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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Harlequin Books S.A.

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hombre más deseable, n.º 1290 - septiembre 2015

Título original: A Most Desirable M.D.

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6885-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

The Texas Tattler

Los Fortune de Texas

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

The Texas Tattler

 

La familia Fortune descubre nuevos herederos

 

El escándalo era lo último que Miranda Fortune quería para su familia cuando volvió a Red Rock con su hijo Kane. Pero ahora parece que el pueblo no hablará de la última fiesta que ha dado esta dama de sociedad, ¡sino de los dos niños que dio en adopción!

Según el director del motel Crazy Hearts, Hal Davies, un viejo vaquero llegó buscando una habitación. «Estaba como una cuba, pero decía ser el padre de Kane y Gabrielle… y que acababa de encontrar a los hermanos ilegítimos de éstos». El detective privado Flynn Sinclair ha confirmado este rumor.

La gente del pueblo también se pregunta por lo rápido que Kane se comprometió con la enfermera Allison Preston.

Fuentes del hospital donde ambos trabajan han dicho que la pareja siempre se había comportado más como amigos que como amantes. «¡Pero un día, los pillamos abrazados en la sala de personal!», cuenta una de las sorprendidas empleadas.

No sabemos si existe alguna conexión entre estos dos sucesos… pero el Tattler se pregunta: ¿qué va a pasar con la poderosa familia Fortune?

Los Fortune de Texas

 

Conoce a los Fortune de Texas

 

Conoce a los herederos perdidos de los Fortune. Ser miembro de esta familia de Texas tiene sus privilegios, pero también supone un alto precio. Cuando la familia se reúne para dar la bienvenida a los nuevos parientes, descubren que una peligrosa amenaza se cierne sobre ellos… ¡pero también un apasionado romance que sólo el verdadero amor texano puede ofrecer!

 

 

LISTA DE PERSONAJES

 

Dr. Kane Fortune: aunque aún se mostraba receloso hacia sus nuevos parientes, sabía que ningún Fortune eludía sus responsabilidades. Y él era un hombre de honor.

 

Allison Preston: el destino había hecho realidad el sueño secreto de esta sosa enfermera. Pero ese sueño amenazaba con convertirse en una pesadilla, a menos que pudiera convencer a Kane Fortune de que su lugar estaba junto a ella…

 

Miranda Fortune: después de veinticinco años, la heredera de los Fortune volvía a estar unida a su familia, pero el secreto que la había hecho salir de Red Rock, en Texas, estaba a punto de ser revelado…

Capítulo Uno

 

El doctor Kane Fortune cerró de golpe las puertas del County General Hospital de San Antonio, Texas, sintiendo cómo la ira y la frustración le hacían un nudo en la garganta. No soportaba la pérdida de un paciente. Era algo que odiaba con todas sus fuerzas.

Suponía que lo mismo le pasaba a todos los médicos, pero para él lo peor eran siempre los bebés. Y ése había sido particularmente difícil. El joven padre se había deshecho en lágrimas, hasta el punto que tuvieron que llamar a su médico de cabecera para que se ocupara de él. Era un hombre que quería tanto a su hijo… lástima que no todos los padres sintieran lo mismo. La furia que Kane albergaba en su interior era tan amarga como antigua. Si alguna vez tenía hijos siempre estaría a su lado, pensó mientras cruzaba el aparcamiento hacia el Ford Explorer que había comprado mientras vivía en California.

Al ir con la cabeza gacha, no se dio cuenta de que una mujer se cruzaba en su camino hasta casi chocar con ella.

–Disculpe –automáticamente, la agarró por el codo y sólo entonces vio quién era–. Allison –dijo, sin soltarla.

Allison Preston era una enfermera de pediatría con quien él había trabajado regularmente en la unidad de maternidad. Era una mujer sensata, sensible y digna de confianza, y, sin lugar a dudas, era la favorita de Kane de todo el hospital. Tenían la costumbre de tomar un café juntos una o dos veces por semana, siempre que coincidían en la cafetería o en la sala de descanso. Kane no sabía cómo había sucedido, pero Allison se había convertido en la única persona a la que podía confiar las decisiones vitales que con frecuencia se veía obligado a tomar. Y, de hecho, había empezado a modificar sus ratos libres para que coincidieran con los de ella.

Pero la Allison que tenía frente a él en esos momentos no era la enfermera de piel clara con todos los botones abrochados y sus rubios cabellos fuertemente recogidos. No, ésta tenía una espesa melena rizada que le caía en cascada sobre los hombres y la espalda, brillando a la luz de la mañana con un destello casi antinatural. Una melena que estaba liberando de las horquillas en el momento en que casi habían chocado los dos.

–Doctor Fortune… Kane –dijo cuando él la apuntó con un dedo, recordándole que debía llamarlo Kane cuando no estuvieran de servicio–. Lo siento. Tendría que haber ido con más atención.

–Yo, eh… estaba distraído –dijo él, sin poder creerse que aquélla fuera la misma mujer que él conocía–. Nunca te he visto con el pelo suelto. Lo tienes muy…abundante.

El rubor coloreó las mejillas de Allison, que agachó la cabeza con timidez, un gesto muy característico en ella.

–Querrás decir que lo tengo hecho un desastre. He pensado en cortármelo.

Él no dijo nada, pero tuvo el impulso de suplicarle que no lo hiciera, de decirle que un pelo así era la fantasía de cualquier hombre, de que podía imaginarse a sí mismo envuelto con esa preciosa melena, viéndola relucir mientras…

¿Pero en qué demonios estaba pensando? Se trataba de Allison, por amor de Dios. Era su ayudante, su amiga, su confidente.

–¿Kane? –lo miraba atentamente, con sus hermosos ojos color esmeralda abiertos de preocupación–. ¿Estás bien? –le puso una mano en el brazo–. El bebé de los Simond no ha sobrevivido, ¿verdad?

El cálido tacto de su mano devolvió a Kane a la realidad. En silencio, negó con la cabeza, mientras le volvían a la mente las razones por su falta de concentración.

–Sabes que hiciste todo lo posible –continuó ella, acariciándole ligeramente el brazo–. Yo sabía que era un milagro que consiguiera sobrevivir una semana –soltó un suspiro–. Y tenemos que asumir que, con tantos bebés prematuros a los que vemos con problemas graves, los milagros no suceden muy a menudo.

–Aun así me ha dejado destrozado –reconoció él.

Ella inclinó la cabeza y le sonrió compasivamente.

–Ésa es una de las razones por las que eres el mejor médico del hospital. Porque te preocupas de verdad por tus pacientes.

–Demasiado, a veces –se pasó una mano por la cara y se masajeó la sien–. Estoy rendido. Me he pasado casi toda la noche con ese caso. Voy a intentar dormir un poco.

–Mi turno acabó a las siete –dijo ella asintiendo–. Yo también me voy a casa –dio un paso atrás, dudó y le dio un breve apretón en el hombro–. Vete a descansar. E intenta no sentirte muy mal. Ese bebé tuvo suerte de tenerte a ti como médico.

Con una última sonrisa, se subió a un pequeño Mazda rojo y salió del aparcamiento.

Kane se quedó allí de pie, viendo cómo se perdía de vista. Un deportivo rojo… Si alguna vez hubiera pensado en el tipo de coche de Allison, habría supuesto que sería un utilitario o un sedán discreto y de color oscuro. Era toda una sorpresa, aunque no sabía por qué. Igual que el pelo. Tal vez Allison no era tan sensible y desapasionada como la imagen que ofrecía.

Al darse cuenta de que se estaba masajeando el hombro que ella le había tocado, dejó caer la mano y puso una mueca. Dios, ¿qué le pasaba? Nunca había sido un mujeriego y tampoco solía perder la cabeza por las enfermeras, y sin embargo allí estaba, preguntándose cómo sería ver a Allison Preston acostada bajo él con su gloriosa melena extendida sobre la almohada.

Ciertamente sería algo estupendo, pensó. Como hombre, no había podido dejar de fijarse en el esbelto trasero que escondían sus pantalones de uniforme y en sus pechos generosos y redondeados, realzados por una estrecha cintura… Pero siempre se recordaba que era una amiga y nada más. A diferencia de las demás mujeres que conocía, y aun conociendo sus relaciones familiares, Allison no quería nada de él, ni sexo, ni matrimonio, ni dinero ni prestigio. Y eso la hacía muy interesante. Era dulce y atenta, y, para ser sincero, Kane tenía que admitir que en más de una ocasión se había preguntado si sería igual de dulce y atenta en la cama, o si por el contrario se transformaría en una gata salvaje y…

«Para ya», se recriminó a sí mismo. «Allison se quedaría horrorizada si supiera lo que estás pensando».

Apartó las imágenes de su mente y se subió a su coche para dirigirse hacia la casa de su madre, en Kingston Estates, no muy lejos del hospital. Era uno de los barrios más nuevos de San Antonio, un enclave de lujo y riqueza desmedida, y la casa de su madre no era ninguna excepción.

Kane había crecido en un ambiente mucho más modesto. Su madre apenas había podido mantener a sus hijos bajo techo, y Kane se había esforzado mucho para ingresar en la facultad de medicina, sabiendo que su única esperanza estaba en las becas y subvenciones. Y entonces, seis años atrás, su hermana descubrió que su madre no había sido del todo sincera con sus hijos.

Gabrielle y él siempre habían asumido que su madre no había tenido familia, lo cual no podía ser menos cierto. Miranda tenía una familia muy numerosa, pero se había distanciado de todos ellos tras una pelea con su padre, años antes de que naciera Kane.

Al principio, Miranda se había negado a una reconciliación, pero finalmente Gabrielle consiguió que suavizara su postura. Su padre había fallecido, y su hermano, Ryan, la acogió en la familia con los brazos abiertos. Una familia, los Fortune, que era una de las más acaudaladas de Texas.

Cuando Miranda decidió reclamar el apellido de los Fortune, todo cambió. Habían pasado de ser un trío a formar parte de un… clan. Cierto era que el clan prodigaba la hospitalidad y el cariño, pero no por eso dejaba de ser abrumador tener un centenar de parientes en vez de dos.

Para sorpresa y desconcierto de Kane, entrar en la familia implicaba compartir con su madre la inmensa propiedad de su abuelo. Su madre se convertía así en una de las herederas más ricas del país.

Kane aún no estaba seguro de cómo se sentía por el dinero de los Fortune. No envidiaba a su madre por haber vuelto a la vida de lujos en la que había nacido. Se lo merecía, después de haberlo pasado tan mal durante los años difíciles. Pero de una cosa sí estaba seguro: él no quería esa vida. Se había acostumbrado a marcarse su propio camino y no estaba dispuesto a permitir que nadie más lo hiciera por él. Aceptar dinero le parecía un acto de caridad, por mucho que su madre insistiera en que le pertenecía. No, él quería trabajar para vivir, y además, ese dinero no venía gratis. Tomarlo significaba atarse a la familia de su madre, y Kane sabía muy bien que nadie daba nada sin esperar algo a cambio, ni siquiera los Fortune.

De modo que lo único que aceptó de ellos fue el nombre. Y sólo porque lo prefería a llevar el apellido del imbécil que abandonó a su madre.

Al aparcar el Explorer en el camino circular frente a la mansión de estilo mediterráneo con tejados rojos de estuco, volvió a invadirlo una profunda nostalgia. Salió del coche y, tras abrir con la llave que su madre le había dado para situaciones como ésa, se dirigió hacia la cocina.

–¡Kane! –su madre lo vio al pasar por el comedor y se levantó–. No te esperaba –le dijo con una cálida sonrisa y un destello en sus ojos azules.

–Yo tampoco esperaba venir –dijo él parándose en la puerta–. Pero sólo tengo unas horas de descanso, y mi casa está demasiado lejos.

A pesar de que era muy temprano, de que no llevaba maquillaje y de que tenía sus rubios cabellos recogidos, Miranda Fortune seguía siendo una mujer hermosa. Había trabajado como una esclava para darles una vida digna a Kane y a Gabrielle, pero eso no le había hecho perder la elegancia propia de los Fortune.

Los Fortune… Su propia familia, los mismos rasgos que él mismo veía en el espejo cada vez que se afeitaba.

–¿Te importa si descanso aquí un rato?

–Pues claro que no –su madre se acercó y le dio un beso en la mejilla–. Vamos. Acuéstate. Pareces muy cansado.

Kane se detuvo en la cocina para tomarse los restos de una ensalada de pollo, teniendo que oír las advertencias de la pequeña cocinera mexicana sobre los riesgos de engullir la comida a toda prisa. Cinco minutos después, ya en la habitación que solía usar cuando visitaba a su madre, se quitó los zapatos y se dejó caer en la cama.

Estaba sumido en un sueño profundo cuando el timbre del teléfono junto a la cama le hizo dar un respingo. Sobresaltado, y demasiado soñoliento como para pensar con coherencia, alargó una mano y agarró el auricular. Seguramente sería una llamada del hospital.

Pero antes de poder contestar, una voz de hombre le llamó la atención:

–… pensaba que te alegraría saber de mí, cariño. Después de todo, soy el padre de tus hijos.

–Son sólo las ocho y media de la mañana. ¿Qué quieres? –la voz de su madre sonaba débil y temblorosa, lo que no era normal en ella.

–Supuse que te pillaría antes de que empezarás con tu rutina social diaria –había cierta zalamería en el tono del hombre–. Sólo quiero un poquito de eso que tú tienes de sobra.

–Dinero –Miranda elevó el tono de voz, claramente enojada–. Tendría que haberlo sabido. Sólo el dinero te haría llamar, Lloyd.

¡Lloyd! Era su padre. Lloyd Wayne Carter. El hombre cuyo apellido había tenido que llevar durante casi toda su vida, a pesar de que se había marchado de casa antes de que naciera su segundo hijo.

–Recibí una carta de nuestra pequeña Gabrielle, ¿sabes? Quería hacerme saber que había sido abuelo. Y la verdad es que me sorprendió mucho enterarme de que mi Randi estaba montada en el dólar. ¿Por qué nunca se te ocurrió compartir esa fortuna conmigo cuando estábamos casados?

–Eso no es asunto tuyo –Miranda intentó mostrar firmeza en su voz–. Hace treinta años que saliste de mi vida. Y no quiero que vuelvas a ella.

–Vaya, es una lástima, porque nuestra hija sí que quiere. Me ha invitado a ir de visita y ver a mi nieta. ¿No es encantador? –Carter hablaba en un tono tan sensiblero que Kane apretó los dientes. Pero entonces percibió, por detrás de la voz de su padre, un furioso susurro. Parecía una voz de mujer, pero no pudo distinguir las palabras.

–¡No te atrevas a venir a aquí! –exclamó su madre–. ¡Aléjate de mí y de mis hijos! No formaste parte de su educación. No… no…

–Cálmate, Randi…

–¡No pienso calmarme!

–Cálmate, o pondré punto y final a esta conversación e iré directo a…

–¡No! Por favor, no se lo digas.

–Entonces cálmate, cariño. Él vive en San Antonio –esa vez Kane estuvo seguro de oír la voz de una mujer, pero fue apagada por la respiración angustiada de su madre–. He mantenido tu pequeño secreto durante mucho tiempo. ¿No crees que merezco algo por ello?

–¿Cuánto, Lloyd? –preguntó Miranda. Kane jamás la había oído tan triste y derrotada–. ¿Cuánto quieres por salir otra vez de mi vida?

–Mmm… No soy un hombre codicioso, Randi, cariño. ¿Qué tal veinticinco mil por cada gemelo? Eso me ayudaría a salir adelante.

–¿Cincuenta mil dólares? –preguntó Miranda, completamente desconcertada–. ¡No puedes hablar en serio!

–Claro que hablo en serio, cariño –le aseguró Carter soltando una carcajada–. Con todo el dinero que recibiste cuando el viejo Kingston estiró la pata, no te supondrá mucha diferencia.

–No pronuncies el nombre de mi padre, cerdo –la voz de Miranda volvía a temblar–. Mi padre era…

–Supongo que esto debe de ser un shock –la interrumpió Carter–. Te daré un tiempo para que lo pienses. Iré a San Antonio a ver a mi hija y a mi nieta, y tal vez a mi hijo. Nos veremos entonces, cariño, y podremos solucionar el trato.

–No hay ningún trato –espetó Miranda, pero sus palabras carecían de convicción.

–Oh, lo habrá –aseguró Carter–. O iré a ver a cierto magnate del petróleo y le preguntaré cómo son sus gemelos –Miranda emitió un sonido ininteligible–. Hasta la vista, Randi. Pronto tendremos una verdadera reunión familiar –y con eso, acabó la conversación.

–Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío…

Kane se dio cuenta de que su madre no había colgado. Bajó corriendo las escaleras, con un nudo en el pecho y las manos temblándole de tensión. Irrumpió en el comedor, donde su madre seguía sentada, con el teléfono en una mano y una expresión de horror en el rostro.

–Estaba escuchando –le dijo él–. ¿Qué demonios quiere ese bastardo? ¿Qué quiso decir con «los gemelos»?

–No hables así, querido –lo reprendió su madre. Entonces, para horror de Kane, estalló en lágrimas.

 

 

Allison Preston entró en la sala de personal a las siete y media de la tarde y fue derecha a su armario. Gracias a Dios su semana de trabajo acababa tras el turno del día siguiente. Las guardias de doce horas eran agotadoras, pero nada más llegar a su casa aquella mañana había recibido una llamada urgente del director. Otra de las enfermeras se había puesto enferma con gripe.

Como Allison vivía cerca del hospital, era a quien casi siempre llamaban cada vez que había un problema. Y normalmente no le importaba. Después de todo, su vida social no era precisamente gran cosa. Por eso, cuando recibió la llamada del director, volvió al hospital y estuvo de guardia otras doce horas. En total, casi veinticuatro horas seguidas, lo que siempre le había causado estragos en su organismo. Sólo quería irse a casa y derrumbarse en la cama.

Entonces se dio cuenta de que no estaba sola en la sala. Kane Fortune estaba sentado en una silla, con sus grandes y experimentadas manos colgándole entre las rodillas. Parecía mirar al vacío, y sus atractivos rasgos estaban pálidos y desencajados. Allison ni siquiera estaba segura de que hubiera advertido su presencia.

Lentamente, se acercó a él y se sentó a su lado.

–¿Te encuentras bien?

Kane parpadeó, como volviendo a la realidad. Pareció pensar por unos segundos y entonces se encogió de hombros.

–La verdad es que no.

–¿Sigues lamentándote por lo del bebé de los Simond?

–Es más que eso.

–Oh… ¿Quieres hablar de ello?

Kane volvió la cabeza y la miró, y la punzada de deseo que Allison sentía cada vez que clavaba en ella aquellos ojos verde esmeralda la golpeó en el estómago y se propagó hacia un punto mucho más íntimo. Cielo santo, qué guapo era…