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Vassilis Alexakis nació en Atenas y vive en París desde el golpe de Estado en Grecia en 1968. Es periodista y ha trabajado en distintos medios. Ha destacado en Le Monde y en France-Culture. Escribe indistintamente en griego y en francés. Ha sido galardonado en innumerables ocasiones: con el Grand Prix du Roman de l’Académie Française 2007 (equivalente al Premio Nacional de Narrativa), por Après J.-C; con el Prix de la Langue Française 2012 (equivalente al Premio Cervantes), por el conjunto de su obra; con el premio Médicis 1995, por La langue maternelle; y con el Alexandre Vialatte 1992 y el Albert Camus 1993, por Avant. Su última novela, L’enfant grec, estuvo entre los ocho finalistas del Goncourt 2012. Por sus méritos artísticos y su contribución a la lengua, es también Officier des Arts et des Lettres y Commandeur de l’ordre du Phénix.

 

Quizás Eleni y Grigoris no deberían haberse conocido nunca. Ella, una bailarina casada y con un hijo, vive en Atenas. Él, un economista griego casado con una francesa, vive en París. Pero el destino no siempre tiene en cuenta nuestras circunstancias y ocasionalmente pone al límite nuestra razón.

El autor grecofrancés Vassilis Alexakis, ampliamente reconocido en toda Europa y consagrado en Francia, donde se le ha concedido el Grand Prix du Roman de l’Académie Française 2007 (equivalente al Premio Nacional de Narrativa) y el Prix de la Langue Française 2012 (equivalente al Premio Cervantes), irrumpe finalmente en el mercado español con Talgo, una novela donde las palabras y la correspondencia son el hilo conductor de una historia de pasión y transformación.

Eleni y Grigoris se aman, se desean, se necesitan, pero no es fácil desbancar al destino.Tras un viaje en Talgo desde París a Barcelona, Eleni recrea en su diario todos los vivos recuerdos de su amor por Grigoris y, con sus profundas reflexiones, nos adentra en la frustración, la contradicción y la complejidad de las relaciones humanas.

Alexakis nos regala una obra que explora el deseo humano y la pasión desatada desde una perspectiva plenamente contemporánea, poniendo de manifiesto que el amor es de una complejidad infinita. Y en el trasfondo, una poética evocación de la historia de Grecia y de la gran metamorfosis de Europa en el último cuarto del siglo XX cargada de ironía para el lector de hoy.

La prensa francesa ha dicho:

«En pequeños fragmentos, y con todo lujo de detalles, desmenuza y reconstruye una relación que acaba desvelando las entrañas de su heroína.»

Le monde des livres

«Una lección de ironía, de amor y ternura, en la que, de una vez por todas, el narrador no desplaza a su autor. No, en este caso es el propio autor quien reconoce que no supo amar.»

Jean-Baptiste Harang. Libération

«El autor nos propone un viaje hacia el pasado, pero aún más a la literatura.»

Mohammed Aïssaoui. Le Figaro littéraire

TALGO

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TALGO

VASSILIS ALEXAKIS

Traducción de Montse Navarro Ferrer

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Primera edición: junio de 2013

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PRIMERA PARTE

KUKAKI

 

 

 

El cielo está nublado, grandes nubes blancas, como de algodón. Hace calor, un calor pesado que da ganas de sentarse en el suelo, en una esquina, apoyar la cabeza entre los brazos y llorar.

Kostas se ha ido hace un rato, he oído con alivio cerrarse la puerta.

No he leído tu carta inmediatamente, me he sentado en un sillón, he leído las primeras líneas y he parado. He tomado una ducha, me he puesto una bata, he puesto el café en el fuego, he releído las primeras líneas, me he precipitado en la cocina temiendo que el café se hubiese derramado, no se había derramado.

Quieres que seamos amigos, pues. Que nos veamos cuando vengas a Atenas, que nos llamemos por teléfono, que nos escribamos de vez en cuando (¿una vez al mes?), pero como amigos. Estás seguro de que debíamos tomar esta decisión, de que si no la tomáramos ahora, después sufriríamos más, y tú no quieres que yo sufra, sobre todo quieres evitar esto, puesto que me amas, me amas de veras, un día me darás pruebas de ello.

En realidad no lo niego, sí, puede que me quieras, pero ¿qué significa concretamente como a una amiga? ¿Que si lo necesito me enviarás dinero? ¿Que si me atropella un coche me conseguirás una habitación individual en el hospital? ¿Que si muero moverás cielo y tierra para encontrarme una fosa en uno de esos bonitos cementerios del centro, llenos de estatuas y árboles paradisíacos?

Yo te amo de otro modo, Grigoris. ¿Cómo podría decirte, y para qué, ya, lo que sentí en el aeropuerto de Barcelona al verte alejarte con el pasaporte en una mano, el equipaje en la otra y con un periódico saliéndosete del bolsillo de la chaqueta, creo. Le pedí a la azafata que me dejara pasar solo un minuto, nos separaban veinte metros a lo sumo, tú esperabas tu turno en el control de pasaportes, para dejar que te besara una última vez, que te estrechase entre mis brazos, que apoyara mi mejilla contra la tuya. Le hablaba en griego, pero no comprendió nada, no podía comprenderme, creo que yo lloraba, me impidió el paso con la mano. La miré fijamente, creo que jamás había odiado tanto a alguien. Cuando volví a mirar hacia ti, ya no estabas. Ya nadie esperaba en el control de pasaportes. Incluso había desaparecido el agente de control.

Entonces quise salir a una terraza para ver tu avión, quizás podría verte también a ti. Comencé a correr por el inmenso vestíbulo, dos japoneses reían sentados sobre sus maletas, todavía los recuerdo, su risa me disgustó profundamente, subí por una escalera, pero en la planta superior, en vez de la inmensa cristalera que pensaba encontrar, había un muro.

Bajé la escalera como una loca, agarré del brazo a un tipo con uniforme, intenté explicarle, pero él me mostró las taquillas de las compañías aéreas. Yo le dije: «¡No, no!», él se alejó, pero dio media vuelta como si hubiera comprendido de repente y me mostró otra escalera hacia abajo, la bajé, fui a parar a un pasillo, corrí, corrí y llegué a los servicios.

Hace tres días que recibí tu carta. La he guardado en el cajón del medio del escritorio con tus demás cartas. Hace tres días que empecé a escribir, con una vieja máquina de Kostas. La engrasé bien, puse debajo un periódico doblado en cuatro para que la grasa no manchara la madera. Veo el periódico a través de las teclas, me inclino para leer lo que hay escrito:

PREGUNTA: ¿Cómo ve el futuro, Presidente?

La respuesta, impresa en negrita:

CARAMANLIS: Habrá cada vez más dificultades a causa de la continua degradación de la situación internacional. Pero debo añadir que el futuro dependerá, en gran medida, del comportamiento de nuestro pueblo…

Escribo con dos dedos, muy despacio, Y mayúscula, o, espacio, n, o, espacio, s, a, b, í, a…

Cuarto día. Ya no salgo de casa, no quiero que me vean en este estado, no quiero ver a nadie. Y sobre todo, no quiero perderme tu llamada, porque me llamarás, ¿verdad? Me llamarás y me dirás… Dejo la puerta del baño abierta para poder oír el teléfono. No me lavo el pelo, temo que el ruido del agua silencie el timbre.

La voz de los demás me hace daño. Descuelgo el teléfono y en cuanto oigo una voz distinta de la tuya vuelvo a colgar sin decir palabra. No voy a contestar tu carta. ¿Para qué escribirte? ¿Para intentar hacerte comprender cómo me siento? ¿Para que te apiades de mí y vengas a verme como quien visita a un enfermo, por compromiso?

Me veo con la espalda apoyada contra la puerta cerrada… Tengo la boca llena de saliva… Estás de pie, a pocos metros, llevas un traje… De vez en cuando miras el reloj y dices: «Me tengo que ir, Eleni… Tengo que irme…». Intento hablar, pero no lo consigo, las palabras me resbalan por la lengua… «Te lo suplico, Eleni, te lo suplico…» Doy un paso hacia ti, dos… Me doy cuenta de que camino sobre el vacío, nada hay bajo mis pies, las cuatro paredes de la habitación forman un pozo sin fondo… Los muebles, el sofá, la mesa están colgados en el vacío, todos al mismo nivel, como si hubiera suelo, pero no lo hay… Tú también te sostienes sobre ese suelo inexistente, vuelves a mirar el reloj y dices: «Te lo suplico, Eleni, te lo suplico…». No tendría que haber mirado al suelo, me digo… Mientras uno no sabe que está en el vacío, se puede mantener… Pero a partir del momento en que se ha cometido la imprudencia de mirar al suelo…

«Yo no sabía qué era el dolor.» Ignoraba esa palabra, solo la conocía de lejos, como la mayoría de palabras, únicamente su envoltorio me era familiar. Ahora sé bien su definición, empieza así:

Eleni,

Estoy solo, en mi despacho, en la facultad… Me es muy difícil decirte lo que quiero decirte, sin embargo, tengo que hacerlo… Habría preferido…

No puedo continuar, se me nubla la vista, no veo la máquina de escribir ni nada.

Han pasado unos tres meses desde esa tarde en que nos encontramos en casa de Magda por primera vez. Tengo la impresión de que hace años. Yo la había llamado por teléfono desde un quiosco.

—Sube —me dijo ella—, estoy con Grigoris.

Tuve la sensación de que tu nombre acababa de despertar algo en mí, produjo un eco imperceptible. Magda me había hablado muy poco de ti, sabía que erais amigos desde hacía tiempo y que vivías en París.

Me diste la mano, me senté en el suelo sobre un gran cojín violeta, recuerdo que no paraba de mirar las tazas de café que había sobre una bandeja de cuero, oía tu voz y poco a poco fui presa de una especie de confusión, de aturdimiento, de repente tuve la certeza de que si me quedaba allí sentada más tiempo no podría levantarme.

—Me tengo que ir —dije.

—¡Pero si acabas de llegar! —dijo Magda.

—Espero que volvamos a vernos —dijiste tú.

—Yo también.

Ya estaba de pie.

—Mañana iremos a cenar a una taberna —dijiste—, ¿le gustaría venir?

Me tratabas de usted, lo que apenas se hace en Grecia. Pensé que debiste de acostumbrarte a hacerlo en el extranjero, igual que chocar la mano.

—Ven con Kostas —dijo Magda—, si está libre, claro.

—Se lo diré.

Estaba delante de la puerta del ascensor.

—Te has olvidado el bolso —dijo Magda.

La turbación que experimenté esa tarde todavía no me ha abandonado. ¿Habría bastado que no hubiera llamado a Magda para escapar a esa pasión, a esa angustia? Me acuerdo de que había dejado en casa mi agenda y tuve que buscar su número en el listín del quiosco. La mitad de las páginas habían sido arrancadas, pero no aquella en la que aparecía Magda, su marido se llama Stylianou. Así pues, si el azar no hubiera querido que te encontrara, ¿no me habría enamorado de nadie, o me habría enamorado de otro hombre al que ahora echaría de menos igual que a ti? Creo que tenía una necesidad infinita de vivir una pasión así, que de algún modo ya estaba enamorada incluso antes de encontrarte. No quiero decir que habría podido amar a cualquiera, buscaba a alguien que fuera capaz de interpretar el papel que había imaginado, buscaba, sin saberlo, a alguien como tú. El azar quiso, pues, que te encontrara.

Yo no estaba demasiado bien en esa época. Con lo que habitualmente me gustaba salir, beber, pasar la noche en blanco, apenas salía ya. Seguía bailando en la escuela, una o dos horas al día, pero no iba a ninguna otra parte. Pasaba la mayor parte del tiempo sentada en un sillón, sin leer, sin mirar la televisión, era como una muerta, una muerta que respiraba, que abría y cerraba los ojos, que miraba por la ventana, pero que, no obstante, no dejaba de estar muerta.

No era particularmente desgraciada, no, simplemente estaba aburrida, el mínimo gesto me fatigaba, de repente me proponía ir a lavarme las manos y después me decía: «No, ¿por qué lavármelas?, ¿para qué?», y no me las lavaba, estaba harta de lavarme las manos. Las cosas que se hacen normalmente sin pensar, como recoger una cerilla del suelo, por ejemplo, una horquilla, me hacían reflexionar largamente y no las hacía.

Mi relación con Kostas no era ni mejor ni peor que de costumbre, seguía siendo amistosa. Mi hastío lo inquietaba un poco.

—¿Qué te apetece, Elenitsa? —me preguntaba.

—Fumaría un poco de hierba —respondía yo.

De golpe se ponía serio y un poco triste, no había que bromear con eso. De hecho yo no bromeaba. Fumaba bastante en esa época, no delante suyo, claro. Era Magda la que me proveía, ella se aprovisionaba con uno de sus amigos que cultivaba el hachís en un monte, no me dijo nunca cuál. Al principio no me hacía pagar, pero después empezó a pedirme unas veces quinientas, otras, mil dracmas. Me explicó que había poca hierba en el mercado.

Hace ocho años que estamos casados, Kostas y yo. Lo conocí en el 70-71, en plena dictadura. En esa época también estuve muy deprimida, sobre todo a causa del trabajo. Acababan de echarme de la televisión, donde presentaba el programa El mundo del ballet. Alguien había informado a la emisora de mis sentimientos hacia los Coroneles. No había nada interesante que hacer, ni en el ámbito del ballet ni en ninguna parte. ¿Cómo podría haber sido de otro modo, siendo los grandes delante, los pequeños detrás, la estética impuesta por la Junta?

Octavo día. No escribo deprisa. Me levanto a menudo del escritorio. Doy cien pasos por la habitación mirando el suelo. Mi garganta está irritada a causa del tabaco. Le he pedido a la señora de la limpieza que no viniera esta semana, ni la siguiente. No quiero que me molesten.

No consigo concentrarme, pienso constantemente en el teléfono. Puede que me llames solo cuando tengas la certeza de que no voy a contestar tu carta, dentro de diez días.

Mi madre me contaba historias durante la operación, era una operación fácil, me tenían que arrancar una uña que se me había encarnado, así que me explicaba historias sentada a los pies de la camilla, para distraer mi atención del cirujano, pero yo no pensaba más que en él, en su bisturí, y no escuchaba a mi madre en absoluto. Igual que ahora, en que hay momentos en los que no consigo seguir la historia que me estoy contando a mí misma.

Durante la dictadura participé en un cortometraje, no recuerdo exactamente el título, Yo pensaba que eran morenos, pero eran todos rubios, algo así, ninguna relación, por supuesto, entre el título y el contenido. La comisión de censura nos prohibió el rodaje, consideró el guión «absurdo», es exactamente lo que decía su informe, pero nosotros lo rodamos igualmente, en una cantera, al aire libre. Yo bajaba desnuda por la pared rocosa y cuando llegaba delante de la cámara, decía: «Todo tiene solución, amor mío», nada más. Puede que sea lo más interesante que hice en ese período, pero, por supuesto, la película no pudo proyectarse en ninguna parte y no sé cómo acabó.

Incluso para ser admitida en una de esas siniestras compañías folclóricas que entretienen a los turistas o que van de gira por las comunidades griegas de Australia, América o Alemania Federal, había que competir sin cuartel y soportar todo tipo de humillaciones. Yo lo había hecho, ya que tenía que ganarme la vida, y la vida de Alekos, mi hijo. Quería compartir su manutención con Vasilis, mi primer marido, pero no hasta el punto de darme asco.

Sin embargo, no fue por interés que me casé con Kostas, habría podido resolver mis problemas económicos de otra manera, dando clases de ballet, por ejemplo. No, estaba enamorada de él, estoy segura de ello. Es cierto que ahora me parece extraño. Quizás un día me preguntaré cómo he podido enamorarme de ti, dentro de ocho años, puede. Necesitaba a mi lado un hombre diferente de la gente que frecuentaba en mi trabajo, un compañero sólido y seguro. Por otra parte, me pregunto si él no se enamoraría de mí precisamente porque pertenecía a un entorno diferente del suyo. Kostas trabaja en el Banco Nacional de Grecia, igual que su padre. Desde luego que se ha interesado por el ballet, le he hecho ver muchos espectáculos, también he intentado yo interesarme por el desarrollo de nuestras exportaciones a los países de Oriente Medio, con los que, como todo el mundo sabe, nos ata una antigua amistad, y no ignoro que en la actualidad la capital de Bahrein es Al Manamah, pero ni él ni yo hemos conseguido realmente compartir nuestros gustos y preocupaciones. Yo oía a las otras parejas explicar con detalle sus problemas. Me pedían que hablara de los míos, pero no tenía nada que decir, así de tranquila ha sido mi vida con Kostas durante estos años. Tengo que pensar, sin embargo, que a partir de un determinado momento esta vida sin historias empezó a aburrirme.

Una vez casada ya no tuve la necesidad de suplicar aquí y allá que me dieran trabajo, en adelante pude elegir y participar solo en las obras que juzgaba interesantes, pero en realidad me fui alejando de la profesión, las llamadas se fueron espaciando, y en definitiva he hecho menos cosas importantes en los últimos ocho años que antes. «Lo que dejas, te deja», dice mi madre.