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Historia de la gubernamentalidad I

Razón de Estado, liberalismo y neoliberalismo en Michel Foucault

 

BIBLIOTECA UNIVERSITARIA

Ciencias Sociales y Humanidades

Filosofía política y del derecho

Title

 

Castro-Gómez, Santiago, 1958-

Historia de la gubernamentalidad I. Razón de Estado, liberalismo y neoliberalismo en Michel Foucault / Santiago Castro-Gómez. – Bogotá: Siglo del Hombre Editores; Pontificia Universidad Javeriana-Instituto Pensar; Universidad Santo Tomás de Aquino, 2015.

280 p.; 21 cm.
Incluye bibliografía.

1. Foucault, Michel, 1926-1984 - Crítica e interpretación 2. Filosofía política 3. Liberalismo 4. Neoliberalismo I. Tít.

320.1 cd 21 ed.

A1256591

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición, 2010

Segunda edición, 2015

© Santiago Castro-Gómez

© Siglo del Hombre Editores

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Carátula

Alejandro Ospina

Diseño de colección y armada electrónica

Ángel David Reyes Durán

ISBN: 978-958-665-356-5

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

  

ÍNDICE

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO I. LA ANALÍTICA DE LA GUBERNAMENTALIDAD

Más allá del modelo bélico

Prácticas, racionalidades, tecnologías

La gubernamentalización del Estado

CAPÍTULO II. EL GOBIERNO DE LAS POBLACIONES

Biopolítica y gubernamentalidad

Los dispositivos de seguridad

El gobierno del deseo

CAPÍTULO III. OMNES ET SINGULATIM

El poder pastoral

De la ratio pastoralis a la ratio gubernatoria

El Estado como principio de inteligibilidad

Dispositivos de la razón de Estado

CAPÍTULO IV. VIVIR PELIGROSAMENTE

Fisuras en el arte de gobierno

El nacimiento del Homo economicus

La sociedad civil como “realidad transaccional”

Del análisis de las riquezas a la economía política

CAPÍTULO V. EMPRESARIOS DE SÍ MISMOS

La fobia al Estado

El ordoliberalismo alemán

La Escuela de Freiburg y la Escuela de Frankfurt

El neoliberalismo norteamericano

Biopolítica y capital humano

Las sociedades de control

ANEXO. HISTORIA DE LA GUBERNAMENTALIDAD DESPUÉS DE FOUCAULT

El gobierno de la pobreza

Governmentality Studies

El discurso terapéutico

Riesgo y capital genético

BIBLIOGRAFÍA

 

CAPÍTULO II
EL GOBIERNO DE LAS POBLACIONES

BIOPOLÍTICA Y GUBERNAMENTALIDAD

Al comienzo de la primera lección del curso Seguridad, territorio, población, Foucault dice que quiere “comenzar este año el estudio de algo que hace un tiempo llamé, un poco al aire, biopoder” (Foucault, 2006c: 15). Sin embargo, en la medida en que el curso avanza, el análisis se irá desplazando primero hacia los “dispositivos de seguridad”, y luego, a partir de la cuarta lección (1 de febrero de 1978), hacia el esbozo de lo que él llama una “historia de la gubernamentalidad”. Así desplazado, el tema de la biopolítica fue pospuesto hasta el curso del año siguiente (1979), que es anunciado precisamente con ese nombre: Nacimiento de la biopolítica. Sin embargo, apenas iniciado el curso, Foucault explica a sus estudiantes que aunque hubiera querido iniciarlo con la biopolítica, se ha visto obligado a estudiar primero el “marco general” en el cual se sitúa el nacimiento de la biopolítica, a saber, las tecnologías liberales de gobierno (Foucault, 2007: 40). A la altura de la cuarta clase (31 de enero de 1979) Foucault mantiene su idea de hacer desembocar el curso en el tema de la biopolítica, pero anuncia que no ha finalizado aún sus consideraciones preliminares sobre la gubernamentalidad. Dice que su aproximación a este concepto lo ha llevado a moverse lateralmente, “como el cangrejo”, y promete que “si la suerte me sonríe, llegaremos al problema de la biopolítica y el problema de la vida” (ibid.: 97). Pero en la clase del 7 de marzo, después de haber iniciado sus consideraciones sobre el neoliberalismo, se da cuenta de que le será imposible cumplir su promesa. No habrá ya tiempo para hablar de biopolítica y el curso tendrá que seguir centrado en el concepto de gubernamentalidad (ibid.: 217). Foucault se ve entonces obligado a ofrecer una explicación a sus estudiantes:

Se trataba, por tanto, de someter a prueba esa noción de gubernamentalidad y, en segundo lugar, ver de qué manera la grilla de la gubernamentalidad, que puede suponerse que es válida a la hora de analizar el modo de encauzar la conducta de los locos, los enfermos, los delincuentes, los niños, puede valer, así mismo, cuando la cuestión pasa por abordar fenómenos de una escala muy distinta, como, por ejemplo, una política económica, la administración de todo el cuerpo social, etc. Lo que quería hacer —y esa fue la apuesta del análisis— era ver en qué medida se podía admitir que el análisis de los micropoderes o de los procedimientos de la gubernamentalidad no está, por definición, limitado a un ámbito preciso que se defina por un sector de la escala, pero debe considerarse como un mero punto de vista, un método de desciframiento que puede ser válido para toda la escala, cualquiera que sea su magnitud. En otras palabras, el análisis de los micropoderes no es una cuestión de escala ni de sector, es una cuestión de punto de vista. Bueno. Ésa era, si se quiere, la razón de método. (Foucault, 2007: 218)

La razón por la cual fue pospuesto definitivamente el tema de la biopolítica es que la gubernamentalidad aparece ahora para Foucault como una “grilla de inteligibilidad” de las relaciones de poder en su conjunto; no sólo de aquellas que tienen que ver con la conducción de la conducta de otros en el hospital, en el taller, en la escuela, etc., sino también de aquellas que se refieren a la conducción de un Estado, de un “cuerpo social”. Es decir que la gubernamentalidad opera no sólo a nivel molecular, sino también a nivel molar. De modo que antes de preguntarse cómo hace su entrada la vida en el ámbito de la política (es decir, la pregunta por el “nacimiento de la biopolítica”), se hace necesaria una interrogación preliminar: ¿cuál es la racionalidad específica de esa “política”? A esta reflexión dedicó Foucault todo su curso de 1979 y después de ello nunca más volvió a hablar de biopolítica. En el resumen entregado posteriormente al Collège de France, Foucault dice que “el curso de este año se dedicó finalmente, en su totalidad, a lo que sólo debía ser su introducción”, y agrega que los problemas que aborda el concepto de biopolítica (mortalidad, natalidad, salud, etc.) no pueden disociarse “del marco de racionalidad política dentro del cual se manifestaron y adquirieron su agudeza” (Foucault, 2007: 359).1

Pareciera, pues, que las tecnologías políticas de gobierno de las que habla Foucault en sus cursos de 1978 y 1979 operan como “condición de posibilidad” de aquel biopoder que describió en el último capítulo de su libro La voluntad de saber (1976) y en la última lección del curso Defender la sociedad (1977).2 Valdría la pena examinar esta hipótesis de lectura, sobre todo teniendo en cuenta la increíble popularidad que después de la muerte de Foucault adquirió el concepto de biopoder3 en manos de algunos filósofos italianos como Agamben, Negri, Virno, Espósito y Lazzarato. ¿Qué dice el concepto de biopolítica que no diga ya el concepto más amplio de gubernamentalidad? Se hace necesario, por tanto, volver a aquellos textos en los que Foucault propone por primera vez el concepto de biopolítica, para luego, en la próxima sección, introducirnos en el tema de los dispositivos de seguridad.

Ante todo hay que decir que el concepto de biopolítica esbozado por Foucault antes de 1978 nace como oposición al paradigma de la soberanía. Foucault es muy claro en esto cuando tanto en La voluntad de saber como en Defender la sociedad opone el poder de soberanía al poder sobre la vida. Se trata de dos tipos de poder completamente diferentes, de dos tecnologías opuestas: por un lado el derecho de vida y muerte, por otro lado la biopolítica. En La voluntad de saber habla de una “profundísima transformación” de los mecanismos de poder y afirma que “el viejo derecho de hacer morir fue reemplazado por el poder de hacer vivir” (Foucault, 1987: 164; 167). Se trata, pues, de una cesura entre dos mecanismos de poder inconmensurables: en el régimen de soberanía la vida está por completo en manos del soberano, quien tiene la potestad de concederla o de quitarla. El soberano tiene poder de apropiarse de las fuerzas vitales del súbdito y emplearlas como quiera: en la guerra, en las labores agrícolas, en la esclavitud. Puede sustraer la potencia de vida a su entero capricho. Por eso, en Defender la sociedad (clase del 17 de marzo de 1976) Foucault caracteriza este tipo de poder con la fórmula “hacer morir, dejar vivir” (2000: 218). Por el contrario, a partir del siglo XVIII la vida se instala en el centro de la política estatal y ya no depende de una decisión personal del soberano. Ahora se trata ya no tanto de sustraer la potencia de vida, sino de producirla y darle forma. Se gestiona la potencia de vida para hacerla más productiva, más eficiente, más segura, más regulada, menos sometida a las contingencias. Foucault caracteriza este nuevo mecanismo de poder con la fórmula “hacer vivir, dejar morir” (ibid.). Tenemos entonces que en el primer caso (el poder soberano) la vida es sustraída, mientras que en el segundo (el biopoder) la vida es potenciada y maximizada.

Ahora bien, en La voluntad de saber se dice que este poder sobre la vida se desarrolló de dos formas complementarias, es decir, que fue un poder bipolar: un polo se orientaba hacia el adiestramiento de los cuerpos individuales, buscando maximizar sus fuerzas e integrarlas al naciente sistema de producción capitalista, mientras que el otro polo se orientaba hacia la regulación de una serie de variables como el nacimiento, la muerte, los matrimonios, la sexualidad etc. Fenómenos pertenecientes a un nuevo dominio llamado la población. Foucault nos habla entonces de “una gran tecnología de doble faz” cuya función ya no es matar sino “invadir la vida enteramente”, inaugurando de este modo la “era del biopoder” (Foucault, 1987: 168-169). De este modo, tanto la vida individual como la de la especie entran en los cálculos y estrategias políticas de las sociedades occidentales (ibid.: 173). Sin embargo, en la clase del 17 de marzo del curso Defender la sociedad Foucault ya no habla de una sola “tecnología bipolar”, sino de dos tecnologías que funcionan de forma diferente pero que trabajan “superpuestas” (Foucault, 2000: 225). Ya no se trata de una sino de dos tecnologías con racionalidades diferentes: una está dirigida hacia el adiestramiento de los cuerpos, la otra hacia la regulación de las poblaciones. La “anatomopolítica” emerge en la primera mitad del siglo XVIII y la “biopolítica” en la segunda mitad del mismo siglo. Las dos tecnologías no se excluyen mutuamente (aunque son diferentes y operan en distintos niveles), y la segunda engloba a la primera (ibid.: 219).

En todas estas reflexiones encontramos ya un número de problemas que van a determinar el paulatino desplazamiento del concepto de biopolítica por parte de Foucault a partir de su curso de 1978 Seguridad, territorio, población. En primer lugar, Foucault no explica cómo se produce la articulación entre las dos tecnologías de poder que surgen en el siglo XVIII. ¿Qué es aquello que las articula? ¿Cómo se produce el “englobamiento” de la anatomopolítica en el marco de la biopolítica? Resulta claro, por razones ya expuestas (el distanciamiento de Foucault frente al modelo de la soberanía), que esta función integradora no la puede cumplir el Estado.4 En segundo lugar, la biopolítica, tal como la explica Foucault en Defender la sociedad, continúa enmarcada en el modelo bélico heredado de Nietzsche. Esto se hace particularmente claro en la clase del 7 de enero de 1976, cuando hace referencia a la “inversión del principio de Clausewitz” para mostrar que la política (incluyendo la anatomopolítica y la biopolítica) no es otra cosa que la continuación de la guerra por otros medios.5 Pero el problema más grande, en tercer lugar, es que Foucault no explica de qué modo y bajo qué circunstancias históricas apareció ese nuevo dominio de reflexión e intervención llamado población. Dice, ciertamente, cómo opera la biopolítica, pero no dice cómo emerge su campo de operación.

Este tipo de problemas (el “impasse teórico” del que hablaba Deleuze) explica por qué razón Foucault privilegiará el concepto gubernamentalidad sobre el de biopolítica. A partir de 1978 el poder será pensado en términos de “gobierno” y desde ahí Foucault reinterpretará su anterior concepto de biopolítica. Habrá que rastrear este cambio de acento a partir del importante artículo “La gubernamentalidad”, que Foucault publicó justamente en el año 1978 y que en realidad es una adaptación de la lección cuarta de su curso Seguridad, territorio, población. Aquí Foucault ha empezado a reorientar su analítica del poder más allá del modelo de la represión y de la guerra para llevarla hacia una analítica de la gubernamentalidad. Tanto así, que hacia el final del artículo anuncia que “vivimos en la era de la gubernamentalidad, que ha sido descubierta en el siglo XVIII”, y ya no, como había dicho en La voluntad de saber, que “vivimos en la era del biopoder” (Foucault, 1999i: 196).

¿Cómo retoma Foucault sus anteriores planteamientos sobre la biopolítica a partir del concepto gubernamentalidad? En primer lugar, contraponiendo soberanía a gobierno. Ya no se contrapone soberanía a biopolítica, sino soberanía a gobierno. La tesis de Foucault es que hasta comienzos del siglo XVIII las tecnologías de gobierno (que habían emergido en el siglo XVI de la mano de una serie de tratados impulsados por el erasmismo y la Reforma protestante) se encontraban “bloqueadas”, “atascadas” por el predominio del paradigma de la soberanía. Es decir que el objetivo del príncipe continuaba siendo el ejercicio de la soberanía jurídica sobre un territorio, tal como se venía haciendo desde la Edad Media. Maquiavelo, según Foucault, es todavía un adalid de este viejo paradigma:

Para Maquiavelo, el objeto, la diana en cierto modo del poder, lo constituyen dos cosas: por una parte el territorio, y por otra la gente que habita dicho territorio. En esto, por demás, Maquiavelo no hace más que retomar para su uso propio y los fines particulares de su análisis, un principio jurídico que es el mismo por el que se definía la soberanía en el derecho público, desde la Edad Media hasta el siglo XVI: la soberanía no se ejerce sobre las cosas, se ejerce sobre todo sobre un territorio y, por consiguiente, sobre los sujetos que lo habitan. En ese sentido, se puede decir que el territorio es el elemento fundamental tanto del principado de Maquiavelo como de la soberanía jurídica del soberano, tal como la definen los filósofos o los teóricos del derecho. (Foucault, 1999i: 183)

Antes, pues, que a las tesis de Maquiavelo, ancladas todavía en el modelo jurídico del contrato, Foucault acude a un desconocido texto de Guillaume de La Perrière titulado Le miroir politique, contenant diverses manières de gouverner & policer les républiques (1555), del que asegura “es el primer esbozo de la noción y de la teoría del arte de gobernar” (Foucault, 1999i: 187). Allí La Perrière muestra que el gobierno no se ejerce primariamente sobre un territorio sino sobre la relación que se establece entre los hombres y el territorio. Lo cual significa, en últimas, que la soberanía radica en el gobierno de las poblaciones, ya que son los hombres, a partir de sus hábitos y costumbres particulares, quienes entablan vínculos permanentes con las riquezas y los recursos del territorio. Ya no se trata entonces de imponer leyes o castigos sobre los hombres que habitan un territorio, sino de desplegar técnicas y tácticas de gobierno que permitan a esos hombres conducirse de tal forma que sus acciones puedan generar un aumento de riquezas para el Estado. No es, pues, mediante la imposición de la ley sino mediante el gobierno que se pueden alcanzar los fines del Estado.

Por otro lado, el “gobierno” del que empieza a hablar La Perrière en el siglo XVI debía ser, ante todo, uno que debía tener en cuenta el factor económico. El “buen gobernante” debía preguntarse cómo administrar adecuadamente la relación entre los hombres y el territorio. Gobernar un Estado significa introducir el tema de la economía dentro del ejercicio político, de modo que el soberano pudiese ejercer control sobre las riquezas, los habitantes y los recursos territoriales. Para el siglo XVI, sin embargo, el término economía no designaba todavía un nivel de realidad, un campo específico de intervención gubernamental. Esto ocurriría apenas con las reflexiones adelantadas por los fisiócratas en el siglo XVIII. Son ellos quienes empezarían a hablar concretamente de un “gobierno económico”, es decir, del ejercicio del poder conforme al modelo de la economía. Pero según Foucault, este problema ya estaba en cierto modo contenido en el texto de La Perrière, quien definía el gobierno como la “recta disposición de las cosas” (Foucault, 1999i: 183).

Ahora bien, esta teoría del arte de gobernar esbozada en 1555 por La Perrière, pero “bloqueada” hasta entonces por el predominio del paradigma de la soberanía, encontró una primera forma de cristalización apenas a comienzos del siglo XVIII con la emergencia de una racionalidad política sui generis que Foucault denomina “razón de Estado” (Foucault, 1999i: 188). No me detendré por ahora en este asunto, al cual dedicaré todo el capítulo tercero. Baste decir que es gracias a ese “desbloqueo” del arte de gobernar que aparece un dominio específico de intervención gubernamental llamado la población. Y que es precisamente este asunto el que Foucault no había logrado explicar en 1976-1977 cuando formuló por primera vez el concepto biopolítica. Tendría que recurrir a un concepto más amplio, gubernamentalidad, para mostrar cómo se fue recortando ese dominio sobre el cual actuaría la biopolítica y para explicar por qué razón entró en crisis el modelo jurídico de la soberanía. Es, pues, de la mano de una racionalidad política concreta (la “razón de Estado”) que la población aparece como una variable independiente de la ley y de la soberanía territorial. La población es un conjunto de procesos (no de personas), y el “arte de gobernar” debe conocer estos procesos a fondo con el fin de generar técnicas específicas que permitan gobernarlos (la “recta disposición de las cosas”). Estamos, pues, frente a un objeto de conocimiento per se, una realidad dinámica cuyos procesos deben ser entendidos por saberes expertos como la economía política y por técnicas como la estadística y la medicina social. Técnicas que, en todo caso, difieren sustancialmente de aquellas utilizadas bajo el modelo teológico-patriarcal de la familia. En suma: Foucault se da cuenta en 1978 de que antes de hablar de biopolítica se hacía necesario reflexionar sobre el modo en que la población aparece como el objetivo por excelencia del gobierno estatal.

Gracias, pues, a la emergencia de ese dominio de análisis e intervención llamado población es que el problema del gobierno —ya esbozado por La Perrière— pudo por fin ser formulado por fuera del marco jurídico de la soberanía. Razón por la cual Foucault ya no hará más énfasis en el tema de la biopolítica, sino que hablará, más bien, de su “condición empírica de posibilidad”: el gobierno. Sólo habrá biopolítica en el marco más amplio de la gubernamentalidad:

Por gubernamentalidad entiendo el conjunto constituido por las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las tácticas que permiten ejercer esta forma tan específica, tan compleja, de poder, que tiene como meta principal la población, como forma primordial de saber, la economía política, y como instrumento técnico esencial, los dispositivos de seguridad. (Foucault, 1999i: 195)

Definición fundamental ésta, pues nos permite ver que la biopolítica corresponde ciertamente a esos “cálculos y tácticas” que intervienen sobre la población (por ejemplo, la “policía”), pero que no agota en absoluto el gobierno sobre la misma. Foucault se da cuenta de que para entender en su complejidad lo que significa el gobierno sobre las poblaciones, no basta la contraposición entre el “hacer morir” de la soberanía y el “hacer vivir” de la biopolítica. Más bien, de lo que se trata es de examinar el modo en que asuntos tales como la salud, la higiene, la longevidad, la natalidad y la raza quedan integrados a un conjunto gubernamental más amplio, que es donde se juega precisamente la racionalidad política, entendida como “gobierno del Estado”. Con otras palabras: la identificación entre bios y política, donde esta última era entendida como la guerra continuada por otros medios, es abandonada en nombre de una consideración más general de la política como gobierno.

No deja de sorprender, por ello, el modo en que autores contemporáneos como Giorgio Agamben (1998: 151-156), Michael Hardt y Antonio Negri (2004: 40-47) han extrapolado el concepto biopolítica y generalizado su uso para lo que en Foucault sólo es válido en situaciones específicas. Estos autores se remiten al curso Defender la sociedad, donde Foucault había utilizado el concepto biopolítica para ilustrar el funcionamiento del racismo de Estado nazi, mostrando que el “hacer vivir” podía funcionar también como una prolongación perversa del derecho de soberanía. La “regulación de las poblaciones” se convierte así en un mecanismo que busca “hacer vivir” a unos pero “haciendo morir” a otros. La eugenesia, la guerra y los campos de concentración aparecen así como estrategias biopolíticas utilizadas por el Estado totalitario para “defender la sociedad” de sus enemigos internos (las “malas razas”). Roberto Espósito ha señalado que fue Foucault el causante de la deshistorización de la biopolítica que hicieron Negri y Agamben, debido al uso ambiguo que él mismo dio a la categoría: como subjetivación en La voluntad de saber y como muerte en Defender la sociedad.6 No obstante, conviene recordar aquí dos cosas: primero, que en Defender la sociedad Foucault se está refiriendo a un caso particular y no a una identificación de principio entre soberanía y biopolítica. El vínculo de la biopolítica con la soberanía no es de ninguna manera paradigmático, pues como ya lo dijimos, el concepto biopolítica fue acuñado por Foucault precisamente para contraponerlo al modelo de la soberanía; y segundo, que aunque la biopolítica es allí presentada como una tecnología de dominación (sometimiento de la vida al poder, entendido éste como la continuación de la guerra por otros medios), fue el propio Foucault quien en el mismo curso Defender la sociedad se dio cuenta de las limitaciones del modelo bélico. No veo, por tanto, que pueda atribuirse a Foucault el haber desembocado en una “antinomia” (y mucho menos en un “enigma”) con el concepto biopolítica, tal como afirma Espósito, sino más bien en un “impasse teórico”, conforme a la formulación de Deleuze, y del cual Foucault salió por sus propios medios.

La hipótesis del biopoder exige, entonces, su reubicación en un marco más amplio de análisis: el examen histórico de las condiciones materiales de formación de la “población” como campo de intervención gubernamental entre los siglos XVII y XVIII. El proyecto inicial de una genealogía del biopoder (“nacimiento de la biopolítica”) es pospuesto, incluso abandonado, para abrir paso a una historia de la gubernamentalidad que se ocupará del modo en que las tecnologías liberales se harán cargo del gobierno sobre la vida en las sociedades occidentales. Podemos decir, finalizando, que el concepto de biopolítica es provisional en la obra de Foucault y cumple la función de “puente” entre el modelo bélico y el modelo gubernamental.

LOS DISPOSITIVOS DE SEGURIDAD

Ya en el capítulo anterior dijimos que lo característico de una práctica es su carácter relacional, es decir, que las prácticas nunca están solas sino siempre en relación con otras prácticas, formando un sistema de reglas, un conjunto dotado de racionalidad. Pero ¿cómo emerge y funciona este entramado racional de prácticas? Para explicar esto Foucault introduce el concepto de dispositivo. En su uso cotidiano, la palabra dispositivo hace referencia a la implementación de un sistema o aparato que tiene una función práctica y un propósito específico. La alarma eléctrica, por ejemplo, es un dispositivo compuesto de diversos elementos (sensores, cables, controles, códigos, etc.), que se instala con el objetivo de detectar la presencia de personas indeseadas en un lugar específico. Los dispositivos son, entonces, emplazamientos que ponen en relación diferentes elementos, pero que son algo más que la simple sumatoria de sus elementos. Es decir, se definen por la función que cumple la relación en su conjunto y no por la particularidad de los elementos relacionados. Éste parece ser, también, el sentido que da Foucault a la noción, cuando afirma que el dispositivo es

[…] un conjunto decididamente heterogéneo que comprende discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales y filantrópicas. (Foucault, 1991e: 128)

No es ninguno de estos elementos en particular lo que define el dispositivo, sino la racionalidad del conjunto. Por eso dice Foucault que lo importante es entender el dispositivo en términos de su “sobredeterminación funcional”, es decir, del modo en que hace entrar en resonancia la heterogeneidad de elementos que lo componen de acuerdo a una función y unos objetivos específicos (ibid.: 129). Los dispositivos son entonces “cajas de resonancia” que actualizan las virtualidades presentes en cada uno de los elementos que resuenan.

Al hablar, por tanto, de la racionalidad del dispositivo debemos entender que se trata de una racionalidad eminentemente práctica. Los dispositivos aparecen en un momento dado de la historia para “responder a una urgencia”, como puede ser, por ejemplo, “la reabsorción de una masa de población flotante que a una sociedad con una economía de tipo esencialmente mercantilista le resultaba embarazosa” (Foucault, 1991e: 129). Esto quiere decir que los dispositivos se inscriben en relaciones de poder y juegan allí como operadores prácticos7 orientados a la readecuación de ciertas relaciones de fuerza con el fin de “rellenar espacios vacíos”. El encarcelamiento, para tomar otro ejemplo, no pertenece al proyecto de reforma de la penalidad del siglo XVIII, sino que aparece para llenar el “espacio vacío” que dejó el surgimiento de una delincuencia muy diferente a la conocida por las sociedades europeas del siglo XVIII. Los robos y atentados contra la propiedad fueron comportamientos “impensados” por la reforma penal, espacios vacíos que debían ser “rellenados” por una serie de medidas de control que desembocaron finalmente en la emergencia de un dispositivo muy diferente al jurídico-legal de soberanía: el panoptismo (ibid.: 130).8 Además, entonces, de la “heterogeneidad histórico-estructural” y de la “sobredeterminación funcional”, el “relleno estratégico” es la tercera característica que Foucault asigna a los dispositivos.9

Otra característica de los dispositivos, que en realidad es un corolario de la primera, es su capacidad de integrar las prácticas discursivas y las no discursivas en una sola red de funcionamiento pragmático:

Lo que llamo dispositivo es un caso mucho más general de la episteme. O mejor, la episteme es un dispositivo específicamente discursivo, en lo que se diferencia del dispositivo, que puede ser discursivo o no discursivo. (Foucault, 1991e: 131)

Las epistemes, de las que hablaba Foucault en Las palabras y las cosas, son entonces dispositivos discursivos cuyo funcionamiento no se reduce ciertamente a la racionalidad de los dispositivos, pero tampoco es independiente de ella. Lo cual pareciera desvirtuar lo dicho por autores como Gilles Deleuze y Ernesto Laclau en el sentido de que las prácticas discursivas tienen prioridad sobre las prácticas no discursivas (Deleuze, 1987: 96). Ha corrido mucha tinta en torno al supuesto “dualismo analítico” abierto por el propio Foucault con su distinción entre prácticas discursivas y prácticas no discursivas (Bührmann & Schneider, 2008). Pero lo cierto —y esto lo reconoce el propio Deleuze— es que ninguno de estos dos conjuntos goza de autonomía frente al otro. En La arqueología del saber Foucault dice que los cambios en las relaciones sociales de fuerza pueden generar cambios en las condiciones de enunciación. Revoluciones, medidas de discriminación o represión, cambios institucionales o jurídicos, pueden recortar o imponer nuevos objetos del saber y generar cambios en las reglas de formación de los discursos. Lo importante no es, por tanto, diferenciar si una práctica o conjunto de prácticas son discursivas o no son discursivas, contraponiendo unas y otras, sino tomar en cuenta la red de relaciones que se entabla entre los dos conjuntos.

Así como la episteme hace posible que ciertos enunciados puedan ser tenidos como verdaderos o falsos en un orden del saber, así también el dispositivo hace posible que unas determinadas relaciones de dominación y de gobierno puedan llegar a cristalizarse en un momento dado de la historia.10 Y éste es precisamente el caso que Foucault estudia en las tres primeras lecciones de su curso Seguridad, territorio, población, cuando propone una reflexión en torno al modo en que operan las tecnologías de gobierno. La tesis que defenderá Foucault es que las relaciones de gobierno se diferencian claramente de cualquier otro tipo de relaciones de poder debido a que se articulan a un conjunto sui generis que son los dispositivos de seguridad. Recordemos aquí lo dicho en el capítulo anterior: la diferencia básica entre unas relaciones de poder y otras (por ejemplo, entre la dominación y el gobierno) radica en el tipo de dispositivo que articula sus elementos.

Foucault empieza por distinguir analíticamente tres conjuntos: los mecanismos jurídicos, los mecanismos disciplinarios y los mecanismos securitarios.11 Y para ilustrar el modus operandi de cada uno, elije un solo ejemplo en tres tiempos: el crimen (Foucault, 2006c: 19). ¿Cómo puede verse el crimen desde la perspectiva de cada uno de estos tres dispositivos históricos? Los mecanismos jurídicos formulan leyes que operan prohibiendo una conducta tipificada como “criminal” y castigando penalmente su transgresión. Se trata, pues, de un conjunto tecnológico que opera con el código binario prohibición/permisión. Por su parte, los mecanismos disciplinarios establecerán todo un entramado de control para evitar las conductas criminales (educación cívica y moral, patrullaje de las calles, vigilancia mutua), y en caso de presentarse la conducta indeseada, implementarán técnicas específicas orientadas a la corrección del criminal (encarcelamiento, asesoría psicológica, trabajo comunitario). Es entonces un conjunto tecnológico que opera con el código binario normal/anormal.

¿Qué ocurre, en cambio, con los dispositivos de seguridad? Aquí ya no se trata de sancionar leyes contra el crimen mismo (como hacen los mecanismos jurídicos) ni de encerrar a los criminales a fin de convertirlos en buenos ciudadanos (como hacen los mecanismos disciplinarios), sino de gestionar la “tasa de criminalidad” dentro de un intervalo probable y tolerable. Es decir, los dispositivos de seguridad ponen en marcha una serie de técnicas (estadísticas, mediciones, diseño urbano) capaces de insertar el fenómeno del crimen dentro de una serie de acontecimientos probables para así realizar un cálculo de riesgos y de costos (Foucault, 2006c: 21). La pregunta aquí no es cómo sancionar mejores leyes contra el crimen y tampoco cómo prevenirlo eficazmente, sino cuánto le cuesta al Estado rebajar el “índice medio” de criminalidad. No se trata ya de derrotar el crimen, sino de gestionar la criminalidad. Es, pues, un problema de gobierno sobre las poblaciones. Tampoco se trata, como en Defender la sociedad, de identificar, clasificar y eliminar a las “malas razas”, sino de establecer estimaciones probabilísticas que permitan detectar cuáles son los “grupos de riesgo” (enfermos potenciales, inmigrantes, desplazados, indigentes, etc.) a fin de ejercer un gobierno eficaz sobre ellos. Gestión y no prohibición o eliminación de las instancias de riesgo. Lo cual significa que los dispositivos de seguridad no operan con el código normal/anormal o permitido/prohibido, sino con la pareja aceptable/inaceptable en términos de calculabilidad económica y política. La criminalidad debe ser gobernada, es decir, debe mantenerse dentro de un intervalo aceptable, que no suponga una amenaza para la estabilidad del gobierno ni para el conjunto de la población. Economía del riesgo, cuyo estudio abordará Foucault en el curso Nacimiento de la biopolítica, cuando hable del neoliberalismo norteamericano.

Detengámonos por el momento en el tipo de racionalidad favorecida por los dispositivos de seguridad. Además de aquellas técnicas que tienen que ver con la abstracción de fenómenos y su reducción a elementos puramente calculables, los dispositivos de seguridad incluyen en su ensamblaje una gran cantidad de técnicas heterogéneas. Una de ellas, introducida en la lección del 11 de enero de 1978, es la producción de espacios de seguridad. No es, ciertamente, la primera vez que Foucault hace referencia al tema del espacio. En obras anteriores, como Nacimiento de la clínica, Historia de la locura en la época clásica y Vigilar y castigar, había reflexionado sobre la racionalidad que funciona en espacios tales como hospitales, manicomios, cuarteles, escuelas y cárceles. Podríamos decir, incluso, que la noción de espacio recorre toda su obra (García Canal, 2006; Cramton & Elden, 2007). Pero lo cierto es que no es sino hasta 1978 que Foucault habla de la producción del espacio como una técnica orientada al gobierno sobre las poblaciones.

Para ilustrar el modo diferencial en que los tres conjuntos tecnológicos (mecanismos jurídicos, disciplinarios y de seguridad) se enfrentan al problema del ordenamiento espacial, Foucault elige el ejemplo de las ciudades (Foucault, 2006c: 28). Los tres ejemplos que cita se ubican cronológicamente entre los siglos XVII y XVIII, época en la que floreció el mercantilismo, dato que resulta clave para ejemplificar la discusión iniciada en la sección anterior en torno al concepto de gobierno. Podríamos decir, llevando hacia adelante lo ya planteado, que la construcción de las ciudades modernas se produce justo en el momento en que surge la idea del gobierno económico de la población anunciado por La Perrière, y cuando la gubernamentalidad empieza a “desbloquearse” paulatinamente de los parámetros marcados por el poder soberano.

El primer texto citado por Foucault, La Metropolitée de Alexandre Le Maître (1682), se inscribe todavía en el problema del control sobre el territorio. Le Maître propone la construcción de una “capital” que cumplirá idealmente una serie de funciones administrativas, morales, políticas y económicas dentro de un régimen de soberanía. La capital debe ubicarse en el centro del territorio, equidistante por igual de todos los puntos, para facilitar así su control por parte del soberano (Foucault, 2006c: 30). Se trata de una metáfora no sólo geométrica sino también jurídica: las leyes y ordenanzas deben llegar por igual a todos los súbditos y a todos los lugares del territorio. Nadie puede escapar a la mirada del soberano, nadie puede sustraerse a su influencia moral y política. La eficacia de la soberanía dependerá, pues, de la correcta distribución del territorio. Sin embargo, aún atrapado en el modelo de la soberanía, Le Maître vislumbra un asunto que luego sería clave para potenciar el “desbloqueo” del arte de gobernar con respecto a la soberanía: el problema de la circulación de personas y mercancías. Para que el soberano pueda consolidar su dominio sobre el territorio, el Estado debe permitir la movilidad comercial de los súbditos, pero dentro de ciertos límites impuestos por el Estado. Se trata, por tanto, de un proyecto urbanístico muy acorde con las nuevas políticas del mercantilismo, que en ese momento (siglo XVII) estaban en auge en toda Europa, y con el nacimiento de una nueva ciencia especializada en asuntos financieros, administrativos y comerciales: la Cameralwissenschaft o el “cameralismo” (Foucault, 2006c: 32). El objetivo central de esta ciencia era procurar el aumento de bienestar (welfare) no para la población (invisible todavía como problema económico), sino para el Estado y, por tanto, el fortalecimiento de la soberanía.

El punto de Foucault es que el diseño urbanístico propuesto por Le Maître vislumbra un problema técnico fundamental: cómo diseñar y construir una ciudad teniendo en cuenta la circulación permanente de mercancías. Ya no se trata simplemente de pensar en una ciudad amurallada, aislada por completo de los flujos exteriores, sino en una ciudad en interacción permanente con el afuera. No obstante, por tratarse de un proyecto anclado todavía en el modelo de la soberanía, Le Maître piensa que esa circulación debía ser estratificada mediante la expedición de leyes y reglamentaciones que permitan o prohíban determinados flujos de comercio. Se trata, pues, de una técnica de producción del espacio en la que se tiene en cuenta el tema de los flujos comerciales, pero sometiéndolos a la mirada jurídica del soberano. Lejos estamos todavía de pensar en un gobierno de esos flujos en el espacio mediante la implementación de los dispositivos de seguridad. Lo que tenemos, por ahora, son dispositivos de soberanía que operan mediante la codificación espacial de los flujos. Por eso mismo se trataba de un poder con lagunas, que operaba jurídicamente y no conseguía someter todos los flujos económicos. Había una gran cantidad de flujos que escapaban permanentemente al control del soberano, como por ejemplo el contrabando, que resultaba indispensable para la vida de muchas personas. Los ámbitos de ilegalidad en el espacio de la ciudad soberana eran todavía muy amplios.

En el segundo ejemplo de Foucault observamos ya un desplazamiento del problema. Se trata esta vez de una tecnología que sí fue llevada a la práctica: el diseño de la pequeña ciudad de Richelieu por parte del arquitecto Jacques Lemercier, levantada por órdenes del cardenal Richelieu a partir del año de 1691 (Foucault, 2006c: 35). A diferencia del proyecto circular de Le Maître, el de Lemercier tenía un diseño rectangular. Las calles son paralelas o perpendiculares, situadas a distancias desiguales unas de otras, pero dotadas de una multiplicidad de espacios para desarrollar actividades diferentes. Hay unos espacios destinados especialmente para las viviendas, otros para la recreación, para el trabajo, para el comercio, etc. ¿Qué tenemos aquí? La producción técnica de un espacio en el que los flujos comerciales no son puestos ya bajo el control absoluto del soberano, pero que, sin embargo, tienen un lugar específico dentro del gran conjunto de las actividades urbanas. Una técnica de producción espacial cuyo objetivo ya no es codificar los flujos económicos mediante la expedición de leyes y reglamentos, sino disciplinarlos mediante un cuadriculamiento de las rutinas. Estamos, pues, frente a una técnica vinculada a dispositivos que no operan ya mediante la codificación sino mediante el estriamiento de los flujos. Su objetivo no es, por tanto, juridizar los flujos económicos, sino hacerlos más eficaces, más productivos, más especializados, más útiles al Estado. De un control jurídico y en masa se pasa a un control incorporado al cuerpo y a las rutinas individuales. En lugar de la sustracción económica (a través de impuestos, controles, estancos, monopolios, etc.) se estimula la productividad económica de individuos disciplinados.

Se comprenderá, con este segundo ejemplo de la ciudad de Richelieu, que a pesar de moverse ya casi en los límites externos del poder soberano, el proyecto urbanístico de Lemercier no es una tecnología de producción del espacio que favorezca el gobierno de las poblaciones. Es, en cambio, una que potencia el disciplinamiento de los individuos. Con todo, sin esta tecnología disciplinaria no podría haber existido una ciudad como la mencionada por Foucault en su tercer ejemplo: Nantes. En esta ocasión Foucault toma como fuente de referencia una tesis doctoral de 1942 que estudió la ciudad de Nantes durante los procesos de industrialización a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Allí se muestra cómo el diseño de la ciudad procuraba una gestión gubernamental de los flujos en varios niveles: circulación de enfermedades, circulación de clases peligrosas, circulación de mercancías, circulación de trabajadores, etc. (Foucault, 2006c: 38). No se trata ya de la “ciudad soberana” de Le Maître, ni de la “ciudad disciplinaria” de Lemercier, sino de una ciudad securitaria en la que el problema no es controlar la circulación y tampoco disciplinarla, sino gestionarla y administrarla. El tema, por tanto, ya no es la estratificación de la movilidad urbana sino la gestión del riesgo que ella implica para la vida de la población. Y aquí aparecen aquellas técnicas que mencionábamos antes (estadísticas, mediciones, cálculo de riesgos y costos) cuya función es ejercer un gobierno sobre la circulación, maximizando sus elementos deseables (económica o políticamente) y minimizando sus elementos indeseables. En la ciudad habrá enfermedades, habrá “clases peligrosas”, habrá ilegalidad, habrá contrabando, etc., pero de lo que se trata es de ejercer un gobierno sobre esas variables, de ponerlas en juego todo el tiempo y de tener en cuenta todo lo que pueda llegar a pasar.

Entendámonos: la racionalidad de los dispositivos de seguridad no se orienta, entonces, a la prohibición o permisión de las actividades económicas (dispositivos de soberanía), ni a la normalización de las rutinas productivas (dispositivos disciplinarios), sino a la gestión de acontecimientos a través del “cálculo de probabilidades”:

En síntesis, creo que se puede hablar de una técnica que en lo fundamental se ajusta al problema de la seguridad, es decir, en el fondo, al problema de la serie. Serie indefinida de los elementos que se desplazan: la circulación, cantidad x de carros, cantidad x de transeúntes, cantidad x de ladrones, cantidad x de miasmas, etc. Serie indefinida de acontecimientos que se producen: tantos barcos van a atracar, tantos carros van a llegar, etc. Serie indefinida, asimismo, de las unidades que se acumulan: cuántos habitantes, cuántas casas, etc. Lo que caracteriza en esencia el mecanismo de seguridad es, creo, la gestión de esas series abiertas y que, por consiguiente, sólo pueden controlarse mediante un cálculo de probabilidades. (Foucault, 2006c: 39-40)

Gestión de “series abiertas” y de acontecimientos probables, e intervención no directa sobre el cuerpo (como hacen los mecanismos disciplinarios) sino indirecta, mediante creación de un “medio ambiente” (milieu) artificial que busca favorecer y regular cierto tipo de movilidad y de conducta. Los dispositivos de seguridad “acondicionan” un medio ambiente que favorece la circulación permanente, y lo hacen mediante la implementación de unas tecnologías de “acción a distancia”12 en las que no se interviene sobre los individuos directamente, sino sobre el medio ambiente en el que esos individuos viven (Foucault, 2006c: 41). Es decir, no se busca normalizar la conducta, sino “las condiciones de la conducta”. En vez de afectar a los individuos (como sujetos de derecho o como cuerpos susceptibles de disciplina), se afectan las condiciones de vida de una población. La producción técnica de ese “medio”, a través de un conjunto de intervenciones arquitectónicas, urbanísticas y sanitarias sobre el espacio, no es otra cosa que el intento de gobernar una multiplicidad de individuos conforme a tecnologías que los unen de acuerdo a variables biológicas (natalidad, mortalidad, salud, potencia de trabajo, etc.). Se trata, dice Foucault, de “la irrupción del problema de la naturalidad de la especie humana dentro de un medio artificial” (ibid.: 42). Producir las condiciones de existencia de una población con el fin de ejercer un gobierno económico sobre la conducta de los ­individuos: éste es el objetivo último de los dispositivos de seguridad.13

Nótese aquí cómo Foucault incluye a la biopolítica como un elemento clave de los dispositivos de seguridad, si bien, como dijimos, ella no agota ni con mucho el tema del gobierno sobre las poblaciones. En este caso, la biopolítica es vista como un conjunto de estrategias (una “tecnología política”) que busca vincular una multiplicidad de individuos dentro de una artificialidad en la cual existen biológicamente. Intervenir, pues, sobre las condiciones biológicas de la especie a través de la producción de una artificialidad política. El medio ambiente (milieu) se convierte así en un espacio de intervención que busca modificar las determinantes biológicas de la especie con el fin de conducir la conducta de los gobernados. Foucault cita el texto Recherches sur la population de un tal Jean-Baptiste Moheu, guillotinado por la Revolución en 1794, a quien considera “el primer gran teórico de lo que podríamos llamar la biopolítica, el biopoder” (Foucault, 2006c: 42). El interés del texto de Moheu radica en que por primera vez se afirma que la mejor forma de gobernar a los súbditos no es el aseguramiento del territorio mediante la expedición de leyes, o el castigo ejemplar por su incumplimiento, sino a través del cambio de las condiciones vitales que rigen la existencia física y moral de una población. Cambio de la temperatura y el aire que se respira, cambio de los condicionamientos geográficos y raciales que impiden el “comportamiento económico” de los individuos. Modificación, en últimas, de las determinantes naturales que afectan la vida de una población: éste es el objetivo de una tecnología política que se dirige hacia la producción de un medio ambiente (ibid.: 44). Los dispositivos de seguridad son entonces un conjunto de técnicas orientadas ya no a la sustracción de la potencia de vida del súbdito, sino a la creación de unas condiciones medioambientales que favorezcan la multiplicación de esa potencia de vida (Foucault, 1999f: 246).

En la lección del 18 de enero de 1978 Foucault propone un ejemplo que ilustra el modus operandi de este gobierno sobre las condiciones de la conducta: el tratamiento de la escasez. Antes de la emergencia de los dispositivos de seguridad, la escasez era considerada como un síntoma de mala fortuna o de castigo divino por el mal comportamiento del rey o de los súbditos. La escasez, como el destino, pertenecía al orden de aquellos acontecimientos que no se podían controlar. Con todo, hacia finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, justo en los comienzos de la urbanización, la escasez empieza a ser vista en Europa como el tipo de acontecimiento que el soberano debía tratar de evitar a toda costa, pues por lo general era un detonador de revueltas. ¿Qué se hará entonces contra la escasez? Los primeros teóricos de la economía política, los mercantilistasescasezibidprevenir