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Índice

Prólogo

“La creación”

“El reino de Dios”

Discípulos de “Satanás”

“El diluvio”

“Egipto”

Epílogo

Índice

© Los 7 truenos del Apocalipsis

© Germinis Dei

ISBN papel: 978-84-15489-59-7

ISBN ebook: 978-84-15489-60-3

Depósito legal: M-49197-2011

Editor Bubok Publishing S.L.

Impreso en España/Printed in Spain

Dedicado al anónimo autor del “manuscrito Beowulf”, fuera quien fuese, porque también gracias a él he llegado a comprender que, realmente, todos los monstruos contra los que tenemos que luchar los hemos creado nosotros mismos a causa de nuestras propias debilidades.

En cuanto a mí, yo soy como canal que sale de un río,

como acequia que lleva el agua a un jardín.

Dije: “Regaré mi jardín, empaparé mis prados.”

Y mi canal se convirtió en río, y mi río se convirtió en mar.

Haré que mi instrucción resplandezca como la aurora

y que su luz llegue hasta muy lejos;

daré mi enseñanza como los profetas

y la dejaré a las generaciones venideras.

Ved que no he trabajado solo para mí,

sino para todos los que buscan la sabiduría.

(Eclesiástico, 24:30-34)

Prólogo.

Una intuición es una intuición. Pero cuando a partir de una intuición se desarrolla una teoría, eso ya es paranoia. Pues bien, esta sería mi paranoia, a fin de intentar explicar como entiendo que pudieron sucederse los acontecimientos. Y empezaríamos partiendo de una suposición:

Supongamos que Darwin tenía razón con su teoría del origen de las especies. Estaríamos hablando de un hombre que, tras una penosa evolución de cientos de miles de años, un buen día se encontró con que el último retoño de su descendencia ya no era “humano”, sino que había evolucionado hacia otra cosa. Aquella penosa peregrinación había desembocado en un ser nuevo, un hombre distinto. Un hombre con una mente prodigiosa, cien por cien consciente, capaz de recordar toda la evolución de su árbol genealógico como propia experiencia vital. Un hombre con memoria de toda la historia de la humanidad, consciente de cada una de las vidas que componían su ADN. Una criatura perfecta, que ya no tenía ninguna necesidad de comer, ni de beber, ni, en consecuencia, de segregar excreciones. Una nueva especie suprema, inmortal y asexuada: el hijo del hombre.

Pero, tanta perfección implicaba también un defecto clamoroso: el hijo del hombre no podía reproducirse. La naturaleza era tan perfecta que, al haberle concedido el don de la inmortalidad, no vio necesidad alguna de continuar reproduciéndolo. Pues, ¿qué sentido podía tener el querer perpetuar una especie inmortal, cuando la inmortalidad ya se perpetúa por sí misma? Así, pues, el ser supremo no podía reproducirse.

Pero ya os podéis imaginar el problema que esto debió suponerle. Con toda su sabiduría y dominio de la ciencia, fácilmente supo engendrar nuevas generaciones implantando su ADN en una especie inferior, y poniendo en marcha una nueva evolución que, por hibridación, resultaría mucho más corta, rápida y menos penosa que la que él tuvo que padecer. Aquellos cientos de miles de años quedaron comprimidos en siete mil; claro que tampoco debió implantar su ADN en una ameba, sino que ya partiría de un mamífero, y a saber, aún, en qué estadio evolutivo. Y así, el hijo del hombre, el ser supremo, perfecto, inmortal y asexuado, se convirtió en padre y creador de nuevas generaciones humanas.

Y si nosotros hemos tenido que soportar la tontería de las religiones durante seis mil años, ni quiero imaginar el eterno vía crucis del primer hombre; el de la evolución del millón de años. Así debió surgir la idea del testimonio escrito, para posteriores generaciones. Una serie de escrituras que la humanidad iría recopilando a lo largo de la historia, y que darían pie a la aparición de las religiones. Una serie de escritos destinados a que la selección se fuera produciendo de la forma más natural posible, dejando que la evolución hiciese su curso, sin tener que intervenir para nada. Por un lado, quienes creerían en el ser humano y en la senda de la vida, y por otro, quienes preferirían creer en la existencia de unos dioses, que sólo ellos supieron interpretar, a partir de unos textos que simplemente reflejaban la evolución del pensamiento humano a lo largo de la historia. Con ello la especie se iría purificando según la naturaleza de cada uno. Estaban advertidos, desde el principio, de que su pacto con la muerte no prosperaría; pero a saber qué pudieron entender ellos por “pacto con la muerte”, inconscientes, como eran, de que sus propias obras, sus creencias en la nada y sus esperanzas de ultratumba, les retrataban. Escrito estaba que la luz sería la vida y las tinieblas la muerte. Nombradme una sola religión que, a día de hoy, siglo XXI, haya aportado el más mínimo atisbo de luz sobre la existencia del hombre; ninguna. Ni tampoco desde cualquier otro rincón procedente del mundo esotérico: siempre vanas explicaciones, ilógicas y opacas, sin la más mínima aportación de ciencia ni de verdad. Antes de tener ningún conocimiento de nada ya quisieron dárselas de sabios. Pues bien, a la hora de la verdad, todos ellos se han quedado con el culo al aire; que también ya estaba escrito.

Por otra parte, si rechazamos la paranoia y nos quedamos sólo con Darwin, ¿de dónde salieron las Escrituras? Si nosotros fuéramos aquella penosa y dilatada primera evolución del hombre, no habría ningún testimonio escrito de otras generaciones humanas. Por lo tanto, paranoico perdido, yo me quedo con mi paranoia.

¿Y vosotros?