des1129.jpg

 

HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Negocio arriesgado, n.º 1129 - abril 2017

Título original: Risque Business

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9706-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Sylvie Bennett cerró la puerta del 4A y empezó a bajar las escaleras de su edificio de apartamentos, situado en el 20 de Amber Court. Cuando llegó a lo alto de la majestuosa escalinata de mármol que conducía al vestíbulo, aminoró el paso. A través de los cristales que rodeaban la pesada puerta principal, vio que empezaba a nevar copiosamente sobre su ciudad natal, Youngsville, en Indiana.

«Estupendo», pensó, muy enojada. Una tormenta de nieve era lo último que necesitaba aquel día. Normalmente, le gustaba ir andando a trabajar en vez de tomar el autobús, pero, aquella mañana en particular, quería tener un aspecto elegante y profesional. Unas mejillas enrojecidas y el pelo alborotado no encajaba en absoluto con aquel perfil.

Su espíritu, normalmente muy alegre, se hundió un poco más cuando pensó en lo que tenía la intención de hacer aquel día. Era muy probable que, aquella noche, volviera a casa sin trabajo.

–¡Sylvie! ¡Buenos días!

Su mal humor desapareció al ver a su patrona, Rose Carson. Un bonito vestido de franela cubría las generosas curvas de la mujer. Tenía un aspecto cálido y accesible, como para darle un abrazo. Si Sylvie hubiera soñado alguna vez tener una madre, lo que no se había permitido hacer desde hacía mucho tiempo, Rose habría sido la candidata perfecta. Sylvie valoraba mucho su amistad.

–Hola, ¿cómo estás esta mañana? –preguntó la joven, mientras bajaba las escaleras y se acercaba a la puerta de Rose. La mujer estaba allí de pie, con su periódico en la mano.

–Estoy estupenda –respondió Rose, alegremente–. ¡Me da la sensación de que hoy va a ocurrir algo maravilloso!

Sylvie sonrió tristemente al recordar sus pensamientos de solo hacía unos pocos segundos antes.

–Ojalá –respondió, mientras colocaba el abrigo sobre la barandilla y se empezaba a poner la bufanda.

–Es un traje precioso, querida –comentó Rose, tocándole suavemente una de las solapas–. Sin embargo, si me perdonas que te lo diga, creo que necesitas algo que le dé vida.

–Probablemente, pero las joyas buenas que tengo cabrían en la cabeza de un alfiler.

–¡Deberías avergonzarte, jovencita! ¿Trabajas para una de las empresas de joyería más prestigiosas del país y no tienes joyas propias? –preguntó. Entonces, levantó la mano para indicarle que esperara–. Yo tengo lo que necesitas.

–Rose, no tienes que…

La mujer ya había desaparecido en el interior de su apartamento antes de que Sylvie completara su frase. Volvió a salir enseguida.

–Aquí tienes.

Rose tenía entre los dedos un espectacular broche, elaborado con metales preciosos. Varias piezas de ámbar brillaban entre otras gemas.

–No podría… ¡oh, es precioso! –exclamó Sylvie, inspeccionando la pieza–. Es una maravilla. ¿Dónde lo encontraste? ¿Quién lo hizo?

–Un diseñador que conocí hace mucho tiempo –respondió Rose, mientras colocaba el broche contra la solapa de la chaqueta de Sylvie–. Esto es exactamente lo que necesitas hoy.

–No podría. Es demasiado valioso…

–Y no hace nada más que atrapar polvo en mi joyero –le interrumpió Rose. Entonces, le prendió el broche sobre la tela–. Mira qué bien queda –añadió, mientras giraba a la joven para que pudiera verse en el espejo que había en el vestíbulo.

–Tienes razón. Es perfecto –susurró Sylvie, tocando suavemente el broche con un dedo. Aquel día necesitaba toda la confianza en sí misma que pudiera reunir. Tal vez, solo en aquella ocasión, debería tomar prestado el broche–. De acuerdo. Tú ganas.

Se volvió y besó a Rose en la mejilla.

–¡Estupendo! Bueno, ahora es mejor que te vayas, querida. Sé que te gusta llegar a tu trabajo temprano y hoy la acera va a estar un poco resbaladiza, a juzgar por lo que he visto desde mi ventana.

Sylvie asintió y terminó de anudarse la bufanda alrededor del cuello. Entonces, se puso el abrigo y se colocó bien la capucha sobre la cabeza.

–Deséame suerte. Hoy tengo una reunión muy importante –dijo Sylvie. Aquello no era una mentira. El hecho de que no la hubieran invitado a la reunión no venía al caso.

–Buena suerte –replicó Rose, cruzando los dedos de ambas manos–. Con ese broche, casi te la puedo garantizar.

Sylvie abrió la puerta principal y la cerró con mucho cuidado para que no diera portazo.

–Gracias de nuevo, Rose. Hasta esta noche.

 

 

–¡Un momento, señor Grey! Lo que está proponiendo tal vez sea legal, pero también es inmoral.

Dos horas después de llegar a su trabajo, Sylvie irrumpió en la sala de conferencias y se dirigió con decisión hasta la enorme mesa alrededor de la que estaban sentados los miembros del consejo de Colette Inc., la compañía de joyas para la que ella llevaba trabajando desde hacía cinco años, la empresa en la que, por primera vez en su vida, sentía que encajaba. Colette y sus empleados eran su familia y nadie iba a meterse con la familia de Sylvie.

Como respuesta a su intrusión, se levantó un murmullo de sorpresa en la sala, pero Sylvie casi ni se dio cuenta. Toda su atención estaba centrada en el hombre que se estaba poniendo lentamente de pie en la cabecera de la mesa. Entonces, sintió que el estómago se le hacía un manojo de nervios. Sin embargo, alguien tenía que actuar.

Miró fijamente a Marcus Grey, el cretino sin ética que estaba tratando de arruinar a Colette. A medida que se fue acercando y la mirada de él se cruzó con la suya, sintió otra sensación en el estómago. Aquel hombre no parecía el que había visto en las pocas fotografías que habían salido en los periódicos. En realidad, no parecía la imagen del ogro que se había creado en su propia imaginación. En vez de ogro, parecía un príncipe…

Sintió una fuerte sensación de pura atracción física. El hombre tenía una potente mandíbula, con una protuberante barbilla, fuertes y blancos dientes y bien afeitadas mejillas. Su piel estaba ligeramente bronceada, lo que se combinaba perfectamente con su cabello oscuro. Demasiado perfectamente. El color hacía que sus verdes ojos relucieran con la brillantez de una esmeralda. Bajo la recta nariz había una amplia boca, de finos labios, que se estaba curvando en aquel momento en un gesto de diversión completamente inapropiado.

Sintió que las mejillas se le cubrían de rubor al devolverle la mirada. ¿Y qué si aquel hombre era tan guapo? Seguía siendo un ogro.

Él la miró durante un largo rato, sin romper el contacto visual. Sylvie decidió que ella tampoco lo haría. Los hombres de negocios eran como perros, el que sostenía durante más tiempo la mirada era el dominante, por lo que decidió que preferiría quedarse ciega antes de ceder ni un milímetro. Sin embargo, a medida que los ojos de aquel hombre continuaron devorándola, la sensación le resultó tan turbadora que finalmente tuvo que apartar la mirada. Decidió que, afortunadamente, no pertenecía al género canino, porque Marcus Grey no iba a dominarla nunca.

–Dado que todavía no he propuesto nada, no veo la inmoralidad de asistir a una reunión del consejo de dirección. Yo soy el socio mayoritario –dijo Grey, con voz fría y sosegada.

–Conozco todos sus esquemas –replicó Sylvie, al tiempo que se detenía delante de él. Mientras hablaba, sacudía el dedo índice delante de su cara–. Todos las conocemos. En Colette, todos los empleados somos una familia, señor Grey, y no vamos a permitirle que nos destruya.

Él levantó las cejas. Con mucha deliberación, la miró de arriba abajo, deteniéndose ligeramente sobre su pecho antes de seguir bajando. Sylvie se puso furiosa. Tuvo que contener la necesidad de pegarle una buena patada en cierta parte de su cuerpo, lo que le impediría volver a mirar a otra mujer de aquella manera durante bastante tiempo. No obstante, al mismo tiempo, sintió como si la mirada le hubiera dejado un rastro de fuego sobre cada parte que había contemplado.

Cuando volvió a mirarla a los ojos, su sonrisa era aún más amplia.

–Me tiene en desventaja, señorita…

–Bennett –respondió ella, furiosa consigo misma por sentirse tan afectada por aquella mirada solo porque era un hombre muy atractivo–. Subdirectora de marketing.

–Señorita Bennett –repitió él–, ¿qué viles esquemas se supone que he urdido para destruir esta empresa?

–Dado que se le entregó un requerimiento para que no liquidara las empresas de Colette, no creo que necesite que le recuerde sus intenciones.

–Si no se le ha olvidado, ese pleito fue rechazado –dijo él suavemente–, por falta de pruebas –añadió. Entonces, inclinó suavemente la cabeza y la estudió durante un largo momento, durante el cual Sylvie trató de encontrar una réplica adecuada, pero, para su sorpresa, él dio un paso al frente y la tomó del codo–. Venga conmigo, señorita Bennett.

–¿Cómo dice?

Mientras él se excusaba frente al resto de los directivos y se dirigía con ella hacia la puerta, sin que Sylvie pudiera hacer nada para impedirlo, ella vio algo completamente inesperado. Rose estaba al pie de la mesa del bufé, vestida con un traje azul marino. ¿Rose?

Sylvie casi se tropezó mientras Marcus Grey la llevaba hacia la puerta. Al pasar al lado de Rose, esta le hizo un discreto gesto de que todo iba bien con los pulgares hacia arriba y le guiñó un ojo. ¿Qué diablos estaba haciendo Rose en la reunión del consejo de dirección de Colette?

Sylvie sintió que el estómago se le hacía un nudo cuando se fijó en uno de los camareros. También con traje azul marino… ¡Rose llevaba puesto un uniforme! Dios santo, si sus circunstancias eran tan penosas que tenía que tener un segundo empleo para llegar a final de mes, ¿por qué no había subido los alquileres? Sylvie suprimió un sentimiento de culpabilidad al recordar que, cuando le ofrecieron aquel hermoso apartamento, se dio cuenta de que el alquiler era tan modesto que estaba dentro de sus limitados medios. Decidió hablar con los demás inquilinos tan pronto como fuera posible. Rose tenía cincuenta y seis años y trabajar como camarera tendría que resultarle muy duro. La propia Sylvie había trabajado de camarera para pagarse sus estudios y sabía el trabajo que era.

Cuando llegaron a la puerta de la sala de conferencias, Grey la abrió y se echó a un lado para que Sylvie pasara primero, pero sin soltarla. En cuanto salieron al vestíbulo, ella se zafó bruscamente de él y se volvió a mirarlo.

–No se librará tan fácilmente de mí –le advirtió–. No puede desmantelar Colette así como así sin que todos nosotros, los que tanto la amamos, no hagamos nada para impedírselo.

La sonrisa que había habido en su rostro había desaparecido. Se había visto reemplazada por una implacable determinación.

–Ahora, yo soy el accionista mayoritario. Puedo hacer lo que quiera con esta empresa sin que vosotros podáis hacer nada para impedírmelo.

–Enviaremos otro requerimiento.

–Una dificultad temporal –replicó él, tratando la amenaza de otro pleito como si no significara nada para él. Esa actitud hizo que Sylvie cambiara de táctica.

–¿Qué puedo ofrecerle para conseguir que cambie de opinión, señor Grey?

–¿Es eso una oferta personal o profesional, señorita Bennett? –preguntó, levantado las cejas.

Sylvie sintió que el rubor le cubría las mejillas.

–Puramente profesional, se lo aseguro. Todo los empleados de Colette comparten el mismo nivel de compromiso por esta empresa que yo.

–¿Cuál es su nombre?

–¿Cómo?

–Le he preguntando que cuál es su nombre, señorita Bennett.

–Sylvie. ¿Por qué?

–Quería saber qué nombre iba con un envoltorio tan atractivo.

Sylvie volvió a sonrojarse, aunque se sintió furiosa consigo misma por el placer que le produjo tal cumplido.

–El acoso sexual es un delito muy feo, señor Grey. Tenga cuidado.

–Llámame Marcus –replicó él, sin prestar atención a sus palabras–. ¿Podríamos hacer un trato, Sylvie?

–¿Como cuál? –preguntó la joven, mirándolo con los ojos llenos de sospecha.

–Que vayamos a cenar. Tú y yo. Esta noche. A cambio de eso, te prometo que no tomaré ninguna medida en esa reunión del consejo de dirección que afecte negativamente a Colette Inc.

–¿Por qué diablos quiere usted cenar conmigo?

–Porque eres una mujer muy atractiva y me gusta tu estilo. Y porque me has intrigado. ¿Qué puede hacer que una empleada tenga unos sentimientos tan fuertes sobre una empresa en la que no tiene nada invertido? Hay probablemente otros trabajos mejores para una mujer tan ambiciosa como tú.

–¿Cómo sabe que soy ambiciosa? –le espetó ella–. Tal vez sea perfectamente feliz con el puesto que ocupo aquí.

–Y las ranas tienen pelo. Cada uno reconoce a sus iguales, Sylvie. Bueno, ¿qué me dices?

–¿Qué ocurrirá si me niego?

–Creí que querías lo mejor para Colette Inc.

Jaque mate. Menuda rata… Sylvie empezó a pensar. ¿Cuál sería el daño? Al menos podría conceder a Colette más tiempo para las maniobras legales, aunque no pudiera convencerlo a él de que no cerrara la empresa. Además, no era que aquel hombre fuera completamente odioso. Si no fuera el hombre que… bueno, el hombre que era…

–Supongo que me veo obligada a aceptar. ¿Tengo su palabra de que hoy no tomará ningún tipo de acción contra la empresa?

–Palabra de honor –respondió él, levantando la mano derecha.

–Ya –replicó ella, antes de darse la vuelta para marcharse–. Como si eso valiera algo. Una persona de honor no consideraría dejar a más de cien personas sin trabajo.

–¿Quién ha dicho nada de dejar a la gente sin trabajo?

–¿No es eso lo que está pensando hacer? –quiso saber Sylvie, tras darse la vuelta inmediatamente.

–Lo que estoy pensando es hacer un trato beneficioso.

–Sin tener en cuenta quién salga perjudicado –le espetó ella. Entonces, se dispuso a volver a su despacho.

–Sylvie –dijo él, antes de que se marchara–. Sé mucho más de lo que te puedas imaginar sobre las personas que salieran perjudicadas por las transacciones empresariales. En mis ecuaciones, siempre tengo en cuenta a los empleados.

Algún tiempo después, tras recibir una reprimenda de su jefe por su comportamiento, Sylvie se encerró en su despacho y se preguntó qué sería lo que le habría pasado. A menos que se hubiera equivocado, las amargas palabras de Marcus Grey no dejaban ninguna duda. Aparentemente, él sentía que algún desgraciado trato empresarial le había perjudicado… ¿Podría haber sido en sus negociaciones con Colette? Eso podría explicar el modo en que iba a por la empresa.

Decidió seguir un impulso y, tras conectarse a la red, empezó a buscar información. Si tenía que salir a cenar con él aquella noche, tenía la intención de saber todo lo que hubiera que saber sobre Marcus Grey, lo que incluía cualquier detalle de su vida que hubiera provocado que pronunciara aquellas misteriosas palabras.

 

 

Mientras se montaba en su brillante Mercedes negro aquella tarde, Marcus pensó en el contoneo con el que Sylvie Bennett se había marchado en dirección a su despacho aquella tarde, después de que se hubieran despedido.

Siempre se había preguntado cómo los hombres podían dejarse dominar por sus hormonas. En las numerosas relaciones que había tenido con mujeres a lo largo de los años, nunca había sido el que perdiera el control. Nunca se había dejado llevar por las emociones hasta aquel punto. A pesar de que había disfrutado apasionados encuentros con el bello sexo, una parte de su cerebro siempre se había mantenido funcional.

Hasta aquel mismo día. ¿Tenía idea aquella mujer de lo hermosa que era, con sus oscuros ojos, como los de una gitana, y una boca de labios gruesos que pedían a gritos que se los besara? Había tenido problemas para concentrarse en lo que ella le decía porque había estado demasiado pendiente del modo en que aquellos deliciosos labios formaban cada sílaba, la manera en que sus pechos rellenaban perfectamente la chaqueta que llevaba puesta y el modo en que su sedoso cabello se agitaba cada vez que movía la cabeza.

Si cualquiera otra persona hubiera entrado en la sala de conferencias y hubiera comenzado a arengarle de aquel modo, habría hecho que le sirvieran su cabeza sobre una bandeja de plata. Sin embargo, cuando Sylvie había cruzado la sala, lo único que había podido hacer era admirarla. Se había hundido en aquellos ojos oscuros sin ni siquiera querer salvarse.

Cuando ella había dejado de mirarlo, había sentido como si se hubiera roto un embrujo. A medida que fue entendiendo sus palabras, había dejado de pensar en lo rápido que podría seducirla y había empezado a escuchar la abierta hostilidad que había en su hermosa voz.

¿Qué diablos estaba diciendo la gente sobre él? Aquel rumor debía de haber sido el detonante de aquel ridículo e infructuoso pleito que el consejo de dirección de Colette había presentado contra él.

Efectivamente, planeaba absorber Colette y cerrarla completamente como fabricante de joyas, pero no iba a echar a todos sus empleados a la calle. En su mayor parte, los empleados de Colette Inc. se convertirían en empleados de las Empresas Grey. Se lo había comunicado al consejo cuando regresó a la reunión después de hablar con Sylvie Bennett. Después de todo, si no tenían que preocuparse por la pérdida de sus empleos, ¿por qué iba a importarles para quién trabajaran?

El consejo de dirección. Todavía recordaba la expresión de sorpresa y alivio en los rostros de los miembros del consejo cuando no había tomado ninguna medida que comenzara el proceso que acabara con Colette. Evidentemente, no lo entendían. Ni siquiera él mismo lo entendía.

El odio, el deseo de venganza que había sentido durante tanto tiempo desde que se había hecho lo suficientemente rico como para darse cuenta de que podría resarcir la humillación de su padre a manos de Colette Inc. se había visto moderado. Sylvie Bennett había logrado humanizar aquella empresa, una circunstancia que nunca había considerado.

En realidad, era solo una empresa. Y Sylvie Bennett solo una mujer, aunque no se parecía a ninguna mujer de las que hubiera conocido.

Estaba acostumbrado a que las mujeres se rindieran a sus pies. Era un soltero muy codiciado, con una gran fortuna a su disposición y, por sí misma, habría bastado aunque hubiera parecido un sapo, lo que, a juzgar por la facilidad con la que seducía a las mujeres, estaba muy lejos de la realidad.

–Podrían serlo. He notado que no ha respondido a mi pregunta. ¿Pensará al menos en las personas que dependen de Colette para poder sobrevivir?

–De acuerdo –respondió él, tras aparcar el coche. Entonces, se dirigió hacia la puerta de Sylvie para ayudarla a salir.

–¿De acuerdo? –le espetó ella–. ¿Qué significa eso? ¿Que considerará mi punto de vista o que ya no quiere hablar más del tema? Quiero que me lleve ahora mismo a mi casa, señor Grey.