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© 2015, Marian Herrera

© 2016, de esta edición: Nova Casa Editorial

 

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Maite Molina

Portada

Vasco Lopes

Maquetación

María Alejandra Domínguez

Revisión

Mario Morenza

Primera edición: Diciembre 2016

Depósito Legal: B 25994 - 2016

ISBN: 978-84-17589-74-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

 

Madeline

—¿Por qué traes esa cara? —me pregunta mi amiga Elizabeth, frunciendo sus delgadas cejas.

—La profesora de Francés me ha puesto un 8 en el examen oral —tiro los libros sobre la mesa, me siento frente a Liz, cubro mi rostro con las manos y me compadezco de mí misma en silencio.

—¿Cuál es el problema? A mí me parece bien. Si yo me sacara eso, mis padres me pagarían un viaje de ida y vuelta a Italia.

—¡Me ha puesto un 8! ¡Un 8! ¡Nunca había sacado menos de 9 en mi vida! —respondo sin verla a los ojos. Gimo—: Me quiero morir.

Siempre he sido buena en las clases, bueno, puedo presumir de ser una de las mejores. Me encuentro en mi último año en este bendito colegio y no puedo más con las ganas de salir de él. Los profesores son buenos en su mayoría, saco calificaciones aceptables —por no decir excelentes—, la estructura es pequeña, me gusta mucho y me siento como en mi segunda casa aquí. No es personal el querer irme, solamente estoy cansada de lo mismo.

Y…

…es un colegio solo para chicas.

Estamos en un receso de diez minutos y nos encontramos ubicadas en la cafetería. Escucho una silla moverse a mi lado y tiran más libros en la mesa.

—¿Qué le pasa? —reconozco la voz de mi otra amiga, Mariela.

—Está mal porque se ha sacado un 8 en Francés —responde aún tranquila Elizabeth, con la vista pegada en su móvil.

—¿Es en serio? —se oye indignada la recién llegada, bueno, lo máximo que su dulce voz le permite—. ¡Si yo me saco eso, mis padres me llevan a Europa!

—Es lo que yo digo… —murmura Liz.

Levanto la cabeza y las miro de hito en hito con los ojos entrecerrados.

—Puede que ustedes estén acostumbradas a sacarse eso, pero yo no —me vuelvo a cubrir con mis palmas.

—Eres una exagerada —acusa Mari.

—¡Ey, locas! ¿Qué hacen? —llega a mis oídos la voz de la única que faltaba: Felicia.

Se sienta junto a Elizabeth. Frente a ellas estamos Mariela y yo.

Felicia es una chica energética, de estatura normal y con una melena preciosa de color azabache que le llega hasta los hombros, pero que siempre mantiene sujeta en la coleta reglamentaria. Es la más «honesta» del grupo; no teme guardarse ningún comentario ni opinión con los demás. A veces es bueno, pero la mayoría del tiempo exaspera que te digan tus errores sin miramientos. No sobra decir que le agrada un buen chisme y más aún si la información es de calidad.

Mariela es la segunda, con un pelo liso también —un poco más claro que el de Felicia—, ojos color miel y tez blanca. Su rostro de niña la hace parecer tranquila e inocente, con pómulos suaves y mejillas sonrosadas, es preciosa sin lugar a dudas. La verdad es que no es de meterse en problemas pero, si te metes con ella, se le sale el diablo. Lo digo en serio, aunque eso no pasa seguido. Hay que admitir que su bondad la vuelve frágil y la tenemos algo protegida.

De Elizabeth se puede decir mucho: su mirada es profunda y oscura, tiene una cabellera lisa color caoba y un cuerpo por el que yo mataría. Es alocada, extremadamente agresiva si la llegas a ofender y una pervertida en potencia; le gustan mucho los chicos y el sexo y habla de ellos con normalidad. Pero que eso no los engañe, siempre se ha dado a respetar con los hombres y eso es de admirar. ¡Claro!, que cuando algún chico le gusta se vuelve coqueta como lo haría cualquiera de nosotras.

Lizzie es la más… ¿extrovertida? Métete con ella y te quedas sin mano.

¿Yo? Bueno, mi nombre es Madeline y, típicamente, soy la estudiosa. La nerd a la que casi no le gusta salir, mantiene un promedio altísimo y evade los problemas. No soporto estar con personas tristes o de mal humor, hago cualquier estupidez con tal de escuchar algunas carcajadas. Me fascina que las personas a mi alrededor estén con una sonrisa. Y cuando no estamos en el colegio me vuelvo yo misma: alocada pero recatada a la vez.

Digamos que sé en cuáles momentos puedo parecer recién sacada de la jungla y en cuáles debo comportarme como la gente.

Felicia, Lizzie, Mari y yo, cuatro en total, amigas desde hace casi cinco años —nos conocimos en los cursos de verano de primer año— y aún no soportamos pasar mucho tiempo la una con la otra. Suena raro, pero si pasamos más de una hora juntas sin hacer alguna cosa entretenida o estar concentradas en algo, terminamos peleadas sin ningún motivo coherente. Nuestras personalidades son diferentes y hay momentos en los que chocan pero aun así, sin saber por qué, seguimos reuniéndonos y pasando tiempo juntas.

—Me he sacado un 8 en Francés y estoy tratando de morir de depresión, eso hago —contesto, aún con mi rostro cubierto por las manos—. Alguien máteme…

—Cállate, Maddie —regaña Lizzie con tono severo—, si te sigues quejando por el maldito 8 te tiraré a la fuente.

—¿Y tú qué haces, Mari? —pregunta Felicia a Mariela quien, creo, debe de estar con su móvil—, ¿con quién chateas tanto?

Este tema me hace olvidarme de mi «pena» por un minuto y levanto la cabeza, acomodándome mejor en la silla. Tengo a Felicia y a Elizabeth enfrente y a Mariela a mi lado. La cafetería está llena y el bullicio es agobiante, pero ya estamos acostumbradas.

A Mari se le dibuja una sonrisa bobalicona en el rostro.

—Con nadie —contesta guardando rápidamente el móvil.

—¡Oye, vamos! No puedes estar tan concentrada chateando si no es alguien importante. Somos tus amigas, cuéntanos. —Felicia apoya los codos en la mesa y se inclina hacia delante, expectante.

—Me da vergüenza, chicas —explica Mariela sin mirarnos—, no es algo de lo que me guste hablar.

—¡Por Dios! Si he escuchado a Lizzie cacarear sobre cómo saber el tamaño del miembro de un chico y no me he escandalizado, esto no tiene por qué hacerlo tampoco —digo, ganando carcajadas por parte de las otras.

Elizabeth frunce el ceño.

—¡Tú tampoco eres santa de mi devoción!

—¡Cállense ustedes dos! —regaña Felicia—. Te escuchamos, Mariela.

—Bien —suspira y se acomoda mejor en la silla—. Mi primo Alex me ha presentado a un amigo, Josh, hace como una semana. Es súper divertido y tierno y simpático y, por Dios, chicas, es muy lindo.

—¡Dios, Mari, qué bien guardado te lo tenías! —exclamo yo, sonriéndole.

Tal vez armemos mucho alboroto por algo que es normal en la adolescencia, pero es la primera vez que vemos a Mariela tan interesada en alguien y realmente nos importa.

—¡Tienes que presentarnos! —pide una emocionada Felicia casi brincando en su silla.

—Si es sexy, espero que tenga un hermano —masculla Lizzie y las tres la miramos con una ceja arqueada—. ¿Qué dije?

—Tú nunca cambias —niego divertida con la cabeza mientras suena el timbre que anuncia nuestra próxima clase—. Vámonos, no quiero llegar tarde a Inglés —me pongo de pie y recojo mis libros.

Las demás hacen lo mismo y caminamos todas hasta el aula. Yo voy adelante porque prácticamente estoy corriendo y ellas me siguen el paso atrás, más despreocupadas.

—Para mí que solo quiere llegar rápido para tomar un lugar cerca del escritorio del teacher —oigo la voz de Felicia atrás.

—¡Eh, que te he escuchado, bruja! —grito mientras sigo caminando y escucho las risas de mis amigas.

Entro como un torbellino al aula que va llenándose poco a poco. Me voy directamente al primer asiento de una fila cercana al escritorio del profesor, a diferencia de mis amigas quienes, como siempre, prefieren agruparse en la parte de atrás.

Suspiro con pesadez y en ese momento entra el maestro de Inglés sonriendo y dando los buenos días.

Esta es mi rutina diaria.

La semana se ha pasado rápido —en comparación con las demás— y hoy por fin es sábado. Hace poco menos de dos meses entramos a nuestro último año de colegiatura y ya estoy desesperada por tener mi título en la mano y poder gritar «¡Sí, no más Francés!» en la cara de mi poco querida professeure.

Me encuentro acostada en mi cama con la cabeza colgando del borde y mis mechones rozando el suelo. ¿Causa? Aburrimiento. Las chicas deben de estar estudiando para los exámenes. Ya hicimos Literatura, Matemática y Francés, pero aún faltan cinco o seis más.

¿Por qué yo no hago lo mismo? Porque no lo necesito. No soy ninguna cerebrito ni tengo una súper memoria o algo así, es muy raro, algunos dicen que miento pero es la verdad: a mí me basta con prestar atención en clase para entender el tema. Si yo comprendo al profesor cuando lo explica, en el examen me acuerdo de los ejemplos que dio y con eso me guío, por ende, yo solo leo mis apuntes un par de horas antes del examen y me voy con eso.

Suspiro. Llega hasta mis oídos la canción que puse de tono de llamada y con mi mano palpo la superficie de la cama hasta encontrar mi celular. Descuelgo sin ver quién es y me lo llevo a la oreja, mirando el techo de la habitación.

—¿Hola? —respondo sin ganas.

—¡Me voy a tirar de un puente! ¡Me cortaré las venas con una cuchara! —me chillan del otro lado—. ¡No entiendo la Química! ¡No la entiendo!

Les apuesto a que si les entrara una llamadita así se asustarían, ¿eh? Por suerte, reconozco el tono de voz antes de llamar al FBI.

—Hola, Felicia, ¿cómo estás? Yo muy bien, gracias —mascullo con ironía.

—¡Tú cállate, maldita subnormal! No sé cómo demonios haces para no tener que estudiar. No entiendo un ápice y el examen es el lunes.

Me obligo a reprimir una carcajada y hablo en tono serio:

—Te dije que prestaras más atención a la profesora Cristina cuando explicaba lo de las moléculas… —repito como por décima vez.

Nunca me hacen caso. Al parecer, para ellas es más importante la banda del momento que la materia nueva que entrará en el examen. Y después se quejan de que no entienden a los profesores, cuando la culpa es solo de ellas.

—¡Ya sé! ¡Dios, no me lo repitas! ¿Qué culpa tengo yo de que sus clases sean tan aburridas?

—Te juro que no sé cómo has pasado hasta último año —respondo en un sincero suspiro.

—¡Cierra la boca, Madeline Cascadas! Eres una pésima amiga.

—¿Para esto me llamaste? ¿Para que te escuche lamentarte?

Definitivamente es increíble. ¿No me podían tocar amigas un poquito más normales?

—No, es que ya no aguantaba más y necesitaba una distracción. ¿Pero, sabes qué? Mejor me iré al centro comercial, ya que tú no ayudas.

—Excelente, Felicia. En lugar de seguir estudiando lo que no entiendes, vete de compras —respondo con todo el sarcasmo del mundo mientras aplaudo en mi cuarto silencioso—, sigue así.

—¡Jódete! —grita y me cuelga el teléfono.

Inmediatamente vuelve a sonar y lo contesto como la primera vez.

—Si me sigues llamando para quejarte, Felicia, mejor ahórrate la saliva.

—Eh, nena, deja la agresión.

Una voz tan amable no se confunde fácilmente, así como tampoco lo hacen los chillidos de Felicia.

—Hola, Mari. Lo siento, ya sabes cómo es de estresante nuestra amiga.

—Sí, lo sé —ríe.

—¿También quieres una cuchara para cortarte las venas?

—No, eso dejémoselo a ella. —Suelto una carcajada que resuena por toda mi habitación—. ¿Y qué haces?

—Me muero del aburrimiento, ¿tú?

—Igual o peor.

—¿No estás estudiando?

Es una gran estudiante. Me sorprende que no esté enfrascada en los libros de la prueba del lunes.

—No, la Química la llevo muy bien —responde con una pizca de orgullo y yo sonrío—. ¿Quieres ir al centro comercial?

—No, gracias... pero por allí debe de estar la loca de Felicia que no quiere estudiar.

Escucho su bufido y me la imagino negando con la cabeza pero con una sonrisa divertida en los labios. Aunque Felicia sea un ser estresante y regañón, la queremos.

—Bien, adiós amiga.

—No llores por mí —canturreo como despedida.

Desde pequeña mi madre me ha acostumbrado a no salir de casa, ya que ella es así. Nosotras preferimos estar muertas del aburrimiento a andar bailando de antro en antro. Preferimos un buen libro a salir a comprar ropa. Ver una película de comedia a ir a alguna fiesta. Podrían pensar que me aburro, pero no es así; si salgo más bien deseo que el tiempo pase rápido para volver a casa. Este es otro de los aspectos que me convierten en una antisocial según muchos, pero con mis tres amigas tengo suficiente equipaje.

Me levanto contenta y tranquila de mi asiento, con pluma en mano, y salgo del salón a respirar aire fresco. Tomo mi bolso y me voy hasta la cafetería a encontrarme con mis amigas, quienes salieron cual rayo se tratase a buscar sus libros para asegurarse de sus respuestas.

Luego de calmarlas durante diez minutos y alentarlas con que les irá bien en el examen, aunque no me hacen caso, suena el timbre y debemos marcharnos a la siguiente materia: Francés.

Camino desganada hasta el aula y, al llegar, tiro el bolso despreocupadamente en un pupitre de adelante. Me siento, con la barbilla apoyada en mi mano, y espero a la maestra.

Pasa al salón saludando y empezamos la tortura. Diez minutos después estoy concentrada realizando los ejercicios que nos mandó a hacer, cuando escucho que alguien se aclara la garganta. Mecánicamente todas alzamos la vista hacia la puerta y encuentro algo que me deja inmóvil y con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

Un chico con varias carpetas y papeles en sus manos. Hay un chico guapo en este colegio de mujeres. ¡Hay un chico en la puerta del aula! Es simplemente increíble. Esto nunca sucede. Los únicos hombres en el colegio son los maestros y, solo con verlo, te das cuenta de que no parece uno.

Excusez-moi, professeure —pronuncia en un perfecto francés y más de una se derrite.

—Al fin apareces —la maestra, encantada, se levanta de un salto del escritorio, camina hasta él y con familiaridad le da un beso en la mejilla—. Vamos, déjame presentarte a las chicas —lo jala del brazo hasta adentrarlo y pararlo frente a todo el salón.

¿Y este quién es?

 

Justo cuando lo va a presentar, la profesora es llamada por el altavoz a la oficina de la directora y se retira, dejándolo allí parado frente a todas. Él solo sonríe sin decir nada y examina el aula con la mirada. Mientras, yo lo escaneo sin disimulo. De todas maneras, las demás están haciendo lo mismo, susurrándose comentarios obscenos.

Es alto, aunque no sabría decir exactamente cuánto; tiene el cabello color castaño oscuro, con sus mechones mirando hacia diferentes direcciones, como si hubiese tirado de ellos varias veces; su pecho es amplio y se le marcan algunos músculos a través de la camisa; tiene ojos de color azul. Vaya, debo admitir que no había visto nada igual. No es algo muy común, por lo que no debe de ser de aquí.

Viste formal con una camisa de rayas delgadas azules y grises, unos pantalones negros con corte recto, mocasines igualmente negros y esa deslumbrante sonrisa que no se le quita del rostro. Con solo mirarlo te das cuenta de que las mujeres se deben lanzar a sus brazos y estoy casi segura de que es uno de esos que solo las usan para una noche.

Tal vez sea el hijo de mi amada profesora, ya que habla francés perfectamente, pero mi maestra no es muy guapa que digamos y sería imposible que semejante chico sea su pariente. Tendría que haberse ligado a Brad Pitt para que su belleza cubra la carencia de la de ella y saliera alguien tan apuesto.

No, esta teoría no me sirve. ¿Estudiante de intercambio? Por Dios, ¿de intercambio a un colegio solo de mujeres? No, debo pensar en otra cosa. Lo miro con el ceño fruncido tratando de deducir quién es. Su mirada baja hasta mí y me sonríe. Yo lo observo impasible y él inmediatamente mira hacia otro lado con un poco de incomodidad. ¿Un nuevo maestro, tal vez? No creo, se ve muy joven, tal vez 20 o 21 años. Dios, ¿quién es él?

Por fin llega la maestra pidiendo disculpas pero justificándose con que ha tenido que hablar con la directora. Se detiene al lado del joven y, muy sonriente, anuncia en español para la comprensión de todas:

—Señoritas, él es un practicante de la UTI. Se quedará con nosotras por un tiempo a observar la clase. Sean amables con él. —Luego lo mira, sonriendo ampliamente con sus dientes algo amarillentos—: ¿Te quieres presentar?

¡A mí no me engañan, le gusta el tipo este! Nada más hay que verla cómo lo mira, le sonríe, y cómo mueve las caderas exageradamente. ¡Ella tiene como 50 años!

Las chicas están inclinadas hacia el frente, casi babeándose. Yo niego con la cabeza; qué decepción. Féminas con hiperactividad hormonal, eso es lo que son. El joven asiente y da un paso hacia delante, se aclara la garganta y comienza:

—Buenos días, señoritas. Mi nombre es Maximilian Kersey, tengo 23 años y soy estudiante de la UTI —su tono de voz es grave y, debo de admitir, placentero de escuchar—. Este año me graduaré y pienso trabajar como profesor de francés, por lo que me enviaron a observar cómo imparte la clase su profesora y cómo maneja a las alumnas. Espero que nos llevemos bien. Yo me sentaré en algún lugar donde pueda pasar desapercibido, ustedes solo actúen con normalidad. —Sonríe arrebatadoramente y puedo jurar que escuché un suspiro.

—Muy bien, Max, puedes tomar asiento cerca de mi escritorio —mi socarrona maestra mueve las pestañas como si tuviera algo en los ojos, y yo me tapo la boca con la mano para que no me oigan reír.

El chico sonríe y, de repente, se pone justo frente a mí. Está parado mirándome con una ceja arqueada. ¿Qué quiere? Lo miro hacia arriba ya que estoy sentada.

—¿Podrías moverte? —pide con tono un poco burlón.

—Madeline, muévete para que él se pueda sentar —interviene la profesora—, lo necesito a mi lado.

Bufo en mi interior y de mala gana me levanto. No me lo puedo creer. Recojo mi cuaderno y mi bolso y, luego de dirigirle una mirada mortífera al chico —que tiene una sonrisa ahora de triunfo—, me siento en una esquina del salón ya que solo ese pupitre queda desocupado.

¿Qué pasó con lo de «actúen normalmente»? ¿Qué pasó con lo de pasar desapercibido? Está sentado casi tocando el pizarrón, ¡eso no es pasar desapercibido!

Me parece una persona tremendamente inmadura para tener 23 años y estar a punto de graduarse. Definitivamente con un profesor como ese, me tiro de la segunda planta del colegio.

Cuando tocan el timbre minutos después, recojo mis cosas y salgo con el ceño fruncido hacia la cafetería. Tiro los libros en la mesa de siempre y me escondo cubriéndome con mis brazos.

Esa ha sido la peor clase de todas.

—¡Pero de qué buen humor estamos hoy! —es la voz de Felicia. Escucho cómo tira de la silla y se sienta—: ¿Bieber al fin se declaró homosexual?

—No estoy de humor y —gruño—, como no te calles y sigas con estupideces, te clavaré mi pluma en la mano.

—¡Chica, deja la agresión, ya te lo hemos dicho! —ríe y niega divertida—. ¿Qué pasa ahora?

—¿Qué pasa? ¡He pasado las peores dos lecciones de toda mi vida! —exclamo—. Las estúpidas de Alexa y Roxana han estado hablando de Ed Sheeran y no me han dejado escuchar la explicación del nuevo tiempo verbal. La profesora me regañó por supuestamente estar conversando cuando fueron ellas y, para completar, me ha sonado el celular en clase y me han mandado una boleta de -5 puntos.

—Vaya, la verdad es que hoy no ha sido tu día. —Felicia me mira con comprensión por primera vez, pero ahora eso no me sirve de nada.

—Todo gracias a la llegada del hombre ese. Como la vieja está encaprichada con él, hará todo lo que le pide.

—¡Amigas bellas de mi corazón! —saluda una alegre Mariela sentándose con nosotras—. ¿Qué hacen?

—Aquí, con Maddie versión Chucky que está despotricando contra la profesora y su pupilo —responde Felicia divertida y Mari suelta una carcajada.

Un torbellino con falda color marrón pasa de golpe por la puerta de la cafetería y corre hasta nosotras.

—¡Chicas, chicas, chicas! —Elizabeth tira su bolso en la mesa y nos mira con los ojos muy abiertos—. ¿Vieron al estudiante de la universidad? ¡Ese chico es un verdadero bombón!

—Verdadero cretino —mascullo de mal humor—. ¡Me ha echado de mi asiento!

—Es cierto, ¿vieron sus ojos? Eran alucinantes —comenta Felicia, ignorando mi actitud.

¿A alguien le importa lo que la pobre Maddie sienta? ¿Lo que piense? No.

—¡Jesús, sí! ¡Y saber que vamos a pasar las clases con ese pedazo de hombre! —Lizzie está casi saltado.

—No quiero tener que soportarlo, ¿por qué no se larga? —espeto—. Puede hacer prácticas en cualquier otro lado.

—Yo estoy con Maddie —se escucha la suave voz de Mariela, sacándome una sonrisa—; creo que es muy presumido.

—¡Al fin alguien que controla sus hormonas!

Casi siempre tenemos la misma opinión y pensamiento sobre todo, por lo que la considero la más cercana a mí de las tres, aunque la diferencia es mínima y las amo a todas.

—Pues tendrás que aprender a soportarlo, Madeline Cascadas —Felicia me mira con suspicacia—, porque estará con nosotras por no poco tiempo.

Resoplo.

—Ese tipo está en mi lista negra pero, mientras no se meta conmigo, todo estará bien.

«Pero vamooooooos»

«¡Ya dije que no! ¡Mañana hay clases!»

«No seas tan aburrida Maddie!!! Dale vente!»

«Pásenla bien ustedes, yo no. Mañana me darán la razón...»

«Como quieras ya no suplico más, me cansé. Disfruta tu soledad. AMARGADA»

Leo el último mensaje de texto y tiro el celular a mi lado. Estoy sentada en la cama con mis lentes de lectura puestos mientras sostengo entre mis manos un libro que me regaló mi padrastro. Mi plácida lectura ha sido interrumpida más de nueve veces por la llegada de mensajes y llamadas de mis insistentes amigas.

Primero me llamó Elizabeth quien me propinó varios gritos, pero al final no consiguió hacerme salir de mi cama. Luego llamó Mariela —a la que no sé cómo convencieron para asistir ya que ella no es de salir si al día siguiente hay clases— y por ella casi acepto, pero me mantuve firme. Y de última, Felicia y sus mensajes de texto, que me resultaron más insoportables que una llamada.

Es miércoles por la noche y hemos finalizado las pruebas. Las tres están en este momento en una gran fiesta en casa de una de nuestras compañeras, Alexa, cuyos padres salieron a cenar repentinamente. La noticia corrió más rápido que pólvora en el colegio y en menos de una hora ya todas estaban informadas. Son las nueve de la noche y creo que soy la única que no asistió. No me apetece, mañana tenemos instituto y, para poner el asunto más interesante, Gimnasia.

Solamente de imaginar las condiciones en las que llegarán mañana ya me parto de la risa.

Tampoco quiero ir porque me contaron que se colaron los alumnos del liceo Monteur y no me agradan para nada. Primero, porque los hombres te dicen piropos vulgares e intentan tener sexo contigo a toda costa. Son asquerosos. El segundo motivo es que las chicas de mi colegio y las del Monteur no nos llevamos muy bien, por no decir que nos detestamos a muerte.

Espero que no ocurra nada malo en esa fiestecita. Nosotras en el colegio siempre tenemos nuestros pleitos y nos insultamos a veces, pero nunca pasa de eso. En cambio, esas chicas son capaces de romperte todos los dientes y enviarte derechito al hospital.

Luego de apagar mi teléfono para evitar más interrupciones, vuelvo mi mirada al libro y disfruto del resto de mi tranquila noche.

—¡Hola, chicas, me alegro de verlas! ¡Qué lindo día! —saludo exageradamente fuerte mientras me siento con ellas.

Ya saben, lo típico: la misma mesa de la cafetería antes de entrar a la primera clase. Creo que ya todas saben que no se deben sentar en nuestro lugar.

—¿Puedes callar tu puta boca, Madeline? ¡La cabeza me está matando! —me gruñe Elizabeth.

Sonrío.

Lo he hecho a propósito, ya que me causa muchísima gracia. Liz se está masajeando la frente con sus dedos índice y corazón con los ojos cerrados; Mariela está prácticamente acostada en la mesa, con la boca abierta mientras se babea, puedo jurar que se encuentra dormida; y Felicia, por Dios, Felicia tiene el cabello hecho una maraña, bolsas moradas debajo de los ojos, el uniforme desordenado y… eso… ¿eso es...? ¿Eso es un moco? ¡Tiene un moco verde entre la nariz y el labio superior!

—Y después se preguntan por qué no tienen novio —me burlo y consigo que Lizzie me tire un libro en la cara—. ¡Eso me ha dolido!

—Me alegro —masculla ella, volviendo a frotarse la sien.

—Yo se los dije, les dije que hoy habían clases —me cruzo de brazos y sonrío—, la próxima tal vez me hagan caso.

—¡Cierra la boca! ¡Me va a explotar el cráneo! —grita Elizabeth nuevamente y yo río bajito—. Me he venido de la fiesta a las 4:30 de la mañana. ¡Compasión, por favor!

—Yo vine directo de allá. No he dormido nada y no me pude bañar ni cambiar —murmura Felicia, mientras se empieza a quedar dormida sentada en la silla con los brazos cruzados.

Por eso su aspecto de zombi.

Miro a mi alrededor y casi todas las alumnas del instituto están como Mariela: acostadas en la mesa y roncando. Algunas están hasta recostadas en el suelo encima de otras. Por Dios, esto merece una foto. Las puertas de la cafetería se abren de repente y entra el chico del lunes, el de la clase de Francés. El que es muy guapo, ¿ya recuerdan?

Camina y observa a las estudiantes dormidas, primero con el ceño fruncido, pero luego ríe y niega divertido con la cabeza mientras avanza. Yo lo miro despectivamente desde mi lugar y, mientras pasa a mi lado, le oigo murmurar «La típica aburrida».

Suena el timbre para la entrada a clases y me levanto con mis cosas. Mis amigas ni se inmutan al igual que las demás chicas.

—¿No piensan ir a Historia?

—¡Lárgate! —gruñen Felicia y Elizabeth al mismo tiempo.

Me río de buena gana.

—Más tarde las llamaré para que me cuenten sobre la fiesta, se nota que estuvo buena. —Les dedico mi mejor sonrisa y me voy tarareando a clase.

En las primeras seis lecciones los salones parecen desiertos: solo tres o cuatro alumnas asisten. En la séptima y octava lección, donde recibimos Biología, por fin aparece más de la mitad del aula. Ya en la hora de Gimnasia están todas mis treinta compañeras de grupo, pero no podrían estar peor.

Se encuentran de pie y con el uniforme puesto, pero parecen zombis; les hablas y solo balbucean algo rarísimo, se balancean de un lado a otro con los ojos cerrados y tienen un aspecto deplorable. Yo, mientras, estiro los brazos y piernas y luego troto en mi lugar hasta que llega el profesor.

Es un hombre extremadamente grande. Parece de esos típicos mastodontes que cuidan las entradas a los antros solo que más gritón e irritable. Siempre está vestido con una camisa blanca, gorra roja y pantaloncillos cortos negros con un par de tenis.

—Diez vueltas al gimnasio, ¡ahora! —grita sin más y toca el silbato.

Salgo como un rayo y comienzo a correr. Cuando voy por la segunda vuelta me vuelvo hacia atrás y no veo a nadie. Miro hacia donde estaban las chicas antes y siguen ahí, tiradas unas sobre otras durmiendo en el suelo mientras el entrenador les grita endemoniado, pero ellas ni lo escuchan. Yo río y sigo corriendo pero con menos intensidad, total, nadie me está siguiendo.

Este año de verdad promete.

—¡Me estás jodiendo! —chillo entre risas al otro lado del teléfono—. ¡No puedo creer que me lo haya perdido!

—¡Así como lo oyes! Felicia y yo no podíamos con la risa. Todos en la fiesta también estuvieron muy atentos a la escena.

—¡Dios, si eso ha sido fantástico! —con mi puño golpeo la almohada que tengo al lado mientras río—. ¡Pagaría por haberlo visto!

—Y, después de que le dijo que era una peli-teñida-hueca-sin-neuronas-con-olor-a-vagabundo-alcohólico, le guiñó un ojo a la cita de ella que tenía una cara de póker que no te imaginas. La estúpida la miró como queriendo asesinarla allí mismo, pero Lizzie solo se dio la vuelta y siguió bailando.

Mariela me está contando las aventuras/estupideces que hicieron durante la fiesta de ayer en la noche.

—Jesús, Mari, si las del Monteur nos odiaban antes ahora nos deben querer castrar.

—Poco me importa, esa se lo tenía bien merecido por criticarnos. Tú bien lo sabes: cuando se meten con algo que le importa a Lizzie, se le sale lo arpía, y ella no es de las que se quedan con las ganas de decir algo.

—Es cierto…, qué bien que la haya dejado calladita —sonrío—. ¿Y cómo te van las cosas con el chico ese?

—¡Ay, Maddie, no te imaginas! —la oigo suspirar dramáticamente—. Cuando pienso que ha llegado al límite de ternura, se sobrepasa a sí mismo. Es atento, caballeroso, simpático, dulce, guapísimo, atlético, detallista...

—¿Te estás enamorando?

—No lo sé, la verdad es que nunca me había sentido así con nadie. ¿Así se siente el amor, Mad?

Amor es la palabra con la que se excusa una persona cuando se vuelve distraída, sensible, volátil e idiota. No creo en nada de ello. Lo irónico es que amo las novelas románticas, pero solo porque me entretienen y me alejan de la realidad un rato. Las cosas escritas no pasan, realmente.

—Sabes que yo no creo en esas tonterías, pero si tú lo sientes, bien por ti.

—¿Sabes? A veces me pregunto por qué somos amigas. Todas somos diferentes y nos pasamos discutiendo la mitad del tiempo.

—Eso yo tampoco lo sé —sonrío con ternura al pensar los momentos tan divertidos que pasamos juntas—, pero las quiero así, totalmente locas, pero las quiero.

Ella ríe.

—Bueno, te dejo. Nos vemos mañana.

—Sabrá Dios qué nueva sorpresa nos llevaremos mañana.

Al día siguiente, viernes al fin, me levanto y me ducho. Cuando salgo envuelta en una toalla escucho que me llega un mensaje.

De: Felicia.

Recuerda que hoy podemos ir con ropa normal, es viernes. ;) Xoxo

Sonrío mientras lo leo. Qué bien que me avisó, siempre lo olvido y lo sabe.

Todos los viernes podemos ir al colegio con ropa normal en vez del horrible-espantoso-simple-sin-pizca-de-gracia uniforme. Este consiste en una falda color marrón oscuro que llega debajo de la rodilla, camisa de botones beige, zapatos negros, medias blancas y tenemos que ir peinadas con una coleta alta —flequillo opcional. Además de absolutamente nada de maquillaje ni pulseras o collares y argollas solo de color plateado, blanco o negro. De verdad es un martirio vestirse y peinarse igual de lunes a jueves, por eso nos dan opción este día.

Camino hasta mi armario y arrojo las prendas en la cama luego de ojearlas hasta que encuentro algo que me gusta: una blusa blanca de tirantes con detalles en rojo, jeans ajustados, botines negros y una cazadora blanca para darle un estilo más formal. Me pongo algo de humectante labial y me hago una trenza de sirena que me cae en el hombro derecho.

Me observo en el espejo y la verdad que es no me veo nada mal. No soy fea, lo tengo claro. Mido 1.68 pero sigo en crecimiento, mi cabello es color castaño oscuro y me llega hasta la mitad de la espalda, mis ojos son pequeños y de color miel y mi cuerpo, bueno, no soy obesa pero sí tengo un par de kilos más de los recomendados para mi estatura.

¡Ah!, pero gracias a esos kilos tengo este trasero, así que no me quejo.

Estamos almorzando mientras seguimos charlando de lo fabulosa que estuvo la fiestecita. Me siguen contando más anécdotas de las tonterías que hicieron y no aguanto la risa. De verdad que mis amigas juntas, sin mí para detenerlas, son una bomba. Le doy una mordida a mi hamburguesa —las de la cafetería son grandiosas— y luego un sorbo a mi botella de agua.

—Tendrías que haber ido, Maddie, te perdiste muchas cosas geniales —cotillea Felicia.

—No lo creo, no creo que eso valiera la resaca que traían ayer. A propósito, no soy experta en eso ya que yo no tomo pero, ¿por qué vinieron al colegio en vez de quedarse en casa?

Eso no me lo puedo explicar. ¿No era más fácil faltar y listo?

—Muy simple, nuestros padres no sabían que nos escapamos para la fiesta de ayer y, si no veníamos, iban a sospechar.

—¿Se escaparon?

Me lo creo de Felicia y Lizzie, pero no de Mariela Hernández; esa criatura no es capaz.

—Sí, pero valió la pena —justamente es ella la que me responde y yo suspiro.

—Vaya, de verdad que ustedes no tienen límites. Bueno, iré a llenar esto, ya vengo.

Camino hasta los bebederos. Espero hasta que la botella esté repleta del líquido incoloro y, cuando camino de vuelta a la mesa, choco con alguien de frente. Esta persona me pega toda su comida en la ropa, además de mi botella de agua que se me derrama encima. Ambas gritamos por la sorpresa, y doy pasos hacia atrás mientras observo mi atuendo.

—¡No! —grito y me percato de que mi cazadora y blusa antes de color blanco están ahora teñidas de rojo, amarillo y algunas partes mojadas en tonos marrones.

—¡De verdad lo siento! ¡En verdad! ¡Fue un accidente! —exclama una chica extremadamente nerviosa mientras retrocede.

Respiro profundo tres veces con los ojos cerrados, calmándome, y luego cuento hasta veinticinco antes de mirarla.

—Está bien, tranquila, no es tu culpa.

Ella asiente y prácticamente se va corriendo. Las chicas me observan y cuando ven mi mirada arranca-y-escupe-almas vuelven a lo suyo inmediatamente. Camino dando grandes zancadas y maldiciendo por lo bajo hasta llegar a la mesa. Mis amigas están conversando, pero, cuando me acerco, se callan abruptamente y me observan escandalizadas.

—¿Pero qué te pasó? —pregunta Mariela.

La ignoro, tomo el bolso de la mesa y me encamino furiosa hasta los baños.

Cuando pongo un pie dentro tocan el timbre de entrada a clases, pero no me importa; tengo que quitarme esto, ya luego le explicaré al maestro correspondiente.

Pongo mi bolso a un lado, cojo papel higiénico con agua y jabón y comienzo a frotarlo en mi ropa. Solo consigo, después de un gran rato, que las manchas crezcan y se hagan más notorias. Definitivamente, este no es mi día.

Tomo nuevamente mi maletín y pienso en la siguiente clase que tengo: Francés. Maldiciendo, camino por los ahora solitarios pasillos hasta que llego al aula. Está llena y la maestra se encuentra de pie explicando frente al pizarrón. Asomo la cabeza algo apenada —ya que no había llegado tarde en años— y me aclaro la garganta.

—Disculpe, profesora, pero he tenido un problema con mi ropa y estaba en el baño —ella me examina con el ceño fruncido un buen rato, pero debe de ver la desesperación en mis ojos porque asiente.

Mientras voy caminando las chicas me miran, ríen y se susurran cosas, pero las ignoro. Lo que menos necesito es irritarme por su falta de sutileza.

Busco un asiento con la mirada pero no encuentro. Gracias a mi llegada tardía, todos los puestos se encuentran ocupados.

—No hay pupitres vacíos.

La maestra examina el lugar también.

—Al lado de Max, allí hay uno —lo señala—. ¿Te importaría quitar tu maletín de allí? —le pregunta al tipo que claramente está divertido con mi situación.

—Por supuesto que no.

Refunfuñando, camino con pasos pesados, me siento en un pupitre a su lado derecho y tiro mi bolso en el suelo. Inmediatamente, siento su penetrante mirada sobre mi persona. Carraspeo y miro hacia algún punto fijo del lado contrario de donde está. La profesora prosigue su lección y yo estoy atenta a lo que queda de la explicación. A pesar de haber llegado tarde, más o menos estoy entendiendo esto y me regocijo por dentro. Es un avance.

Cuando finaliza la explicación nos ordena copiar unos ejercicios del pizarrón y luego pide que empecemos con ellos. Casi inmediatamente interrumpe una chica la clase y ruega, urgente, la ayuda de la señora Rebeca, mi amada y vieja profesora. Esta se disculpa y se retira junto con la alumna.

Yo, entusiasmada porque creo que he comprendido perfectamente lo que debo hacer, comienzo a conjugar verbos con todas las personas y los tiempos. Aunque mi día no vaya genial, me siento optimista por primera vez en esta clase.

Estoy encorvada mientras escribo enérgicamente en mi cuaderno. Ya casi voy por la mitad y no podría estar más orgullosa. Escucho un aclaramiento de garganta y luego una palabra pronunciada con voz ronca que me hace fruncir el ceño:

—Hola —sé que es él, obviamente, es el único hombre aquí. ¿Qué quiere? Finjo no haber escuchado nada y prosigo con la vista clavada en mi libreta. Él insiste—: ¿Cómo te llamas? —sigo haciéndome la desentendida—. ¿Acaso no me has escuchado?

Suspirando resignada, me enderezo y giro mi cuerpo ligeramente hacia su lado. Él tiene los codos apoyados en el pupitre —el cual, ahora que me fijo, le queda algo pequeño— y se inclina un poco hacia mí.

—Me llamo Madeline —contesto a regañadientes.

—Maximilian Kersey —ridículamente me ofrece su mano y, luego de soltar un bufido, se la estrecho sin ganas.

—Sí, ya sé quién eres —anuncio cortante.

Vuelvo a tomar mi pluma y sigo con la práctica; quiero terminarla antes de que llegue madame.

—¿Te gusta el francés? —pregunta, deseando entablar conversación.

Suelto otro bufido. Ganas no me faltan de contestarle «Mira, pedazo de imbécil con aspecto de dios griego, odio el puto idioma y te odio a ti por idiota, así que haz el favor de darte la vuelta, cerrar tu maldita boca y no seguir molestando porque realmente me aborreces y no quiero hablar contigo», pero no puedo ser honesta por varias razones, la primera: yo no soy tan mal hablada, sí pienso insultos, pero no los digo en voz alta frecuentemente. Segundo: me mandarían una boleta de -25 puntos, si es que no me expulsan antes. Además, él solo intenta ser amable, aunque siempre pronuncie las palabras con un tono de superioridad que me exaspera.

—No, no me gusta mucho que digamos, prefiero el Inglés —respondo moderando mi tono de voz para que no se note el fastidio.

—Interesante —se soba la barbilla con sus dedos, en gesto pensativo—, definitivamente todos tenemos gustos singulares. —Asiento sin decir palabra. Trato de no mirarlo mucho a los ojos porque sé que soy capaz de quedarme como idiota observándolos a profundidad. El chico sigue—: ¿Vives por aquí?

«¡No, grandísimo estúpido, vivo en Escocia pero me levanto todos los días a las dos de la mañana y vengo hasta acá montando una gallina!», es lo que deseo gritarle con todas mis fuerzas. ¿Se puede ser más tarado? ¿Qué clase de pregunta es esa? Niego con la cabeza. De verdad que hay gente que con veintitantos años aún no tiene bien desarrollado el cerebro.

Lo miro y sigue como si nada, esperando mi respuesta. Suspiro.

—Sí, vivo en un sitio llamado Candelaria, no sé si lo conoces —Ni me interesa, tampoco—. ¿Y tú eres de aquí? Es que no lo pareces —comento distraída mientras dibujo círculos en la parte de arriba de mi cuaderno.

—Sí, vivo aquí. Y si lo dices por mis ojos, la razón es que mis padres son norteamericanos —contesta, tan engreído.

¿Y a mí como por qué me tendría que importar si son de Bulgaria, Escocia o Mongolia?

—Mmm, ya —murmuro y vuelvo a tratar de concentrarme en terminar esta práctica de una vez por todas.

No soy descortés, pero en serio la actitud de este hombre me produce cierta ¿irritabilidad?, ¿molestia?, ¿enfado?, ¿agonía?... Bueno, todo eso multiplicado por diez y luego por veinte. No lo quiero cerca, es más, que no me hable, yo no le hablo y, así, ninguno se tortura escuchando las palabras del otro.

—¡Chisssst...! ¡Ey, Madeline! —me llaman en un susurro—. ¡Oye, Maddie!

Vuelvo la mirada hacia mi lado derecho y me encuentro a Felicia arrodillada y con la cabeza gacha. No nos prohíben hablar con moderación, pero sí levantarnos de nuestros lugares.

—¿Qué pasa? —susurro inclinándome un poco hacia ella.

—¿Qué fue lo que pasó contigo en el almuerzo para que llegaras tarde y así? —se refiere a mi atuendo.

—Una chica me pegó su comida en la ropa y tuve que ir a limpiarme al baño.

—Vaya, una lástima, amo tu chaqueta —hace un puchero y yo río bajito—. ¿De qué tanto hablas con el pupilo? —me pregunta con una sonrisa pícara.

—No molestes, Felicia. No me lo soporto, solo deseo que termine esta clase para poder irme.

En ese instante, entra la profesora con paso enérgico al salón y Felicia y las demás chicas que estaban fuera de su lugar se levantan y se vuelven a sentar en un abrir y cerrar de ojos.

La profesora Rebeca se pone a buscar algo en su escritorio.

—Deberían tener más cuidado, podrían descubrirlas.

Vuelvo mi cabeza para dedicarle una mirada de no-te-metas-donde-no-te-llaman pero lo encuentro entretenido con mi cuaderno a la altura de su rostro mientras lo examina. Debió de quitármelo cuando hablaba con Felicia.

—¿Pero qué te...?

—Están malos, todos los ejercicios, los hiciste mal —me interrumpe y tira el cuaderno en mi mesa—. Los revisé y no hay ninguno bueno. Todos están mal hechos. —Abro los ojos por la sorpresa. El chico sonríe con burla—: Deberías prestar más atención en clase la próxima vez.

Inmediatamente, tocan el timbre del tan ansiado receso. Todos se levantan y se van mientras yo me mantengo inmóvil. Minutos después, la sala queda totalmente vacía; hasta la maestra ha salido. Miro mi cuaderno con el ceño fruncido. Son treinta y dos ejercicios, treinta y dos oraciones mal hechas, treinta y dos errores de mi parte. De verdad, creí que había entendido el tema.

Tanto que me había esforzado en hacerlos perfectamente.

Los ojos se me inundan de lágrimas y, con coraje, arranco las hojas. Tomo mi bolso, meto la libreta y la pluma dentro y salgo con paso enérgico de la clase. Al pasar al lado de un basurero, arrojo con furia los papeles y de un manotazo me seco las lágrimas mientras me encamino a la cafetería.

Muy linda la primera charla que hemos tenido.