Juan Alvarez Guerra

Viajes por Filipinas: De Manila á Tayabas

Publicado por Good Press, 2022
goodpress@okpublishing.info
EAN 4057664118332

Índice


ÍNDICE DE CAPÍTULOS.
CHAPTER I
CHAPTER II
CHAPTER III
CHAPTER IV
SECTION II
SECTION VII
CHAPTER V
CHAPTER VI
CHAPTER VII
CHAPTER VIII
CHAPTER IX
CHAPTER X
CHAPTER XI
CHAPTER XII
CHAPTER XIII
CHAPTER XIV
CHAPTER XV
CHAPTER XVI
CHAPTER XVII
CHAPTER XVIII
CHAPTER XIX
CHAPTER XX
CHAPTER XXI
CHAPTER XXII
CHAPTER XXIII
NOTAS

ÍNDICE DE CAPÍTULOS.

Índice

CAPÍTULO I.

Adiós á Manila.—El Batea.—El puente de la Convalecencia.—El Pasig.—El recodo de las Beatas.—Santa Ana.—Paco.—Ruinas de San Nicolás.—Canteras de Guadalupe.—El Santuario.—Herrera.—Malapadnabató.—Cueva de Doña Jerónima.—Pueblo de Pasig.—Pateros.—Sarambaos.—Río de Antipolo.—Las orillas del Pasig.—Sus recuerdos.—Sus fiestas.—Antaño y hogaño.—M. Le-Gentil y otros autores. Conocimientos del país.—Barra de Napindan.—El capitán del Batea.—Almuerzo en el vapor.—Bertita.—Locuacidad y mutismo.—Alhajeros ambulantes.—Laguna de Bay.—Unión de dos mares.—El pantalán de Santa Cruz.—Mi amigo Junquitu.—Madrugada del 1.° de Julio.—Carromatas.—Palos y atasques.—De Magdalena á Majayjay.—El río Olla.—Recuerdo á D. Gustavo Tóbler.—Una noche en Suiza.—Proyectos

CAPÍTULO II.

Lucban.—Su origen.—Situación.—Mr. Jagor y Sir John Bowring en camino.—Alturas inexploradas.—Arroyos y torrentes.—Amazonas tagalas.—Datos estadísticos.—Fechas imperecederas.—La iglesia, el convento y el tribunal.—Dos cuadros.—Un cocinero municipal y una mestiza tendera.—Aguas constantes.—Higrómetros y termómetros.—Frío.—Las frondas del gran Banajao.—Artes y oficios.—La niña, la hermana y la madre.—Tejedoras.—Petacas y sombreros.—Música fuerte y música débil.—Fray Samuel Mena.—El pretil del convento.—La campana de las ánimas.—Cofradías.—La guardia de honor de María.—El Calvario.—El novenario de las flores.—Las dalagas de Lucban.—La tagabayan, la tagatabi y la tagalinang.—El feudo y el terruño.—La sangre celeste y la plebe.—La capitana Babae.—La melodía del Fausto.—Cumplimiento de una oferta.—El autógrafo

CAPÍTULO III.

Horizontes intertropicales.—Suelo y cielo de Filipinas.—Panoramas indescriptibles.—La cascada del Botocan.—La grandiosidad ante los ojos del alma.—Evocaciones y recuerdos.—Un ateo.—El camarín del Botocan.—Almuerzo al borde del abismo.—Chismografía al por menor.—Cuentos y anécdotas.—Las mujeres filipinas.—Tipos y registros.—Opiniones.—Amor desgraciado.—Leyenda y autógrafo.—Camino de Tayabas.—Llegada á Lucban

CAPÍTULO IV.

El puente del suspiro

CAPÍTULO V.

Despedida de Lucban.—Arroyos que se convierten en torrentes.—Huellas de un baguio.—Puentes derruídos.—Troncos de cocos.—La sampaca y el jazmín silvestre.—Pedregales, hondonadas y pendientes.—Relente de la tarde.—Aguas sulfurosas.—El puente de la Princesa.—Belleza del paisaje.—Bravía y salvaje naturaleza tropical.—Melancolía.—Una caña acueducto.—El camarín de Alaminos.—Cuatrocientas dalagas á caballo.—Tubiganes.—Garzas blancas.—Cuesta y puente de las Despedidas.—Bulliciosa cabalgata.—Cocales.—El puente de la Ese.—Vista de Tayabas.—El kilómetro 146.

CAPÍTULO VI.

Tayabas.—Su antigüedad.—Situación.—Estadística.—Pureza de raza.—El bambán grande.—Fiebres palúdicas.—Su remedio.—Casa real, tribunal, iglesia y convento.—Una Semana Santa en Tayabas.—Riqueza de ornamentación.—Correría histórica alrededor de un escribano de Pilatos.—Fisonomías da los pueblos.—Comparaciones.—Indolencia.—Supersticiones.

CAPÍTULO VII.

Costumbres.—Poesía popular indígena.—La tradición y el manuscrito.—El cumintán.—¿Qué es el cumintán.?—Reminiscencias moriscas.—El cariquitdiquitán.—Pensamientos tomados al oído.—El indio.—¿Es ó no definible?—El libro en blanco.—Identificación del indio.—Condiciones para conocerlo.—Fenómenos psicológicos.—Un regimiento europeo y un regimiento indígena.—Ingratitud y agradecimiento.—La india amiga y la india amante.—El portalón del Gloria.—Titay.—Una fortuna á la mar.—La Revista Europea viajando por el reino de Aracan.—Conocimientos de los escritores de allá y algunos de los de acá.—El cómo se escribe la historia.—Apreciaciones diversas

CAPÍTULO VIII.

Costumbres.—Casamientos.—Código amoroso indio.—Prólogo al libro.—Bindoy.—Cabezang Juan y cabezang María.—Los faldones del munícipe.—Elocuencia de las uñas.—El Eureka tagalo.—El pretendiente y la pretendida.—El pamimianan.—El amang-cruz.—Una casa vacía y una casa provista.—El habiling.—Calabazas en redondo.—Influencia de los mayores.—Rencor indio.—Los picos quemados de una carta.—La gayuma y jonjon.—Aceptación del habiling.—De novio á marido.—El pag-haharap.—Ceremoniales.—La vuelta á la casa.—Novenario.

CAPÍTULO IX.

¿Es ó no feliz Ambrosio?

CAPÍTULO X.

Paseo á caballo.—El cocal de las Angustias.—La ermita.—La esquila del santuario.—Una alborada en los trópicos.—La niña, el árbol y el crepúsculo.—Una misa en la ermita.—Oración que implora y curiosidad que investiga.—La madre del dolor.—Una cifra y una fecha.—Averiguaciones inútiles.—El matandá de la ermita.—La Casa Real de Cotta.—Las ruinas y la recámara de la muerte.—Estancia en el barrio de Cotta.—Tamayo y Belloc.—Recuerdos.—Horas felices.—Salubridad y riqueza.

CAPÍTULO XI.

Costumbres.—Enfermedades y entierros.—El orimon.—Creencias del indio.—El mediquillo.—Confección de una receta.—El constructor de cigarrillos.—Dos respiraciones.—El frío y el calor.—Muerte de cabezang Pedro.—Al hoyo y … talagá nang Dios.—La casa por concluir.—Dolor de embarazo—Las plegarias y la Orden tercera.—Las listas del presente.—El panalañgin.—El sentimiento y el estómago.—Inoac y sayos.—El sentimiento y el indio.—Filosofía del icao ang bahala, y el talagá nang Dios.—El cementerio de Tayabas.—La vida y la muerte.—¡Eterno olvido!—El dasalan.—Creencias.—El lungcasan.—Último recuerdo del vivo al muerto.

CAPÍTULO XII.

Estancia en Tayabas.—El archivo del Gobierno.—Trabajos preparatorios para girar una visita á la provincia.—Preliminares de quintas y elecciones.—Andoy.—Laboriosidad y mutismo.—El 1.° de Abril.—Salida de Tayabas.—El río Ali tao.—Barrio de Muntingbayan.—Camino de Tayabas á Sariaya.—El gobernador D. José María de la O.

CAPÍTULO XIII.

Sariaya.—Su situación, límites, historia, productos y estadística.—La iglesia y el convento.—Una modesta catedral del saber convertida en un bullicioso templo de Tersípcore.—La mujer de Sariaya.—La dalaga.—El bosquejo, la caricatura y la fotografía.—Más sobre las hijas del país.—Sistema de gobierno femenino.—¿Manda, ú obedece?—La india casada con europeo.—El castila y el marido.—Valor de un calificativo.—Los saludos y el alma de Garibay.—Episodio histórico.

CAPÍTULO XIV.

Quintas y elecciones en Sariaya.—Adorno del salón.—Las bungas.—Los capitanes pasados, los cabezas reformados y los cabezas en ejercicio.—Escrutinio de canutos.—Preparación de una elección.—Los muñidores de allá y los camisas por fuera de por acá.—Engranaje municipal.—El Gobernadorcillo, el Teniente mayor y el Juez mayor.—Zambalinas y bastidores.—Votación.—Forma de hacerse.—Ternas.—Constitución del municipio.—Las principalas de oficio.—El sorteo.—Manera de verificarse.—Fisonomía de un día de quintas en Filipinas.—Los alrededores de un tribunal y el interior de un hogar.—Deducciones y apreciaciones.—Lógica pura.—La cena.—Despedida de Sariaya.—Un santo y un hombre honrado.

CAPÍTULO XV.

De Sariaya á Tiaong,—Monotonía del camino.—Diversidad del resto de la provincia.—Panoramas.—El Lagnas.—Aguas minerales.—El río Quiapo y el Maasim.—Barrio de Maasim.—Su riqueza y necesidades.—Un indio rico.—Apunte de una idea financiera.—Cambio de caballos.—Vista de Tiaong.—Su situación, límites, historia, salubridad, productos y estadística.—Aspecto del pueblo.—Inclinaciones de sus habitantes.—La resistencia pasiva.—Falta de edificios.—El consabido baile.—Brillantes y sayas.—Paredes aprovechadas.—Camino de Tiaong á Dolores.—Dolores.—Su historia.—Bellos paisajes y riquísimas aguas.—Regreso á Tayabas en posta.

CAPÍTULO XVI.

De Tayabas á Pagbilao.—El bantayan.—Riqueza de cocales.—Alambiques.—Aguardiente de coco.—Su fabricación.—El mananguitero.—El coco mura y el macapunó.—Crecientes y menguantes de la luna.—Aceite de coco.—Forma de extraerlo.—Tubiganes.—Quebrada del Maragoldon.—El Dumaca.—Puente.—Sistema para resguardar los puentes de madera.—Pagbilao.—Su fundación, límites, situación, riqueza y estadística.—El convento, la iglesia y las escuelas.—Fray Manuel Rodríguez.—Importancia que tiene Pagbilao y la que debía tener.—Conducción de efectos.—Centralización de poderes.—Observaciones y lógica de los números.—Paráfrasis de un dicho de Montes.

CAPÍTULO XVII.

Las mareas.—El río de Pagbilao.—El castellano de Tabangay.—Islita de Patayan.—Simón el lazarino.—Capuluan.—Bajo Talusan.—Antiguas ruinas.—Las rocas Bagobinas.—Laguimanoc.—Almuerzo.—Un astillero.—Ensenada de Talusan.—Caserío y bajo de Calutan.—Calilayan, barrio y Unisan, pueblo.—Historia.—Ladia.—Castillo de Calilayan.—Síntesis de dos civilizaciones.—D. José Barco.—¡Rumbo á Pitogo!—Bajo Salincapo.—Cabulijan.—Pitogo.—Cacería de caimanes.—Un bailujan, un collar de coral y una pregunta.—¡A los botes!—Macalelong.—Su estadística.—Catanauan.—Su presente y su porvenir.—Mulanay.—Pastos y cogonales.—Monte Dumalong.—San Narciso.—Seno de Ragay.—Guinayangan.—Unión de los mares.—El Cabibijan.—Alunero.—Río y pueblo de Calauag.—López.—Su fundación, su estadística.—Alto en Gumaca.

CAPÍTULO XVIII.

Gumaca.—Su antigüedad.—Su situación.—Águilas imperiales.—Castillos de Santa María, San Diego, San Sebastián y San Miguel.—Estadística.—Saqueo, incendio y peste.—Libros canónicos.—Reminiscencias valencianas.—Una velada en las ruinas.—Recuerdo glorioso.—Productos.—De Gumaca á Atimonan.—Una madera incorruptible y un hongo fosforescente.—Kiosco en el camino.—Grupos fantásticos.—Compañía no buscada.—Ninay.—Una presentación por medio de un cigarro.—El Moro y el Rosillo.—Atimonan.—Su historia, sus productos y su estadística.—Un bailujan, un regalo y una promesa.—El correo.

CAPÍTULO XIX.

Navegación en baroto.—Escasez de luz y abundancia de mosquitos.—Los principios y los medios.—Horas interminables.—Malayo po.—El monte Soledad.—Vista de Mauban.—Su historia, estadística y productos.—Episodio glorioso.—Don Simón de Anda y los franciscanos.—Documento notable.—Setecientos quintales de plata.—De Mauban á Lucban.—Caminos que hace el hombre y arreglos que hacen las aguas. Vadeos, precipicios, quebradas y desmontes.—El Balete.—Barrio de Sampaloc.—La hamaca.—Lúgubres semejanzas.—Descanso en Lucban.—Vuelta á Tayabas.

CAPÍTULO XX.

Costumbres.—Aprobación de actas.—Un Gobernadorcillo electo paseando por Manila.—El sastre municipal.—Los faldones del frac, el sombrero de copa, la camisa de chorreras y el bastón.—Vajilla, lámparas y rancho.—Diez varas de glasé y diez de gró.—Los caballeros utraques.—Un lío, otro lío y un liito.—El campanario del pueblo.—Vuelta al hogar.—Exhibición de compras.—La saya de la capitana.—La pagoda.—El 1.° de Julio.—Juramento.—Misa de vara.—Recuerdos de las bodas de Camacho.—Un chocolate serio y un descarnado hueso.—La tenientela mayora y las juezas.—Amontonamiento de alhajas.—Lectura del Tadhana.—La coronación.—El rigodón oficial.—Un borracho ante un apellido vascuence—Fin de la fiesta aniyaya nang bayan.

CAPÍTULO XXI.

Costumbres.—Fiestas.—El bínyagan.—El unang pag paligo.—El diariuhan.—El labac, el puong y la aniyaya.—El suizan.—El tañido del tambulic.—Inspección del barrio.—La cama del Juez mayor.—Cincuenta y dos días de bailujan.—El buisan.—Los pintacasis.—Juntas y cabildeos.—Triunfó de la Liceria y de la Chananay.—Aliño de un teatro en Tayabas.—El cómico de la legua.—¡Ojo con los empresarios!—Un día de buen comer.—Preparativos de cuaresma.—Lapasan.—El vino en vaso y el coquillo en tabo.—El tapatan mang pasión.Moros y cristianos.—El sábado de gloria.—El canto del gallo.—Pascuhan.—El hatiran.—Recuerdo de una pregunta.

CAPÍTULO XXII.

La provincia de Tayabas á principios del presente siglo.

CAPÍTULO XXIII.

La provincia de Tayabas en general.—Su descubrimiento.—Su situación.—Creación del obispado de Nueva Cáceres,—Un obispo en el año 1600 y otro en el 1875.—Fray Francisco Gainza.—D. Simón Álvarez.—Padrones de 1754, 1831, 1836 y 1875.—Aumento de población y de riqueza.—Montes y vegas—Aceite de coco.—Caza mayor y menor.—El tabon.—Hierbas y flores olorosas.—Frutos, hortalizas, granos, resinas y caldos.—Minas.—El tayabense psicológicamente considerado.—Costumbres antiguas de los tagalos.—La última cuartilla.—Adiós á Tayabas.—Últimos contornos del Banajao.—La cuna de un hijo.—Confianza en la caridad de Filipinas.

CHAPTER I

Índice

CAPÍTULO I.

Adiós á Manila.—El Batea.—El puente de la Convalecencia.—El Pasig.—El recodo de las Beatas.—Santa Ana.—Paco.—Ruinas de San Nicolás.—Canteras de Guadalupe—El Santuario.—Herrera.—Malapadnabató.—Cueva de Doña Jerónima.—Pueblo de Pasig.—Pateros.—Sarambaos.—Río de Antipolo.—Las orillas del Pasig.—Sus recuerdos.—Sus fiestas.—Antaño y hogaño.—M. Le-Gentil y otros autores. Conocimientos del país.—Barra de Napindan.—El capitán del Batea.—Almuerzo en el vapor.—Bertita.—Locuacidad y mutismo.—Alhajeros ambulantes.—Laguna de Bay.—Unión de dos mares.—El pantalán de Santa Cruz.—Mi amigo Junquitu.—Madrugada del 1.° de Julio.—Carromatas.—Palos y atasques.—De Magdalena á Majayjay.—El río Olla.—Recuerdo á D. Gustavo Tóbler.—Una noche en Suiza.—Proyectos.

En la madrugada del 30 de Junio de 187…, dejé los incómodos asientos de un desvencijado sipan, tomando el que dicen camino—por más que no sea ni aun vereda,—que dirige al modesto embarcadero que en la margen del Pasig, y al pié del magnífico puente colgante, tienen los vaporcitos que hacen la carrera entre Manila y la provincia de la Laguna.

Instalado en la cámara de popa, mediante cuatro pesos, que fueron canjeados por un tarjetoncito amarillo y grasiento por el uso, principió la maniobra de largar. Silbó el vapor, desatracamos, y sorteando numerosas bancas zacateras, pusimos rumbo contra corriente, á la laguna de Bay.

Las palas del vaporcito, pesadamente batían las aguas del Pasig, evitando el timonel con una lenta marcha, el choque con alguna de las muchas pequeñas embarcaciones que afluyen en aquellas horas á las cercanías del puente colgante, cargadas unas de cocos, verduras, leña, piedras, ladrillos y tejas, y conduciendo otras gran número de alegres cigarreras que tienen su trabajo en la fábrica de Arroceros, y su domicilio en alguna de las poéticas casitas que bordan las orillas del río, y forman parte de los pueblos que hemos de ver desde las bandas del vapor.

A las pocas orzadas, dejamos por la proa los descarnados pilares de madera que serán en su día la sustentación del puente de la Convalecencia, así llamado,—se entiende cuando esté concluído [1] porque pondrá en comunicación las dos orillas del Pasig, siendo la principal base y en la que descansará aquel, la pequeña isla de Convalecencia, en la que vimos destacarse un amplio edificio, que nos dijeron ser el Hospicio.

Doblado el recodo que forma la islita, pudimos apreciar las esbeltas y elegantes construcciones de la calzada de San Miguel; construcciones, que de día en día, van perfeccionando, hasta el punto, que vimos una, constituyendo un verdadero palacio á la moderna. Dicho palacio es de hierro en su mayor parte; en sus jardines, cortados á la inglesa, se encuentran estatuas en gran profusión, y por las entreabiertas ventanas de los muros—cuyas líneas son una reminiscencia morisca—indiscretamente se asoma el sibaritismo oriental, por mas que trate de ocultarse entre cortinajes, importados de los ricos telares del viejo mundo.

Siguiendo la línea de construcciones, dejamos á la proa, Malacañang, residencia de nuestra primera Autoridad, y bien modesta por cierto, para la jerarquía del alto Jefe que la habita. Á continuación de Malacañang—palabra tagala que quiere decir casa del pescador,—quedó el barrio de Nagtajan, desde el cual las orillas del río principian á tomar otro carácter. La piedra, el hierro y el ladrillo, son sustituidos por la caña, la nipa, y la palma brava, los cuidados jardines, por las revueltas y compactas agrupaciones de plátanos, bongas y cañas; mezclándose las mansiones de recreo, con centros manufactureros, en los que predominan las alfarerías, las canteras y las cordelerías. En alguna de estas últimas, la alta chimenea indicaba, que bajo su negro tubo se aprisionaban las múltiples fuerzas del vapor.

Distraídos en la contemplación de la ribera que teníamos á babor, dejamos el poético pueblecito de Pandacan, doblamos el recodo de las Beatas—así llamado, por haber existido en aquel lugar, un piadoso establecimiento de monjas,—y no sin trabajos, en los que hubo que emplear el tiguin para evitar los cientos de salientes que forman las revueltas del Pasig, nos pusimos á la altura de la sólida iglesia del pueblo de Santa Ana, teniendo también dentro de nuestro horizonte visible, el remate del torreón de la de Paco.

Tras la bullente estela de El Batea, fueron quedando, el rústico embarcadero de Lamayan, la sólida iglesia de Mandaloyo—por cuya cima se destacaban los picachos de los montes de Mariquina—los pueblos de San Pedro Macati y Guadalupe, el vadeo de San Pedrillo,—que pone en comunicación el barrio de ese nombre con aquel pueblo,—y las ruinas de San Nicolás, con su histórica peña, en que dice la tradición se convirtió un caimán, á la invocación que hizo un chino en aquel sitio, á dicho Santo, estando próximo á ser devorado por el carnicero saurio.

El santuario de Guadalupe fué el primer templo de Filipinas en que se empleó el ladrillo y piedra para bóveda. Fué construido por un fraile agustino, pariente del inmortal Herrera, á quien se debe el Monasterio del Escorial. El que dirigió el alegre santuario, dió más tarde ancho campo á la valentía de sus concepciones, en las magníficas obras de San Agustín de Manila, cuyo templo forma una hoja de laurel con el ilustre apellido de Herrera.

El pueblo de San Pedro Macati, perteneció á los padres jesuítas; á la salida de estos, fueron comprados sus terrenos y hacienda por el marquesado de Villamediana.

Pasado el sitio donde se dice se operó el milagro, y al que van en romería, y con toda la devoción de que son susceptibles los chinos, se principian á ver en ambas orillas del río grandes depósitos de piedras toscamente labradas, procedentes de las canteras de Guadalupe, las que suministran y llenan en gran parte las necesidades de Manila y sus arrabales. Dichas piedras, aunque muy porosas, y por lo tanto de fácil desmoronamiento, son apreciadas, y su transporte se hace en grandes bancas, que son vaciadas al pié del puente colgante, ó á las márgenes de los muchos esteros que afluyen al Pasig.

Las precauciones tomadas por el capitán, colocando á toda la gente de á bordo con tiquines, á la banda de estribor, nos hicieron comprender las dificultades que para doblarla presentaba la acantilada roca de Malapadnabató,—palabra tagala, que quiere decir, piedra ancha.—Los bellísimos helechos que tapizan el estrecho paso que abre en la peña el camino qué dirige al pueblo de Pateros, es altamente bello, y el naturalista tiene en aquellas graníticas paredes preciosos ejemplares de gigantescos musgos. Casi frente á la peña de Malapadnabató se halla el vadeo de aquel nombre, en el que, una rústica garita, y uno menos rústico camarín, señalan un puesto de carabineros, llamados á vigilar las importaciones que lleva á Manila el Pasig. En las cercanías de la garita, y visible perfectamente desde el vapor, se destaca la entrada de la cueva de Doña Jerónima,, de cuya cueva—que dicen se comunica con la de San Mateo,—cuentan los indios terroríficas historias de aparecidos, duendes, y sobre todo de tulisanes. Se afirma que el nombre que lleva es debido á que en su cavidad hizo vida cenobítica una pecadora arrepentida llamada Doña Jerónima; habiendo quien asegura, por el contrario, que aquella cavidad fué hecha para baño de una sibarita y opulenta señora.

Á un tiro de bala de la cueva se levanta la iglesia del rico pueblo de Pasig. Aquí, el horizonte se ensancha y se aprecian distintamente las desigualdades de los escabrosos y agrestes montes de San Mateo.

Las orillas de esta parte del río están llenas de cascos y bancas. Los indios de Pasig son tenidos por los mejores bogadores de la provincia de Manila. Son, en efecto, muy fuertes, y manejan con destreza y vigor la ancha y corta pala que les sirve de remo, al par que de timón.

Hubiéramos querido visitar de noche el pueblo de Pasig para ver el uniforme que usan los serenos, de que nos habla Mr. Jagor, en sus Viajes por Filipinas.

No bien concluímos de oir el desagradable graznido de los miles de patos que rodean las cercanías del vadeo de Pasig, cuando el panorama varía por completo. Dilatados campos sembrados de palay, se muestran por doquier. Las riberas se despojan de las verdes y poéticas bóvedas, viéndose al carabao arador que pesadamente abre el surco en que ha de fructificar el arroz. En este dilatado trayecto va ensanchándose el cauce, contándose en él gran número de sarambaos, en cuya plataforma no solamente se alzan los cruzados brazos de caña que sostienen la red, sino que también un cobacho de nipa, en el que vive toda una familia, cuyos individuos, durante las horas de trabajo, tienen su puesto y su lugar de maniobra en aquel rústico aparato flotante, cuyo mecanismo se reduce á una red tejida de cabo negro pendiente en sus cuatro extremos de unas cañas, que á su vez las sujeta un mástil, dispuesto de forma, que un contrapeso graduado sumerge y hace subir la bolsa que forma la red.

Tras consagrar un piadoso recuerdo á la milagrosa imagen de Antipolo, á la vista del río, cuyo cauce siguen la mayor parte de los miles de romeros que visitan el santuario, y después de una corta marcha, franca y desembarazada, entramos en la barra de Napindan, que abre la gran Laguna de Bay.

Las riberas del Pasig han sido objeto de rimas y trovas, y sus aguas cantadas por melancólicos amantes y por músicos más ó menos inspirados. El día de San Juan y los tres de carnestolendas constituían cuatro fiestas fluviales, en las que los remojones, las regatas y las enfrentadas en banca, figuraban en primer término. La libertad que reinaba en estas diversiones, la convierte en libertinaje M. Le-Gentil en las descripciones que de ellas hace en sus Viajes. Dicho francés, que dignamente precedió en exactitud en la manera de narrar costumbres á otros compatriotas suyos, vino á estas islas el año 1767, por orden de su rey á estudiar el paso de Venus por el disco del sol; y si observó el cielo, de la forma que lo hizo del suelo, no hay duda que el monarca francés quedaría completamente enterado de el paseito de Venus. Como M. Le-Gentil vino á observar los astros, nada tiene de extraño que al escribir costumbres filipinas en Francia, se acordara de el tan sabido cantar «de el mentir de las estrellas».

En honor á la verdad, no nos debe tampoco extrañar esto en extranjeros, cuanto que ahora bien recientito [2] se ha publicado en Madrid un libro titulado Recuerdos de Filipinas, y una Memoria en Barcelona, sobre colonización de estas islas, que dan gozo leer. Si los recuerdos del autor del primero tienen el valor que los de su libro, no me extrañaría se le olvidara hasta el saber escribir, lo que es difícil, pues literariamente hablando el libro es bueno. En cuanto al autor de la Memoria, solo diremos que muy formalmente afirma en el prólogo llevar estudiando diez años de colonización filipina, y en efecto … , á las cuatro páginas dice, que los principales productos de exportación de este país, los constituyen entre otras cosas—en que por cierto no cita el abacá—los mongoz (?), las naranjas y los cortes de pantalón … ¡Bien! ¡muy retebién, por los cortes de pantalón, los mongoz y los diez años de colonización!

Á las once de la mañana, navegando en plena laguna, se sirvió el almuerzo, sentándose á la mesa el capitán, antiguo lobo marino de la carrera del Cabo, que le ahogaba el calor de la caldera, la estrechez del barco, lo limitado del horizonte, y más que todo, el agua dulce, que en tres palmos de fondo batían las palas de las ruedas. Se comprende el mal humor que habitualmente dominaba al capitán del Batea, acostumbrado á recorrer la grandiosidad de los inmensos desiertos del Océano.

La vida del agua dulce, la monotonía de una ribera siempre la misma, la precisión de las llegadas, las inofensivas y uniformes varadas, la etiqueta de la cámara, el tiquin, la falta de olas, de horizonte, de grandiosidad, de espacio y de luz, traían al bueno del capitán de un humor que había ratos en ni él mismo se podía sufrir. El hombre de mar metido entre las cuatro tablas de un vaporcito ribereño, es como el milano de las regiones australes, que se le encerrara en un jaulón de gallinas.

—¡Capitán! ¿cómo se llama ese aparato de pesca?—le dije señalándole una balsa que se veía en la orilla.

—No sé—me contestó con marcada aspereza.—No conozco—añadió—más aparatos de pesca, que los arpones balleneros y los dobles aparejos para izar las tintoreras de los trópicos.

—Pescas que deben ser muy peligrosas, capitán.

—¡Capitán! ¡capitán!—repitió con acentuado desprecio.—¿Capitán de qué? ¿de este cajón con ruedas? ¡Mil rayos y bombas! ¡Capitán de río, sin rol, sextante, ni brújula, con cuatro rajas de leña en la bodega, una derrota de diez horas, un buque en miniatura y un tiquín por timón! ¡Vaya un capitán!

El sarcasmo y la rudeza de las palabras del antiguo marino, involuntariamente me hicieron recordar al célebre personaje de la Agonía, drama en que Larra dice por boca de un viejo contramaestre de los que acompañaron á Colón, «que las tormentas en tierra, son truenos que apenas se oyen y gotas de agua que ensucian». El capitán del Batea era un retrato del viejo lobo de la Niña.

Ya que hemos principiado á bosquejar tipos, vamos á trazar cuatro brochazos—por más que sea á la ligera—en los bocetos de los personajes que ocupaban la mesa. A la derecha del capitán, que sudaba, no tinta, sino brea, embutido en un corbatín y una americana negra, se encontraba sentada una empleada que respondía al nombre de Bertita: ojos melados, negros, grandes, y velados de largas pestañas; pelo fino, lustroso, abundante, negro como sus ojos; nariz pequeña y un tanto arremangada, símbolo de burla; labios finos; dientes, aunque de mortales huesos, y no de perlas, compactos, blancos é iguales; tez morena; seno alto y exuberante; manos redondas y pequeñas, y sonrisa marcadamente picaresca, constituían el distinguido conjunto de Bertita, que vestía ligera y limpia bata de viaje, recogido sombrero de terciopelo con pluma, cuello y puños á la marinera, cinturón de piel de Rusia, y diminutas botitas color café.—¿Les gusta á ustedes el tipo?—Sí.—Pues á mí también. El capitán, de cuando en cuando, la miraba de reojo, y hasta creo que el buen hombre se olvidaba de todos los horizontes de los trópicos, por el pequeño cielo que constituía la risueña cara de Bertita, en la que no había mas nubes que un picaresco lunar puesto en el labio superior con más malicia que queso en ratonera. A la mitad del almuerzo, ya nos había contado quién era, adonde iba, porqué había venido, quién era su padre, su abuelo y hasta un primito á cuyo solo nombre, largó un bufido muy pronunciado un respetable y obeso señor que estaba sentado á su lado, y que á grandes rodeos—pues en esto, era lo único en que enmudecía Bertita—supimos era su esposo. Este, como le llamaba aquella, tenía una cara de todo un buen hombre; el género paciente y la clase resignada, se definían perfectamente en aquel armazón de carne, en la que brillaban dos ojillos azules, unas narices abultadas y granugientas, y una calva cercada de algunos mechones blancos, compañeros de un enmarañado y desigual bigote. Toda la locuacidad de Bertita, era mutismo en el señor D. Paco, quien se limitaba á aprobar con monosílabos los largos períodos que salían de la fresca y sonrosada boca de su esposa.

Ocupaba la izquierda del capitán, uno de esos misteriosos seres que de cuando en cuando aparecen por las provincias del Archipiélago, llamándose unas veces alhajeros y otras naturalistas, por más que en la generalidad de los casos, sean verdaderos caballeros de industria, que á la sombra de cuatro maletas llenas de abalorios y hoja de lata, engañan la credulidad de los indios; sirviéndoles otras veces de pretexto, media docena de plantas parásitas, que ni entienden, estudian ni clasifican. Al lado de estos últimos, los hay—y yo me honro con la amistad de algunos—que recorren los bosques de este país con el afán de enriquecer la ciencia, sufriendo toda clase de privaciones, ante la satisfacción de aumentar sus herbarios. El tipo que nos ocupa, no puedo definir á qué clase pertenece. Habla poco y su acentuación señala al gascón, por más que dice es alemán; come bien, y sobre todo bebe mejor. Completaban los comensales, una pálida, mestiza china, más difícil de bosquejar que el anterior.

Al lado de la mestiza, observaba y comía el autor de estas líneas.

—¡Jesús, que café, capitán!—dijo Bertita, haciendo un gracioso mohín de desagrado al saborear el negro líquido que humeaba en la taza:—nunca podré acostumbrarme á estos brebajes recordando el Moka que se tomaba en casa del Ministro, el primo de este. Pues no digo á ustedes nada, del que se servía en la embajada de Rusia, ni el que se daba en las soirées de la Baronesa: ¡Jesús, Jesús, qué país! Veinte días hace que desembarcamos, y lo que es así pronto me vuelvo á mi Cádiz.

Ya pareció aquello, dije para mis adentros, andalucita tenemos.

—Pues no crea V. que esto es tan malo—la dije—cuando V. se instale, y lleve algún tiempo de país, le parecerá muy bueno.

Él silbido del vapor cortó nuestra conversación, al par que nos anunciaba la llegada á Biñan. El bretón se quedó en aquel pueblo.

Nuevamente en marcha, cada cual procuró colocarse lo mejor que pudo, tanto en la cámara como sobre cubierta.

El vapor navegaba por la extensa laguna de Bay, madre del Pasig. Las aguas de aquella en los fuertes Sures y Nordestes, toman gran movilidad, haciéndose un tanto peligrosa la navegación en pequeñas embarcaciones. Varios naufragios registra la crónica de la laguna de Bay, y según algunos pesimistas, aquella es una constante amenaza para Manila. No conozco el desnivel que existe entre la laguna y Manila, si bien debe ser mucho, dada la situación que aquella ocupa y lo rápido de la corriente del Pasig.

La laguna de Bay—que no sabemos qué razón hay para no darle el nombre de lago, pues aun de estos habrá pocos en el mundo que midan las grandiosas proporciones de aquella—tiene un circuito que se hace subir por unos á 35 leguas y por otros á 30. Esta laguna tiene islas, penínsulas, cabos y ensenadas, y en sus orillas, se asientan ricos y bellísimos pueblos, contándose entre ellos, el de Santa Cruz, cabecera de la provincia. La península que forman los ricos terrenos de Jalajala, y los poéticos sitios que rodean á Los Baños—pueblecito así llamado por tener unas termas de reconocidas propiedades medicinales,—son lugares que encontramos en los itinerarios de la mayor parte de los turistas