NADIE MUERE EN WELLINGTON


V.1: marzo, 2020

V.1.1: noviembre, 2020


© Carmen Sereno, 2020

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2020

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17972-17-2

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

NADIE MUERE EN WELLINGTON

Carmen Sereno


1





A mi familia



«Creemos que morir es duro, pero morir

es lo de menos. Lo difícil es seguir viviendo

mientras todo muere a nuestro alrededor».


Chump Change, Dan Fante



«Era el suyo ese afecto sólido que surge (si es que

llega a surgir) cuando al conocerse dos personas

descubren primero los aspectos más ásperos de

sus respectivos caracteres y desconocen los

mejores hasta mucho después, mientras el amor

va creciendo en los intersticios de una dura

masa de realidad prosaica».


Lejos del mundanal ruido, Thomas Hardy

Sobre la autora

3


Carmen Sereno (Barcelona, 1982) es periodista y ha trabajado en diversos medios de comunicación y grandes corporaciones. Un día se dio cuenta de que había demasiadas historias por ahí que debían ser contadas y lo dejó todo para cumplir su gran sueño de ser escritora. Viajar es lo segundo que más le gusta después de escribir. Fotografiarlo todo, lo tercero. Habla varios idiomas y le apasionan los países nórdicos, sobre todo Suecia. De hecho, lleva la palabra «Estocolmo» tatuada en el brazo, aunque, cuando le preguntan, suele decir que es simbólico para hacerse la interesante. Está casada y tiene un hijo que, curiosamente, fue concebido en esa ciudad. Con Maldito síndrome de Estocolmo, ganó la primera edición del Premio Chic. Azul Estocolmo completa la bilogía. Nadie muere en Wellington es su tercera novela.

NADIE MUERE EN WELLINGTON


«Con él aprendí que el amor no se mide en tiempo, sino en intensidad.»


Noviembre de 1999, Londres. Emma lleva una existencia triste y anodina desde la muerte de sus padres, pero cuando la tragedia la golpea de nuevo, decide dar un giro a su vida y empezar de cero en Wellington, la ciudad más feliz del planeta. Allí conoce a David, el misterioso dueño de una pequeña cafetería que la ayudará a instalarse, aunque también esconde muchas cicatrices que lo atormentan.

¿Serán capaces Emma y David de dejar atrás los fantasmas del pasado y concederse una segunda oportunidad?


La esperadísima nueva novela de la autora de Maldito síndrome de Estocolmo


Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrutes de la lectura.

Queremos invitarte a que te suscribas a la newsletter de Principal de los Libros. Recibirás información sobre ofertas, promociones exlcusivas y serás el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tienes que clicar en este botón.

boton_newsletter

CONTENIDO

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Prólogo


Primera parte: El destino en una caja de galletas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7


Segunda parte: La ciudad del viento

Mapa de Nueva Zelanda

Mapa de Wellington

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24


Tercera parte: La paradoja de la fuerza irresistible

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46


Epílogo


Notas

Nota de la autora

Agradecimientos

Sobre la autora

Agradecimientos


Según explica la geografía, las antípodas son un lugar de la superficie terrestre diametralmente opuesto a otro. Es decir, el punto más alejado de nuestra ubicación y el que nos encontraríamos si trazásemos una línea recta imaginaria atravesando el centro de la Tierra. La antípoda exacta de España es Nueva Zelanda y se encuentra a 19 883,80 kilómetros de distancia. Un viaje muy largo que no habría sido capaz de llevar a cabo sin ayuda. Por ello, quiero dar las gracias a todas las personas que, de alguna forma u otra, me han acompañado en esta gran travesía que ha durado cerca de un año. En primer lugar, a Salva, mi marido y la mitad de todo. Estoy segura de que cualquier línea recta que trazaran desde mi ubicación me acabaría llevando a ti. A mi familia, por creer en mí a pies juntillas. Papa, eres el mejor librero del mundo entero, sigue así. A Principal de los Libros, por haber renovado su confianza en esta humilde autora. Gracias a Elena, mi editora, por apuntarse al viaje una vez más y a Cristina, por la maravillosa cubierta que me ha regalado. Me ha tocado la lotería con vosotras. A Sandra, Yola y Noemí, Las Grau, que empezaron siendo lectoras y se acabaron convirtiendo en un pilar básico de mi vida. Esto no sería lo mismo sin nuestras reuniones de los viernes en el Café Europa y lo sabéis. A Marina y a Javier, por esa guía que me ha dado tanto. Devolvérosla es la excusa perfecta para ir a haceros una visita muy pronto. A la simpatiquísima Rosalie Ross, de Whangarei, por ser mis ojos y mis oídos en Nueva Zelanda durante estos últimos meses. A Nick Grant, de Christchurch, por compartir conmigo su aterradora experiencia en el devastador terremoto que sacudió su ciudad en 2011. A Robin Hardiman, de Nottingham, por enseñarme, entre muchas otras cosas interesantes, que los británicos miden su peso en stones. A Mana Timu por la inmersión en la fascinante cultura maorí. Kia ora! A Raúl, siempre tan generoso, por arrojar luz en los temas más espinosos que aparecen en la novela. A Laia, que hizo de mi primera Feria del Libro de Madrid una experiencia única e inolvidable. Repetiremos, espero. A Anna y a Clara, por aclarar que psicología y psiquiatría no son lo mismo. A Maru, campeonísima, por inspirarme cada día con esas maravillosas fotos de Richard Madden. Eres un amor de niña, te pongas como te pongas. A Montse, de Escaparate Literario, por ser mi hermana mayor, y a Edu y a Marcos, de Algunos Libros Buenos, por el apoyo incondicional y las risas. Sin vosotros, los autores estaríamos perdidos. Al señor T., mi pacientísimo lector cero y laboratorio de ideas. Y por supuesto, a ti que estás leyendo estas líneas. Gracias de corazón por haberte embarcado conmigo en el viaje. Ojalá haya valido la pena.

Prólogo


A principios de noviembre, el alumbrado ya estaba listo en casi todas las calles importantes del centro de Londres. Como de costumbre, la concurrida Oxford Street había sido la primera en encender las miles de luces blancas que la mantendrían iluminada hasta enero. Aquel año, la inauguración fue todo un acontecimiento. El ayuntamiento, que no había escatimado en gastos, cortó el tráfico mucho antes que en ocasiones anteriores y habilitó un escenario el doble de grande cerca de Marble Arch para la ceremonia del encendido oficial. El encargado de hacer los honores fue Ronan Keating, el cantante de moda que volvía locas a todas las adolescentes del Reino Unido. Supe por el Sun del día siguiente que había interpretado esa dichosa canción que no paraba de sonar en todas las emisoras de radio del país, «When you say nothing at all», y que los servicios sanitarios se habían visto desbordados a causa del elevado número de desmayos entre el público. Por si eso fuera poco, los grandes almacenes, como Marks & Spencer o Selfridges, tuvieron la brillante idea de ofrecer ese mismo día un nada desdeñable veinte por ciento de descuento en casi todos sus artículos, lo que supuso el pistoletazo de salida a la campaña de compras navideñas más agresiva que se hubiera visto jamás. Se generó tal colapso en Oxford Street que se necesitó la intervención de una unidad especial de la Policía Metropolitana para disolver a la muchedumbre congregada en la zona. Menos mal que tuve la precaución de mantenerme lo bastante alejada del West End, porque, según contaba el tabloide, la gente se había vuelto completamente loca. 

Era 1999. Por aquel entonces, los medios de comunicación británicos no hablaban de otra cosa. Lo llamaban «el efecto 2000» y se había convertido en el tema estrella de los debates televisivos en horario de máxima audiencia. Se creía que una especie de epidemia informática volvería locos a los ordenadores de todo el mundo con la llegada del nuevo año y que eso provocaría un colapso general de las comunicaciones que pondría el planeta patas arriba. Y todo por una inocente imprevisión técnica: el salto de centuria en sus relojes. Como estos solo cambiaban dos dígitos, se presumía que regresarían a 1900. Así que, cuando el nueve-nueve deviniera en cero-cero, las máquinas no entenderían qué año era y se apagarían. No habría electricidad ni teléfono y nos sumiríamos en el caos. La amenaza parecía tan plausible que el gobierno laborista de Tony Blair se había visto obligado a anunciar un paquete de medidas económicas extraordinarias para hacer frente a los daños colaterales derivados del posible apagón —unas medidas que, por otra parte, no satisfacían a los tories; conque, si el espectáculo en la Cámara de los Comunes ya era grotesco de por sí, resultaba mucho peor envuelto en esa especie de bruma preapocalíptica—. El discurso profético había calado hondo en el ánimo de muchos ciudadanos y la sensación de que la Navidad de 1999 marcaría un punto de inflexión histórico flotaba en el ambiente con una premura catastrofista. Todo, absolutamente todo, giraba en torno a la posibilidad de que el mundo se fuera al garete a las doce en punto de la noche del 31 de diciembre. Ya nadie se acordaba del desempleo, la especulación inmobiliaria, el IRA o el terrible choque de trenes de Paddington en plena hora punta, y eso que no había pasado ni un mes desde la tragedia. Treinta y un muertos y más de quinientos heridos, el peor accidente ferroviario de la historia del Reino Unido. Sin embargo, el luto nacional no había durado más que unos pocos días. Los cadáveres aún estaban calientes, pero parecía que lo único que interesaba a los londinenses era celebrar la Navidad a lo grande y especular acerca del futuro inmediato. 

Malditos egoístas.

Primera parte

El destino en una caja de galletas

Uno


Nada podría haber presagiado lo que sucedió aquella mañana de principios de noviembre de 1999. La lógica de la rutina dictaba que ese día sería prácticamente idéntico a los anteriores, sin imprevistos ni sobresaltos, pero me había equivocado por completo. Observé mi imagen en el espejo del aséptico cuarto de baño y me costó reconocerme. Esa chica no era yo, no podía serlo; yo siempre mantenía las emociones bajo control. Jamás me había ocurrido nada parecido en los cinco años que llevaba ejerciendo de auxiliar forense en la morgue judicial de Westminster, y eso que había sido testigo de auténticas atrocidades: cadáveres carbonizados, desmembrados, troceados o en avanzado estado de putrefacción. Conozco bien el punto de degradación al que puede llegar un cuerpo sin vida y, desde luego, es muy desagradable. Pero cuando has convivido tanto tiempo con la muerte te acabas endureciendo y das por sentado que ya nada puede afectarte. Así es la costumbre: una inclemente apisonadora capaz de convertir hasta lo más indigno en algo habitual. No es falta de sensibilidad, sino una mera cuestión de supervivencia. Al fin y al cabo, no hay cosa más perjudicial para desempeñar un trabajo como el mío que rendirse al sentimentalismo. 

Hasta que, de pronto, sucede algo que te recuerda que eres humana. 

Minutos antes de haber llegado a esa conclusión, me limpié las lágrimas con agua del grifo y, mientras me secaba la cara con un poco de aquel papel higiénico áspero como una lija, traté de buscar una explicación a lo que acababa de suceder. Liberé el aire que aún retenía en los pulmones para serenarme y dejé que el lado racional de mi cerebro me diera una respuesta convincente. 

«Solo estás cansada, Emma». 

En parte era cierto. El enrojecimiento de la esclerótica y los profundos surcos oscuros bajo los párpados eran los signos vitales de la falta de sueño. Había trabajado sin parar durante las últimas semanas y me sentía extenuada. Corrían malos tiempos para la seguridad ciudadana. La ola de crímenes que azotaba Londres había alcanzado sus cotas más elevadas y los cuerpos comenzaban a amontonarse de forma peligrosa en las cámaras frigoríficas del depósito sin que los prebostes del Ministerio de Justicia hiciesen nada por remediarlo. Estábamos desbordados debido a la falta de personal y el trágico accidente ferroviario de Paddington no hizo más que empeorar las cosas. De manera que, cuando el doctor Fitzgibbons me pidió casi a la desesperada que participase de un modo más activo en las labores de identificación de las víctimas del siniestro, no tuve alternativa. No es frecuente ni ortodoxo que una simple auxiliar asuma competencias para las que no está cualificada, pero se trataba de una situación extraordinaria que requería de medidas extraordinarias. El fiscal presionaba, la prensa especulaba y las familias sufrían; había que actuar con diligencia.

El proceso rutinario de identificación de un cuerpo se llama necrodactilia y es bastante sencillo. Una vez se han desinfectado bien las manos del sujeto para evitar dactilogramas de mala calidad, hay que masajearlas hasta ablandar la rigidez cadavérica, entintar los dedos y tomar las huellas dactilares. En ocasiones, también es necesario inyectar agua o glicerina mediante una jeringa hipodérmica para contrarrestar la deshidratación de la piel. Por desgracia, la mayoría de las víctimas del choque de trenes habían quedado tan destrozadas a causa del impacto que su identificación suponía una labor compleja incluso para el doctor Fitzgibbons, un auténtico especialista en casos difíciles. Puede que mi superior fuera uno de los mejores forenses del Reino Unido, pero su mano docta no era infalible. Rondaba la sesentena y había empezado a mostrar indicios de un agotamiento cada vez más acusado. «Tarde o temprano, esta profesión te acaba pasando factura», llegó a confesarme una vez, con un inusual tono melancólico. Y llevaba razón, solo que entonces yo no lo sabía. 

El caso es que aquella mañana todo parecía igual que siempre. La misma temperatura gélida dentro de la sala de autopsias; la misma mezcolanza de olor a vísceras, humedad y formol; el mismo zumbido de la cámara frigorífica; la misma luz que amplificaba la presencia de la muerte y la volatilidad de la vida. El viejo reloj que colgaba sobre la pared alicatada marcaba algo más de las doce. El doctor Fitzgibbons acababa de cerrar la incisión estándar con forma de Y sobre la cavidad toracoabdominal del hombre que yacía en la mesa de acero inoxidable. Apartó a un lado la gran lámpara fluorescente de cuello de cisne y se bajó la mascarilla. 

—Se acabó. Con este hemos terminado por fin. 

A continuación, dejó ir un suspiro que denotaba alivio, rotó el cuello a un lado y al otro y relajó los hombros. Contempló con orgullo la sutura y añadió:

—No sé si es usted consciente de que hemos llevado a cabo un total de treinta y una autopsias en las últimas semanas, señorita Lavender. —Alzó la vista y me miró por encima de sus gafas de protección ocular—. Deberían concedernos una medalla, dadas las circunstancias. 

—Yo solo he hecho mi trabajo, doctor.

—Tonterías. De no haber sido por su implicación, el que estaría ahora mismo en la cámara frigorífica sería yo. No debería ser tan modesta. Si hemos funcionado como una máquina perfectamente engrasada, ha sido gracias a usted. —Hizo una pausa—. ¿Ha pensado ya en lo que le dije el otro día? Me refiero a lo de matricularse en la facultad. Con un poco de suerte, se licenciará antes de que yo me jubile.

—Para eso necesitaría unos medios económicos de los que carezco —atajé. 

Era una manera cuidadosa pero irrevocable de decir que estudiar Medicina no entraba dentro de mis planes.

—Pero usted ha nacido para esto, señorita Lavender —concedió con entusiasmo—. Tiene estómago, es meticulosa y fría como la hoja de un bisturí. Y lo más importante: ha aprendido del mejor —añadió, e hizo un gesto con las cejas que resultaba extemporáneo en un hombre de su reputada posición.

Una oleada de temor mezclada con ira me trepó por la espina dorsal. Apreté los labios mientras me esforzaba por esbozar una sonrisa y me dispuse a preparar la solución de hipoclorito de sodio que utilizaba para la desinfección del instrumental. Pero las palabras del doctor Fitzgibbons rebotaban de un lado al otro de mi cerebro como una pelota y no me permitían concentrarme. 

«Fría como la hoja de un bisturí». 

Herida interiormente, tragué saliva. Las pupilas me ardían con una rabia que no sabía contra qué verter. Era consciente de que lo que me había dicho tenía una connotación positiva, desde un punto de vista profesional. Y también de que, después de tantos años, mi jefe me tenía estima. Aun así, que se hubiera referido a mí en esos términos me dolió de un modo inexplicable. ¿Tanto me había curtido? 

Posé la vista sobre el cadáver y me fijé en la etiqueta identificativa que colgaba del dedo gordo del pie cianótico, pero no sentí más que un inmenso agujero en el estómago. El mismo que al llegar a la parte más alta de una montaña rusa. Aquello me aterró. Un grito mudo me subió hasta la garganta y me tapizó el paladar de un extraño sabor metálico. Observé el techo, que cada vez parecía más bajo. Observé mis manos, que temblaban inmisericordes bajo los preceptivos guantes de nitrilo. Observé al doctor, cuya imagen se desfiguraba delante de mí igual que el tiempo en un reloj de arena. 

—¿Se encuentra bien, señorita Lavender? Se ha puesto pálida de repente.

El aire empezó a escasear.

—Yo… creo que… estoy un poco mareada —musité con dificultad.

El doctor Fitzgibbons dijo algo, pero no lo escuché. Me quité los guantes y los lancé sobre la bandeja del instrumental. Presa de la ansiedad, me lavé las manos y, sin molestarme siquiera en despojarme de la túnica quirúrgica, abrí la maciza puerta de doble batiente que aislaba el mundo de los muertos del de los vivos y salí de allí. Curiosamente, el portazo sonó como si una lápida cayese a plomo en mitad de un cementerio. El neón desvaído que iluminaba el pasillo parpadeó y mis ojos se desenfocaron un instante. Cuando la vi, una molestia que amenazaba con convertirse en dolor se acomodó en mi pecho. La mujer caminaba con aire luctuoso a lo largo de aquel lúgubre corredor con olor a desinfectante. Se movía de un modo impreciso, llevando los pies de un lado a otro, como si no supiera adónde debía dirigirse. Me fijé en sus pómulos hundidos y en las abultadas sombras bajo unos ojos sin brillo que la envejecían. En su rostro asomaba un amago de llanto, pero intentaba contenerlo a toda costa. 

—No. Mi hijo no. Es imposible. Imposible —murmuraba una y otra vez de forma ausente y sin dejar de cabecear. 

No hay nada más triste en este mundo que una madre que no se resigna a dejar de serlo, a pesar de que ya no lo es.

Enseguida deduje que el hijo que había perdido esa pobre mujer y el hombre al que acabábamos de abrir en canal eran la misma persona, y no pude evitar sentirme miserable por lo que había experimentado minutos antes en la sala de autopsias; esa especie de indiferencia pasiva por el dolor no compartido. En ese momento, caí en la cuenta de que ni siquiera le había pasado la mano por el rostro para cerrarle los ojos y, al punto, noté cómo me rompía por dentro, partícula a partícula, igual que un trozo de tela que se desgarra por la mitad. Me eché a llorar allí mismo, yo, que no era una persona de llanto fácil, y tuve miedo de mis propias lágrimas, de la puerta que acababan de abrir. Entonces hubo un cruce de miradas. La mujer me observó de un modo tan compasivo y desprovisto de egoísmo, como si hubiese dejado a un lado su propio dolor, que fui incapaz de soportarlo y corrí a refugiarme al cuarto de baño más cercano.

Inspiré con fuerza y solté poco a poco todo ese aire cargado de cuchillos que me había comprimido la caja torácica. Acababa de darme cuenta de dos cosas y supe con certeza que el descubrimiento iba a romper todos mis esquemas mentales. La primera, que las muertes que no duelen tarde o temprano acaban haciendo daño. Y la segunda, que ni siquiera yo tenía tanta resistencia. 

Ni siquiera yo era tan fría. 

—No he nacido para esto —pensé en voz alta.

En ese preciso instante, todo lo que creía saber de mí misma se convirtió en fuego fatuo.

Dos


Aunque parecía decepcionado por la manera impetuosa y poco profesional en la que había abandonado la sala, el doctor Fitzgibbons accedió a que me tomase el resto del día libre.

—Está bien, está bien —concedió ondeando la mano con desmayo—. Váyase y descanse. Pero mañana quiero a la misma Emma Lavender de siempre, dura como una roca.

Una roca insospechadamente frágil.

Me disculpé, le di las gracias y le aseguré que así sería, pero ni yo misma me lo creía. Al salir de la morgue, giré la cabeza y contemplé aquel gran edificio de ladrillo rojo con la extraña aunque certera sensación de que no volvería a pisarlo. La calle me acogió con un frío intenso y la neblina habitual. Me abroché el abrigo, me calé el gorro de lana hasta las cejas y apreté el paso. El tráfico en Horseferry Road aún era denso a aquella hora. Los coches dejaban una estela de humo que apestaba a gasolina y me obligaba a toser, pero en aquel momento cualquier cosa me habría parecido mejor que el olor a muerte que tenía incrustado en la nariz. Todavía era pronto para volver a casa. En otras circunstancias, me habría dejado caer por la inmensa, polvorienta y desordenada librería Foyles, en Charing Cross Road, para echar un vistazo a su magnífica sección de literatura victoriana. Me encantaba pasar el rato allí, aunque no comprase nada. En Foyles podía encontrarse casi cualquier libro que se hubiese publicado desde la Biblia de Gutenberg. Y a muy buen precio. Bastaba con armarse de paciencia y saber buscar. O estar de suerte y que el título en cuestión estuviera en la estantería correspondiente según el listado informático. A solo unos pocos pasos se encontraba la Patisserie Valerie, cuyos deliciosos cruasanes de mantequilla podrían competir con los de cualquier pastelería francesa y ganar por goleada. Y dado que la genética me había bendecido con una constitución invariablemente delgada, podía permitirme el lujo de visitarla al menos un par de veces a la semana. A tía Margaret le fastidiaba mucho que volviera a casa con las manos vacías, pero el doctor Sharma le había prohibido terminantemente el azúcar. Claro que a ella, que era un espíritu libre, por así decirlo, le entraba por un oído y le salía por el otro. Todavía me hierve la sangre al pensar en las cajas de galletas Cadbury que solía encontrar en algún escondrijo de la cocina. Cuando eso sucedía, y sucedía muy a menudo, me metía en el papel de sobrina enfadada, con dos dedos de frente más que su tía, y la regañaba. Ella repetía esta frase como una letanía:

«Ya que vamos a morir de todos modos, al menos hagámoslo de forma placentera».

Y a continuación, se encendía un cigarrillo; era exasperante.

Pero ni Foyles ni la Patisserie Valerie constituían una opción válida en un momento de crisis existencial como ese. Lo que necesitaba era aclarar las ideas y tomar un poco de aire fresco, si es que aún quedaba algo de eso en aquella gran urbe que languidecía entre jirones de bruma espesa flotando como fantasmas. Crucé el puente de Lambeth sorteando la vasta corriente humana que iba y venía con prisas y decidí caminar un rato por Southbank. Docenas de cabañas de madera bordeaban la orilla sur del Támesis y conformaban el mercadillo navideño más popular de la ciudad. La gente se amontonaba bajo los tejados y tomaba vino caliente de baja graduación para entrar en calor. A través de los altavoces sonaban en bucle los mismos villancicos de cada año. «Jingle bells», «Silent night», «White Christmas» y otros igual de originales. Todo el mundo parecía alegre. Había quien, contagiado del espíritu generoso que marcaba el calendario, se acercaba a dar unos peniques a alguno de los vagabundos que se arremolinaban con las palomas junto al río. Deduje que serían turistas porque siempre he creído que el principio más elemental de la urbanidad londinense consiste en no dar muestras de empatía en público. Nunca, bajo ningún concepto. De hecho, a día de hoy sigo pensando que Londres no es más que una proyección del carácter inglés, sin sentimentalismos ni grandes pasiones —salvo el fútbol, que es un asunto de la máxima gravedad, el té de la marca Tetley y la familia real, naturalmente—, y con un corazón tan gris como el tiempo. Percy B. Shelley no iba desencaminado cuando describió la ciudad como lo más parecido al infierno: populosa y llena de humo y niebla. Londres siempre ha sido un vasto océano donde la supervivencia es incierta. Un gigante gordo e insaciable que devora más de lo que produce. De ahí que, según una leyenda, su nombre derive del adjetivo celta londos, que significa «feroz».

Suspiré asqueada y me centré en el paisaje a mi izquierda.

A lo lejos, la majestuosa cúpula de la catedral de San Pablo se recortaba contra el horizonte. Un poco más al este, se divisaban las siluetas de los rascacielos cubiertos con cristales reflectores azul metálico de la City, esa especie de metrópolis virtual donde cada día se cierran miles de transacciones económicas entre palmadas en la espalda de progreso y confianza. Y todavía más allá, aunque más que verse se intuía, el Londres moderno y efervescente se hundía de repente en un caótico microcosmos multirracial, sucio y contaminado conocido como el East End. Justo ahí, en el corazón de ese suburbio infame, maloliente y abandonado a su suerte, vivíamos tía Margaret y yo.

Muy a mi pesar.

Pero no siempre había sido así. De hecho, ni siquiera soy londinense. Nací y crecí en Dulverton, un pueblecito de postal al sur de Inglaterra. Vivía con mis padres —él, un entregado profesor de literatura inglesa que me inculcó el amor por los libros; ella, una cocinera prodigiosa. Todavía me relamo cuando recuerdo los mince pies* que preparaba por Navidad— en una casa grande y luminosa en mitad de la campiña inglesa. Podría decirse que tuve una infancia feliz hasta el verano del 79. Aquel funesto domingo de julio, mis padres y yo nos dirigíamos al Parque Nacional de Dartmoor por la carretera A38 después de que me hubiera pasado la semana entera dándoles la murga para que me llevaran. En la radio del viejo Triumph 1300 color verde botella de mi padre sonaba una canción de Tom Jones pasada de moda; mi madre subió el volumen y se puso a canturrear. Yo iba en el asiento de atrás. Hacía un calor espantoso, pero la manivela estaba rota y la ventanilla no se podía bajar, así que me cambié de lado. Mi muñeca Katie Kopycat se coló debajo del asiento delantero y me agaché a recogerla, pero el espacio era tan estrecho y mi brazo tan corto que no logré dar con ella. Mi padre alargó la mano, cogió la muñeca y se giró para dármela. En apenas unas milésimas de segundo, mi vida iba a cambiar de forma radical; ojalá lo hubiera sabido. Tal vez, lo que me salvó del choque frontal contra otro vehículo fue estar parapetada tras el asiento del conductor. O tal vez fue el destino. Recuerdo que me mordí la lengua por el sobresalto y que sentí una fuerte presión en el pecho. El espacio a mi alrededor se redujo de pronto, como si las paredes del coche me hubieran engullido. Los oídos me zumbaban. También recuerdo las vueltas de campana y la imagen de los cuerpos lanzados uno contra el otro sin voluntad, al antojo de la inercia. Después, todo se fundió a negro. Yo salí indemne del accidente, pero mis padres murieron en el acto.

Tenía ocho años.

El desapacible viento frío que soplaba sobre el Támesis me arrojó a la cara un par de gotas de agua. Enseguida comenzó a caer esa llovizna fina tan habitual en otoño y tuve la sensación de que el paisaje se diluía como en una acuarela de grises. Chasqué la lengua. Una de las cosas que más me molestaban de Londres era el clima local. Saqué el paraguas del bolso, lo abrí y di media vuelta; ya iba siendo hora de volver a casa. El trayecto desde Embankment hasta Aldgate Station no era muy largo, pero se me hizo eterno. Siempre me ha resultado curioso que los extranjeros profesen una admiración tan exacerbada por el metro de Londres, como si esos convoyes viejos de vagones estrechos, asientos cochambrosos y olor empalagoso —sobre todo en plena hora punta, cuando los pulmones cargados de aire matinal despiden una desagradable esencia acre desde lo más profundo de sus bocas— tuvieran algo de romántico. A mí, en cambio, la simple mención de la Circle Line me producía una angustiosa sensación de asfixia.

Como de costumbre, el vagón iba muy lleno, así que me quedé de pie, junto a la puerta. Al observar mi imagen reflejada en el cristal, pensé en lo mucho que me parecía a mi madre. Había heredado de ella la espesa melena castaña que adquiría un tono rojizo a la luz y los ojos grises y grandes, en contraste con una nariz y una boca pequeñas, enmarcadas en un rostro salpicado de pecas que me otorgaban un aire aniñado. No era demasiado alta ni podía presumir de tener unas curvas espectaculares, pero Benedict siempre había sostenido que no existe nada más sexy en el mundo que una mujer cuyos pechos puedan abarcarse con la mano.

Benedict (en adelante, Ben) era lo más parecido a un novio formal que había tenido nunca. Nos habíamos conocido en la morgue, tres años antes. A él lo acababan de nombrar subinspector del Comando de Homicidios y Delitos Graves de la Policía Metropolitana y se enfrentaba a su primer caso de asesinato. No duró ni cinco minutos en el depósito. En cuanto vio el cadáver sobre la angarilla, se puso blanco como los azulejos y supe con certeza lo que pasaría a continuación. Después de que una arcada inmisericorde le hubiera exigido vaciar de inmediato todo el contenido del estómago en un recipiente para deshechos, se disculpó y salió disparado de la sala. Regresó pasados diez minutos. Se tapó la nariz y la boca con la mano y aguantó el tipo como pudo. Estaba tan avergonzado que no pude evitar compadecerme de él.

—No se preocupe, les pasa a todos —le aseguré. Y a continuación le tendí un pequeño frasco que contenía un ungüento a base de esencia de eucalipto, alcanfor y mentol—. Extiéndase un poco sobre el labio superior. Le ayudará a soportar el olor.

Una sonrisa de agradecimiento sincero germinó en sus labios.

Tres semanas más tarde, tuvimos nuestra primera cita.

No puedo decir que su físico fuera lo que más me atraía de él. Tenía el cabello pajizo, tan fino que parecía que podía quebrarse con un soplo de aire, los ojos saltones, la nariz aguileña y los labios, perfilados en una línea casi inexistente. Era flaco y larguirucho, tirando a desgarbado, y su piel, pálida de septiembre a mayo y rosada el resto del año, demasiado británica para mi gusto. Puede que lo más atractivo que tuviera fuesen los hoyuelos que se le dibujaban al sonreír, aunque ahora mismo no estoy segura de que no se tratara de marcas de acné juvenil. No hablaba mucho y ni siquiera era divertido, pero con él las cosas resultaban fáciles y yo me sentía segura. Ben me había sugerido hacía ya unas cuantas semanas que me fuera a vivir con él. Sin grandes ceremonias, todo hay que decirlo. Y es que, si había un hombre poco apasionado en el mundo, ese era él. Pero, de todas maneras, lo contaré. Aquella noche llovía a mares, para variar —puñetero clima local—. Nos encontramos junto al edificio de New Scotland Yard y fuimos a cenar pato laqueado al Soho. Le gustaba cómo lo preparaban en aquel restaurante asiático de Gerrard Street, y Ben era un animal de costumbres. Mientras comíamos, me quejé de que Randy, mi casero (en adelante, Randy el Maloliente) —un tipo con una barriga cervecera descomunal que hablaba con un marcado acento cockney y despedía un olor a grasa, sudor y dientes podridos tan desagradable que era difícil contener las ganas de vomitar. Joder, qué asco—, había amenazado con subirnos el alquiler a tía Margaret y a mí. Según él, el East End, que no había dejado de crecer en los últimos años, iba a revalorizarse con la llegada del año 2000, lo que presagiaba una invasión de jóvenes yuppies de la City en busca de una vivienda con un precio algo más asequible. Y él pensaba aprovechar el filón, porque, como tantos otros londinenses, Randy el Maloliente pretendía vivir de la especulación inmobiliaria. Ben, que me había escuchado con atención, se limpió la comisura de los labios con la servilleta y dijo:

—En ese caso, podríamos compartir mi apartamento de Kingsgate. Ya sabes que el alquiler solo cuesta setecientas cincuenta libras.

Así, con esas palabras.

Nada de «quiero que vengas a vivir conmigo porque llevamos tres años saliendo juntos y eso sería lo lógico». No, claro. Ni, por supuesto, «quiero que vengas a vivir conmigo porque estoy loco por ti —aunque no te lo haya dicho nunca en todo este tiempo, pero es que soy londinense, ¿sabes?—». No obstante, eso era lo más parecido a una declaración de intenciones que jamás obtendría de Ben, un hombre práctico cuya idea de una velada romántica consistía en invitarme a unas cuantas pintas de cerveza en The Coal Hoal mientras veíamos algún partido del Arsenal.

—Ya. ¿Y qué pasa con tía Margaret? —pregunté.

—Tu tía es muy mayor, Ems. Deberías plantearte llevarla a una residencia para poder independizarte de una condenada vez.

Sorbió fuerte por la nariz y miró para otro lado.

Tendría que haberme imaginado que me soltaría algo así. Que él y tía Margaret se detestaban no era ningún secreto. Puede que Ben fuese educado por consideración hacia mí, pero ella no escatimaba en esfuerzos para demostrarle lo poco que lo apreciaba. Lo llamaba Flojeras de forma despectiva. Flojeras esto, Flojeras lo otro. Según tía Margaret, ese esmirriado no tenía madera de policía. Le faltaban pelotas. Era un insulso sin sangre en las venas. «Pero ¿a quién va ser capaz de detener, con esos brazos como alambres? ¡Menudo poco hombre! Seguro que hasta te pide permiso para meter el pajarito en la jaula». ¡Qué irreverente era tía Margaret! En cualquier caso, no me gustó que me pidiera que me deshiciese de ella, así que negué enérgicamente con la cabeza y, como venganza, no le dije que tenía restos de pato laqueado entre los dientes. Ben no volvió a mencionar el asunto y yo permanecí callada el resto de la cena. Estaba claro que nuestras posturas a ese respecto eran irreconciliables. Lo de irme a vivir con él no era un mal argumento, a pesar de todo. Reconozco que, por una parte, quería largarme de los suburbios. Veinte años en el East End y aún no había logrado acostumbrarme ni al olor a ropa húmeda, industria química y cocina oriental que flotaba en el ambiente, ni a su ruido persistente. Pero ¿acaso no era ese un razonamiento un poco egoísta? No había que ser ningún genio para darse cuenta de que Ben y yo no estábamos enamorados, sino más bien acostumbrados el uno al otro. En realidad, lo que él y yo teníamos se parecía más a una amistad con beneficios y sin estridencias que a una relación de pareja. Y luego estaba tía Margaret y la promesa que me había hecho a mí misma de no abandonarla jamás.

Una promesa que colisionaba de forma directa contra cualquier deseo de empezar una vida en otra parte.

Tres


Cuando salí de la estación de Aldgate seguía lloviendo, pero eso no suponía ningún impedimento para que las calles estuvieran concurridas y rebosantes de actividad comercial. Whitechapel era un barrio de contrastes en el que convivían diferentes nacionalidades. Los rótulos de la plétora de establecimientos que se sucedían a lo largo de la avenida principal daban cuenta de la multiculturalidad de la zona: restaurante chino Mr. Chung, carnicería islámica Raj, panadería Malkovik o compra-venta de electrodomésticos Surindel. Pero las tulipas rotas de las farolas, los coches sin matrícula y esos cretinos del Frente Nacional que distribuían su asquerosa propaganda racista a la salida del metro mostraban a las claras que la convivencia no siempre era pacífica. Hasta cierto punto era lógico. El aburrimiento cotidiano de vivir en un entorno pobre y poco atractivo es suficiente para quebrantar el espíritu de los más débiles. Dejé atrás un bloque de pisos prefabricados y giré por Osborn Street, el callejón desolado y lleno de grafitis en el que vivíamos tía Margaret y yo. Allí mismo, sobre ese suelo encharcado contra el que repiqueteaban mis botas, se halló en 1888 el cadáver de la primera víctima de Jack el Destripador. Recientemente, la calle se había convertido en el punto de partida de una morbosa ruta turística que hurgaba en la vida y milagros del asesino en serie más famoso de la historia del Reino Unido. Al llegar a casa me encontré a Randy el Maloliente bajo la cornisa del edificio, enfundado en un ridículo chubasquero azul celeste que le iba dos tallas más pequeño. Estaba engullendo un kebab grasiento y, para más inri, un pegote de salsa de yogur le había manchado la comisura del labio y amenazaba con precipitarse hacia su barbilla. 

Desvié la vista asqueada.

—¿Qué haces ahí, Randy? —le pregunté de mala gana mientras subía de dos en dos los escalones que conducían a la puerta—. ¿Vienes otra vez a insistir con lo del dichoso alquiler? 

Cerré el paraguas y saqué las llaves del bolso.

—Hola, vecinita. Johnny Lee se ha vuelto a colar por la ventana de la cocina —respondió con la boca llena.

Suspiré. Johnny Lee era su gato, una enorme bola de pelo negro que tenía por costumbre visitar los domicilios ajenos. A mí me daba igual, pero tía Margaret, que era muy supersticiosa, se ponía histérica cada vez que se encontraba al animal husmeando en la cocina.

—Así que me he dicho «Randy, más vale que vayas a por el jodido gato antes de que la vieja lo meta en una olla de agua hirviendo y haga sopa con él». —Hizo una pausa para masticar y tragó—. Pero parece que no hay nadie.

Fruncí el ceño y me quedé absorta en el pegote de salsa que, para entonces, se había convertido en una mancha blancuzca en su chubasquero. Las llaves tintinearon entre mis dedos. «Qué raro», pensé. Tía Margaret siempre estaba en casa. Decía que Whitechapel era peor que un gueto de Nueva Delhi y le aterraba que «algún indio de esos» la atacara por la calle. Puesto que no estaba en condiciones de trabajar, se pasaba todo el santo día plantada delante de la caja tonta con el mando a distancia en la mano. Lo suyo eran los concursos del estilo de La ruleta de la fortuna y el críquet. Ah, y por supuesto, las series. No se habría perdido un episodio de Coronation Street ni por todo el oro del mundo. De vez en cuando cambiaba la tele por los escándalos que contaban las páginas de The Sun, del que era una fiel suscriptora desde la muerte de lady Di. Solo salía si tenía cita con el doctor Sharma o con Daloris, la peluquera jamaicana de Brick Lane que le hacía la permanente por menos de cinco libras, y, que yo supiese, ese día no tenía planes ni de lo uno ni de lo otro. Metí la llave en la cerradura y empujé la puerta. Las bisagras chirriaron y me sentí invadida por un sentimiento inequívoco de que algo no iba bien. Noté el aliento pútrido de Randy el Maloliente en la nuca mientras avanzaba hacia el interior con sigilo, como si estuviera a punto de irrumpir en la escena de un crimen. Llamé a tía Margaret con un hilo de voz, pero no hubo respuesta. Me dirigí al salón con el pulso acelerado, pero allí no había nadie. La tele estaba encendida. En la pantalla aparecía Tony Blair en su tribuna de la Cámara de los Comunes. «Puedo prometer y prometo que el ejército británico está preparado para movilizarse la noche del 31 de diciembre, si así fuese necesario, y garantizar la paz de Su Majestad». Volví a llamar a mi tía mientras me encaminaba hacia la cocina con pasos vacilantes. Johnny Lee se relamía de forma indolente sobre la encimera después de haberse zampado los filetes de perca que yo misma había sacado del congelador por la mañana, antes de irme a trabajar. Al vernos, bufó y salió disparado por la misma ventana por la que se había colado; era un gato muy arisco.

—La de veces que le habré dicho que no la deje abierta… —mascullé mientras la cerraba.

Y ni rastro de tía Margaret.

Aquello empezaba a darme muy mala espina.

Con el corazón latiendo a un ritmo desorbitado, subí despacio la estrecha escalera de caracol que conducía al piso de arriba. Randy iba detrás de mí, sin soltar el kebab. Primero eché un vistazo en su dormitorio y, después, en el mío. Nada. La casa no era muy grande, así que el único sitio que me quedaba por revisar era el cuarto de baño. La puerta estaba cerrada, pero un fino haz de luz se filtraba a través de la rendija inferior. 

—A ver si va a estar cagando.

Ignoré el comentario de Randy el Maloliente y golpeé varias veces con los nudillos. No obtuve respuesta, así que sujeté el pomo con los dedos temblorosos y abrí. Todos mis temores se materializaron en cuanto vi el cuerpo orondo de tía Margaret tendido bocabajo sobre la moqueta. 

—¡La madre que…! —exclamó mi casero—. ¿Está muerta?

Pausa. En ese lapso de apenas un par de segundos tenía que decidir si:

a) Dejaba que el mundo entero se me cayese encima, 

o

b) Me apresuraba a recabar datos empíricos que pudieran dar una respuesta a la pregunta de Randy.

Me decanté por la opción b. Así que, con toda la rapidez que requería la situación, me arrodillé a su lado y comprobé su pulso presionando suavemente los dedos índice y corazón sobre la yugular. Era débil, pero al menos había esperanza.

—Está viva. 

—Pues espero que no tengamos que bajarla nosotros. ¡Menudo cachalote!

Chasqué la lengua con fastidio, pero contuve las ganas de soltar una imprecación.

—¿Por qué no llamas al 999, Randy? 

—Vale, pero te advierto que, si se muere, te subiré el alquiler de todas formas. 

Llegados a ese punto, estaba a tres inspiraciones profundas de arrancarle el puñetero kebab de las manos y estrellárselo contra la cara. Pero algo me detuvo. Un sonido similar a un ronroneo que emergía de la parte de atrás de la garganta de tía Margaret. Estaba consciente. E intentaba decirme algo.

Agaché la cabeza y me percaté de que el párpado izquierdo le colgaba un poco y que tenía la boca ladeada.

—Tranquila, tía, todo irá bien. La ambulancia no tardará en llegar.

Le cogí la mano y volvió a emitir ese sonido perturbador con muchísimo esfuerzo, de forma lenta y penosa. Estaba extenuada, pero insistía. Parecía tratarse de algo importante, así que acerqué el oído a sus labios. Entonces lo capté con claridad. El sonido era, en realidad, una palabra.

«Galletas».

Cuatro


El reloj de la sala de espera marcaba las seis y cuarto. Las agujas se movían muy poco a poco. Tic tac. Tic tac. Tic tac. ¿Por qué será que en los hospitales el tiempo siempre pasa tan miserablemente despacio? Nadie me había informado aún del estado de tía Margaret y yo comenzaba a desesperarme igual que un animal enjaulado. Me levanté de aquel incómodo banco con respaldo de plástico y me asomé a la ventana. Seguía lloviendo y las gotas de agua se estrellaban contra el cristal. Hacía rato que había oscurecido y el cielo se había convertido en una densa masa negra llena de nubes bajas. El edificio de enfrente mostraba varias hileras de ventanas iluminadas; supuse que serían oficinas. A lo lejos, se distinguían de forma vaga las luces rojas, azules y blancas de la ciudad, y reconocí algunas siluetas: el campanario de la iglesia episcopal de Santa Elena y la famosa torre de vidrio con forma de pepinillo. 

—¿Se sabe algo ya?

Ben había vuelto de la cafetería con un vaso de poliuretano humeante entre las manos. Una bolsita de té Darjeeling nadaba en el agua y la teñía de una tonalidad indefinida. Asentí con agradecimiento, cogí la bebida y di un pequeño sorbo. Era el té más horripilante que había probado nunca, pero no dije nada.

—Todavía no. 

Suspiró y se frotó los ojos con vehemencia. Parecía impaciente y se notaba que no le apetecía lo más mínimo estar allí, que había venido solo por cumplir y no porque quisiera acompañarme en un momento tan delicado como ese. Ben no era un mal tipo, pero, tal vez, según su propio código de buenas prácticas amorosas, bastara con pasarse por el hospital cinco minutos y llevarle el tan socorrido té a su novia. La sangre me hirvió al pensarlo. 

—Vete a casa, Ben. 

—¿Estás segura, Ems? No me importa quedarme contigo.

Qué mal mentía.

—Tranquilo, puedo manejar esto yo sola. Ya te llamaré cuando tenga noticias. 

Su semblante, tenso hasta ese momento, demudó en un notable alivio. Un beso rápido en la mejilla y se largó. En cuanto hubo desaparecido, tiré aquel terrible brebaje a la papelera y volví a sentarme. Brazos cruzados sobre el pecho, cabeza contra la pared, bolso encima de las piernas. Bostecé de puro aburrimiento. «Ojalá pudiera matar el tiempo de alguna manera», me dije. Miré hacia un lado. Pasillo atestado de camillas, sillas de ruedas, pacientes y personal sanitario. Miré hacia el otro. Reparé en las revistas amontonadas sobre una anticuada mesa de cristal en medio de la sala. No es que antes no las hubiera visto, lo que ocurre es que ni Hello! ni Country Living ni Private Eye me interesaban en absoluto. Sin embargo, encima de esa pila de ejemplares manoseados, había uno de National Geographic en el que no había reparado hasta entonces y pensé que podría estar bien echarle un vistazo. Alargué la mano y tomé la revista. La abrí por una página al azar, ignorando que, con aquel gesto, había invitado al destino a venir hacia mí con las fauces abiertas. Mi retina registró una imagen hermosa y la gélida bola de acero que se balanceaba en mis tripas comenzó a disolverse. Un cielo vertiginoso y sin una sola nube se derramaba sobre un océano brillante por los destellos del sol. La línea blanca, curva y espumosa de una ola engullía la orilla de una playa salvaje de arena negra recortada por un espeso valle verde. En ese preciso instante, la química de mi cerebro comenzó a trabajar. Es posible que experimentara algo parecido al síndrome de Stendhal porque, de repente, fui consciente de que me temblaban las manos y el corazón me latía a un ritmo más rápido de lo normal. No podía dejar de mirar la fotografía; era hipnótica, parecía de otro mundo. Aquel lugar, si es que existía, desprendía tanta luz y tanta vida que, por un momento, me olvidé de que estaba en la sala de espera de un hospital, rodeada de personas de rostro macilento que murmuraban letanías lastimeras. Pero sí que existía.