Ella es siempre, para Sherlock Holmes, la mujer. Rara vez le he oído hablar de ella aplicándole otro nombre. A los ojos de Sherlock Holmes, eclipsa y sobrepasa a todo su sexo. No es que haya sentido por Irene Adler nada que se parezca al amor.
Su inteligencia fría, llena de precisión, pero admirablemente equilibrada, era en extremo opuesta a cualquier clase de emociones. Yo le considero como la máquina de razonar y de observar más perfecta que ha conocido el mundo; pero como enamorado, no habría sabido estar en su papel. Si alguna vez hablaba de los sentimientos más tiernos, lo hacía con mofa y sarcasmo. Admirables como tema para el observador, excelentes para descorrer el velo de los móviles y de los actos de las personas. Pero el hombre entrenado en el razonar que admitiese intrusiones semejantes en su temperamento delicado y finamente ajustado, daría con ello entrada a un factor perturbador, capaz de arrojar la duda sobre todos los resultados de su actividad mental. Ni el echar arenilla en un instrumento de gran sensibilidad, ni una hendidura en uno de sus cristales de gran aumento, serían más perturbadores que una emoción fuerte en un temperamento como el suyo. Pero con todo eso, no existía para él más que una sola mujer, y ésta era la que se llamó Irene Adler, de memoria sospechosa y discutible.
Era poco lo que yo había sabido de Holmes en los últimos tiempos. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi completa felicidad y los diversos intereses que, centrados en el hogar, rodean al hombre que se ve por vez primera con casa propia, bastaban para absorber mi atención; Holmes, por su parte, dotado de alma bohemia, sentía aversión a todas las formas de la vida de sociedad, y permanecía en sus habitaciones de Baker Street, enterrado entre sus libracos, alternando las semanas entre la cocaína y la ambición, entre los adormilamientos de la droga y la impetuosa energía de su propia y ardiente naturaleza. Continuaba con su profunda afición al estudio de los hechos criminales, y dedicaba sus inmensas facultades y extraordinarias dotes de observación a seguir determinadas pistas y aclarar los hechos misteriosos que la Policía oficial había puesto de lado por considerarlos insolubles. Habían llegado hasta mí, de cuando en cuando, ciertos vagos rumores acerca de sus actividades: que lo habían llamado a Odesa cuando el asesinato de Trepoff; que había puesto en claro la extraña tragedia de los hermanos Atkinson en Trincomalee, y, por último, de cierto cometido que había desempeñado de manera tan delicada y con tanto éxito por encargo de la familia reinante de Holanda. Sin embargo, fuera de estas señales de su actividad, que yo me limité a compartir con todos los lectores de la Prensa diaria, era muy poco lo que había sabido de mi antiguo amigo y compañero.
Regresaba yo cierta noche, la del 20 de marzo de 1888, de una visita a un enfermo (porque había vuelto a consagrarme al ejercicio de la medicina civil) y tuve que pasar por Baker Street Al cruzar por delante de la puerta que tan gratos recuerdos tenía para mí, y que por fuerza tenía que asociarse siempre en mi mente con mi noviazgo y con los tétricos episodios del Estudio en escarlata, me asaltó un vivo deseo de volver a charlar con Holmes y de saber en qué estaba empleando sus extraordinarias facultades. Vi sus habitaciones brillantemente iluminadas y, cuando alcé la vista hacia ellas, llegué incluso a distinguir su figura, alta y enjuta, al proyectarse por dos veces su negra silueta sobre la cortina. Sherlock Holmes se paseaba por la habitación a paso vivo con impaciencia, la cabeza caída sobre el pecho las manos entrelazadas por detrás de la espalda. Para mí, que conocía todos sus humores y hábitos, su actitud y sus maneras tenían cada cual un significado propio. Otra vez estaba dedicado al trabajo. Había salido de las ensoñaciones provocadas por la droga, y estaba lanzado por el husmillo fresco de algún problema nuevo Tiré de la campanilla de llamada, y me hicieron subir a la habitación que había sido parcialmente mía.
Sus maneras no eran efusivas. Rara vez lo eran pero, según yo creo, se alegró de verme. Sin hablar apenas, pero con mirada cariñosa, me señaló con un vaivén de la mano un sillón, me echó su caja de cigarros, me indicó una garrafa de licor y un recipiente de agua de seltz que había en un rincón. Luego se colocó en pie delante del fuego, y me paso revista con su característica manera introspectiva.
-Le sienta bien el matrimonio -dijo a modo de comentario-. Me está pareciendo, Watson, que ha engordado usted siete libras y media desde la última vez que le vi.
-Siete -le contesté.
-Pues, la verdad, yo habría dicho que un poquitín más. Yo creo, Watson, que un poquitín más. Y, por lo que veo, otra vez ejerciendo la medicina. No me había dicho usted que tenía el propósito de volver a su trabajo.
-Pero ¿cómo lo sabe usted?
-Lo estoy viendo; lo deduzco. -Cómo sé que últimamente ha cogido usted mucha humedad, y que tiene a su servicio una doméstica torpe y descuidada?
-Mi querido Holmes -le dije-, esto es demasiado. De haber vivido usted hace unos cuantos siglos, con seguridad que habría acabado en la hoguera. Es cierto que el jueves pasado tuve que hacer una excursión al campo y que regresé a mi casa todo sucio; pero como no es ésta la ropa que llevaba no puedo imaginarme de qué saca usted esa deducción. En cuanto a Marijuana, sí que es una muchacha incorregible, y por eso mi mujer le ha dado ya el aviso de despido; pero tampoco sobre ese detalle consigo imaginarme de qué manera llega usted a razonarlo.
Sherlock Holmes se rió por lo bajo y se frotó las manos, largas y nerviosas. -Es la cosa más sencilla -dijo-. La vista me dice que en la parte interior de su zapato izquierdo, precisamente en el punto en que se proyecta la claridad del fuego de la chimenea, está el cuero marcado por seis cortes casi paralelos. Es evidente que han sido producidos por alguien que ha rascado sin ningún cuidado el borde de la suela todo alrededor para arrancar el barro seco. Eso me dio pie para mi doble deducción de que había salido usted con mal tiempo y de que tiene un ejemplar de doméstica londinense que rasca las botas con verdadera mala saña. En lo referente al ejercicio de la medicina, cuando entra un caballero en mis habitaciones oliendo a cloroformo, y veo en uno de los costados de su sombrero de copa un bulto saliente que me indica dónde ha escondido su estetoscopio, tendría yo que ser muy torpe para no dictaminar que se trata de un miembro en activo de la profesión médica.
No pude menos de reírme de la facilidad con que explicaba el proceso de sus deducciones, y le dije:
-Siempre que le oigo aportar sus razones, me parece todo tan ridículamente sencillo que yo mismo podría haberlo hecho con facilidad, aunque, en cada uno de los casos, me quedo desconcertado hasta que me explica todo el proceso que ha seguido. Y, sin embargo, creo que tengo tan buenos ojos como usted.
-Así es, en efecto- me contestó, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón. Usted ve, pero no se fija. Es una distinción clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia los escalones para subir desde el vestíbulo a este cuarto.
-Muchas veces.
-¿Como cuántas?
-Centenares de veces.
-Dígame entonces cuántos escalones hay.
-¿Cuántos? Pues no lo sé.
-¡Lo que yo le decía! Usted ha visto, pero no se ha fijado. Ahí es donde yo hago hincapié. Pues bien: yo sé que hay diecisiete escalones, porque los he visto y, al mismo tiempo, me he fijado. A propósito, ya que le interesan a usted estos pequeños problemas, y puesto que ha llevado su bondad hasta hacer la crónica de uno o dos de mis insignificantes experimentos, quizá sienta interés por éste.
Me tiró desde donde él estaba una hoja de un papel de cartas grueso y de color de rosa, que había estado hasta ese momento encima de la mesa. Y añadió:
-Me llegó por el último correo. Léala en voz alta.
Era una carta sin fecha, sin firma y sin dirección. Decía: Esta noche, a las ocho menos cuarto, irá a visitar a usted un caballero que desea consultarle sobre un asunto del más alto interés. Los recientes servicios que ha prestado usted a una de las casas reinantes de Europa han demostrado que es usted la persona a la que se pueden confiar asuntos cuya importancia no es posible exagerar. En esta referencia sobre usted coinciden las distintas fuentes en que nos hemos informado. Esté usted en sus habitaciones a la hora que se le indica, y no tome a mal que el visitante se presente enmascarado.
-Este si que es un caso misterioso- comenté yo-. ¿Qué cree usted que hay detrás de esto?
-No poseo todavía datos. Constituye un craso error el teorizar sin poseer datos. Uno empieza de manera insensible a retorcer los hechos para acomodarlos a sus hipótesis, en vez de acomodar las hipótesis a los hechos. Pero, circunscribiéndonos a la carta misma, ¿qué saca usted de ella?
Yo examiné con gran cuidado la escritura y el papel.
-Puede presumirse que la persona que ha escrito esto ocupa una posición desahogada -hice notar, esforzándome por imitar los procedimientos de mi compañero. Es un papel que no se compra a menos de media corona el paquete. Su cuerpo y su rigidez son característicos.
-Ha dicho usted la palabra exacta: característicos -comentó Holmes-. Ese papel no es en modo alguno inglés. Póngalo al trasluz.
Así lo hice, y vi una E mayúscula con una g minúscula, una P y una G mayúscula seguida de una t minúscula, entrelazadas en la fibra misma del papel.
-¿Qué saca usted de eso?-preguntó Holmes.
-Debe de ser el nombre del fabricante, o mejor dicho, su monograma.
-De ninguna manera. La G mayúscula con t minúscula equivale a Gesellschaft, que en alemán quiere decir Compañía. Es una abreviatura como nuestra Cía. La P es, desde luego, Papier. Veamos las letras Eg. Echemos un vistazo a nuestro Diccionario Geográfico.
Bajó de uno de los estantes un pesado volumen pardo, y continuó:
-Eglow, Eglonitz… Aquí lo tenemos, Egria. Es una región de Bohemia en la que se habla alemán, no lejos de Carlsbad. Es notable por haber sido el escenario de la muerte de Vallenstein y por sus muchas fábricas de cristal y de papel. -Ajajá, amigo mío, ¿qué saca usted de este dato?
Le centelleaban los ojos, y envió hacía el techo una gran nube triunfal del llamo azul de su cigarrillo.
-El papel ha sido fabricado en Bohemia -le dije.
-Exactamente. Y la persona que escribió la carta es alemana, como puede deducirse de la manera de redactar una de sus sentencias. Ni un francés ni un ruso le habrían dado ese giro. Los alemanas tratan con muy poca consideración a sus verbos. Sólo nos queda, pues, por averiguar qué quiere este alemán que escribe en papel de Bohemia y que prefiere usar una máscara a mostrar su cara. Pero, si no me equivoco, aquí está él para aclarar nuestras dudas.
Mientras Sherlock Holmes hablaba, se oyó estrépito de cascos de caballos y el rechinar de unas ruedas rozando el bordillo de la acera, todo ello seguido de un fuerte campanillazo en la puerta de calle. Holmes dejó escapar un silbido y dijo:
-De dos caballos, a juzgar por el ruido.
Luego prosiguió, mirando por la ventana:
-Sí, un lindo coche brougham, tirado por una yunta preciosa. Ciento cincuenta guineas valdrá cada animal. Watson, en este caso hay dinero o, por lo menos, aunque no hubiera otra cosa.
-Holmes, estoy pensando que lo mejor será que me retire.
-De ninguna manera, doctor. Permanezca donde está. Yo estoy perdido sin mi Boswell . Esto promete ser interesante. Sería una lástima que usted se lo perdiese.
-Pero quizá su cliente…
-No se preocupe de él. Quizá yo necesite la ayuda de usted y él también. Aquí llega. Siéntese en ese sillón, doctor, y préstenos su mayor atención.
Unos pasos, lentos y fuertes, que se habían oído en las escaleras y en el pasillo se detuvieron junto a la puerta, del lado exterior. Y de pronto resonaron unos golpes secos.
-¡Adelante! -dijo Holmes. Entró un hombre que no bajaría de los seis pies y seis pulgadas de estatura, con el pecho y los miembros de un Hércules. Sus ropas eran de una riqueza que en Inglaterra se habría considerado como lindando con el mal gusto. Le acuchillaban las mangas y los delanteros de su chaqueta cruzada unas posadas franjas de astracán, y su capa azul oscura, que tenía echada hacia atrás sobre los hombros, estaba forrada de seda color llama, y sujeta al cuello con un broche consistente en un berilo resplandeciente. Unas botas que le llegaban hasta la media pierna, y que estaban festoneadas en los bordes superiores con rica piel parda, completaban la impresión de bárbara opulencia que producía el conjunto de su aspecto externo. Traía en la mano un sombrero de anchas alas y, en la parte superior del rostro, tapándole hasta más abajo de los pómulos, ostentaba un antifaz negro que, por lo visto, se había colocado en ese mismo instante, porque aún tenía la mano puesta en él cuando hizo su entrada. A juzgar por las facciones de la parte inferior de la cara, se trataba de un hombre de carácter voluntarioso, de labio inferior grueso y caído, y barbilla prolongada y recta, que sugería una firmeza llevada hasta la obstinación.
-¿Recibió usted mi carta? -preguntó con voz profunda y ronca, de fuerte acento alemán-. Le anunciaba mi visita.
Nos miraba tan pronto al uno como al otro, dudando a cuál de los dos tenía que dirigirse.
-Tome usted asiento por favor -le dijo Sherlock Holmes-. Este señor es mi amigo y colega, el doctor Watson, que a veces lleva su amabilidad hasta ayudarme en los casos que se me presentan ¿A quién tengo el honor de hablar?
-Puede hacerlo como si yo fuese el conde von Kramm, aristócrata bohemio. Doy por supuesto este caballero amigo suyo es hombre de honor discreto al que yo puedo confiar un asunto de la mayor importancia. De no ser así, preferiría muchísimo tratar con usted solo.
Me levanté para retirarme, pero Holmes me agarró de la muñeca y me empujó, obligándome a sentarme.
-O a los dos, o a ninguno -dijo-. Puede usted hablar delante de este caballero todo cuanto quiera decirme a mí.
El conde encogió sus anchos hombros, y dijo:
-Siendo así, tengo que empezar exigiendo de ustedes un secreto absoluto por un plazo de dos años, pasados los cuales el asunto carecerá de importancia. En este momento, no exageraría afirmando que la tiene tan grande que pudiera influir en la historia de Europa.
-Lo prometo -dijo Holmes.
-Y yo también.
-Ustedes disculparán este antifaz -prosiguió nuestro extraño visitante-. La augusta persona que se sirve de mí desea que su agente permanezca incógnito para ustedes, y no estará de más que confiese desde ahora mismo que el título nobiliario que he adoptado no es exactamente el mío.
-Ya me había dado cuenta de ello -dijo secamente Holmes.
-Trátase de circunstancias sumamente delicadas, y es preciso tomar toda clase de precauciones para ahogar lo que pudiera llegar a ser un escándalo inmenso y comprometer seriamente a una de las familias reinantes de Europa. Hablando claro, está implicada en este asunto la gran casa de los Ormstein, reyes hereditarios de Bohemia.
-También lo sabía-murmuró Holmes arrellanándose en su sillón, y cerrando los ojos.
Nuestro visitante miró con algo de evidente sorpresa la figura lánguida y repantigada de aquel hombre, al que sin duda le habían pintado como al razonador más incisivo y al agente más enérgico de Europa. Holmes reabrió poco a poco los ojos y miró con impaciencia a su gigantesco cliente.
-Si su majestad se dignase exponer su caso -dijo a modo de comentario-, estaría en mejores condiciones para aconsejarle.
Nuestro hombre saltó de su silla, y se puso a pasear por el cuarto, presa de una agitación imposible de dominar. De pronto se arrancó el antifaz de la cara con un gesto de desesperación, y lo tiró al suelo, gritando:
-Está usted en lo cierto. Yo soy el rey. ¿Por qué voy a tratar de ocultárselo?.
-Naturalmente. ¿Por qué? -murmuró Holmes-. Aún no había hablado su majestad y ya me había yo dado cuenta de que estaba tratando con Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel Falstein y rey hereditario de Bohemia.
-Pero ya comprenderá usted -dijo nuestro extraño visitante, volviendo a tomar asiento y pasándose la mano por su frente, alta y blanca- ya comprenderá usted, digo, que no estoy acostumbrado a realizar personalmente esta clase de gestiones.
Se trataba, sin embargo, de un asunto tan delicado que no podía confiárselo a un agente mío sin entregarme en sus manos. He venido bajo incógnito desde Praga con el propósito de consultar con usted.
-Pues entonces, consúlteme -dijo Holmes, volviendo una vez más a cerrar los ojos.
-He aquí los hechos, brevemente expuestos: Hará unos cinco años, y en el transcurso de una larga estancia mía en Varsovia, conocí a la célebre aventurera Irene Adler. Con seguridad que ese nombre le será familiar a usted.
-Doctor, tenga la amabilidad de buscarla en el índice-murmuró Holmes sin abrir los ojos.
Venía haciendo extractos de párrafos referentes a personas y cosas, Y era difícil tocar un tema o hablar de alguien sin que él pudiera suministrar en el acto algún dato sobre los mismos. En el caso actual encontré la biografía de aquella mujer, emparedada entre la de un rabino hebreo y la de un oficial administrativo de la Marina, autor de una monografía acerca de los peces abismales.
-Déjeme ver -dijo Holmes-. ¡Ejem! Nacida en Nueva Jersey el año mil ochocientos cincuenta y ocho. Contralto. ¡Ejem! La Scala. ¡Ejem! Prima donna en la Opera Imperial de Varsovia… Eso es… Retirada de los escenarios de ópera, ¡Ajá! Vive en Londres… ¡Justamente!… Según tengo entendido, su majestad se enredó con esta joven, le escribió ciertas cartas comprometedoras, y ahora desea recuperarlas.
-Exactamente… Pero ¿cómo?.
-¿Hubo matrimonio secreto?.
-En absoluto.
-¿Ni papeles o certificados legales?.
-Ninguno.
-Pues entonces, no alcanzo a ver adónde va a parar su majestad. En el caso de que esta joven exhibiese cartas para realizar un chantaje, o con otra finalidad cualquiera, ¿cómo iba ella a demostrar su autenticidad?
-Esta la letra.
-¡Puf! Falsificada.
-Mi papel especial de cartas.
-Robado.
-Mi propio sello.
-Imitado.
-Mi fotografía.
-Comprada.
-En la fotografía estamos los dos.
-¡Vaya, vaya! ¡Esto sí que está mal! Su majestad cometió, desde luego, una indiscreción.
-Estaba fuera de mí, loco.
-Se ha comprometido seriamente.
-Entonces yo no era más que príncipe heredero. Y, además, joven. Hoy mismo no tengo sino treinta años.
-Es preciso recuperar esa fotografía.
-Lo hemos intentado y fracasamos.
-Su majestad tiene que pagar. Es preciso comprar esa fotografía.
-Pero ella no quiere venderla.
-Hay que robársela entonces.
-Hemos realizado cinco tentativas. Ladrones a sueldo mío registraron su casa de arriba abajo por dos veces. En otra ocasión, mientras ella viajaba, sustrajimos su equipaje. Le tendimos celadas dos veces más. Siempre sin resultado.
-¿No encontraron rastro alguno de la foto?
-En absoluto.
Holmes se echó a reír y dijo:
-He ahí un problemita peliagudo.
-Pero muy serio para mí -le replicó en tono de reconvención el rey.
-Muchísimo, desde luego. Pero ¿qué se propone hacer ella con esa fotografía?
-Arruinarme.
-¿Cómo?
-Estoy en vísperas de contraer matrimonio.
-Eso tengo entendido.
-Con Clotilde Lothman von Saxe Meningen. Hija segunda del rey de Escandinavia.
Quizá sepa usted que es una familia de principios muy estrictos. Y ella misma es la esencia de la delicadeza. Bastaría una sombra de duda acerca de mi conducta para que todo se viniese abajo.
-¿ Y qué dice Irene Adler?
-Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Estoy seguro de que lo hará. Usted no la conoce. Tiene un alma de acero. Posee el rostro de la más hermosa de las mujeres y el temperamento del más resuelto de los hombres. Es capaz de llegar a cualquier extremo antes de consentir que yo me case con otra mujer.
-¿Esta seguro de que no la ha enviado ya?
-Lo estoy.
-¿ Por qué razón?
-Porque ella aseguró que la enviará el día mismo en que se haga público el compromiso matrimonial. Y eso ocurrirá el lunes próximo.
-Entonces tenemos por delante tres días aún -exclamó Holmes, bostezando-. Es una suerte, porque en este mismo instante traigo entre manos un par de asuntos de verdadera importancia, Supongo que su majestad permanecerá por ahora en Londres, ¿no es así?
-Desde luego. Usted me encontrará en el Langham, bajo el nombre de conde von Kramm.
-Le haré llegar unas líneas para informarle de cómo llevamos el asunto.
-Hágalo así, se lo suplico, porque vivo en una pura ansiedad.
-Otra cosa. ¿Y la cuestión dinero?
-Tiene usted carte blanche.
-¿Sin limitaciones?
-Le aseguro que daría una provincia de mi reino por tener en mi poder la fotografía.
-¿Y para gastos de momento?
El rey sacó de debajo de su capa un grueso talego de gamuza, y lo puso encima de la mesa, diciendo:
-Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes.
Holmes garrapateó en su cuaderno un recibo, y se lo entregó.
-¿Y la dirección de esa señorita? -preguntó.
-Pabellón Briony. Serpentine Avenue, St. John's Wood.
Holmes tomó nota, y dijo:
-Otra pregunta: ¿era la foto de tamaño exposición?
-Sí que lo era.
-Entonces, majestad, buenas noches, y espero que no tardaremos en tener alguna buena noticia para usted. Y a usted también, Watson, buenas noches -agregó así que rodaron en la calle las ruedas del brougham real-. Si tuviese la amabilidad de pasarse por aquí mañana por la tarde, a las tres, me gustaría charlar con usted de este asuntito.