Página de créditos

Erebus. Historia de un barco


V.1: abril de 2020

Título original: Erebus: The Story of a Ship


© Michael Palin, 2018

© de la traducción, Joan Eloi Roca, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.


Publicado originalmente como Erebus: The Story of a Ship por Random House Books, un sello de Cornerstone. Cornerstone forma parte del grupo Penguin Random House


Diseño de cubierta: Henry Petrides
Ilustración de cubierta: Chris Wormell
Adaptación de cubierta: Taller de los Libros
Mapas: Darren Bennett
Corrección: Isabel Mestre


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-18217-07-4

THEMA: DNXH

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

EREBUS

Historia de un barco

Michael Palin

Traducción de Joan Eloi Roca

1

Sobre el autor

3

Michael Palin ha escrito y protagonizado numerosos programas de televisión y películas, y es conocido especialmente por ser miembro del grupo de humoristas británico Monty Python. También ha trabajado en diversos documentales de viajes, que han recibido excelentes críticas. Sus trabajos lo han llevado a viajar al Polo Norte, el Polo Sur, el desierto del Sáhara, el Himalaya, Europa del Este y Brasil. Además, Palin fue presidente de la Real Sociedad Geográfica desde 2009 a 2012. Actualmente vive en Londres. 

Erebus

El barco que viajó dos veces al fin del mundo


El HMS Erebus emprendió dos de las expediciones navales más ambiciosas de todos los tiempos. La primera lo llevó más al sur de lo que cualquier humano había llegado jamás. Durante la segunda, desapareció sin dejar rastro en las aguas del Ártico. Los motivos de su trágico final están rodeados de misterio.

Michael Palin, estrella de los Monty Python y expresidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres, recrea vívidamente la historia del Erebus, desde su botadura en 1826 a las épicas expediciones que lo llevaron a la gloria y, posteriormente, al desastre. Por estas páginas desfilan sus fascinantes tripulantes: el gallardo James Clark Ross, que cartografió buena parte de la Gran Barrera del Sur; el atormentado John Franklin, cuya carrera acabó a bordo del Erebus; Francis Crozier, el eterno segundo al mando; o Joseph Hooker, un brillante naturalista de gatillo fácil.

En Erebus, con un estilo fresco y riguroso, unido a una exhaustiva investigación, Palin recrea la gran época de las exploraciones del siglo xix y presenta la aventura extraordinaria del barco que viajó dos veces al fin del mundo.



Best seller del Sunday Times



«Palin revive con pasión la historia del Erebus […] con un estilo marcado por suaves toques de ingenio.»

The Guardian


«Un libro increíble […]. La historia del Erebus es la gran epopeya ártica que todos esperábamos».

Nicholas Crane


«Maravilloso […]. No quería que terminara.»

Bill Bryson


«Magistral […]. Una crónica llena de energía, ingenio y humanidad de una historia que ha atraído a la humanidad desde la década de 1840.»

The Times


«Una lectura cautivadora […]. Gracias a su minuciosa investigación y a una pluma excelente, Palin recrea de forma muy gráfica la historia del Erebus.»

Sunday Times

Contenido


Portada

Newsletter

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria

Introducción: Las media de Hooker

Prólogo: El superviviente



1. Hecho en Gales

2. El norte magnético

3. El sur magnético

4. Orillas lejanas

5. Nuestro hogar en el sur

6. «Más al sur de lo que ningún humano(conocido) ha llegado»

7. Bailando con los capitanes

8. «Peregrinos del océano»

9. «Nunca se ha visto un lugar tan horrible como este»

10. «Tres años desde Gillingham»

11. Rumbo a casa

12. «Queda ya tan poco por hacer»

13. Nornoroeste

14. Sin señales

15. La verdad

16. Vida y muerte

17. La historia de los inuits

18. Resurrección


Epílogo: De vuelta en el paso del Noroeste


Imágenes

Cronología

Bibliografía

Créditos de las imágenes

Agradecimientos


Notas del traductor

Sobre el autor


Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrute de la lectura.


Queremos invitarle a suscribirse a la newsletter de Ático de los Libros. Recibirá información sobre ofertas, promociones exclusivas y será el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tiene que clicar en este botón.


boton_newsletter






Para Albert y Rose

Agradecimientos


Aunque mi libro se centra en la vida del HMS Erebus, su historia está íntimamente ligada a la de su barco hermano, el HMS Terror, y por eso me pareció que el descubrimiento del Terror a menos de ochenta kilómetros al norte de donde se había hundido el Erebus, el 3 de septiembre de 2016, era una asombrosa y gran noticia. La embarcación se encuentra a una profundidad de veinticuatro metros y en buen estado. Que se hundiera en un lugar conocido con el nombre de bahía del Terror lleva a pensar que quizá debería haberse encontrado mucho antes, pero el hecho de que sepamos dónde están ambos barcos de la expedición de Franklin y que podamos examinarlos hace que estos sean tiempos muy emocionantes para todos los interesados en su historia. Me dicen que no hay planes de reflotar ninguno de los dos barcos, y que los arqueólogos marinos darán prioridad al trabajo en el Erebus, pues está a menor profundidad y es más vulnerable al deterioro. Aunque el Terror fue hallado por la Fundación de Investigación Ártica, Parques de Canadá se ha hecho ahora cargo de ambos pecios.

Y ese es un lugar tan bueno como cualquier otro para empezar mi larga lista de agradecimientos. Ryan Harris y Jonathan Moore, de Parques de Canadá, han sido de gran ayuda para mí y me han mantenido informado sobre el descubrimiento y el progreso de los trabajos en los dos barcos hundidos.

Desde el principio del proyecto, John Geiger me ha animado y apoyado. Estoy en deuda con Russell Potter por su actualizadísima web Visions of the North y por revisar mi texto y ser una compañía excelente durante toda esta aventura. Matthew Betts ha contestado generosa y rápidamente todas mis interminables preguntas sobre detalles técnicos del barco y de la vida a bordo. Mary Williamson, tataranieta de la sobrina de Franklin, me ha enviado una valiosísima colección de cartas familiares y otros detalles, al igual que Rick Burrows, tataranieto de James Reid, el patrón del hielo del Erebus. Claire Warrior y Jeremy Michell, del Museo Marítimo Nacional de Londres, han sido muy generosos con su tiempo y sus consejos, y Celene Pickard y Julian Dowdeswell, del Instituto Scott de Investigación Polar, han sido también una gran ayuda. Ann Savours me agasajó en su casa y me aportó una cantidad ingente de información, que aumentó en su correspondencia regular conmigo. Keith Millar me ha provisto de útiles y pertinentes actualizaciones. Me siento enormemente agradecido por el ánimo y entusiasmo de Becca Harris, Roz Savage, Leanne Shapton, Andrew Gimson, Linda Davies, Henry Beker y Bob Clarke, cuyo tatarabuelo Henry Toms navegó en el Fox con Leopold McClintock. El personal de las bibliotecas de la Real Sociedad Geográfica, el club Athenaeum, el Real Jardín Botánico y los Archivos Nacionales de Kew fueron una fuente inagotable de ayuda. 

En relación a mi búsqueda de sitios en los que estuvo el Erebus alrededor del mundo, debo dar las gracias a las siguientes personas por haberse tomado la molestia de compartir sus conocimientos conmigo y por haberme ofrecido su hospitalidad al tiempo que, además, buscaban información de gran importancia para mí: John Evans y Ted Goddard, del astillero de Pembroke; Alison Alexander, Rona Hollingsworth, Annaliese Jacobs, Ian Terry y David Owen, de Hobart; Alison Barton, Melanie Gilding, Joan Spruce y Tansy Bishop, de las islas Malvinas; el Museo Histórico de los Muelles de las islas Malvinas, que amablemente compartió el manuscrito de las cartas de John Tarleton conmigo; Norman Shearer en Stromness; y el capitán, tripulación, conferenciantes de a bordo, organizadores del viaje y compañeros de viaje del barco de One Ocean Expeditions Akademik Sergey Vavilov en el paso del Noroeste durante el mes de agosto de 2017. Y también muchísimas gracias a Steve Abbott, Paul Bird y Mimi Robinson, en mi oficina, quienes me han guiado durante el proceso de escritura de muchos libros, pero ninguno como este.

Aunque siempre lamentaré no haberlo conocido, el nombre de Louie Kamookak, el historiador inuit que murió en marzo de 2018 a la edad de cincuenta y ocho años, apareció una y otra vez durante mi investigación para este libro. Kamookak quería, sobre todo, encontrar la tumba de Franklin, y es muy triste pensar que su tiempo llegó a su fin antes de conseguirlo. Pero no será olvidado. Todo aquel que siente curiosidad por el final de la expedición de Franklin está en deuda con él por su investigación tenaz y meticulosa.

En último lugar, pero no por ello menos importante, quiero dar gracias a Susan Sandon, de Penguin Random House, por animarme a escribir este libro, y a mi editor Nigel Wilcockson, por ser un supervisor tan cuidadoso, meticuloso, entusiasta y empático durante nuestro largo viaje juntos.

Necesariamente, he tenido que confiar en el trabajo duro llevado a cabo por autores e investigadores publicados. Nunca podré mostrarme agradecido a todos ellos personalmente, pues algunos ya no están vivos, pero les doy las gracias con humildad y sinceridad a todos ellos, sin cuyos excelentes trabajos nunca podría haber terminado, y ni siquiera empezado, este libro.


Y desde luego nada es más fácil para un hombre que, como suele decirse, ha «surcado los mares» con afecto y veneración que evocar en la parte baja del Támesis el gran espíritu del pasado. La marea, en su flujo y reflujo constantes, rinde incesantemente sus servicios poblada por los recuerdos de barcos y hombres a los que ha llevado al descanso del hogar o a las penalidades y batallas del mar […], desde el Golden Hind, que regresó con sus curvos flancos llenos de tesoros […], hasta el Erebus y el Terror, llamados a otras conquistas y que nunca regresaron.


Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas,
traducción de Miguel Temprano García

Introducción

Las medias de Hooker

25

Con solo veintidós años, Joseph Dalton Hooker se unió a la tripulación del HMS Erebus como cirujano adjunto. Se convertiría en uno de los grandes botánicos del siglo xix.


Siempre me han fascinado las historias sobre el mar. Descubrí las novelas de Horatio Hornblower, escritas por C. S. Forester, cuando tan solo tenía once o doce años, y recorrí todas las bibliotecas de Sheffield por si tenían alguna que no hubiera leído. En busca de emociones más fuertes, pasé a Mar cruel, de Nicholas Monsarrat, uno de los libros que más me impresionaron cuando era niño, y eso a pesar de que solo me permitieron leer la edición «cadete» del texto, en la que habían eliminado todas las escenas con contenido sexual. En la década de 1950 se produjo una avalancha de películas sobre la Marina Real y la guerra: The Sea Shall Not Have Them, Above Us the Waves o El infierno de los héroes. Estas eran historias de heroísmo, agallas y supervivencia donde los personajes lo tenían todo en contra. A menos que estuvieran en la sala de máquinas, claro.

La suerte quiso que, mucho más adelante en mi vida, pasara una gran cantidad de tiempo en barcos, por lo general lejos de casa, con la única compañía de un equipo de cámaras de la BBC y una de las novelas de Patrick O’Brian. En distintos momentos, he estado a bordo de un crucero italiano, hojeando frenéticamente mi Defiéndete en árabe mientras nos acercábamos a la costa de Egipto, y, en el golfo Pérsico, fui víctima de un virulento ataque de diarrea en un barco cuyo único retrete era un barril que colgaba a popa. He hecho rafting de aguas blancas bajo las cataratas Victoria y pescado peces espada (para después soltarlos) en la corriente del Golfo, a la que Hemingway llamó «el gran río azul». Me han llevado directamente contra la pared de un cañón en una moto acuática en Nueva Zelanda y he fregado las cubiertas de un carguero yugoslavo en el golfo de Bengala. Nada de esto me ha amilanado. Hay algo en el contacto entre el barco y el agua que me parece muy natural y reconfortante. Después de todo, emergimos del mar y, como dijo en una ocasión el presidente Kennedy, «hay sal en nuestras venas, en nuestro sudor y en nuestras lágrimas. Estamos unidos al océano. Y cuando volvemos al océano […], regresamos al lugar del que salimos».



En 2013 me pidieron que diera una charla en el Athenaeum Club, en Londres. Me dijeron que escogiera a un socio del club, vivo o muerto, y contara su historia en una hora. Escogí a Joseph Hooker, que dirigió el Real Jardín Botánico de Kew durante buena parte del siglo xix. Mientras rodaba en Brasil, había oído hablar de cómo había impulsado una política de «imperialismo botánico» y animado a los buscadores de plantas a llevar especímenes exóticos que se prestasen a la explotación comercial de vuelta a Londres. Hooker adquirió tres semillas de árbol del caucho del Amazonas, las hizo germinar en Kew y exportó los pequeños brotes a las colonias británicas del Lejano Oriente. Al cabo de dos o tres décadas, la industria del caucho brasileña estaba acabada y la industria del caucho británico florecía.

En los comienzos de mi investigación descubrí un aspecto de la vida de Hooker que resultó toda una revelación. En 1839, a la temprana edad de veintidós años, el barbudo caballero con anteojos al que conocía gracias a ajadas fotografías victorianas había participado como cirujano adjunto y botánico en una expedición naval de la Marina a la Antártida que se había prolongado cuatro años. El barco que lo llevó a aquellos confines ignotos de la Tierra fue el HMS Erebus. Cuanto más investigaba sobre este viaje, más me sorprendía saber tan poco al respecto. Me parecía que el hecho de que una embarcación de vela pasara dieciocho meses en los confines de la Tierra, sobreviviera a los caprichos del tiempo y de los icebergs y regresara para contarlo era una gesta de tal magnitud que aún deberíamos conmemorarla. El HMS Erebus realizó una gesta épica.

Sin embargo, haber ascendido a esas alturas hizo que la caída fuera mayor. En 1846, esa misma embarcación, junto con su barco gemelo, el Terror, y ciento veintinueve hombres desaparecieron de la faz de la Tierra mientras intentaban dar con la ruta del paso del Noroeste. Fue la tragedia que más vidas se cobró de toda la historia de la exploración polar británica.

Escribí y entregué mi conferencia sobre Hooker, pero no logré quitarme de la cabeza las aventuras del Erebus. Aún seguían allí, en mis pensamientos, en el verano de 2014, cuando pasé diez noches en el O2 Arena, en Greenwich, con un grupo de vejestorios como yo, entre los que se encontraban John Cleese, Terry Jones, Eric Idle y Terry Gilliam —desgraciadamente, entre ellos no estaba Graham Chapman—, en un espectáculo llamado Monty Python Live — One Down Five to Go. Fueron unas funciones extraordinarias ante un público extraordinario, pero, tras vender el último loro muerto y haber cantado la última canción del leñador, me quedé con una profunda sensación de decepción. ¿Qué haces después de algo así? Una cosa estaba clara: no podía volver a recorrer el camino andado. Lo que hiciera a continuación tendría que ser algo completamente distinto.

Dos semanas después, encontré la solución. En el noticiario vespertino del 9 de septiembre vi una noticia que me hizo detenerme de inmediato. Durante una conferencia de prensa en Ottawa, el primer ministro de Canadá anunció al mundo entero que un equipo de arqueólogos submarinos canadienses había descubierto lo que creía que era el HMS Erebus, perdido desde hacía casi ciento setenta años, en el lecho marino de algún lugar del océano Ártico. Su casco estaba prácticamente intacto y el hielo había preservado su contenido. Desde el momento en que lo escuché, supe que esa era una historia que había que contar. No solo una historia de vida y muerte, sino una historia de vida, muerte y una especie de resurrección.

¿Qué le sucedió en realidad al Erebus? ¿Cómo era el barco? ¿Cuáles fueron sus logros? ¿Cómo sobrevivió tanto tiempo y, luego, desapareció tan misteriosamente?

No soy historiador naval, pero tengo cierto sentido de la historia. No soy un marino, pero me atrae el mar. Guiado solo por la luz de mi propio entusiasmo, me pregunté dónde diantre debía empezar mi aventura. Un candidato obvio era la principal institución impulsora de tantas expediciones árticas y antárticas desde la década de 1830 en adelante, de la que algo sabía, después de haberla presidido durante tres años.

Así pues, me dirigí a la sede de la Real Sociedad Geográfica, en Kensington, y expuse al director de Iniciativas y Recursos, Alasdair MacLeod, mi obsesión y la osada tarea que quería llevar a cabo. ¿Había pistas sobre el paradero del HMS Erebus?

MacLeod frunció el ceño y pensó durante unos instantes: «Erebus… Mmm… ¿Erebus?». Entonces se le iluminaron los ojos. «Sí —contestó con aire triunfal—, ¡sí, por supuesto! ¡Tenemos las medias de Hooker!».

De hecho, tenían bastante más que eso, pero aquella fue mi primera incursión en el territorio de la investigación marítima, y, desde entonces, las medias de Hooker se han convertido en una especie de talismán espiritual para mí. No eran nada especial: de color crema, altas, hasta la rodilla, de tejido grueso y algo crujientes. Pero, a lo largo del año pasado, que he pasado viajando por el mundo acompañado del Erebus y en el que he estado a punto de ahogarme entre libros, cartas, planes, dibujos, fotografías, mapas, novelas, diarios, bitácoras de capitanes, diarios de abastos y demás sobre documentos del barco, he agradecido a las medias de Hooker el hecho de que me hicieran dar los primeros pasos de este viaje tan extraordinario.


Michael Palin

Londres, febrero de 2018

Prólogo

El superviviente

4

Una imagen de sonar, tomada en 2014, del pecio del Erebus. Fue descubierto en una parte poco profunda del mar, tan cerca de la superficie que al principio sus mástiles debieron de asomar entre las olas.


Bahía de Wilmot y Crampton, Nunavut, Canadá, 2 de septiembre de 2014. Cerca de la costa de una isla desolada, llana y sin ningún rasgo extraordinario, una de las miles del Ártico canadiense, donde los cielos, el mar y la tierra grises se funden a la perfección en un todo, un pequeño barco de casco de aluminio bautizado como el Investigator se mueve lenta, cuidadosa y rítmicamente sobre la superficie de un mar de color azul hielo. A remolque, justo por debajo de la línea de flotación, arrastra un esbelto cilindro plateado de alrededor de un metro de longitud. Dentro del cilindro viaja un sensor acústico que envía y recibe ondas. Las ondas de sonido rebotan en el lecho marino y regresan al cilindro, desde el que se transmiten por cable al barco y se traducen a imágenes del lecho del mar.

No hay mucho ruido en el Investigator más allá del monótono zumbido de sus motores. Hace buen tiempo, el cielo está despejado y un sol acuoso brilla sobre un mar tranquilo como un espejo. Todo es silencioso. Pasa el tiempo, pero poca cosa más.

De pronto, hay cierto revuelo: el cilindro ha evitado por los pelos golpearse contra un banco de arena; todos los que están a bordo se centran en asegurarse de que su caro sonar permanece intacto. En ese momento, Ryan Harris, un arqueólogo marino, echa un vistazo de reojo a la pantalla antes de acudir en su ayuda y ve algo más que arena y piedras en el fondo del mar. Algo que, de inmediato, lo pone en estado de alerta. 

En la pantalla hay una forma oscura: algo sólido e inusual, tendido allí mismo, a poca profundidad, en el fondo, a solo once metros por debajo de él. Da un grito de aviso. Sus colegas se arremolinan frente a la pantalla del ordenador. Él señala hacia la forma. No dan crédito a lo que ven: bajo el plateado sensor cilíndrico del Investigator, hay un casco de madera cuyos detalles son poco precisos pero con un contorno claramente definido. La popa está rota, como si le hubieran dado un mordisco, los baos quedan a la vista y está cubierto por una capa de vegetación submarina que parece lana. Lo que están contemplando es un barco. Un barco que desapareció de la faz de la Tierra, junto con toda su tripulación, hace ciento sesenta y ocho años. Un barco que tuvo una de las vidas y muertes más extraordinarias de la historia naval británica y que, de este día en adelante, protagonizará una de las más notables resurrecciones.

Todavía se muestra orgulloso, tan cerca de la superficie que, hace tiempo, sus dos mástiles más altos debían de asomar por encima de las olas. El casco es fuerte, a pesar del impacto o hundimiento en popa. Filamentos de kelp, una larga alga marrón, cubren la silueta de los maderos como si fueran vendajes holgados. Se han roto sus tres mástiles, y también el bauprés. Algunos trozos de estos yacen en el nido de escombros que lo rodea. Entre los restos del naufragio, semienterrados en la arena, se encuentran dos de sus hélices, ocho anclas y parte del timón del barco. En algunos puntos, sus tres cubiertas se han hundido una sobre otra. Muchos de los baos maestros que discurren de lado a lado del barco parecen todavía muy sólidos, aunque casi todos los tablones de la superficie han desaparecido, lo que, al contemplarlo desde arriba, confiere al barco el aspecto de un pescado a medio filetear.

En la cubierta superior, un enorme cabrestante de hierro fundido permanece intacto. Cerca de él hay dos bombas Massey de aleación de cobre. Algunas claraboyas y los iluminadores patentados Preston, que habrían llevado luz a los hombres bajo cubierta, están en buen estado. 

Algunas partes de la cubierta inferior, donde se habría desarrollado la vida del barco, han quedado expuestas y otras todavía permanecen ocultas. Los cofres en los que los marineros guardaban sus pertenencias, y sobre los que se sentaban para comer, se distinguen bajo la acumulación de sedimento y algas muertas. Los baos están numerados para señalar las posiciones en las que se habrían colgado las hamacas. Las escaleras y las escotillas que dan acceso a las cubiertas superiores están fantasmalmente abiertas. La cocina de a bordo, en la que se preparaban las comidas, también está intacta y en su sitio. A proa, todavía se distingue el contorno de la enfermería.

Más atrás, parte del camarote del capitán, de la sala de oficiales y varios de los camarotes de los oficiales son reconocibles a través de un bosque de madera hundida. En uno de ellos hay un camastro, con cajones debajo. El espejo —la pared de popa del barco— es el que ha sufrido más daños, pero el dormitorio del capitán junto a él sigue en su lugar, así como unas taquillas y un calentador. El sollado, la más baja de las tres cubiertas, es la menos dañada, pero también en la que resulta más difícil adentrarse. Aun así, se han recuperado de ella un zapato, botes de mostaza y cajas de almacenaje. Los buceadores también han encontrado un juego de platos con dibujos chinescos, el tallo de una copa de vino, una campana del barco, un cañón de seis libras de bronce, varios botones decorados, una hebilla de cinturón del Cuerpo de Marines Reales adornada con un león coronado sobre una corona y un frasco de medicina de un cristal grueso con el nombre «Samuel Oxley, Londres» grabado en los lados. Originalmente contenía un brebaje fabricado por Oxley a partir de esencia concentrada de jengibre jamaicano. La anunciaba como una cura para «el reumatismo, la indigestión, los gases, los dolores de cabeza y los mareos nerviosos, la hipocondría [me encanta la idea de que exista una medicina contra la hipocondría], el ánimo alicaído, la ansiedad, los temblores, los espasmos, los calambres y la parálisis». Esta pócima sobrehumana que todo lo cura sigue siendo, para mí, uno de los descubrimientos más emocionantes realizados en el HMS Erebus. Es un recordatorio de que las aventuras épicas y la fragilidad cotidiana a menudo van de la mano.

Durante el ochenta por ciento del año, el mar se hiela y sella de nuevo los secretos del barco. Pero, cuando el hielo se derrite, gente como Ryan —que ha hecho más de doscientas inmersiones— y el resto del equipo de submarinistas regresarán al agua en busca de más detalles preciosos. Mi sueño sería conocer el Erebus de una forma tan íntima como ellos lo han hecho. Aunque sea una sola vez. Lo que necesito ahora de Hooker no son sus medias, sino su traje de submarinista.


Gracias por comprar este ebook. Esperamos que haya disfrutado de la lectura.


Queremos invitarle a suscribirse a la newsletter de Ático de los Libros. Recibirá información sobre ofertas, promociones exclusivas y será el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tiene que clicar en este botón.


boton_newsletter


Capítulo 1

Hecho en Gales

5
6

Dos planos de la época muestran (arriba) un típico barco bombarda de perfil y (abajo) el sollado, o cubierta inferior, y la bodega del Erebus y de su barco hermano, el Terror.


7 de junio de 1826, Pembroke (Gales). Es el sexto año del reinado de Jorge IV, el primogénito de Jorge III y la reina Carlota. Tiene sesenta y tres años, discute constantemente con su esposa, lleva un estilo de vida ostentosamente extravagante y muestra un gran interés por la arquitectura y las artes. Robert Jenkinson, segundo conde de Liverpool y miembro del Partido Conservador, es el primer ministro desde 1812. La Sociedad Zoológica de Londres acaba de abrir sus puertas. Los exploradores británicos están en acción, y no solo en el Ártico. Alexander Gordon Laing llega a Tombuctú en agosto, aunque solo un mes más tarde miembros de las tribus locales lo asesinan por negarse a renunciar al cristianismo. En el norte de Gales se celebran dos grandes logros de la ingeniería: dos de los primeros puentes colgantes del mundo, el puente Menai y el puente Conway, se inauguran en un plazo de apenas unas semanas.

En el otro extremo de Gales, en un estuario cerca de la vieja ciudad fortificada de Pembroke, la gente se reúne esta mañana de principios de junio para una celebración un poco más modesta. Jaleado por una multitud formada por ingenieros, carpinteros, herreros, administrativos y sus familias, el robusto y ancho buque de guerra que han estado construyendo durante los dos últimos años se desliza, con la popa por delante, por la rampa de los astilleros de Pembroke. Los gritos de júbilo se convierten en un rugido de satisfacción cuando entra en las aguas frente a Milford Haven. El barco rebota, oscila y se sacude como un ave acuática recién nacida. Su nombre es Erebus.

No era un nombre alegre, pero es que no había sido construido para animar, sino para intimidar, y su nombre había sido escogido deliberadamente. En la mitología clásica, habitualmente se consideraba que Erebus, el hijo de Caos, representaba el oscuro corazón del inframundo, un lugar asociado al trastorno y la destrucción. Evocar a Erebus era advertir a los adversarios de la llegada del caos, de un temible transmisor del fuego del infierno. El Erebus entró en servicio en 1823 y fue el penúltimo de un tipo de barcos conocidos como bombardas. Los primeros en desarrollarlos fueron los franceses, y luego los ingleses los siguieron, a finales del siglo xvii, para transportar morteros que arrojasen proyectiles por encima de las defensas costeras con el fin de causar el máximo de daños en tierra sin necesidad de arriesgarse a un desembarco. De los demás barcos de su clase, dos fueron bautizados en honor a volcanes —el Hecla y el Aetna— y para los demás se utilizaron diversas permutaciones de la ira y la devastación: Infernal, Fury, Meteor, Sulphur y Thunder. Aunque nunca alcanzaron el prestigio y estatus de los buques de guerra más populares, su última misión, el asedio de Fort McHenry, en el puerto de Baltimore, durante la guerra de 1812 acabó inmortalizada en el himno nacional estadounidense, «The Star Spangled Banner»: «El fulgor rojo de los cohetes y las bombas que explotaban en el aire» se refiere al fuego de los barcos británicos tipo bombarda.

El día en que el Erebus se deslizó por la rampa, los constructores navales de Pembroke se sintieron orgullosos, pero, ya mientras se estabilizaba a orillas del estuario, su destino no estaba claro. ¿Era el futuro o ya pertenecía al pasado?



La derrota de los ejércitos de Napoleón en Waterloo el 18 de junio de 1815 había puesto fin a las guerras napoleónicas, que, tras un breve período de tranquilidad durante la Paz de Amiens en 1802, habían angustiado a Europa durante dieciséis años. Los británicos habían desempeñado un papel muy importante en el esfuerzo bélico aliado y, para cuando el conflicto llegó a su fin, habían acumulado una deuda nacional de 679 millones de libras, el doble del producto interior bruto del país. La Marina Real también se había visto obligada a gastar una enorme cantidad de dinero, pero había superado a la Armada francesa, y ahora era dueña indiscutible de los mares. Ello comportaba nuevas responsabilidades, como patrullar contra el tráfico de esclavos, que Gran Bretaña había abolido en 1807, y operaciones contra los piratas de la costa del norte de África, pero nada que justificara el tamaño que había alcanzado en tiempos de guerra. En los cuatro años que transcurrieron entre 1814 y 1817, los efectivos de la Marina Real descendieron de 145 000 hombres a 19 000. Para muchos, fue una experiencia traumática. Muchos marineros sin empleo se vieron reducidos a mendigar en las calles. Brian Lavery, en su libro Royal Tars, pone el ejemplo de Joseph Johnson, que paseaba por las calles de Londres con una maqueta de la Victory de Nelson sobre la cabeza. Al mover la cabeza de arriba abajo simulaba el movimiento del barco a través de las olas y, de ese modo, se ganaba unos pocos peniques de los que pasaban junto a él. Un marinero de la Marina mercante que solo encontró trabajo en un buque de guerra quedó horrorizado: «Por primera vez en mi vida, vi el monstruoso lugar que habría de ser mi residencia durante varios años, y una angustia que no sé describir me embargó».

Existía un enconado debate sobre el futuro de la Marina Real. Algunos vieron en el fin de las hostilidades la oportunidad de reducir el gasto de defensa y empezar a pagar parte de la enorme deuda que se había acumulado debido al esfuerzo de la guerra. Otros argumentaban que la paz no duraría mucho tiempo. Napoleón, el emperador derrotado, había sido enviado a la isla de Santa Elena, pero ya había escapado una vez de su cautiverio, y muchos tenían fundadas dudas de si este último exilio sería realmente el final de su asombrosa carrera. Por ello, y para asegurarse, eran partidarios de reforzar la Marina Real.

A grandes rasgos, se impusieron las Casandras. El Gobierno autorizó la inversión en nuevos astilleros, entre ellos un gran complejo en Sheerness (Kent) y otro mucho más pequeño en Pembroke (Gales). También se inició la rápida construcción de cuatro buques de guerra —Valorous, Ariadne, Arethusa y Thetis— en los astilleros apresuradamente excavados en las orillas del estuario de Milford Haven.

El astillero donde se construyó el Erebus sigue en pie en la actualidad, pero hoy se dedica menos a la construcción de barcos que a prestar servicio a la gigantesca refinería de petróleo de Milford Haven, a unos pocos kilómetros río abajo. La rampa desde donde se botó el Erebus en el verano de 1826 está oculta bajo el suelo de hormigón de la moderna terminal de transbordadores que une Pembroke con Rosslare, en Irlanda.

Cuando la visito, todavía me hago una idea de cómo debió de ser en el pasado. El trazado original de las carreteras, que transcurren frente a las últimas hileras de casas gris pizarra construidas en la década de 1820 para capataces y jefes que han sobrevivido, es serenamente impresionante. Estas edificaciones parecen tan recias y orgullosas como cualquier casa georgiana de Londres. En una de ellas vivió Thomas Roberts, el carpintero jefe que supervisó la construcción del Erebus. Roberts llegó a este remoto rincón del suroeste de Gales en 1815, solo dos años después de que se construyera el astillero.

Compartían con Roberts la responsabilidad de dirigir esta nueva empresa Richard Blake, el maestro maderero, y James McKain, el responsable de finanzas. No formaron una cuadrilla feliz. El secretario de McKain, Edward Wright, afirmó en un juicio que Richard Blake lo había agredido y lo acusó de «retorcerme la nariz varias veces y amenazarme con golpearme con su paraguas». Roberts se enfrentó incesantemente con McKain por acusaciones y contraacusaciones de corrupción y negligencia. Llegados a 1821, McKain, que no soportaba más la situación, aceptó un trabajo en el astillero de Sheerness y se marchó. Lo reemplazó Edward Laws. La tóxica atmósfera empezaba a disiparse en el astillero cuando, el 9 de enero de 1823, llegaron noticias de que la Junta de Marina había demostrado su confianza en el astillero de Pembroke mediante el encargo de la construcción de una bombarda de 372 toneladas, diseñada por sir Henry Peake —el que fuera topógrafo de la Marina—,* que llevaría el nombre de Erebus.

No sería un barco muy grande. Con 31,6 metros de eslora, era la mitad de largo que los grandes buques de guerra y, con sus 372 toneladas, era un pececillo comparado con las 2141 toneladas de la Victory. Sin embargo, estaba diseñado para oponer resistencia, y se parecía más a un remolcador que a un esbelto y moderno queche. Sus cubiertas y su casco debían ser capaces de resistir el retroceso de los dos grandes morteros de a bordo, uno de trece pulgadas y el otro de diez. Por lo tanto, tenía que estar reforzado con abrazaderas de hierro clavadas a los maderos de la bodega, lo que aseguraba el casco y, además, reducía el peso de la embarcación. También debía contar con una bodega lo bastante amplia y profunda como para almacenar los pesados proyectiles de los morteros. Además, estaría armado con diez cañones pequeños, por si tuviera que enfrentarse al enemigo en el mar.

El Erebus fue construido casi por completo a mano. Primero se dispuso la quilla, muy probablemente confeccionada con piezas de olmo ensambladas, sobre los bloques del astillero. A la quilla se unió la roda, la parte de madera que asciende en la proa, y, en el otro extremo del barco, el codaste, que sostiene el timón. Las cuadernas, hechas de robles del bosque de Dean (Gloucestershire) que habían sido enviados en barcazas a través del río Severn, se unieron entonces a aquellas grandes piezas de madera. Para ello era necesaria una gran habilidad, pues los carpinteros debían encontrar exactamente la parte del árbol que mejor se adaptara a la curvatura del barco, teniendo en cuenta, además, cómo podría expandirse o contraerse la madera en el futuro.

Una vez toda la estructura estaba dispuesta, se dejaba asentar durante un tiempo. Luego se empezaban a colocar los maderos del forro, de unos 7,62 centímetros de grosor, empezando por la quilla hacia arriba, y se añadían los baos y los maderos de las cubiertas que descansaban sobre ellos.

El Erebus no se construyó con prisas. A diferencia del que sería su compañero en el futuro, el HMS Terror, construido en Topsham (Devon) en menos de un año, pasaron veinte meses antes de que estuviera listo para la botadura. Cuando las tareas de construcción llegaron a su fin, el responsable de finanzas envió una factura a la Junta de Marina por valor de 14 603 libras, el equivalente a 1,25 millones actuales (aproximadamente 1,4 millones de euros).

En total, en Pembroke se construyeron doscientos sesenta barcos. Luego, casi exactamente cien años después de que el Erebus se deslizara a las aguas, el Almirantazgo decidió que el astillero era innecesario y sus tres mil trabajadores fueron reducidos de un plumazo a solo cuatro. Esto ocurrió en 1926, el año de la huelga general. En la Segunda Guerra Mundial hubo un indulto temporal durante el que se construyeron en el astillero hidroaviones Sunderland, y más recientemente almacenes y negocios de distribución se han trasladado a lo que fueron sus instalaciones y han ocupado parte del espacio de los viejos hangares, pero, mientras atravieso la gran entrada de piedra del viejo astillero, tengo la lamentable sensación de que sus días de gloria han quedado en el pasado y que no volverán jamás.



Tras su botadura en Pembroke, el Erebus se transportó, como era habitual, a otro astillero del Almirantazgo para que lo pertrecharan. Como todavía no estaba aparejado por completo de mástiles y velas, lo más probable es que lo remolcaran hacia el suroeste, que doblara Land’s End, el extremo suroccidental de Inglaterra, y que luego entrara en el canal de la Mancha rumbo a Plymouth. Allí, en el bullicioso nuevo astillero que con el tiempo se convertiría en el cuartel general de Devonport perteneciente a la Marina Real, se habría transformado en un buque de guerra, con toda su artillería: dos morteros, ocho cañones de 24 libras y dos de 6 libras, y toda la maquinaria necesaria para almacenar y mover la munición. Fue en aquel lugar donde se izaron sus tres mástiles, de los cuales el palo mayor se elevaba unos cuarenta y dos metros sobre la cubierta.

Pero, tras este frenesí, llegó un largo período de calma. Aunque estaba aparejado y listo, el Erebus se mantuvo en «ordinarios» (el término utilizado para describir un barco que no tenía ninguna misión asignada).* Durante dieciocho meses, permaneció anclado en Devonport, a la espera de que alguien le diera uso.

Me pregunto si existirían entonces algo parecido a observadores de barcos: colegiales con libretas y lápices que apuntaran las idas y venidas de las embarcaciones en los grandes astilleros, como yo hacía con los trenes que entraban y salían de Sheffield. Supongo que les habría gustado aquel nuevo barco de tres palos, ancho y de casco fornido que parecía no ir a ninguna parte. Tenía cierto estilo: la proa estaba delicadamente adornada con tallas, la obra muerta ribeteada de troneras y, a popa, lucían aún más adornos alrededor de la serie de ventanas del espejo, así como las características galerías que sobresalían y albergaban las letrinas de los oficiales.

Si, en cualquier caso, esos escolares hubieran estado despiertos temprano en las oscuras mañanas invernales de finales de 1827, su recompensa habría sido contemplar una emocionante escena a bordo del HMS Erebus: cómo retiraban los cobertores, encendían las lámparas, las barcazas que se acercaban al barco, cómo se aparejaban sus mástiles, izaban las vergas y desplegaban las velas. En febrero de 1828, el Erebus hizo una aparición en el Libro de Progreso, que registraba todos los movimientos de todos los barcos de la Marina Real. Según se anotó, fue «sacada a grada, se quitaron los protectores y se encobró hasta los topes». Estos eran preparativos para ponerla en servicio: se la había sacado del agua hasta una de las gradas (rampas) del puerto, se le habían retirado las planchas de madera que protegían el casco y se habían reemplazado por un recubrimiento de cobre que cubría toda la parte sumergida del casco cuando el barco estaba a máximo de carga (lo que no tardaría en denominarse la marca de Plimsoll o marca de francobordo). Desde la década de 1760, la Marina Real había experimentado con el recubrimiento de cobre para impedir los devastadores daños que causaban los teredos, también conocidos como gusanos de la madera o broma —«las termitas del mar»—, que hacían agujeros en los maderos y los comían desde el interior. Que el casco se recubriese de cobre significaba que la partida del barco era inminente.

El 11 de diciembre de 1827, el comandante de la Marina Real George Haye subió a bordo de la nave y se convirtió en el primer capitán del HMS Erebus.

Durante las seis semanas posteriores, Haye registró con minucioso detalle el avituallamiento y aprovisionamiento de su barco: el 20 de diciembre se encargaron 762 kilogramos de pan, junto con 107 litros de ron, 28 kilogramos de cacao y 700 litros de cerveza. Se pulieron y limpiaron las cubiertas y se prepararon las velas y las jarcias mientras la tripulación, compuesta por unos sesenta marineros, se familiarizaba con el nuevo barco.

El primer día de servicio activo del Erebus aparece registrado lacónicamente en la bitácora del capitán: «8.30. Piloto a bordo. Amarras soltadas, remolcado hasta boya». Era el 21 de febrero de 1828.

A la mañana siguiente dejaron atrás el faro de Eddystone, que señalaba el bajío rocoso al suroeste de Plymouth en que tantos barcos habían naufragado, y pusieron rumbo a las famosas aguas turbulentas del golfo de Vizcaya. Hubo algunos problemas típicos de una primera navegación, entre ellos una pequeña vía de agua en los aposentos del capitán que mereció los lamentos de este en su bitácora: «Cada dos horas hay que sacar agua del camarote» y «Achicando toda la tarde».

Para ser un barco ancho y pesado, el Erebus navegó a buen ritmo. Cuatro días después de partir, habían cruzado el golfo de Vizcaya y tenían a la vista el cabo de Finisterre, en el extremo noroeste de España. El 3 de marzo llegaron al cabo de Trafalgar. Muchos miembros de la tripulación debieron de amontonarse en la borda para ver el lugar de una de las victorias navales británicas más sangrientas de la historia. Puede que incluso uno o dos de los más veteranos hubieran estado en aquel lugar junto a Nelson.

Durante los siguientes dos años, el Erebus patrulló el Mediterráneo. Al revisar las entradas de la bitácora que se encuentra en los Archivos Nacionales Británicos, tuve la sensación de que no se le exigió mucho. Bajo el título «Comentarios en la mar», estas notas hacen poco más que registrar de un modo laborioso y con meticulosidad el tiempo del día, la lectura de la brújula, la distancia recorrida y todos los ajustes de las velas. «Desplegados foque y mesana», «Arriba la mayor y la cangreja», «Desplegados los juanetes». Uno no tiene la impresión de que tuvieran en algún momento mucha prisa. Pero, claro, tampoco había motivos para apresurarse. Los conflictos internacionales habían remitido temporalmente. Napoleón había sido derrotado y nadie había dado un paso adelante para reclamar su corona. Cierto, en octubre de 1827, unos pocos meses antes de la entrada en activo del Erebus, buques de guerra británicos, rusos y franceses se habían enfrentado a la Armada turca para apoyar la causa de la independencia griega en lo que había resultado una victoria sangrienta y, en último término, no concluyente para los aliados. Pero esa batalla no había tenido continuidad. Entre las grandes naciones existía, por una vez, más cooperación que conflictos. Lo peor con lo que los barcos mercantes tenían que lidiar en el Mediterráneo eran los corsarios —piratas que operaban desde la costa de Berbería—, pero incluso la actividad de estos se había reducido tras haber sufrido una campaña naval contra sus bases.

Lo único que debía hacer realmente el Erebus era pasear la bandera, recordar a todo el mundo la supremacía naval de su país e incordiar a los turcos en la medida de lo posible.

Mapa2

El Erebus zarpó de Tánger y siguió la costa del norte de África hasta Argel, donde la guarnición británica celebró su llegada con una salva de veintiún cañones, a la que el Erebus respondió con sus propios cañones. Aquí, según apunta el comandante Haye con cierto misterio, se subieron a bordo seis bolsas «que se decía que contenían 2652 cequíes de oro y 1350 dólares que debían consignarse a diversos mercaderes de Túnez». En cuanto dejaron Argel aparece la primera mención de un castigo a bordo: John Robinson recibió veinticuatro latigazos «por escabullirse abajo cuando había que trabajar».

La pereza, o el no cumplir inmediatamente las órdenes, se consideraba una falta disciplinaria grave, y Robinson debió de ser utilizado para dar ejemplo frente a toda la tripulación. Seguramente le quitaron la camisa y le ataron las muñecas a una reja colocada sobre una pasarela. Después, el contramaestre, que debió de ser quien administró el castigo, empezó a azotarlo con el temido gato o látigo de nueve colas, con nueve lenguas con nudos cuyos impactos parecían zarpazos.

Algunos hombres se enorgullecían de haber sobrevivido a los latigazos, pues preferían diez minutos de dolor a diez días de calabozo bajo cubierta. Michael Lewis, autor de The Navy in Transition 1814-1864, sugiere incluso que «había cierto arte en ser azotado […], un marinero de provecho en buena forma podía encajar doce latigazos con tal entereza y calma que parecía separar el trabajo del látigo de la idea de infligir dolor como medio de castigo y advertencia, y que, en la mente de los marineros, la conectaba con lo ordinario y rutinario». Pero pronto se producirían cambios. Solo unos pocos años después, en 1846, gracias a los denodados esfuerzos del parlamentario Joseph Hume, todos los castigos con latigazos en el mar habían de informarse a la Cámara de los Comunes. El efecto de este requisito fue inmediato. En 1839 se usó el látigo en más de 2000 ocasiones; hacia 1848 ese número había descendido a 719. La prohibición del uso del látigo de nueve colas en la Marina llegó alrededor de 1880, aunque se continuaron administrando castigos corporales con vara hasta bastante después de la Segunda Guerra Mundial.

Aparte de los azotes de Robinson, reinaba la monotonía y cada día se repetía el mismo ritual de comer, dormir, trabajar y limpiar. La obsesión con las «hamacas y la ropa bien limpia» era, por supuesto, más que una cuestión de higiene. Sin esta rutina no podía haber disciplina.

De vez en cuando sucedía algo interesante. El 7 de abril de 1828, la bitácora del capitán registra que se abordó y registró un barco con destino a Nueva York que había partido de Trieste. El 24 de junio, tuvo lugar el «avistamiento de un buque de guerra de línea ruso y un bergantín. Se intercambió un saludo de trece cañonazos y un bote cubierto llevó al capitán a lo que resultó el buque insignia de un almirante ruso». Ese mismo día, la bitácora dice: «Bote ha regresado. Se ha abierto un barril de vino, número 175. 24 galones y un octavo».

Una vez que el Erebus llegó a su posición cerca de Grecia y las islas jónicas, los «Comentarios en la mar» empiezan a parecerse al folleto de una agencia de viajes. Encontramos interminables días de «brisa ligera y buen tiempo» y un itinerario que hace que nos muramos de envidia: Cefalonia, Corfú, Siracusa, Sicilia y Capri. La misión del Erebus difícilmente podría haber llevado a la tripulación a lugares más idílicos. Aunque hombres como Caleb Reynolds, de la Artillería de Marina, que recibió veinticuatro latigazos por «suciedad y desobediencia a una orden», o Morris, voluntario de primera clase, al que se le dieron «12 azotes por la falta de continuado incumplimiento del deber y desobedecer a las órdenes», no disfrutaron tanto de la expedición. Si tenemos en cuenta dónde se encontraba y la tranquilidad que reinaba en la zona, no parece que la vida en el Erebus fuera muy feliz.

Las cosas empezaron a cambiar cuando inició su segundo año de servicio en el Mediterráneo, con el nombramiento del comandante Philip Broke. Este era hijo del contraalmirante sir Philip Bowes Vere Broke, célebre por su audaz captura del USS ChesapeakeErebusErebus