me turbó, porque quería que las cosas siguieran igual, que mi vida siguiera tal como era. Ojalá nada cambiara. Ojalá. La verdad es que no me gustaba mantener esa breve conversación conmigo mismo…, y esta no habría existido si Sam no hubiera perdido la noción del tiempo. Yo tenía claro por qué llegaba tarde: los zapatos. Sam nunca sabía qué zapatos ponerse. Y, como era el primer día de clase, aquello era realmente importante. Sam y sus zapatos.

Por fin salió de casa mientras yo le enviaba un mensaje a Fito. Sus dramas eran diferentes de los de Sam. Yo jamás había tenido que vivir en el caos que soportaba Fito todos los días de su vida, pero me parecía que se las apañaba bastante bien.

—Hola —saludó Sam, acercándose y obviando el hecho de que hacía ya rato que la esperaba.

Llevaba un vestido azul. Su mochila combinaba con el vestido, y sus pendientes se mecían con la suave brisa. ¿Y sus zapatos? Sandalias. ¿Sandalias? ¿He esperado tanto por un par de sandalias compradas en Target?

—Hace un día estupendo —dijo, toda sonrisa y entusiasmo.

—¿Sandalias? —pregunté—. ¿Para eso me has hecho esperar?

Sam no iba a permitir que la desanimara.

—Son perfectas. —Me sonrió de nuevo y me besó en la mejilla.

—¿A qué viene eso?

—Es para darte suerte. Último curso.

—Último curso. ¿Y después, qué?

—¡La universidad!

—No vuelvas a mencionar esa palabra. No hemos hablado de otra cosa este verano.

—Te equivocas. Yo no he hablado de otra cosa. Tú estuviste un poco ausente durante aquellas conversaciones.

—Conversaciones. ¿Eso eran? Creía que eran monólogos.

—Ya basta. ¡La universidad! ¡La vida, cariño! —Cerró la mano en un puño y lo levantó.

—Claro. La vida —dije.

Me lanzó una de sus típicas miradas.

—Primer día. Vamos a arrasar.

Nos miramos sonriendo. Y luego nos pusimos en camino.

A empezar a vivir.


El primer día de clase no fue nada memorable. Por lo general, el primer día me gustaba: todo el mundo con ropa nueva y sonrisas optimistas; los buenos propósitos; el buen rollo flotando como los globos inflados con helio de un desfile; y los eslóganes de los encuentros de bienvenida motivacionales: «¡Hagamos de este año el mejor de todos!». Nuestros profesores no paraban de decirnos que teníamos capacidad para subir en la pirámide del éxito, con la esperanza de animarnos a aprender algo. O a lo mejor solo intentaban modificar nuestro comportamiento. Seamos francos: gran parte de nuestro comportamiento debía ser modificado. Sam decía que el 90 % de los estudiantes del instituto El Paso necesitaba terapia de modificación de conducta.

Esta vez no me interesaba en absoluto toda esa experiencia del primer día de clase. No. Y, por si no fuera suficiente, Ali Gómez (cómo no) se sentó delante de mí en clase de literatura avanzada, por tercer año consecutivo. Sí, Ali, una rezagada de años anteriores, a quien le gustaba coquetear conmigo con la esperanza de que la ayudara con los deberes. Me refiero a que los hiciera por ella. Como si eso fuera a ocurrir. No tenía ni idea de cómo lograba meterse en los cursos avanzados; una prueba viviente de que nuestro sistema educativo era cuestionable. Sí, el primer día de clase. Nada memorable.

Salvo que Fito no apareció. Ese chico me preocupaba.

Solo había visto a la madre de Fito una vez, y realmente no parecía vivir en este planeta. Sus hermanos mayores habían abandonado el instituto para dedicarse a las sustancias psicoactivas, siguiendo los pasos de la madre. Cuando la conocí, tenía los ojos completamente inyectados en sangre y vidriosos, el cabello grasiento, y apestaba. Fito se sintió terriblemente avergonzado.

Pobrecillo. Fito. Bueno, mi problema era que siempre estaba preocupado. Odiaba eso de mí.


Sam y yo volvíamos a casa caminando después de nuestro primer día de clase nada memorable. Parecía que iba a llover; y, como a la mayoría de las ratas del desierto, me encantaba la lluvia.

—El aire huele bien —le dije.

—No me estás escuchando —contestó.

Estaba acostumbrado al tono de exasperación que a veces empleaba conmigo. No había parado de hablar sobre los colibríes. Le encantaban los colibríes. Incluso tenía una camiseta con un colibrí. Sam y sus etapas.

—Su corazón late con una frecuencia de hasta mil doscientas sesenta pulsaciones por minuto.

Sonreí.

—Te estás burlando de mí —dijo.

—No me estoy burlando de ti. Solo sonreía.

—Conozco todas tus sonrisas —respondió—. Esa es tu sonrisa burlona, Sally.

Sam había comenzado a llamarme Sally en séptimo porque, aunque le gustaba mi nombre (Salvador), creía que era demasiado para un tipo como yo. «Comenzaré a llamarte Salvador cuando te conviertas en un hombre… Y, cariño, te falta mucho para eso.» Definitivamente, a Sam no le gustaba Sal, que era como me llamaban todos los demás (excepto papá, que me llamaba Salvi); así que se acostumbró a llamarme Sally. Yo lo odiaba. ¿A qué chico normal le gusta que lo llamen Sally? (No es que quisiera ser «normal».) Pero no le podías decir a Sam que no hiciera algo. Si se lo decías, el 97 % de las veces lo hacía. Era la más terca del mundo. Simplemente, me dirigió aquella mirada que indicaba que tenía que aguantarme. Así que, para Sam, yo era Sally.

Entonces comencé a llamarla Sammy. Todos podemos encontrar una manera de igualar el marcador.

En fin, me estaba poniendo al tanto de las estadísticas de los colibríes. Comenzó a enfadarse conmigo y a reprocharme que no la tomaba en serio. Sam odiaba que la ignoraran. «Aquí vive una mujer profunda»: lo tenía colgado en la taquilla del instituto. Juraría que por las noches se quedaba despierta pensando eslóganes. Lo de que era «profunda» me parecía comprensible. Sam no era precisamente superficial. Pero me gustaba recordarle que, si a mí me faltaba mucho para convertirme en un hombre, a ella le faltaba aún más para convertirse en una mujer. No le gustaba mi pequeño recordatorio, me dirigía esa mirada de «cállate».

Mientras caminábamos, insistía con los colibríes, y luego comenzó a recriminarme mi incapacidad crónica para escucharla. Y yo pensaba: Dios mío, cuando Sam comienza con los reproches, no hay quien la detenga. Me estaba regañando sin piedad. Al final tuve que interrumpirla; no me quedó más remedio:

—¿Por qué siempre buscas bronca conmigo, Sammy? No estoy burlándome. Además, sabes que no soy aficionado a los números. Los números y yo no nos llevamos bien. Cuando empiezas a hablar de cifras, me pongo bizco.

Como le gustaba decir a papá, Sam permaneció «inmutable». Comenzó de nuevo con los reproches, pero esta vez no la interrumpí yo, sino Enrique Infante. Se había acercado a nosotros por detrás mientras caminábamos. De repente, apareció delante de mí y se me echó encima. Me miró a los ojos y me clavó un dedo en el pecho.

—Tu padre es un marica.

Al instante, algo me sucedió. Una ola enorme e incontrolable me recorrió el cuerpo y se estrelló contra la orilla, que era mi corazón. De pronto perdí la capacidad de expresarme con palabras. No sé, jamás había estado tan furioso, y no supe qué me sucedía exactamente, porque la ira no era algo normal en mí. Era como si el Sal que conocía se hubiera marchado y otro Sal hubiera entrado en mi cuerpo y tomado el control. Recuerdo sentir el dolor de mi puño inmediatamente después de golpear el rostro de Enrique Infante. Todo sucedió muy rápido, como un relámpago, solo que el relámpago no provenía del cielo, sino de algún lugar dentro de mí. Ver toda esa sangre saliendo a borbotones de la nariz de otro me hizo sentir vivo. Esa es la pura verdad. Y aquello me asustó.

Tenía algo dentro que me asustaba.

Lo siguiente que recuerdo es estar mirando fijamente a Enrique mientras este seguía tumbado en el suelo. Había vuelto a ser el joven tranquilo de siempre (bueno, tranquilo no, pero al menos podía hablar).

—Mi padre es un hombre —dije—. Se llama Vicente. Así que, si lo quieres llamar de alguna manera, llámalo por su nombre. Y no es marica.

Sam se limitó a mirarme. Yo también la miré.

—Bueno, esto es una novedad —comentó—. ¿Qué ha pasado con el chico bueno? Jamás habría pensado que serías capaz de pegar a alguien.

—Ni yo —afirmé.

Sam me sonrió. Era una sonrisa rara.

Bajé la vista hacia Enrique. Intenté ayudarlo a incorporarse, pero él no iba a dejar que lo hiciera.

—Vete a la mierda —replicó levantándose del suelo.

Sam y yo lo observamos mientras se alejaba.

Se volvió y me hizo un corte de mangas.

Me quedé un poco aturdido. Miré a Sam.

—Es posible que no siempre sepamos lo que tenemos dentro.

—Es cierto —dijo Sam—. Creo que hay muchas cosas que encuentran un escondite en nuestro cuerpo.

—Tal vez esas cosas deban mantenerse ocultas —comenté.

Volvimos a casa despacio. Durante mucho rato Sam y yo no dijimos nada, y aquel silencio entre ambos resultó definitivamente perturbador. Por fin habló ella:

—Qué bonita manera de empezar el último curso.

Fue entonces cuando comencé a temblar.

—Oye, oye, ¿no te he dicho esta mañana que íbamos a arrasar?

—Qué graciosa —respondí.

—Oye, Sally, Enrique se lo merecía. —Me dirigió una de sus sonrisas; una de las tranquilizadoras—. Sí, claro, no deberías ir pegando a la gente. Eso es una mierda. Tal vez tengas a un chico malo muy dentro que está esperando a salir.

—No, ni de broma.

Me convencí a mí mismo de que solo acababa de pasar por un momento muy extraño. Pero algo me decía que ella tenía razón. O al menos un poco de razón. Agitado, así me sentía. Quizá Sam estuviera en lo cierto respecto a lo que escondemos dentro. ¿Qué más cosas se ocultaban ahí?

Continuamos el resto del camino en silencio.

—Vamos a Circle K. Te compro una Coca-Cola. —A veces bebía Coca-Cola; me reconfortaba.

Nos sentamos en el bordillo de la acera y bebimos nuestros refrescos.

Cuando me despedí de Sam en su casa, me abrazó.

—Todo irá bien, Sally.

—Sabes que llamarán a mi padre.

—Sí, pero el Señor V. es guay. —«El Señor V.», así llamaba Sam a papá.

—Sí —respondí—, pero da la casualidad de que el Señor V. es mi padre. Y un padre es un padre.

Todo irá bien, Sally.

—Sí —dije.

A veces estaba repleto de síes poco entusiastas.

Mientras caminaba hacia casa, recordé la expresión de odio de Enrique Infante. Aún oía el «marica» resonando en mi cabeza.

Papá… Papá no era esa palabra.

Jamás sería esa palabra. Jamás.

Luego se oyó un trueno, y comenzó a llover a cántaros.

La tormenta me envolvió, no era capaz de ver nada de lo que tenía delante. Seguí caminando, con la cabeza agachada.

Simplemente seguí caminando.

Notaba el peso de mi ropa empapada por la lluvia. Y, por primera vez en mi vida, me sentí solo.

Papá. Yo. Problemas

Sabía que tenía serios problemas. Muy, muy serios. Me había metido en un buen lío. Papá, que a veces era estricto, pero siempre atento, y que jamás gritaba, entró en mi habitación. Mi perra, Maggie, estaba echada en la cama junto a mí. Siempre sabía cuándo me sentía mal. Así que allí estábamos, Maggie y yo. Supongo que se puede decir que sentía lástima de mí mismo. También era una sensación rara, porque sentir lástima de mí mismo no era uno de mis pasatiempos. En todo caso, sería uno de los de Sam.

Papá cogió la silla de mi escritorio y se sentó. Sonrió. Conocía aquella sonrisa. Siempre sonreía así antes de tener una charla seria conmigo. Se pasó los dedos por su espesa cabellera canosa.

—Me acaba de llamar el director de tu instituto.

Creo que desvié la mirada.

—Mírame —me pidió.

Lo miré a los ojos. Nos quedamos observándonos durante un instante. Me alegró no ver furia.

—Salvador —dijo entonces—, no está bien hacer daño a los demás. Y de ningún modo está bien ir por ahí dándoles puñetazos en la cara.

Cuando me llamaba Salvador, sabía que se trataba de un asunto serio.

—Ya, pero no sabes lo que dijo.

—No me importa lo que dijera. Nadie merece que lo agredan físicamente solo por haber dicho algo que no te gusta.

Me quedé callado un buen rato. Finalmente, decidí que necesitaba defenderme. O, por lo menos, justificar mis acciones:

—Hizo un comentario de mierda acerca de ti, papá.

En otro momento habría llorado, pero seguía demasiado enfadado como para llorar. Él siempre decía que llorar no tenía nada de malo, y que si la gente lo hiciera más a menudo, el mundo sería un lugar mucho mejor. No es que él siguiera su propio consejo. Y aunque yo no estuviera llorando, se puede decir que estaba un poco avergonzado de mí mismo (sí, lo estaba); de lo contrario, no habría tenido la cabeza inclinada. Sentí los brazos de papá sosteniéndome. Luego, me apoyé contra él y susurré:

—Te llamó marica.

—Ay —respondió—, ¿crees que nunca he oído esa palabra? Y peores. Esa palabra no expresa ninguna verdad, Salvi. —Me cogió de los hombros y me miró—. La gente puede ser cruel. Odia lo que no comprende.

—No quieren comprender.

—Tal vez no quieran hacerlo. Pero debemos encontrar una manera de disciplinar el corazón para que su crueldad no nos convierta en animales heridos. Somos mejores que eso. ¿Acaso no conoces la palabra civilizado?

Civilizado. A papá le encantaba esa palabra. Y por eso le encantaba el arte, porque civilizaba el mundo.

—Sí, papá —afirmé—. Lo entiendo, de verdad. Pero ¿qué sucede cuando un maldito bruto como Enrique Infante está siempre echándote el aliento en la nuca? Quiero decir… —Comencé a acariciar a Maggie—. Quiero decir que Maggie es más humana que la gente como Enrique Infante.

—No discrepo de tu valoración, Salvi. Maggie es muy dócil. Es dulce. Y en este mundo hay gente mucho más animal que ella. No todos los que caminan a dos patas son buenos y decentes. No todos los que caminan a dos patas saben usar su inteligencia. Ya lo sabes, tendrás que aprender a alejarte de las personas violentas a las que les gusta gruñir. Podrían morderte. Podrían herirte. No vayas por ese camino.

—Tenía que hacer algo.

—No es buena idea lanzarte a las cloacas para atrapar una rata.

—Entonces, ¿sencillamente dejamos que salgan impunes?

—¿De qué salía impune Enrique exactamente? ¿Qué habría obtenido?

—Te llamó marica, papá. No puedes permitir que nadie te quite la dignidad.

—No me quitó la dignidad. Tampoco te quitó la tuya, Salvi. ¿Realmente crees que un puñetazo en la nariz cambió algo al respecto?

—Nadie te va a insultar. No cuando yo esté cerca.

Sentí las lágrimas caer por mi rostro. Lo que tienen las lágrimas es que pueden ser tan silenciosas como una nube que cruza flotando el cielo de un desierto. Otra cosa que tenían las lágrimas es que hacían que me doliera el corazón. Ay.

—Eres un chico dulce —susurró—. Leal y dulce.

Papá siempre me llamaba «chico dulce». A veces me enfadaba cuando me lo decía, porque: primero, no era ni la mitad de dulce de lo que él pensaba; segundo, ¿a qué chico normal le gusta que lo consideren dulce? (Tal vez sí quería ser «normal»).

Cuando papá se marchó de la habitación, Maggie lo siguió. Supongo que pensó que yo estaría bien.

Me quedé echado en el suelo bastante tiempo. Pensé en los colibríes. Pensé en el término español para designarlos. Recordé que Sam me había contado que el colibrí era el dios azteca de la guerra. Quizá yo tuviera algo de guerrero dentro. No, no, no, no. Solo eran cosas que pasaban. Y no volvería a pasar. No era la clase de chico que iba pegando a los demás. Yo no era así.

No sé cuánto tiempo me quedé echado en el suelo aquella tarde. No aparecí en la cocina para cenar. Oí a mi padre y a Maggie entrar en mi habitación oscura. Maggie saltó sobre mi cama, y mi padre encendió la luz. Tenía un libro en la mano. Me sonrió y me puso la mano en la mejilla…, como cuando era pequeño. Aquella noche me leyó mi pasaje favorito de El principito: el del zorro, el principito y la domesticación.

Creo que, si me hubiera criado otra persona, podría haber sido un muchacho violento e iracundo. Si me hubiera criado el hombre cuyos genes llevaba, quizá habría sido una persona completamente diferente. Sí, el hombre cuyos genes llevaba. Nunca me había parado a pensar en serio sobre él. No en serio de verdad. Bueno, quizá un poco.

Pero me había criado mi padre, el hombre que estaba en mi habitación y había encendido la luz. Me había domesticado con todo el amor que habitaba en él.

Me quedé dormido oyendo el sonido de su voz.

Soñé con mi abuelo. Intentaba decirme algo, pero no conseguía oírlo. Tal vez porque estaba muerto, y los vivos no comprendemos el lenguaje de los muertos. No dejaba de repetir su nombre: «¿Abu? ¿Abu?».

Funerales, maricas y palabras

Mi sueño con Abu y la palabra marica me hicieron pensar. Y esto fue lo que pensé: algunas palabras existen solo en teoría. Pero, un buen día, te topas de frente con una de esas palabras que hasta entonces solo existían en el diccionario. Entonces, aquella palabra se convierte en alguien que conoces.

Funeral.

Me topé con aquella palabra cuando tenía trece años.

Fue cuando murió Abu. Yo era uno de los portadores del féretro. Hasta entonces, ni siquiera sabía lo que significaba portar un féretro. La cuestión es que hay muchas otras palabras que descubres cuando te topas con la palabra funeral. Conoces a todos los amigos del funeral: el portador del féretro, el ataúd, la empresa funeraria, el cementerio, la lápida.

Fue muy extraño llevar el ataúd de mi abuelo a su tumba.

Yo desconocía los rituales y las oraciones para los muertos.

Desconocía lo definitiva que era la muerte.

Abu no volvería. Jamás volvería a oír su voz. Jamás volvería a ver su rostro.

En el cementerio donde enterraron a Abu aún se llevaban los funerales tradicionales. Después de que el sacerdote encomendara a mi abuelo al paraíso, el responsable de la funeraria clavó una pala en el montículo de tierra y nos la ofreció. Todo el mundo sabía exactamente qué debía hacer. Se formó una hilera sombría y silenciosa, y cada uno esperó su turno para coger un puñado de tierra y lanzarla sobre el ataúd.

Tal vez fuera una costumbre mexicana. No estaba seguro.

Recuerdo a mi tío Mickey recibiendo suavemente la pala de manos del responsable de la funeraria.

—Era mi padre.

Recuerdo acercarme a la pala, coger un puñado de tierra y mirar a los ojos al tío Mickey. Él asintió. Recuerdo estar arrojando la tierra y verla caer sobre el féretro de Abu. Recuerdo hundir el rostro en los brazos de la tía Evie. Recuerdo levantar la mirada y ver a Mima sollozando en el hombro de papá.

Y recuerdo algo más del funeral de Abu. Un hombre de pie, fuera, que, mientras fumaba un cigarrillo, hablaba con otro y le decía: «Al mundo le importa una mierda la gente como nosotros. Trabajamos toda la vida y luego nos morimos. No importamos. —Estaba realmente furioso—. Juan era un hombre bueno». Juan, ese era mi Abu. Aún percibo la ira en las palabras de aquel hombre. No entendí lo que quería decir.

Le pregunté a papá:

—¿Quiénes son la gente como nosotros? ¿Y por qué ha dicho que no importamos?

—Todo el mundo importa —afirmó papá.

—Ha dicho que Abu era un hombre bueno.

—Abu era un hombre muy bueno. Un hombre muy bueno y con defectos.

—¿Conversabais? Me refiero a como lo hacemos tú y yo.

—No, ese no era su estilo —respondió—. Yo estaba unido a él a mi manera, Salvador.

A los trece años sentía mucha curiosidad, pero no entendía demasiado. Cazaba las palabras e incluso las recordaba, pero no entendía nada.

—¿Y lo de la gente «como nosotros»? ¿Se refería a los mexicanos, papá?

—Creo que se refería a las personas pobres, Salvi.

Quería creerlo; pero, aunque a los trece años no entendiera nada, ya sabía que hay gente que odia a los mexicanos, incluso a los mexicanos que no son pobres. No necesitaba que mi padre me lo dijera. Y, por aquel entonces, también sabía que había gente que odiaba a mi padre. Lo odiaban por ser gay. Y a esa gente él no les importaba.

No les importaba en absoluto.

Pero a mí sí.

Hay palabras que existen solo en teoría. Pero un día cualquiera tropiezas con una de esas palabras y os encontráis cara a cara. Entonces, aquella palabra se convierte en alguien que conoces. Aquella palabra se convierte en alguien que odias. Y la palabra te acompaña adondequiera que vayas. Y no puedes fingir que no existe.

Funeral.

Marica.

Papá, Sam y yo

Al día siguiente, papá me acompañó al instituto para hablar con el director. Cuando pasamos a buscar a Sam delante de su casa, sonreía de oreja a oreja; hacía un esfuerzo demasiado evidente para fingir que todo iba bien.

—Hola, Señor V. —dijo mientras subía de un brinco al asiento trasero—. Gracias por acercarme.

Papá esbozó una especie de sonrisa.

—Hola, Sam. No te acostumbres.

—Lo sé, Señor V.; tenemos dos piernas. —Puso los ojos en blanco.

Advertí que papá ahogaba una carcajada.

Luego se hizo un profundo silencio, y Sam y yo comenzamos a enviarnos mensajes.

Sam: Mantente firme

Yo: Esta es tu idea del principio de la vida?

Sam: Siempre preocupado. Además, yo no fui quien pegó a Enrique

Yo: Tienes razón. Estoy metido en un buen lío

Sam: Sí, sí, sí. Ja, ja, ja

Yo: Cállate

Sam: No te disculpes por nada. Enrique se lo merecía. Es idiota

Yo: Ja, ja, ja. No creo que nadie comparta tu opinión image

Sam: Que se vayan a la mierda

Yo: Prohibido decir palabrotas delante de mi padre

Sam: Ja, ja, ja

Papá interrumpió nuestros mensajes:

—¿Queréis dejar eso, chicos? ¿Acaso habéis sido criados por lobos?

«Criados por lobos.» Una de las expresiones favoritas de papá. Era de la vieja escuela.

—No, señor —dije—. Lo siento.

Sam no podía evitarlo, siempre tenía que decir algo, aunque fuera incorrecto. No era buena cerrando la boca:

—Si quieres te podemos enseñar nuestros mensajes…

Advertí la pequeña sonrisa en el rostro de mi padre mientras conducía.

—Gracias, Sam. Puedo pasar sin eso.

Y luego nos echamos todos a reír.

Aunque la risa no significaba que hubieran desaparecido mis problemas.

Cuando mi padre y yo entramos en el despacho del director, Enrique Infante y su padre estaban sentados, ambos con los brazos cruzados y aspecto sombrío. Sombrío era una palabra de Sam. Algunos días era experta en mostrarse sombría.

El director Cisneros me miró fijamente a los ojos.

—Salvador Silva, dame una buena razón para que no te expulse.

En realidad, no se trataba de una petición, sino más bien de una afirmación. Era como si ya lo hubiera decidido.

—Llamó marica a mi padre —dije.

El señor Cisneros echó un vistazo a Enrique y a su padre. Enrique se limitó a encogerse de hombros, como si todo le importara una mierda. Definitivamente, no estaba arrepentido. Impenitente… Esa era la palabra exacta para describir su mirada.

Los ojos del director regresaron a mí.

—La violencia física es un comportamiento inaceptable…, y va contra las reglas del instituto. Es motivo de expulsión.

—Las expresiones de odio también van contra las reglas del instituto.

No estaba demasiado alterado. Bueno, tal vez sí e intentaba aparentar lo contrario. En cualquier caso, las palabras que pronuncié fueron dichas con calma. Por lo general, era un chico bastante calmado; pero tenía mis momentos.

—Por lo que tengo entendido —dijo el señor Cisneros—, no os encontrabais en las instalaciones escolares. No podemos ser considerados responsables de aquello que dicen nuestros estudiantes cuando ya no están en el centro.

Mi padre sonrió; una especie de sonrisa mordaz. Conocía sus sonrisas a la perfección. Miró al señor Infante, y luego se dirigió al señor Cisneros.

—Bueno, entonces no hay nada que discutir, ¿no es cierto? Si el instituto no puede ser considerado responsable de lo que «dicen» los estudiantes fuera de sus instalaciones, entonces tampoco puede ser considerado responsable de lo que «hacen» fuera de las instalaciones escolares. Me pregunto si es posible llegar a buen término aquí… —Papá hizo una pausa. No había acabado—. En mi opinión, ninguno de estos muchachos tiene nada de que enorgullecerse. Creo que merecen algún tipo de castigo. Pero no puede castigar a uno sin castigar al otro. —Papá hizo otra pausa—. Es una cuestión de equidad. Y, aparentemente, también es una cuestión de política escolar.

El señor Infante tenía una expresión de furia en el rostro.

—Mi hijo solo dijo lo que eres.

Papá ni se inmutó. No se le movió ni un pelo.

—Resulta que soy gay. No creo que eso me convierta en marica. También soy mexicoamericano. No creo que eso me convierta en un vendedor de tacos; no creo que eso me convierta en un frijolero; no creo que eso me convierta en un sudaca; y no creo que eso me convierta en un inmigrante ilegal. —No había enfado en su voz ni en su rostro. Parecía un abogado en un juicio, intentando argumentar su defensa ante el jurado. Me di cuenta de que estaba pensando lo que diría a continuación. Miró al señor Infante—. A veces, nuestros hijos no terminan de entender las cosas que dicen. Pero tú y yo somos adultos. Nosotros sí entendemos, ¿verdad?

El señor Cisneros asintió. No supe lo que significaba ese movimiento de cabeza. Jamás había estado en su despacho. No sabía nada acerca de él, salvo que Sam decía que era idiota. Pero Sam pensaba que la mayoría de los adultos eran idiotas, así que tal vez no era una fuente fiable de información en lo que se refería al señor Cisneros.

La estancia quedó en silencio durante unos segundos. Finalmente, el director llegó a una conclusión:

—Manteneos apartados el uno del otro.

Sam hubiera dicho que se trataba de una solución de mierda. Y, sin duda, habría tenido razón.

El señor Infante y Enrique se quedaron sentados, desparramando su mal humor como si fuera crema de cacahuete. Luego, la voz del señor Infante llenó el pequeño despacho. Me señaló con el dedo.

—¿Realmente dejará que salga impune de esto? —dijo.

En aquel momento comprendí la expresión «salir echando humo». Eso fue exactamente lo que hicieron el señor Infante y Enrique: salieron echando humo.

Era difícil leerle el pensamiento a mi padre. A veces tenía una cara de póquer asombrosa. Lástima que no le gustara el juego. Luego me miró. Supe que no estaba demasiado contento conmigo.

—Te veré después de clase —dijo—. Quiero hablar de un par de cosas con el señor Cisneros.

Más tarde, Sam me preguntó sobre qué creía que habrían hablado papá y el señor Cisneros. Le dije que no tenía ni idea.

—¿Acaso no te interesa?

—Supongo que no.

—Pues a mí me interesaría. Tampoco es que aquella conversación no tuviera nada que ver contigo. ¿Por qué no quieres saberlo? —Cruzó los brazos. Sam acostumbraba a cruzar los brazos—. ¿A qué le tienes miedo?

—No le tengo miedo a nada, pero hay ciertas cosas que no necesito saber.

—¿Que no necesitas saber o que no quieres saber?

—Elige la que quieras, Sammy.

—A veces no te entiendo.

—No hay mucho que entender —dije—. Y, además, eres tú la que necesita saber…, no yo.

—No necesito saber —replicó.

—Claro.

—Por supuesto.

Al cabo de un rato, Sam me envió un mensaje con otro de nuestros juegos, la Palabra del Día.

Sam: PDD: intolerancia

Yo: Buena. Empléala en una oración

Sam: El señor Cisneros está a favor de la intolerancia

Yo: Duro

Sam: En absoluto. Por cierto, infante significa bebé

Yo: Sip

Sam: Sip, sip, sip

Fito

—Hombre, ese Enrique Infante… He de decirte, Sal, que te has ganado un enemigo de por vida.

—¿Sueles ir con ese tío?

—No. Siempre intenta venderme cigarrillos. Siempre dice estupideces. No es trigo limpio.

—No es que me plantee tener una relación a largo plazo con él. No cumple las condiciones para ser un buen amigo.

Aquello hizo que Fito se riera.

—De eso no me cabe duda. El mundo está lleno de tíos así. Hoy vende cigarrillos; mañana estará vendiendo marihuana… —Luego me disparó una sonrisa—. No sabía que te gustara sacar a relucir los puños y toda esa mierda. Un tipo como tú, es decir, tienes toda la vida resuelta y te metes en cagadas como esta.

—¿A qué te refieres?

—Hombre, tienes una relación estupenda con tu padre. Quiero decir, sé que eres adoptado y todo eso; pero os lleváis muy bien.

—Lo sé. Y siempre me he sentido hijo suyo.

—Eso es genial. Yo, en cambio, durante la mayor parte del tiempo me siento como si me hubieran rescatado de la calle tras ser descartado por alguien. Esa es la sensación que tengo en casa.

—Eso es una mierda —dije.

—Bueno, en casa todo es una mierda. Es decir, mi padre es bastante guay, y hubiera querido llevarme con él. Eso habría sido genial. Pero no tenía un hogar propio ni toda esa mierda, y no encontró empleo, así que finalmente se fue de aquí y se mudó a California para vivir con su hermano. Por lo menos se despidió y tal, y se le veía destrozado por no poder llevarme con él y toda esa mierda. Por lo menos supe que le importaba. Y era cierto. Y eso es algo.

—Sí, es algo. Es más que algo.

Fito me daba pena. Nunca iba por ahí compadeciéndose de sí mismo. Me preguntaba cómo había salido tan buen tío. ¿Cómo sucedía una cosa así? No parecía haber ninguna lógica detrás de la persona que terminamos siendo. Ninguna en absoluto.

PDD: origen

A mí Fito me caía bien, pero a Sam no tanto. Decía que era por su forma de caminar.

«No camina. Se mueve como ocultando algo. ¿Y por qué tiene que acabar casi todas las frases con “toda esa mierda”? ¿Eso qué significa?», dicho por la chica que tenía fijación por las palabrotas.

Había leído algunas de las redacciones que Fito había escrito para clase, y parecía un intelectual. Lo digo en serio. El tío era inteligente, pero no le gustaba alardear. Tal vez hablara así por las palabras que oía en casa; y porque siempre andaba vagando por las calles. No porque buscara meterse en líos, sino porque quería largarse de su casa.

Yo había desarrollado la teoría de que todo el mundo tiene una relación con las palabras…, lo sepan o no. Pero cada uno tiene una relación distinta con las palabras. Papá me contó una vez que debemos tener mucho cuidado con ellas. «Pueden herir a las personas —dijo—. Y pueden sanarlas.» Si alguien tenía cuidado con las palabras, ese era mi padre.

Pero es a Sam a quien le debo el ser verdaderamente consciente de lo que significan las palabras. Todo comenzó cuando participaba en el concurso de ortografía. Yo era su entrenador. Tenía miles de palabras escritas en fichas, y yo las leía y pronunciaba mientras ella las deletreaba. Nos pasábamos horas y horas entrenando. Estábamos obsesionados. Ella se concentraba tanto y era tan intensa… Algunos días se quebraba y lloraba; se quedaba agotada. Yo también.

No ganó.

Y, Dios mío, qué enfadada estaba.

—El imbécil que ha ganado ni siquiera sabía el significado de las palabras que estaba deletreando —dijo.

Intenté consolarla, pero no quiso recibir consuelo:

—¿Acaso no conoces la palabra inconsolable?

—Puedes volver a intentarlo el año que viene —le aseguré.

—No pienso hacerlo —dijo—. A la mierda con las palabras.

Pero, en realidad, era consciente de que ya se había enamorado de ellas, y también me metió a mí en aquel romance.

Ese fue el momento en el que comenzamos con la palabra del día: PDD.

Sí. Las palabras. Fito y las palabras. Yo y las palabras. Sam y las palabras. Mientras pensaba en aquello sonó el timbre, y apareció Sam.

—Justo estaba pensando en ti —dije.

—¿Algo bueno?

—En lo furiosa que estabas cuando perdiste el concurso de ortografía.

—Lo he superado.

—No me cabe duda.

—No he venido aquí para hablar del estúpido concurso de ortografía.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Mi madre y yo acabamos de discutir.

—Vaya novedad.

—Mira, no todo el mundo habla como tú y tu padre. Vosotros sois tan poco normales… Los padres y los hijos no hablan. No hablan. Me refiero a que a veces hablas de él como si fuera tu amigo o algo por el estilo.

—Te equivocas —dije—. Mi padre no finge ser mi amigo. Ni de lejos. Es mi padre. Es solo que da la casualidad de que nos caemos bien. Creo que eso es genial. Realmente genial.

—De puta madre.

—¿Por qué te gusta decir palabrotas?

—A todo el mundo le gusta decir palabrotas.

—A mí no.

—La gente no te llama Señor Divertido por nada.

—¿A quiénes te refieres?

—A mí.

—¿Tú eres la gente?

—Sí.

—¿Ves? Ya has conseguido interrumpirme. Lo haces constantemente.

—Oye, tú siempre te estás interrumpiendo a ti mismo, vato.

Me gustaba cuando me llamaba «vato», era mucho mejor que «tío». Y quería decir que me respetaba.

—¿De qué hablaba? —pregunté.

—Estabas deshaciéndote en elogios hacia tu padre.

—Estás empezando a hablar como en el último libro que leíste.

—Joder, ¿y qué importa? Por lo menos sé leer.

—Deja de decir palabrotas.

—Deja de juzgarme y sigue con lo que me ibas a contar sobre tu padre.

—No te estoy juzgando.

—Sí, lo estás haciendo.

—Está bien, está bien. ¿Mi padre? Oye, mi teoría es que la mayoría de las personas quieren a sus padres. No todas, pero la mayoría. Sin embargo, hay padres que no son agradables y a sus hijos no les caen bien. Es lógico. O, a veces, son los niños los desagradables. Es muy difícil hablar con alguien si no te resulta agradable…, aunque se trate de tu padre o de tu madre.

—Lo entiendo perfectamente.

A veces Sam entendía de verdad lo que yo decía. Y a veces yo sabía exactamente lo que ella iba a decir después.

—Sylvia no me gusta en absoluto. Es la madre menos agradable del planeta. —Sam llamaba a su madre por su nombre de pila, pero solo a sus espaldas. Hum.

—No —dije—. La madre de Fito es la madre menos agradable del planeta Tierra.

—¿En serio? ¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque me crucé con ella una vez. Es adicta a la meta.

—Entonces tiene un problema. Mal asunto, pero…

La interrumpí.

—Siempre hay un pero cuando estás perdiendo una discusión.

—Iba a decir que las comparaciones son odiosas.

—Sí, claro, odiosas. Una palabra de un concurso de ortografía; una palabra que aprendiste del libro que estás leyendo.

—Cállate. Y es cierto que tengo una madre terrible.

Sam me daba mucha lástima. Tal vez algún día pasara algo y Sam y Sylvia lograran lo que teníamos papá y yo. Era posible. Ojalá.

Peleas. Puños. Zapatos

El tercer día de clase le di un puñetazo a otro chico. Quiero decir, sucedió porque sí. Sam siempre decía: «Nada sucede porque sí». Intenté apartar su voz de mi cabeza.

Veréis, caminaba hacia Circle K antes de ir al instituto para comprarme una Coca-Cola. Me apetecía beberme una. Y un tipo en el aparcamiento esbozó una sonrisa burlona y me llamó «puto gringo».

—No vuelvas a llamarme así —le dije.

Pero lo hizo: lo volvió a decir, así que le di un puñetazo. Lo hice sin pensar, fue como un acto reflejo. Le pegué justo en el estómago, y sentí una descarga de adrenalina recorriéndome las venas hasta llegar al corazón.

Lo observé mientras se retorcía de dolor. Por un lado, quería pedirle perdón, pero en el fondo sabía que no estaba arrepentido.

Me quedé ahí quieto. Paralizado.

Luego sentí una mano en el hombro. Era Fito apartándome. Me quedé mirando mi puño como si fuera de otra persona.

—¿Qué te pasa, Sal? ¿Cuándo comenzaste a pegar a la gente? Un día eres un buen chico y… Es que nunca habría pensado que eras esa clase de tipo.

—¿Qué clase de tipo?

—Relájate, Sal.

No dije nada. No sentía nada.

Y temblaba.

Entonces me vino una idea a la cabeza. Tal vez la clase de tipo que era…, tal vez me pareciera a alguien a quien no conocía. Ya sabéis, el hombre al que jamás llegué a conocer y cuyos genes llevaba dentro.

Caminé hacia casa de Sam para recogerla. Estaba en la puerta, esperándome.

—Llegas tarde.

—Lo siento.

—Jamás llegas tarde.

—Pues hoy sí.

Me lanzó una de sus miradas de sospecha.

—¿Qué sucede?

—Nada.

—No te creo.

—No pasa nada.

—Eso significa que no quieres hablar de ello.

—No pasa nada.

Me dirigió una de aquellas sonrisas de «por ahora lo dejaré pasar». Significaba que iba a cambiar de tema, pero no que no fuera a insistir más adelante. Sam no era una chica que dejara pasar las cosas. En el mejor de los casos, te daba un respiro. Me alegró que estuviera dispuesta a darme una tregua.

—Está bien, está bien. —Luego señaló hacia abajo—. ¿Te gustan mis zapatos?

—Me encantan.

—Mentiroso.

—Son muy rosas.

—Qué comentario tan agudo.

—¿Por qué tienes tantos zapatos?

—Es imposible que una chica tenga demasiados zapatos.

—¿Una chica? ¿O solo tú?

—Es una cuestión de género. ¿Acaso no lo entiendes?

—El género, el género —dije.

No sé, pero debió de notar algo en mi voz.

—A ti te pasa algo.

—Zapatos.

—Me cago en los zapatos —dijo.

Mima

Sam y yo siempre estábamos contándonos historias, historias sobre lo que nos pasaba, historias sobre otras personas, historias sobre mi padre y su madre. Tal vez fuera la manera en que nos explicábamos las cosas entre nosotros…, o a nosotros mismos.

Mima. Era quien mejor contaba historias. Sus historias eran sobre hechos reales, no como las historias de mierda que se oían en los pasillos del instituto El Paso. Algunas de estas eran más mentira que otra cosa.

Pero las historias de Mima eran reales, tan reales como las hojas de su morera. Oigo su voz constantemente, contándomelas: «Cuando era niña, cosechaba algodón. Trabajaba junto a mi madre, mis hermanos y hermanas. Al final del día, estaba tan cansada que caía desplomada sobre la cama. Me ardía la piel. Tenía las manos llenas de rasguños. Y sentía que mi espalda estaba a punto de quebrarse».

Me habló sobre cómo era el mundo, el mundo en el que creció, un mundo que prácticamente había desaparecido. «El mundo ha cambiado», decía con la voz cargada de tristeza.

Una vez, Mima me llevó a una granja. Yo debía de tener siete años. Me enseñó a cosechar tomates y jalapeños. Señaló los campos de cebollas: «Eso sí que es trabajo». Ella conocía bien esa palabra. Yo no sabía nada sobre el trabajo. No era una palabra con la que me hubiera topado aún.

Aquel día, cuando recogíamos los tomates, me contó la historia de sus zapatos.

—Cuando estaba en sexto curso, dejé mis zapatos en la orilla de una acequia para ir a nadar con mis amigas. Y desaparecieron. Alguien los robó. Lloré. Ay, cómo lloré. Era mi único par de zapatos.

—¿Solo tenías un par de zapatos, Mima?

—Solo un par. Era lo único que tenía. Así que fui descalza al colegio durante una semana. Tenía que esperar a que mi madre reuniera el dinero suficiente para comprarme otro.

—¿Fuiste al colegio descalza? Cómo mola, Mima.

—No, no molaba —dijo—. Simplemente, había muchas personas pobres.

Mima dice que somos lo que recordamos.

Me habló sobre el día que nació papá.

—Tu padre era muy pequeño. Apenas cabía en una caja de zapatos.

—¿Eso es verdad, Mima?

—Sí. Y, justo después de que llegara al mundo, lo tenía en brazos y comenzó a llover. Estábamos en plena sequía, no había llovido durante meses, meses y meses. Y fue entonces cuando supe que tu padre era como la lluvia: un milagro.

Me encanta lo que recuerda.

Pensé en contarle a Sam la historia de los zapatos de Mima, pero decidí no hacerlo. Habría dicho algo así como: «Solo me cuentas esa historia para hacerme sentir culpable». Y tal vez habría tenido razón.

La historia de mí mismo (Yo tratando de explicarme cosas a mí mismo)

Mima dice que jamás deberías olvidar de dónde vienes. Entiendo a qué se refiere, pero es un poco más complicado cuando eres adoptado. El que no «me sienta» adoptado no significa que no lo sea. Pero la mayoría de las personas creen que saben algo importante de ti si saben dónde comienza tu historia.

Fito dice que en realidad no importa de dónde vienes.

—Yo sé exactamente de dónde vengo. ¿Y qué? Además, algunas personas tienen padres famosos. ¿Y qué? Nacer de personas talentosas no te convierte a ti en alguien talentoso. El padre de Charlie Moreno es el alcalde, y mira a Charlie Moreno: es imbécil. En mi familia todos son adictos, pero, como ves, lo importante no es de dónde vengo…, sino adónde voy.

No le podía discutir eso.

Pensé que el deseo de saber dónde comenzaba todo era parte de la naturaleza humana. Así es. No es que sepa demasiado sobre la naturaleza humana. Sam decía que no era bueno juzgando a los demás: «Crees que todo el mundo quiere ser bueno».


Tengo fotos en brazos de mi madre. Muchísimas fotos. Pero mirar las fotos de tu madre muerta no es lo mismo que recordarla.

Murió cuando yo tenía tres años.

Fue entonces cuando vine a vivir con papá.

Quizá cualquier otro chico estaría triste por no tener madre, pero yo no. Quería a mi padre. Y tenía tíos y tías que me querían. Es decir, que me querían de verdad. Y tenía a Mima. No creo que nadie me quisiera tanto como Mima, ni siquiera papá.

Mi vida no era como la de Fito. Él tenía la familia más disfuncional del planeta Tierra. Y mirad a Sam. Realmente no hubiera querido que la señora Díaz fuera mi madre. No, gracias. Era horrible.

Tenía una profesora de sociología que hablaba sin parar sobre la dinámica familiar. Veréis, mi padre, Maggie y yo constituíamos una familia. Me gustaba nuestra familia. Pero quizá no haya una lógica detrás de la palabra familia. La verdad es que no siempre es una palabra tan positiva.

Me pregunté por qué no tenía recuerdos de mamá. Tal vez no recordarla fuera peor que tener un recuerdo tergiversado. O tal vez fuera mejor. Pero resulta que ahora me veía haciéndome preguntas sobre ella y sobre el tipo cuyos genes se mezclaron con los suyos para crearme.

Estaba empezando a hacerme muchas preguntas que nunca me había hecho. Antes no me molestaba nada; ahora iba por ahí dándole puñetazos a la gente. Oí la voz de Sam en mi cabeza: Nada ocurre porque sí.

Fotografías

Tenía una foto de papá enseñándome a hacer el nudo de la corbata, sacada la mañana antes de mi primera comunión. Papá sonreía y yo sonreía; estábamos tan felices… Y tenía una foto en brazos de Mima a los cuatro años. Sus ojos estaban colmados de amor, y os juro que podría ahogarme en ese amor.