Cubierta

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre Pedro Amoedo

Pedro Amoedo nació en Buenos Aires. Alternó la actividad privada con la función pública, con la pasión que caracteriza a aquellos que creen que siempre es posible un mundo mejor.

Como periodista, publicó notas sobre actualidad nacional y temas económicos en distintos medios gráficos. Colaboró con trabajos especializados en la Cámara de Diputados de la Nación, en la Administración de Parques Nacionales, y dictó planes de capacitación para el personal superior de la Administración Pública.

En el mundo literario, se destacó por Clandestino tango-bar (2009), su primera ficción; y Amores que suman, amores que restan (2016, Bärenhaus), un ensayo sobre las relaciones sentimentales. Actualmente, se encuentra trabajando en su próxima novela Barranco Soledad.

Índice

A Carlos Magistris, reconocido psicoanalista y ávido lector, que contribuyó con su criterio profesional para que la trama de esta novela sea creíble. 

Y especialmente a mi gran amiga Stella Maris Cataffo, “Teté “, quien tuvo la generosidad de alojarme en su quinta de City Bell donde se gestó esta historia.

- I -
EL CUARTO DE LOS ESPEJOS

Juan

 

—¡Hola, buenas tardes…! —le digo apenas ingreso, deteniendo mi brazo en la mitad de su recorrido para darle la mano, pues no demuestra intención alguna de levantarse para retribuir mi gesto.

Me devuelve el saludo con un parpadeo que resalta la negrura de sus ojos y haciendo un ademán despreocupado me da a entender que cierre la puerta y tome asiento frente a él. Me acomodo en la pequeña pero confortable butaca y espero a que pregunte algo iniciando la sesión. No lo hace; continúa en silencio, mirándome impasible, como tratando de adivinar mis pensamientos. El ventanal está a sus espaldas y por los intersticios de la cortina metálica, no del todo entornada, se filtran haces de luz que dibujan franjas de sombras paralelas en las paredes. Ladea su cabeza, mechada de gris, tal vez para verme desde diferentes ángulos o quizá porque simplemente se le da la gana y con un movimiento de manos tira de la cinta del cortinado, permitiéndole al sol invadir la sala luego de fagocitarse el cristal.

El cambio abrupto me enceguece por unos instantes y, al recobrar la vista, el contorno de su cuerpo se me aparece como una línea fosforescente y continua que aprisiona a un fantasma tiznado de sombras y profundidades en los primeros instantes del amanecer. No me impresiona, pero sí me desconcierta; pues no pensaba encontrar a los espectros nocturnos, infatigables visitantes de mis horas de insomnio, en este lugar. Aunque, pensándolo bien, es probable que viajaran conmigo, ocultos entre los pliegues de mis ropas para vigilarme como siempre lo han hecho desde mi niñez.

La mayor luminosidad me hace caer en la cuenta de que las paredes del cuarto están desnudas, salvo por cuatro espejos distribuidos irregularmente sobre los que no me reflejo por estar ubicados a los lados y un poco atrás. Veo en ellos capturadas las aristas de los muros posteriores y el resto del salón austero, pero no distingo la puerta por donde entré. Eso me resulta extraño, pues si por ella ingresé… ¿dónde se ha metido ahora? Giro el torso para buscarla y… allí está; sacándome la lengua, con ese apéndice gastado y aspecto de picaporte que cuelga a media altura. La busco en los espejos, y no aparece; no se manifiesta en ninguno de ellos, como si fuese el alma gemela de mi consciencia, difusa, temerosa, impensadamente huidiza, que solamente se muestra cuando le place o cuando, atiborrada de sufrimiento, grita su indefensión.

Acostumbrado ya a la nueva claridad, distingo los rasgos del hasta ahora mudo interlocutor. Casi de mi porte, complexión delgada, manos de pianista y tez pálida contrastando con las cejas dibujadas sobre los botones ojimorenos que me escrutan tras las gafas. Me inspira confianza, tal vez sea por la necesidad que tengo de confiar en alguien para contarle mis secretos, mis claroscuros, mis miedos… o porque, como estoy rozando la frontera del absurdo, no tengo más remedio que asirme de una rama, por debilucha o impropia que parezca, para no caer en las profundidades de la estupidez.

Sin dejar de observarme, y atento a mis reacciones, se quita los anteojos de marco severo, reemplazándolos por otros más modernos que extrae de una caja repleta de binóculos con monturas circulares y espejuelos de color, así como también cuadrados y elípticos de lentes cristalinas. Repite la operación, pero ahora se coloca unos sin patillas ni armazón, sujetos solamente al puente de la nariz por dos ganchitos de metal recubiertos con polímero, que me arrancan la primera sonrisa en varios días.

—¿Qué es lo que le parece divertido? —me pregunta, tomándome por sorpresa al descubrir que el mudo tiene voz.

—Parece otra persona, más bien como…

—¿Cómo qué, o cómo quién? —me interrumpe, abriendo los ojos con desmesura, agrandados aún más por la curvatura convexa de las lentes—. ¿Me asocia con alguien o fui el disparador de algo en especial?

—No lo sé, tal vez porque la primera impresión suya me pareció un poco rígida y condicionante, pero ahora lo veo receptivo y con cierta calidez. Pero, son estupideces mías, nada que…

—Nada de lo que parece es estúpido; lo que ve reflejado en mí puede explicarse de muchas maneras. Pero… continúe, Juan, ¿ese es su verdadero nombre, verdad?

—¿Es relevante mi identidad, pues preferiría…?

—Por ahora, no; pero posiblemente se lo vuelva a preguntar luego, por si cambia de opinión. Resulta que a veces es necesario desnudar el alma, y en ese desnudarse va incorporada la verdadera identidad, que a menudo desconocemos; pero no nos desviemos del camino y póngame al tanto de sus motivos para esta consulta. Comience por donde quiera; no importa rigurosamente la cronología de los hechos, tal vez diciéndome qué cosa le pasó por la mente cuando cambié mis anteojos pueda ser un buen principio.

—Tal vez lo haya asociado con un actor antes de subir al escenario, despojándose de un personaje para asumir otro distinto; el primero inescrutable, el otro complaciente y sin tapujos, algo así como dos personalidades conviviendo en el mismo nicho.

—¿Por qué menciona un nicho, en vez de un ámbito cualquiera? ¿Lo asocia con la muerte?

Intento sonreír nuevamente, pero un retorcijón de tripas que se potencia con un reflujo de bilis me lo impide, transformando mi gesto en una mueca grotesca. Me sudan las manos y un ligero temblor sacude mis piernas. Cierro los ojos, respiro profundo, cuento lentamente hasta diez y al abrirlos me encuentro con los suyos escrutándome desde atrás de otras gafas, con montura de plata y patillas unidas por un cordel.

—¿Se siente mejor? —me pregunta, sin darle mayor importancia a mi súbito espasmo—. Le pregunté por el nicho y la asociación con la muerte —insiste.

—Es que… estoy enfermo, doctor, y bastante grave, por cierto.

—No es necesario que me llame doctor; es más, prefiero que lo haga impersonalmente o, si no le resulta, puede llamarme Guillermo, aunque casi nadie ya me llama por mi nombre de pila. ¿Se ha hecho estudios?

—Sí, un chequeo general.

—¿Y qué le diagnosticaron?

—Nada. Físicamente como un roble, me dijeron; pero estoy grave, terminal, enfermo de aburrimiento, sin proyectos ni desafíos, con una salud de hierro y la mente viajando a mil kilómetros por hora, pero con los músculos perdiendo elasticidad por falta de acción. Es decir… un verdadero desastre.

—¿Cuántos años tiene, Juan? —me pregunta, sin hacer ni un comentario sobre lo que acabo de decirle, desechando mi preocupación.

—Muchos más de lo que parece y muchos menos de los que querría tener para estar lo más cerca posible del fin y terminar con esta agonía —le contesto, reiterándole mi malestar.

Se levanta de la silla, rodea el escritorio y, pasando junto a mí, se detiene antes de llegar a la puerta, mirándose en los cuatro espejos enfrentados de a pares. Continúa sin darse por enterado de mi angustia y, espiándome a través de sus anteojos, me pregunta con una voz que de tan profunda me arruga el alma:

—¿Qué ve reflejarse en los espejos, Juan? ¿Falta o sobra algo?

—¿Y, por qué habría de faltar o sobrar algo? —le repregunto con indisimulado fastidio.

—Fíjese bien —insiste, achinando los ojos.

La forma en que me mira no es intimidante, pero me induce a obedecer despertando mi curiosidad. Me tomo unos segundos paseando la vista por los cuatro espejos. “Es raro —pienso—, algo no cuadra…”.

—Cuénteme qué ve, Juan, ¿algo que yo no pueda ver?

—No es lo que veo; sino lo que no veo. Están reflejadas todas las cosas menos la puerta; quizás por el ángulo que tengo no…

—Sucede que usted, Juan, busca una salida y se trata de encontrar una entrada —me interrumpe—. La puerta de entrada a una vida nueva, en un tiempo diferente, con una edad estupenda por la experiencia acumulada y con la fortuna de una salud impecable, envidiada por la mayoría, créame.

—Pero…, sigo sin ver la puerta. ¿Cómo puede ser?

—Yo la veo, Juan; usted no la quiere ver. ¿Por qué no comienza de nuevo y me relata su historia? Póngase cómodo —me pide; guiándome con una sonrisa amable hasta el diván.

—¿Puedo…? –Y, despojándome de uno de mis miedos, el miedo al ridículo, me recuesto y dejo la mente volar hacia el pasado mientras acaricio con la yema de mis dedos la medalla de la diosa “Tanit” que descansa sobre mi pecho…

<<Mi padre insistía en que estudiase electrónica como él, ingeniero y de los primeros en abrazar la profesión, “la carrera del futuro”, reiteraba cada vez que salía el tema; mi madre, en cambio, soñaba con que fuese concertista de piano como el abuelo, el padre de mi abuelo, y algunos otros antepasados de mis tatarabuelos que supieron animar con ese instrumento de cuerda las veladas en palacios y palacetes europeos para regocijo de cortesanos promiscuos y cultores de la vagancia.

Como ninguno de los dos quiso dar el brazo a torcer, y para satisfacción de ambos, sin tomar en cuenta mis deseos, me inscribieron en un colegio técnico de prestigio (con orientación electrónica, obviamente) y en un conservatorio afamado cuyo director era eximio intérprete de arpa y su hija de piano. Mañana y tarde al colegio, con jornadas extenuantes y profesores con cara de perro. Por las noches, ejercitaciones con escalas tediosas, minués y solfeo, bajo la conducción de madame Ansola, estricta y desafortunada mujer que tuvo que dedicarse a la enseñanza después de estrujarse los dedos de la mano izquierda con las paletas de un ventilador. Pobre madame; nunca supe si era buena o mala persona, pero soporífera, sí. Decía siempre una tía de vida disipada, que cada tanto se daba una vuelta por mi casa, que no había peor tragedia para una mujer que parecerse a madame Ansola: “Solterona, concertista frustrada y virgen”; y todos reventábamos de risa cuando la evocaba, no por tomar de punto a la insípida madame, sino por como la imitaba vistiéndose con pollera plisada gris, camisa de seda beige con cuellito de puntas redondeadas y boina de franela, también gris, con una perla pegada en el centro que parecía más la puntita de un forúnculo blancuzco a punto de reventar que el adminículo decorativo que pretendía ser.

Soporté dos años el tormento; tanto en la escuela técnica como en el conservatorio. A mí me interesaban la arquitectura y la guitarra, pero me machacaban los sesos con las clases de taller y luego con las de piano. Le decía que me banqué dos años, porque fue el tiempo que necesité para juntar valor y obligarlos a un cambio. Nada de ruegos ni peticiones, pues antes lo había intentado; fue un acto de coraje el que los convenció, aunque no me atreví a sincerarme con ellos, pues les habría dado un ataque, además de partirme el culo a patadas. Había cumplido los quince, y pocas semanas antes iniciado el tercer año lectivo en el colegio industrial; un plomazo. Clase de taller: maquinarias y herramientas de corte, tornos, fresadoras, balancines, agujereadoras de banco y de pie, taladros portátiles y amoladoras, una sierra circular y, ubicada en el fondo del galpón, una acerada sierra sin-fin, parecida a las que usan los carniceros para trozar las reses, que me dio la idea. Sopesé los riesgos, tratando de no pensar en el dolor, elegí donde cortar, y apretando los dientes me volé medio dedo meñique; pero no del todo, pues quedó colgando de un tendón, como un fideo deforme rehogado en salsa de tomates.

Me llevaron al Hospital de Niños; no por mi edad, ya que como le dije tenía quince, sino porque quedaba cerca y en aquellos años conseguir una ambulancia era más difícil que bañar un gato en el bidet. En urgencias me hicieron las primeras curaciones, además de felicitarme por no soltar ni una sola lágrima (más por vergüenza que por valentía); y luego me pasaron a un quirófano, donde un flaco con carucha de roedor y narizota laxa, como preservativo usado hizo lo que pudo con mi dedo, remendándolo con zurcidas no muy prolijas pero que con los años se incorporaron a mi fisonomía.

—¡Ahora vas a poder rascarte la oreja mejor, con el dedito afilado! —fueron sus palabras de aliento, cuando salí de la anestesia—. Por suerte no te va a quedar rígido, y con el tiempo podrás continuar con lo que estabas haciendo hasta hoy —agregó, tratando de suavizar sus palabras e infundirme ánimo.

—No le diga a mis padres, por favor; porque…

—Ya les avisaron y están en camino —me interrumpió—, no te preocupes.

—Lo que le pido es que no le diga a mis padres que voy a recuperar pronto el movimiento. Odio las clases de taller en la escuela técnica y no quiero volver a tocar una tecla en el conservatorio; me gustan el diseño y la guitarra, pero están empecinados con que sea experto en electrónica y concertista de piano. Por favor… —le supliqué.

Creo que intuyó que no fue un accidente. No me retó, ni hizo preguntas, más que las habituales para completar la historia clínica. Se portó como un duque cuando llegaron mis viejos, pues les dijo que había salido bien de la operación aunque por mucho tiempo no iba a recuperar el movimiento del dedo y que necesitaba terapia y ejercicios; y, también les aconsejó llevarme una vez por semana a su consultorio para el tratamiento de rehabilitación. Un capo, sin dudas; a pesar de la cara de laucha y nariz de forro, pues me cubrió las espaldas, además de asegurarse un buen ingreso por las consultas posteriores en las que jugábamos a las cartas y donde me inició en el vicio de fumar.

Todo un tema, para mis padres, resolver qué hacer con mis estudios; ya que con el dedo hecho un embutido acordonado no podía estirar la mano para tocar el pianito vertical de principiantes en el conservatorio, ni el piano de cola Petrof de 1880 que había heredado mamá de su madrina checa, tras salvarlo de la rapiña nazi; y mucho menos maniobrar con herramientas en el indigerible taller de la escuela técnica. Mi vieja cedió pronto; papá, no. Ella me miró con sus ojitos grises, como siempre lo hacía cuando quería leerme los pensamientos, y no insistió con la música. La noche anterior a su muerte, muchos años después, como adivinando que ya se iba, me dijo en un susurro: “Tonto, podrías haberte desangrado aquella tarde, si hubieses confiado en mí, habría comprendido. Pero, es pasado y ya te perdoné, querido mío”. Se quedó dormida y no volvió a despertarse; tenía dibujada una sonrisa cuando entré a su dormitorio para invitarla a desayunar.

Mi viejo, en cambio, educado y chapado a la antigua, resolvió que dadas las circunstancias lo mejor para mi futuro sería la carrera militar. Corrían años aciagos, por aquel entonces, y con las revueltas entre “azules y colorados”, las fuerzas armadas, en especial el ejército, habían diezmado sus cuadros medios quedando en una situación crítica para los ascensos y renovación de mandos. Para paliar esa situación, por única vez reformaron el sistema de instrucción de cadetes, y unificando etapas, de a dos, la carrera podía hacerse en tres años, en vez de los seis o siete que usualmente demandaba. Eso quería decir, según opinaba mi viejo (y, lamentablemente, tuvo razón), que a los diecinueve yo sería subteniente; y, si continuaban las revoluciones y no caía en la volteada, ascendería a general antes de los cuarenta.

—¡Mierda! —Y allá fui nomás, mejor dicho, ahí me mandó mi padre, previa encerrona en casa con profesores varios para ganar la beca; pues la carrera costaba un disparate y yo, por ser su hijo, no podía estar en el montón. Tenía que salir entre los diez becados; si era el primero, mejor. Y, como recién le dije, allá fui. Saltos de rana, cuerpo a tierra entre los cardos, desfiles alrededor de la plazoleta del cuartel y por las laberínticas calles del regimiento, orden cerrado y técnicas desopilantes para tender la cama y asear las barracas; todo genialmente pensado para “formar el carácter de la tropa”, recitaban los monjes superiores envueltos en sus disfraces moteados para la guerra; es decir, todo al pedo, pues las reales tácticas de combate, el entrenamiento refinado y el uso de armas sofisticadas lo aprendí después, cuando comenzó la segunda parte de mi historia, que me atosiga con los recuerdos escabrosos de aquellos años y que pese a ello la extraño en estos días de deplorable y tediosa existencia.>>

Un doble chasquido, algo así como un regurgitar metálico, interrumpe mi monólogo. Me incorporo a medias para ver de dónde proviene el cliqueo y me cruzo con la mirada detrás de unos anteojos de armazón celeste. Nuevamente el doble chasquido y una tapa que se abre. Los botones ojimorenos tras las gafas desvían su dirección hacia la cubierta del escritorio, y yo los sigo con los míos, deteniendo mi mirar sobre el aparato.

—¿Me está grabando, doctor? —le pregunto, fastidiado por la interrupción del relato.

—Le dije que prefiero se dirija a mí de modo impersonal, a lo sumo por mi nombre de pila.

—No me respondió la pregunta, Willy —le contesto, propasándome adrede con el modo confianzudo de llamarlo—. Se la reitero… ¿Está grabando la sesión?

—No es apropiado que me ponga sobrenombre alguno, genera un tipo de proximidad en la relación que es inadecuado para la imparcialidad de un futuro diagnóstico. Y, sí, grabé la sesión; siempre las grabo, es una herramienta muy útil para repasar algunos puntos que puedan habérseme pasado por alto.

—¿Y la confidencialidad; no puede ser que…?

—Absoluta confidencialidad, quédese tranquilo —me contesta, dejándome con la frase sin terminar—. Ya es la hora —continúa—, lo espero pasado mañana aquí en el consultorio o… no, mejor aguarde mi llamado, pues tal vez lo cite en otro lugar.

Asiento con la cabeza y miro mis ropas. Estoy hecho un desastre. Tengo la camisa arrugada y el pantalón embolsado a la altura de las rodillas, pero no me importa pues me siento más liviano, como si hubiese vaciado los bolsillos desprendiéndome de algunas penas. Me dirijo hacia la puerta, y al pasar frente a los espejos solo tres de ellos replican una imagen; en el otro, la sombra de un viejo mientras acaricia el amuleto. Busco una explicación del hombre de las gafas y me responde con una sonrisa. Hace mucho que no me sonríen con afecto, pienso, pero no me atrevo a decírselo, es otro de mis terribles miedos.

 

 

Luchi

 

“Esta es la tercera vez que vengo, y todavía no me animo a contarle nada de nada; ni siquiera mencionarle mi verdadero nombre”. Me revuelvo en el asiento y estrujo mis manos; preferiría tirarme en el diván y cerrar los ojos para evitar que se crucen con los suyos, que me miran detrás de las lentes enmarcadas en carey. Pero no me atrevo a insinuárselo, pues… ¿qué pensaría de mi desfachatez?; ¿que soy una reventada o una cualquiera, como, seguramente, algunas de las putarracas de la farándula que pasan por acá? Solo escuché su voz al concertar telefónicamente la consulta y me pareció áspera, algo ronca, como si se tragara las palabras de puro hambriento. Pero… ¿por qué no me habla ahora; acaso se volvió mudo?

Ahora me doy cuenta de que además de la caja de cartón, repleta de anteojos, tiene otra forrada con papel de cumpleaños y forma de maletín de paramédico, apoyada sobre una mesita tijera; y busca algo dentro. ¿Qué será…? Reprimo un estornudo; nunca me gustaron esos infames que te salpican con saliva. Achís, Achú; qué términos imbéciles para representar textualmente la onomatopeya de un sonido ¿A quién se le habrá ocurrido semejante idiotez? Cubro mis fosas nasales con un pañuelo descartable y reprimo mi segundo estornudo. Voy por el tercero y casi me trago el trozo de papel tisú, cuando lo veo mirándome como un búho del otro lado del escritorio, con una larga y lustrosa pipa apretada entre los dientes. No puedo evitarlo y se me escapa una carcajada.

—Bueno, Luchi, es un comienzo —borbotea el falso búho, a la vez que chupa la pipa comprobando el tiraje—.Nada mejor que un poco de humor para descargar tensiones e iniciar una charla, ¿no le parece?

—Ya lo creo —le respondo, sin dejar de reírme y sorprendida por cómo rompió el hielo permitiéndome entrar en confianza con él.

—¿Qué lleva colgado del cuello? —me pregunta, inclinándose para observar la medalla.

—Una “Jamsa” —le respondo con soltura, como si él tuviese que saberlo; “¿acaso no es un sabelotodo?”.

—¿Y, cuál es el origen del amuleto?

—Unos dicen que es un talismán árabe; otros opinan que es hebreo. Seguramente proviene de ambas culturas, ya que por esos tiempos tropezaban unos con otros en los territorios propios u ocupados; igual que ahora, los tiempos cambian pero las personas no, siguen aferradas a sus raigambres por arcaicas que sean.

—¿Usted es de ascendencia árabe o judía?

—Siria, nacida en Damasco bajo una lluvia de balas y embarcada a los doce años para estas tierras, junto a mis padres. Mis dos hermanos mayores, a los que poco veo, se quedaron para cuidar de nuestros bienes del saqueo de otras tribus.

—¿A qué se refiere por otras tribus?

—En realidad no estamos enfrentados con todas, sino con los seguidores de la otra corriente, los chiitas. Nosotros somos sunitas, y desde la muerte de Alá estamos enfrentados con ellos por el premio mayor: presidir el califato. Las tribus que adhieren a nuestros enemigos, los chiitas, son muy belicosas y fundamentalistas; más que las nuestras, que pretenden ser democráticas al estilo nómade.

—Ah, bien. ¿Y qué es lo que le hizo pedir una consulta?; ya que, como seguramente deducirá, no soy historiador ni experto en temas socio-políticos, mucho menos del Oriente Medio —me responde, en tono que intuyo burlón.

—Sí, me di cuenta al no ver su camello en la entrada —le contesto siguiéndole la corriente con ironía.

—No me respondió la pregunta —insiste, al mismo tiempo que vacía de ceniza la cazoleta de la pipa, llenando mis narices de un aroma dulzón y agrio a la vez.

—No es por mí que vine, sino por mi prometido, Mahan, el hijo del jeque de nuestra tribu.

—Bueno, bueno; veo que sigue con el problema tribal, y ahora le agrega un tercero con quien no puedo hablar. Le reitero que no me dedico a resolver esos temas; no es mi ámbito natural y...

—Sí que lo es —lo interrumpo—, por lo menos quien me lo recomendó me dijo que es su especialidad.

—¿Cuál de todas: la historia, la arqueología, la teología o el islamismo? —me contesta, soltando una carcajada que me suena como un trueno.

—No, el psicoanálisis; en especial el tratamiento de parejas —le respondo haciendo un esfuerzo por no parecer grosera.

—Ahhh; bien, eso es otra cosa. Pero…, si se trata de una consulta para una pareja; ¿qué está haciendo aquí, sola? ¿Ha perdido a su compañero en el camino?; porque no lo veo, a menos que sea el hombre invisible o producto de su imaginación. ¿Y…, cómo dijo que se llama su prometido…, Mann?

—¡Mahan!; se pronuncia Maján, como aspirando la hache.

—¡Mahan y Luchiii…! —pronuncia, alargando la i, deduciendo que el mío es un apodo.

Sin esperar su pregunta, me anticipo y le digo:

—Mi verdadero nombre es Amira, pero cuando comenzaron a cargarme en la escuela secundaria apodándome “la turca” adopté el de Lucía, que luego derivó en Luchi para crearme un perfil en la web.

—Ah, bien; ¿y qué es lo que busca en la web, Luchi?, ¿amoríos a espaldas de su prometido o simples travesuras virtuales?

—Comenzó como una travesura y luego se fue complicando; no como pueda suponer, sino… por la invitación de una amiga a compartir su blog referente a los desvíos en las relaciones amorosas. Algo así como un “club de adictas al amor”, donde compartimos experiencias traumáticas y nos apoyamos en nuestras desventuras para no repetir errores, o por lo menos para que sean más espaciados. Es como un tipo de auto-ayuda…

—¡Claro, así nos dejan cada vez con menos trabajo! —me responde, con tono ácido, cambiando las gafas por un par de lentes sin marco, ensartados en su nariz con un puente de media caña, que le confieren el aspecto de un tenedor de libros de principios del siglo XX o de un bibliotecario salido del monasterio—. ¡Son una plaga devoradora de soluciones mágicas! —continúa—. Se autoanalizan, fallan en sus diagnósticos y, hartas de estrellarse contra las paredes, después piden turno a las apuradas para terapia individual o de pareja. ¿Y, qué cree pueda hacer yo para ayudarla, que no consiga en un manual de autoayuda o vademécum de ocasión en el mercado de libros usados? —añade con un dejo de cinismo.

—Después de mucho insistir, logré convencer a Mahan para que consultemos por un tratamiento de pareja. Si bien los dos nos hemos occidentalizado mucho, él sigue aferrado a las tradiciones de sus ancestros, pues su padre, el jeque, así se lo impone por mandato hereditario. Nuestro compromiso fue arreglado, como todos los que competen a la clase dirigente, y si no lo cumplimos a mí me desheredan y a él le buscan otra.

—Entonces, no es por amor, sino por conveniencia. Me parece que tampoco doy con el perfil profesional que busca, Luchi, perdón, Amira, me gusta más.

—Deme una oportunidad, ahora que lo convencí a Mahan… Yo me enamoro hasta de las piedras; así que podría también enamorarme de él, de usted, de quién sea necesario, si lo ayuda profesionalmente a comprenderme mejor, modificando el trato hacia mi persona.

—¿La trata mal o acaso la golpea?

—Violencia física, no; bueno…, no siempre —le contesto con voz apagada, estudiando cómo le caen mis palabras—. Mahan se muestra indiferente por momentos—continúo—, mutando a posesivo hasta la insolencia; repitiendo una y otra vez los estados de falta de compromiso con ataques de celos repentinos. Es un comportamiento voluble, rozando lo perverso, que él atribuye a una reacción de su parte contra mi dependencia sentimental y carencia de autoestima; y me acusa de boicotear el acuerdo matrimonial, dejándolo en ridículo frente a su padre, el jeque. También me recrimina porque me adherí al “club de las adictas del amor” en la web para ventilar públicamente lo que deberíamos mantener en privado, y qué se yo cuántos disparates más. Parece más un mocoso berrinchudo que el futuro jeque que algún día, cuando su padre pase a integrar el consejo de ancianos, deberá tomar las riendas de la familia, primero, luego las de la tribu, y tal vez aspirar, más adelante, a luchar por conducir el califato.

—¿Me dices, Amira, que Mahan estaría dispuesto a hacer terapia de pareja? Sería un caso interesante; atípico, por lo cultural, pero tal vez… posible. Deberías venir con él la próxima sesión, para dar los primeros pasos; pero te anticipo que no va a ser sencillo el tratamiento y, probablemente, lleves la peor parte al inicio, pues tu intimidad quedará expuesta frente a tu prometido al mostrarte tal cual eres, sin mentiras ni secretos.

“Me doy cuenta rápidamente del cambio en su actitud hacia mí; ahora me tutea y hasta diría que intenta protegerme. Es como todos los hombres; ni más ni menos, un típico guardabosques calentón. Cuando ven a una mujer indefensa, que prisionera de la angustia no ha advertido que su falda descubrió una porción de los muslos, buscan y rebuscan las palabras apropiadas para satisfacerla, demostrando su machismo y, casi segura, endeble virilidad. Se tragó el sapo, nomás, ya casi lo tengo…”. Pongo mi mejor cara de mujercita sometida y le respondo:

—Preferiría que a la próxima sesión venga él solo, para que lo conozca y compruebe su calidad profesional. Seguro se va a sentir mejor sin mi presencia, menos condicionado, tal vez. Y si usted evalúa que es posible el tratamiento de pareja, entonces continuaríamos juntos. ¿No le parece?

—Palabras sabias las tuyas, Amira. Si no fueses mi paciente, creería que fueron elaboradas por una terapeuta —me responde, con una sonrisa pegajosa colgándole de la cara.

“Más vale que estás lidiando con una profesional, pajarraco anteojudo y chupador de pipas. ¿Quién crees que te eligió para que atendieses a Mahan?”. —Gracias, por la oportunidad —le contesto formando un arco seductor con los labios que, estoy casi segura, le provoca una erección.

Me da un turno para la semana entrante y. luego de despedirme como una mujercita acongojada, me encamino hacia la salida. A unos pasos de la puerta me detengo frente a los espejos. Una vieja desaliñada y una niña insolente me miran de reojo; los otros dos solamente reflejan las paredes contrapuestas, como si yo no existiese. Giro la cabeza en dirección del pájaro anteojudo, buscando una explicación, pero ocupando su lugar un payaso travestido en psicoanalista, con una pipa de porcelana colgándole de los labios, me dice:

—¡Son imágenes virtuales las que ves; nada que no se pueda explicar a medida que avancemos con la terapia! —Y sin darme otras razones, presiona un botoncito para detener el grabador.

 

 

Mahan

 

—Amira me contó que es su prometida. ¿Tienen prevista fecha para la boda, o no depende de ustedes y la establece por protocolo su clan? —me lanza la pregunta el flaco cara de torta con anteojeras de plástico, sin previo aviso; pregunta para la cual casi nunca tengo respuesta cierta pues, desde que descubrí que era sonámbula y despertaba a los gritos, echando espuma por la boca y recitando frases en un idioma desconocido, vengo dilatando las cosas a pesar de la presión de mi familia que me exige una definición.

—Me resulta extraño que Luchi le haya revelado su verdadero nombre. Jamás lo hace, salvo en contadas ocasiones y con personas muy cercanas; casi íntimas, le diría. “¿Acaso esta sierva se habrá dejado seducir por el cara de torta para sacar ventaja? No me extrañaría, porque es capaz de cualquier cosa con tal de salirse con la suya y adoptar la pose de víctima con un desconocido para provocarme celos”.

—Deduje que Luchi era el apodo de Lucía y que por su ascendencia no cuadraba con nombres típicos de su etnia; así que le pregunté y me lo aclaró, nada en especial. ¿Le molesta que se haya sincerado conmigo o piensa que es una afrenta a su intimidad? —me pregunta achinando sus ojos pardo-verduzcos, como un cocodrilo hipnotizando a su presa.

—No, para nada —le miento—. Es que no acostumbra a revelarlo; salvo cuando tiene que hacer algún trámite legal.

—Ujummm —rumia el pajarraco de la pipa; como dándome a entender que mi respuesta es una soberana pelotudez—. Le pregunté por la fecha de la boda —insiste, pasando con un lengüetazo la boquilla de una comisura a la otra.

—Ah, sí. La pospuse dos veces; y eso me costó la reprimenda de mi padre, que no tolera cambios ni objeciones a sus propuestas. La situación en mi pueblo es caótica: influencias externas fundamentalistas, hambruna por doquier, apetencias occidentales por nuestras reservas petrolíferas y arqueológicas y una represión de estado que ha obligado a la población a fragmentarse en mil pedazos para sobrevivir. Una hoguera, me dice cada vez que nos comunicamos; y por eso insiste en que debo regresar, casarme de una vez por todas con Amira, o con otra de su familia, para apaciguar los ánimos, ocupar su puesto y que lo libere de las obligaciones cotidianas para así poder dedicarse a concertar con las otras tribus.

—¿Y a usted le interesa cumplir el mandato? —me interroga, clavándome un puñal en el vientre; pues, en realidad, me importan un carajo la tribu y el califato.

—No es cuestión de si me gusta o no, es la tradición y debo someterme a ella. Estas cosas no se cuestionan, se cumplen. Así es nuestra ley, y en ella se forja nuestra identidad —le retruco, dando por terminado el tema.

—¿Y qué razones tuvo, o mejor dicho, qué excusas argumentó para que aceptara su padre las postergaciones? —continúa preguntándome, sin darse por enterado de que me molesta hablar del asunto, a la vez que pasa, rítmica y despreocupadamente, un alambre enrulado para destapar de nicotina el conducto de la pipa, sin quitarme la vista de encima, esperando; tan solo aguardando.

Demoro la respuesta, pues volvió a clavarme la maldita hoja donde más me duele. Se me antoja como un perro de caza miope, tras los anteojos culo de botella; por un momento parece que me está mirando con los ojos saltones propios de un personaje de historieta y un instante después muda de apariencia, como un camaleón portando gafas para no vidente, pero con los oídos atentos a la menor vibración sonora que le anticipen mis miedos.

—Le dije que si las cosas en la región ardían como una hoguera no podía apagar el fuego de tamaño incendio con la sangre de mis venas, que Amira aún no estaba lista para ser mi primera esposa, hasta tanto no se despojara de su inmadurez y que había consultado a la que mira a través del “Ojo de Dios” para que guiase mis pasos.

—¿La que mira a través del “Ojo de Dios”? —me pregunta con voz lastimera y no alcanzo a comprender si es que se expresa así por compasivo o porque se está meando encima y no quiere correr al baño con la pregunta sin responder.

—Sí; la madre de mi madre.

—Su abuela —me corrige, innecesariamente.

—La madre de mi madre —le reitero, conteniéndome para no levantarme de mi asiento y gritárselo en la cara—. Es nuestra vidente, la que ve lo que otros no ven; y hasta mi padre calla cuando ella habla. Sugirió que postergáramos la ceremonia hasta comprobar la veracidad del mensaje y sus implicancias.

—¿Un mensaje…? —me pregunta, mordisqueando el extremo de la pipa.

—Sí, el que le envié contándole sobre mis dudas y para que interprete los sueños recurrentes de Amira, que volqué en un texto.

—Amira nada mencionó sobre sus sueños en la sesión. ¿No le parece raro?

—No, para nada. Siempre niega lo que no le gusta, es lo que hace habitualmente. La filmé en varias oportunidades, grabando las voces, los llantos, el canto de las sombras que la acosan. Me llevó un par de semanas compaginar el material y resumirlo en una sola edición; y, cuando por fin lo tuve listo, la puse al tanto diciéndole que lo viera conmigo, porque estaba preocupado por ella. Así lo hicimos una tarde; al finalizar, me miró como extraviada y luego desapareció por una semana. Cuando regresó, me pidió los originales y se los entregué; pero como había previsto que me los pediría, durante su ausencia traduje a nuestro idioma el contenido para enviárselo a la que mira a través del ojo de Dios y me guardé una copia… ¿Quiere que se la lea, para conocer una de las fronteras de mi prometida? Está escrita en árabe, nuestra lengua madre, y no creo que usted sepa el idioma. ¿O…, sí? —le pregunto, mientras agito frente a su cabezota las hojas recién extraídas de mi bolsillo.

—Deberíamos hacerlo con ella presente —me dice, tratando de disimular su interés con un gesto de “no muy convencido estoy”, con las pupilas dilatándosele hasta tal extremo que le ocupan la totalidad del iris—. Pues ella podría no estar de acuerdo en exponerse tan rápidamente… —agrega, falsamente dubitativo—, aunque… ¿No tiene también copia de las filmaciones editadas?; ya que me daría la posibilidad de estudiar también sus movimientos durante el trance…

—Aquí no, la guardo en mi casa. Además, ella me dijo que prefería que yo le contara, no que la exhibiese, porque le da vergüenza reconocer que tiene pesadillas; y agregó que si usted decide tratarnos como pareja, después de evaluar esta consulta, estaría dispuesta a sincerarse totalmente. Y eso es una buena señal, ¿no?

—¡Bien, bien, bien…! —gorjea el pajarraco de ojos libidinosos, mientras me mira detrás de un marco azul-verdoso, cómicamente engarzado en el pico—. Ya que no comprendo el árabe, léamelo usted, entonces, pero le ruego lo haga pausadamente para no perderme detalle; y si en algún momento le pido se detenga para repetirme algo, hágalo, por favor.

“Tenía razón Amira; es un terapeuta impulsivo y calentón”. Toso un par de veces para aclarar mi garganta y, con voz ensayada, comienzo la lectura de mi guion: