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1 El tema del antiandalucismo y antiflamenquismo como elementos clave en la construcción del rechazo a España por parte del catalanismo está desarrollado con amplitud en los capítulos III y IV de J. Laínz, España contra Cataluña. Historia de un fraude, Ed. Encuentro, Madrid 2014.

2 El tema de los siguientes apartados, dedicados al papel de los catalanes en América, está desarrollado con mayor amplitud en J. Laínz, España contra Cataluña. Historia de un fraude, Ed. Encuentro, Madrid 2014, págs. 22-70.

3 Ministro de Hacienda: Jaume Carner i Romeu (Esquerra Republicana de Catalunya); ministro de Agricultura, Industria y Comercio: Marcelino Domingo y Sanjuán (Partido Republicano Radical Socialista); ministro de Estado: Luis de Zulueta y Escolano (Acción Republicana).

4 Para no cansar con una lista farragosa, quedémonos con el libro Las cuentas y los cuentos de la independencia, de los catalanes Josep Borrell y Joan Llorach (Ed. Los libros de la catarata, Madrid 2015); con el extenso trabajo colectivo, dirigido por el economista catalán Gabriel Tortella, Cataluña en España: historia y mito (Ed. Gadir, Madrid 2016); y con los estudios elaborados por la benemérita asociación Convivencia Cívica Catalana presidida por Francisco Caja, todos ellos disponibles en la página web de dicha asociación: Las pensiones en las autonomías; Las inversiones en infraestructuras en Cataluña. Licitación de obra pública. Análisis de los años 2011 a 2016; Análisis del comercio de Cataluña. Las ventas catalanas al resto de España y al extranjero; Las inversiones en infraestructuras en España. Análisis y distribución territorial. Estudio de la última década (2006-2015); Cataluña rica, Cataluña pobre. Apuntes sobre la renta per cápita catalana; El resto de España, motor de la economía catalana. Estimación cuantitativa del impacto de las compras del resto de España sobre la economía de Cataluña; Las balanzas fiscales dentro de Cataluña; Apuntes sobre la balanza fiscal de Cataluña 2011; Los falsos paraísos del nacionalismo catalán: La Noruega del Sur y la Suiza del Mediterráneo; Desplome de la inversión extranjera en Cataluña en 2014; El declive económico de Cataluña. Cómo las tensiones políticas y la deriva secesionista están afectando a la economía catalana; El sistema de financiación autonómica; El maquillaje de la balanza fiscal de Cataluña; Las cuentas claras de Cataluña; Posicionamiento sobre el «pacto fiscal» presentado por Artur Mas; Las trampas de la balanza fiscal de Cataluña; Análisis del déficit fiscal catalán. Comparación de Cataluña con los länder alemanes; La financiación del gobierno catalán. Análisis comparado nacional e internacional.

Jesús Laínz

Negocio y traición

La burguesía catalana de Felipe V a Felipe VI

Prólogo de Stanley G. Payne

© Prólogo: Stanley G. Payne

© El autor y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2020

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Colección Nuevo Ensayo, nº 69

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Impresión: Cofás-Madrid

ISBN: 978-84-1339-017-8

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índice

Prólogo de Stanley G. Payne

Introducción

España nos roba

El heroico siglo XV

El pleito americano

El novedoso siglo XVIII

Tras 1714

Y comenzó el porvenir

El nefasto siglo XIX

La traca inaugural

La culpa fue del arancel

El hierro y el vapor desembarcan en España

Intermedio anticarlista

Más aranceles

La bestia parda

Un eterno sacrificio momentáneo

¡Muera la república, viva el rey!

Nuevo rey, nueva carlistada y nuevos aranceles

La cruzada proteccionista de Víctor Balaguer

La cruzada librecambista de Joaquín Costa

Otro breve sobresalto

Memorial de agravios

Los librecambistas contraatacan

De los agravios españoles a los alemanes

Los catalanes en América

Oscuros negocios

Polémica cubano-catalana

España para los españoles

La traca final

El despegue del separatismo

Historia de dos hermanos

El agitado siglo XX

Dos arrepentimientos desapercibidos

En las Cortes

A imperio muerto, imperio puesto

Más proteccionismo o morir

La Lliga contra el turno de partidos

La época dorada de la Lliga

Hacia la dictadura

Proteccionismo y catalanismo durante la Segunda República

¡Visca Franco! ¡Arriba Espanya!

El franquismo en Cataluña

El desarrollo de Cataluña

El pérfido plan de descatalanización

El origen del problema

Colofón inmigratorio

El absurdo siglo XXI

El cadáver

El móvil

El cómplice

El fin

Epílogo a un golpe de Estado

La historia se acelera

La trampa

A confesión de parte, exclusión de prueba

Un golpe muy largo

Totalitarismo modélico

Difícil de explicar

La embestida final

Las élites catalanas contra Cataluña

La pela es la pela

Que se partan la cara los demás

Y mientras tanto, en La Moncloa…

Bibliografía

Índice onomástico

Prólogo de Stanley G. Payne

Esta nueva versión ampliada y revisada de El privilegio catalán —titulada Negocio y traición— no es un libro más sobre el «problema catalán», un tema que ya ha atraído ríos de tinta. En verdad, no hay ningún «problema catalán», sino una controversia muy grave originada y estimulada del modo más extravagante y artificial imaginable —salvo que, afortunadamente, no ha recurrido a la violencia sistemática— por los catalanistas.

Desde el siglo XV (y aun antes bajo la Corona de Aragón) Cataluña ha sido tratada como una parte normal de España, sin sufrir cargas ni impuestos ni regulaciones fuera de las normales para toda España, hasta los dos últimos siglos. La diferencia en esta época más reciente es que ha pasado de ser una parte normal a ser una de las dos regiones más especialmente favorecidas por el gobierno de España. Es decir, durante dos siglos el gobierno de Madrid discriminó a la gran mayoría de los ciudadanos —los españoles ordinarios— a favor de los catalanes, que, en parte por eso, han gozado de un nivel de vida más alto que los demás españoles. Como pasa con frecuencia en la vida humana, cuando una persona llega a acostumbrarse a recibir siempre favores especiales, en vez de expresar su agradecimiento, reclama aún más y, si no lo recibe, se presenta como una víctima injustamente tratada.

Este aspecto del fenómeno catalanista es el tema del nuevo libro de Jesús Laínz, que se ha ganado una reputación destacada como defensor de la unidad de España y de los intereses comunes de los españoles. En este ensayo traza breve y acertadamente la historia del «privilegio catalán», que en lo económico se continuó y hasta se exageró bajo la dictadura de Franco, aunque durante algunos años se restringió el uso oficial del idioma. La ausencia de una política más ilustrada que hubiera beneficiado más a todos los españoles (y, a largo plazo, también a los catalanes) ha sido explicada frecuentemente por la debilidad del Estado y del sistema político en España, pero la situación bajo las dos dictaduras no era tan diferente. Por comparación con otros países, en España hasta los Estados dictatoriales han sido relativamente débiles. La única institución estatal fuerte bajo Franco fue la policía.

El patriotismo está en declive en todos los países de Europa Occidental, y así la situación de España es excepcional solamente por el grado notable de lo que es un declive común. Lo que llama la atención en el caso español es la ausencia de cualquier reacción populista del tipo patriótico que es relativamente fuerte en, por ejemplo, Italia, el país de otro modo más parecido a España. Está muy bien exhibir y ondear la bandera, pero tiene que ser reforzado por una acción política consecuente.

En España, la complicidad política con el catalanismo por parte de los partidos de izquierda es un factor constante, salvo en algún momento de crisis, la versión contemporánea del «donjulianismo» mítico. Desde el ataque terrorista en marzo de 2004, que tuvo el efecto de poner las cartas políticas al revés, el sistema español ha entrado en una larga crisis, cuyo fin está todavía muy lejos de consumarse, sin contornos finales previsibles. Desde entonces, y sobre todo con la gran recesión económica, la literatura sobre «los males de la patria» ha crecido a pasos gigantes. El problema no es del análisis teórico sino de la organización y las decisiones cívicas, de logro muy difícil dentro de la invertebración ciudadana actual.

Negocio y traición, este nuevo ensayo de Jesús Laínz, es una contribución clave en este momento de división y debilidad cívicas, porque su enfoque subraya del modo más claro los aspectos de narcisismo, egocentrismo y oportunismo que han dominado en la historia política del catalanismo. Fueron las notas predominantes en el siglo XIX y en la primera parte del siglo XX bajo el liderazgo de la burguesía industrial. Han cambiado de estilo, pero continúan como dominantes bajo el liderazgo de los políticos, la inteligentsia y los activistas de los siglos XX y XXI. El autor consigue señalarlos de un modo acertado, subrayando las características fundamentales de este aspecto de la deconstrucción de España.

Introducción

España nos roba

En los últimos años se han agolpado los acontecimientos a tal velocidad que parece haberse perdido la perspectiva del camino que ha llevado a Cataluña, y con ella a toda España, a la explosiva situación actual: un golpe de Estado todavía latente, unos gobernantes separatistas que proclaman casi diariamente su intención de volver a dar otro en cuanto puedan y cientos de miles de catalanes en continua agitación debido a que la intoxicación mediática ha conseguido convencerles de que los políticos procesados por vulnerar el código penal son presos políticos, encarcelados por su ideología.

Dos son los motivos por los que hemos publicado esta nueva versión, muy ampliada, de El privilegio catalán, aparecido en septiembre de 2017. El primero, la casualidad de que, en los mismos días en que aquella primera versión llegaba a las librerías, los gobernantes regionales catalanes dieron el golpe de Estado por el que han sido procesados. Dada la posibilidad de que en los próximos meses se edite la traducción inglesa de estas páginas, no podíamos dejar de incluir, como capítulo final, la explicación de aquellos acontecimientos sin la cual la comprensión del conjunto resultaría difícil para el lector extranjero, generalmente poco informado sobre la historia y la realidad actual de España, como es comprensible. Este capítulo final es la causa del nuevo título, Negocio y traición (La burguesía catalana de Felipe V a Felipe VI), ya que amplía el campo de visión del libro hasta comienzos de 2020 pasando por los lamentables acontecimientos del otoño de 2017, en los que se consumó la traición de los gobernantes separatistas y en los que tan decisivamente intervino S. M. el rey don Felipe VI defendiendo el imperio de la ley en su histórica declaración televisada.

El segundo motivo fue la brevedad de la primera edición, brevedad decidida para facilitar la lectura en esta época nuestra de las redes sociales, lamentablemente inclinada, cada día más, a la información fugaz, la instantaneidad y el imperio de la imagen sobre la palabra. Pero para conseguir aquella brevedad sacrificamos demasiada información que, en una segunda reflexión, lamentamos no haber incluido. Para subsanar aquel defecto de la primera versión hemos decidido publicar esta segunda, cuya información añadida, sobre todo referida al siglo XX desde la Guerra Civil hasta la actualidad, ha duplicado con creces la extensión de aquélla.

Hecha esta aclaración, hemos de tener en cuenta que la actualidad política no debe hacernos olvidar que el lema más repetido, enseñado, escrito, impreso, anunciado, coreado y cantado en Cataluña durante los últimos años ha sido España nos roba. Tras varias décadas lavando el cerebro y envenenando los corazones de los catalanes con invasiones españolas, guerras independentistas, genocidios lingüísticos y otras tergiversaciones históricas, el arma final tiene el feo nombre de un pecado capital: la avaricia. «Los españoles son unos vagos y su Estado es un parásito que nos chupa la sangre a los laboriosos catalanes. Por eso tenemos que separarnos, para poder ser todo lo ricos que de verdad seríamos si no tuviéramos que cargar con el lastre y el latrocinio español». Ése sería el resumen del dogma que comparten ciegamente cientos de miles de catalanes adoctrinados por unas aulas escolares y unos medios de comunicación dignos del más depurado régimen totalitario.

Sobre balances, inversiones, impuestos y demás asuntos contables del Estado autonómico se han escrito en los últimos años páginas más que suficientes para desbaratar la manipulación magistralmente esloganizada por los separatistas. Y por lo que se refiere a latrocinios, tanto los institucionalizados —que anulan, ellos solos, la legitimidad del suicida Estado de las Autonomías— como los efectuados en el íntimo círculo familiar, empezando nada menos que por el máximo dirigente separatista, Jordi Pujol, escandalosamente impune desde los ya lejanos tiempos de Banca Catalana hasta los cercanos de su confesada evasión fiscal, valga como resumen la letra de la jotica cantada por Javier Badules en las fiestas de Graus de 2014:

«A los independentistas

yo os diré lo que les pasa:

dicen que España les roba

y el ladrón tenían en casa».

Ladrón que, en enésima prueba de la sorprendente suciedad que envuelve todo lo relativo al separatismo catalán, ha acabado librándose de la cárcel debido a la prescripción provocada por la sospechosa lentitud de las instancias judiciales encargadas de su caso.

Lamentablemente, los catalanes, y el conjunto de los españoles, se han visto obligados a esperar décadas para empezar a conocer en toda su magnitud el secreto a voces del formidable sistema de corrupción construido por los separatistas desde su intangible gobierno autonómico. Pero la tozudez de los hechos acaba imponiéndose y cada día va quedando más claro que las prisas por la independencia de tantos dirigentes nacionalistas no son más que, por un lado, la creencia en que la sociedad catalana, tras cuarenta años de lavado de cerebro y envenenamiento de los corazones, ya está madura para la secesión; y, por otro, una maniobra para ponerse fuera del alcance de la justicia. Y parapetados tras cientos de miles de estafados inconscientes desfilando con antorchas y agitando banderitas.

Así pues, para no repetir lo innecesario, el objetivo de estas páginas será alejarnos un poco de la actualidad inmediata para poder contemplar la faceta económica del separatismo catalán con la debida perspectiva, faceta económica que, junto a otras de índole cultural, lingüística, política y social, tuvo enorme peso en el origen y construcción del proyecto separatista. Porque el problema no es de hoy, ni arrancó con Franco ni con el Desastre del 98, puesto que hunde sus raíces bastante más atrás: en el siglo XVIII.

Pero antes de detenernos en la centuria en la que la dinastía Borbón comenzó a reinar en España, es necesario atrasar el reloj un par de siglos más y cruzar el charco. Pues en la participación o no participación de los catalanes en la empresa americana entroncan algunos de los problemas más importantes sobre los que trataremos aquí.

El heroico siglo XV

El pleito americano

El primer agravio que suelen agitar los separatistas catalanes contra Castilla —es decir, contra España, conceptos que ellos han hecho sinónimos cuando no lo son— es la exclusión de los catalanes de América.

Efectivamente, una serie de datos confusos y contradictorios parecieron sugerir que los súbditos aragoneses —subrayemos: aragoneses, no catalanes— estuvieron excluidos de los asuntos americanos por voluntad de los Reyes Católicos. En primer lugar hay que tener en cuenta que los derechos sobre las tierras recién descubiertas derivaban del Tratado de Alcaçovas (1479) que puso fin a la guerra lusocastellana por la sucesión de Enrique IV, guerra en la que, además de las candidaturas de Isabel y Juana la Beltraneja, también se disputaron el litoral africano y las islas Canarias. Según dicho tratado, quedaban para Portugal las costas africanas al sur del cabo Bojador y para Castilla, «las islas de Canaria ganadas e por ganar». Es decir, las tierras que se descubrieran hacia el oeste. Aragón no era parte ni en el litigio ni en el acuerdo, tanto por no participar en la pugna por el trono como por no tener litoral atlántico. Por lo tanto, del hecho de que sólo la Corona de Castilla tuviera derechos en el Atlántico se derivó la incorporación a ella de las tierras descubiertas por Colón.

Además, y como consecuencia de lo anterior, la cuestión quedó así fijada tanto en el Tratado de Tordesillas como en las previas bulas alejandrinas que otorgaron a la Corona de Castilla el derecho de conquistar las Indias y la obligación de evangelizarlas. Finalmente, si se pretendiese echar sobre el papa la culpa de la discriminación contra los naturales de la Corona de Aragón, no es pequeño detalle el hecho de que Alejandro VI fue —¡sarcasmos de la historia!— el valenciano Rodrigo de Borja, natural de la Corona de Aragón.

Algunos testimonios, como el de Gonzalo Fernández de Oviedo, refieren la instrucción dada por la reina Isabel en 1498, con motivo del tercer viaje colombino, de que sólo pasaran a las Indias los vasallos de los señoríos de su patrimonio, es decir, los de la Corona de Castilla. Pero el mismo Fernández de Oviedo explicó que, a pesar de esta prohibición, vigente hasta 1504, año del fallecimiento de la reina, pudieron pasar los demás con licencia. En principio, por lo tanto, una exclusión, y no absoluta, de seis años.

Por otro lado, en las instrucciones dadas por Isabel y Fernando a Ovando en 1501, se le ordenó que en las Indias «no haya extranjeros de nuestros reinos y señoríos», con lo que ambos reyes se estaban refiriendo a los no súbditos de las dos Coronas, en concreto al expresamente excluido de la gobernación de Castilla Felipe el Hermoso y su corte de flamencos. Eso explica la confusa cláusula testamentaria de Isabel, de conformidad con su marido, al establecer que «el trato y provecho de ellas se haga y se trate y negocie desde estos mis reinos de Castilla y León, y en ellos y a ellos venga todo lo que de allá se trajere», destinada a prohibir el comercio con y desde puertos de Flandes.

Pero, aparte de estos y otros datos confusos y contradictorios, el hecho fue que desde el primer momento, y hasta que Carlos III eliminó el monopolio de los puertos andaluces en el comercio americano, los súbditos aragoneses participaron por igual en el descubrimiento, conquista, evangelización, poblamiento y gobierno de América.

Por ejemplo, el valenciano Luis de Santángel fue uno de los principales responsables de que el viaje de las tres carabelas pudiera realizarse; el jefe militar del segundo viaje de Colón fue el ampurdanés Pedro de Margarit al frente de doscientos soldados catalanes; el primer vicario apostólico en las nuevas tierras fue Bernardo Boil, benedictino de Montserrat, que derribó en la Isla Española miles de ídolos, fundó las primeras iglesias e instituyó los primeros obispados; en manos del tarraconense Miguel Ballester quedó la fortaleza de la Concepción; Miguel de Pasamonte fue tesorero general; Jaime Rasqui fue uno de los conquistadores del Río de la Plata; Juan Orpí fundó Nueva Barcelona en Venezuela; la primera ciudad venezolana, Coro, la fundó Juan Martín de Ampués; Juan de Grau y Ribó, compañero de Hernán Cortés, se esposó con Xipaguazin, hija de Moctezuma; el valenciano Diego Ramírez de Arellano descubrió las islas australes que llevan su nombre; el leridano Gaspar de Portolá conquistó California... Y muchos catalanes, valencianos y aragoneses fueron gobernadores y virreyes de todos los territorios americanos. Entre estos últimos se encontraron, por ejemplo, los catalanes Manuel de Sentmenat-Oms y de Santa Pau, virrey del Perú; Manuel de Amat y Junyent, virrey del Perú; Gabriel de Avilés, virrey del Perú y del Río de la Plata; Antonio de Olaguer y Feliú, virrey del Río de la Plata; o los aragoneses Melchor de Navarra y Rocafull, virrey del Perú, y Pedro de Cebrián y Agustín, virrey de Nueva España.

Y, por supuesto, en los puertos de Sevilla y Cádiz, desde el mismo descubrimiento, pudieron establecerse tanto los comerciantes aragoneses como los castellanos pues no existió discriminación legal alguna para el comercio con las Indias entre los naturales de uno u otro reino.

Otros datos que no suelen tenerse en cuenta son, en primer lugar, el escaso peso demográfico de Cataluña en el conjunto de la España del siglo XVI —se calcula que, en el momento de la unificación de los Reyes Católicos, la población de Castilla era entre nueve y diez veces mayor que la de Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares juntas (nueve millones frente a menos de un millón); y, en segundo, la débil energía comercial de los catalanes de aquel tiempo, cerrados en sí mismos, satisfechos de su situación o más inclinados hacia el comercio mediterráneo. En su Noticia de Cataluña, el egregio historiador catalán Jaume Vicens Vives señaló así la responsabilidad de sus paisanos de entonces:

«Aun admitiendo el régimen de exclusión decretado por la monarquía en beneficio de Castilla, había en el monopolio colonial muchas rendijas por donde encontrar la fuente en que aplacar la sed del oro americano. Ni esto siquiera se supo o se quiso hacer. La oligarquía se sentía bien en su casa, comiendo perdices y truchas sabrosas y refrescándose con bebidas enfriadas por la nieve de las vertientes pirenaicas. El padre Pere Gil define exactamente esta concepción burguesa escribiendo —en el año 1600— que Cataluña tenía «suficientemente para sí misma, todas las cosas útiles y necesarias para la vida humana, y muchas de ellas en abundancia para comunicar a otras provincias». ¿Por qué, pues, preocuparse? ¿Por qué, si habitaban un paraíso poblado por gente robusta, fuerte, casta, laboriosa, apta para los ingenieros mecánicos, previsora y prudente, y gobernado por hombres firmes, leales, constantes, tenaces y juiciosos?».

Y desmintió con contundencia el mito de la discriminación de los catalanes en América:

«Porque debe decirse, de una vez para siempre, que es absurdo el lamento que tanto vuelo tomó a finales del siglo XIX respecto a la exclusión deliberada de los catalanes del comercio con América. Hoy sabemos que no hubo eliminación de tipo jurídico, sino establecimiento de un monopolio de tráfico entre España y las colonias americanas en provecho de los burgueses de Sevilla. Pero los menos versados en historia económica saben que primero los genoveses, después los alemanes y portugueses —incluyendo entre éstos a los marranos conversos— y más tarde los holandeses, franceses e ingleses supieron aprovecharse de ese monopolio para hacer pasar el oro americano hacia sus tierras sin que el gobierno de la monarquía española pudiera hacer nada para evitarlo. Si los catalanes de los siglos XVI y XVII hubieran tenido capitales, industrias y espíritu de empresa, se las habrían ingeniado para lograr el mismo provechoso objetivo que los otros extranjeros a la Corona castellana. Si no pudimos hacerlo, no es porque no supiéramos; simplemente, no teníamos capitales para embaucar a los factores de la Casa de Indias, engolosinar a los mercaderes sevillanos o «convencer» a la monarquía. ¿Qué más hubieran querido los reyes de la casa de Austria y sus ministros, aun el propio conde de Olivares, que transigir con unas demandas catalanas de apertura del comercio americano, si se les hubieran presentado, ante la perspectiva de las bolsas bien rebosantes de plata, ellos que estaban un día sí y otro también abocados a la quiebra del crédito financiero de la realeza? Pero, precisamente en esa época, los comerciantes de Cataluña vivían de las rentas del tráfico con Sicilia, y estaban de lo más satisfechos con esa lotería. ¿Pensar en ir a América? ¡Qué va! Ningún marinero se habría atrevido a capear la punta extrema de Portugal. Hasta este punto caímos en el siglo XVII».

Además, todo el victimismo queda anulado de raíz pues, aun en el caso de que hubiese sido cierta la exclusión, sus destinatarios no habrían sido los catalanes, sino los súbditos de los territorios de la Corona de Aragón. Habríase tratado, pues, de un asunto de naturaleza jurídica en el contexto de la compleja fragmentación de la Europa del Antiguo Régimen, y nunca una medida de carácter nacional, y mucho menos aún dirigida contra los catalanes por el hecho de serlo.

Por otro lado, la incoherente paranoia nacionalista consiste en condenar el descubrimiento y conquista de América por los castellanos, celebrando, muy ignorantemente, la ausencia de los catalanes, mientras que al mismo tiempo afean a Castilla el haberles impedido participar en ello. Ambos argumentos sirven para lo mismo, arremeter contra Castilla, aunque se anulen entre sí. Y por si esto fuera poco, reprochan a Castilla haber mantenido a los catalanes al margen del comercio americano y después la acusan de ser la responsable de la legislación borbónica, posterior a 1714, que se lo permitió.

Finalmente, no debe olvidarse que el mayor peso de Castilla durante los siglos imperiales tuvo como contrapartida la mucha mayor presión fiscal y militar que soportó, lo que acabó dejándola exangüe en comparación con los territorios forales, Aragón, Navarra y Vascongadas, como lamentó Quevedo en sus amargos versos:

«En Navarra y Aragón

no hay quien tribute un real;

Cataluña y Portugal

son de la misma opinión;

sólo Castilla y León

y el noble reino andaluz

llevan a cuestas la cruz».

Pero abandonemos la América del siglo XV y acerquémonos a la España del XVIII.

El novedoso siglo XVIII

Tras 1714

Poco hablaremos aquí de la Guerra de Sucesión, de Casanova y del 11 de septiembre de 1714. Avasalladores son los ríos de tinta que han fluido sobre ello desde hace un siglo, especialmente desde que Jordi Pujol pusiera en marcha la maquinaria totalitaria de lavado de cerebro que asfixia Cataluña desde hace cuarenta años, así que no contribuiremos a la inundación y nos centraremos en sus consecuencias jurídicas y económicas.

Resumiendo las mil y un mentiras, tergiversaciones y ocultaciones que, lamentablemente, se han sembrado en las últimas décadas sobre la Guerra de Sucesión —en palabras del eminente historiador británico Henry Kamen, «uno no sabe si reír o llorar ante tanta insensatez»—, subrayaremos solamente que no es cierto que Castilla invadiese y se anexionase Cataluña ni que ésta fuese un estado soberano en 1714, sino un territorio con algunas instituciones propias, como en cualquier otro lugar de la Europa del Antiguo Régimen, y parte constituyente de la Corona de Aragón, es decir, de España.

No es cierto que se tratase de una guerra entre castellanos y catalanes, sino entre partidarios de dos candidatos al trono de España, sin distinción de regiones.

No es cierto que todos los catalanes fuesen austracistas y todos los castellanos, borbónicos, pues muchos de los más importantes gobernantes castellanos fueron austracistas y muy distinguidos borbónicos fueron catalanes; y muchos miles de castellanos lucharon en el ejército del archiduque Carlos mientras que muchos miles de catalanes hicieron lo propio en el de Felipe V, candidato que contó con la fidelidad de comarcas enteras de Cataluña, como Cervera, Berga, Centelles, Ripoll y Manlleu.

No es cierto que el famoso 11 de septiembre combatieran catalanes contra castellanos, pues hubo castellanos defendiendo Barcelona, empezando por el comandante supremo de las fuerzas barcelonesas, Antonio de Villarroel —quien, en el momento cumbre, dirigió estas palabras a pueblo y soldados:

«Señores, hijos y hermanos: hoy es el día en que se han de acordar del valor y gloriosas acciones que en todos tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por toda la Nación Española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer, y no será la primera vez que con gloria inmortal fue poblada de nuevo esta ciudad defendiendo la fe de su religión y privilegios».

No es cierto que los catalanes sufrieran singularmente por su apoyo al archiduque, pues en 1705, tras la toma de Barcelona por los austracistas ingleses y holandeses, abandonaron la ciudad varios miles de partidarios de Felipe V para refugiarse en Francia o pasarse a tierras borbónicas, y los que se quedaron en Cataluña sufrieron represalias, encarcelamientos y saqueos de sus propiedades.

No es cierto que los catalanes se opusieran al candidato Borbón desde el principio, pues aunque su condición de francés no era la más apropiada para granjearle simpatías entre los muy francófobos catalanes, éstos, en su mayoría, aceptaron de buen grado el testamento de su amado Carlos II tanto por respeto a su voluntad como por considerarlo la mejor opción para mantener la integridad del reino. Los próceres de Cataluña se apresuraron a celebrar su llegada a España y a invitarle a celebrar Cortes según las leyes, fueros y privilegios de los reinos, para que tomara posesión de ellos legítimamente.

No es cierto que la represión alcanzara sólo a los catalanes, pues la confiscación y el destierro —treinta mil austracistas de toda España pudieron regresar tras el Tratado de Viena de 1725— alcanzó a cualquier partidario del archiduque, de cualquier región.

No es cierto que los catalanes austracistas fueran separatistas, sino que presumieron de ser los más españoles de todos. El austracismo de la mayor parte de los catalanes fue inspirado por su apego hacia una España habsbúrgica y tradicional en vez de hacia una Francia a la que miraban como su enemiga tradicional.

Así lo resumió el más importante historiador dieciochesco catalán, Antonio Capmany:

«En la guerra de sucesión que afligió la España, no se trataba de defender la patria, ni la nación, ni la religión, ni las leyes, ni nuestra constitución, ni la hacienda, ni la vida, porque nada de esto peligraba en aquella lucha. Sólo se disputaba de cuál de los dos pretendientes y litigantes a la Corona de España debía quedar el poseedor (...) Estaba la nación dividida en dos partidos, como eran dos los rivales; pero ninguno de ellos era infiel a la nación en general, ni enemigo de la patria. Se llamaban unos a otros rebeldes y traidores, sin serlo en realidad ninguno, pues todos eran y querían ser españoles, así los que aclamaban a Carlos de Austria como a Felipe de Borbón. Era un pleito de familia entre dos nobilísimos Príncipes, muy dignos cada uno de ocupar el trono de las Españas. Con ninguno perdía la nación su honor, independencia y libertad; sólo la Corona mudaba de sienes, pero la monarquía quedaba ilesa».

Pero hasta las autorizadísimas palabras de Capmany son innecesarias, pues basta con las escritas por los propios regidores barceloneses protagonistas del 11 de septiembre, que a las tres de la tarde de tan trágico e histórico día convocaron a los barceloneses a empuñar las armas con estas palabras —palabras cuidadosamente ocultadas durante décadas a unos manifestantes que, ignorándolas en porcentajes cercanos a la unanimidad, acuden cada año a la Diada para protestar contra la conquista española:

«Se hace también saber que siendo la esclavitud cierta y forzosa, en obligación de sus empleos explican, declaran y protestan ante los presentes, y dan testimonio a los venideros, de que han ejecutado las últimas exhortaciones y esfuerzos, protestando de los males, ruinas y desolaciones que sobrevengan a nuestra común y afligida patria, y del exterminio de todos los honores y privilegios, quedando esclavos con los demás españoles engañados, y todos bajo la esclavitud del dominio francés; pero se confía, con todo, que como verdaderos hijos de la patria y amantes de la libertad acudirán todos a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y su vida por su rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España».

No es cierto que el Decreto de Nueva Planta suprimiera la lengua catalana, puesto que la norma de que «las causas de la Real Audiencia se sustanciarán en lengua castellana» se dirigió a la sustitución de la que se había usado hasta aquel momento, el latín. Su objetivo fue conseguir mayor uniformidad en los procesos judiciales de todo el reino, pero ni siquiera afectó a los tribunales inferiores —ni, por supuesto, a la enseñanza—, donde siguieron conviviendo el castellano y el catalán.

Y, finalmente, no es cierto que Felipe V suprimiera la soberanía nacional representada en las Cortes catalanas, pues eran estamentales y, por lo tanto, no representaban a soberanía nacional alguna. Y, lo que más importa en relación con el tema de estas páginas, no es cierto que Felipe V incorporara Cataluña a Castilla, sino que uniformizó el derecho —solamente el público, pues las normas civiles, mercantiles, procesales y, en parte, administrativas de Cataluña se conservaron en su plenitud— y centralizó el gobierno, fenómeno general en toda la Europa de aquel tiempo, lo que también conllevó grandes cambios en la vieja planta castellana, detalle que no suele recordarse.

Llegada la paz, Cataluña se adentraría en el siglo XVIII entre el dolor por la guerra pasada y la prosperidad que la nueva situación iría facilitando. Y mientras que algunos siguieron lamentando la desaparición de las antiguas estructuras del reino de Aragón, otros alabaron las medidas tomadas por Felipe V.

Entre éstos destacó el futuro presidente de las Cortes gaditanas, Lázaro Dou, que ensalzó a Felipe V por su prudencia en el gobierno, por haber eliminado numerosas reliquias del sistema feudal, por haber promovido la humanidad y la libertad de sus súbditos prohibiendo, por ejemplo, a los señores catalanes aplicar penas corporales, así como por haber impulsado la industria y la enseñanza, razones por las que le otorgó el título de Solón de Cataluña.

Su compañero en Cortes Antonio Capmany también fue un entusiasta partidario de la dinastía borbónica y alabó las reformas realizadas desde el reinado de Felipe V. Seguidor de las doctrinas fisiocráticas, consideró un acierto la unificación jurídica y administrativa de todos los antiguos reinos de España, como la eliminación de los peajes y aduanas interiores y la liberalización del comercio con América, por considerar que había provocado el desarrollo de la hasta entonces atrasada industria nacional, cuyos puestos de cabeza empezaba a ocupar su región natal. Consideró que los viejos privilegios de los territorios de la antigua Corona de Aragón, derogados por el Decreto de Nueva Planta, habían cumplido su función en siglos pasados —los que llamó «siglos góticos»—, pero el desarrollo social y económico del siglo XVIII los había privado de sentido. A pesar de ello, durante sus últimos meses de vida defendió en las cortes gaditanas que la estructura administrativa del reino aragonés quizá pudiese haber servido de modelo para la futura organización de España sobre la que en aquellos días se trataba.

Aunque a muchos les sorprenderá, algunos influyentes intelectuales catalanistas renegaron de Casanova y los suyos y manifestaron su preferencia por el bando borbónico. Uno de ellos fue nada menos que Antoni Rovira i Virgili, ignorante enciclopédico que hoy da nombre a una universidad y falsificador histórico confeso que, por una vez, atinó al observar que los herederos de los catalanes austracistas del XVIII no eran los nacionalistas como él, sino los «carlistas de la montaña catalana».

Pero el más interesante fue el mallorquín Gabriel Alomar, destacado dirigente del catalanismo de izquierdas en el primer tercio del siglo XX. Su argumento fue sencillo y coherente: el bando borbónico trajo el progreso. En un artículo publicado en El Poble Català el 13 y 14 de septiembre de 1906 afirmó que él, en 1714, probablemente hubiese sido botifler «porque la casa de Borbón representaba el futurismo (…) Era la invasión salvadora del norte, del norte a punto de emanciparse, sobre la España negra, último reducto de todo un mundo que moría».

Según el progresista Alomar, era Francia la que venía a modernizar la España anquilosada, y esa Francia llegaba a lomos del caballo de Felipe V. No se trataba sólo de «la desfloración de la adormecida y mortecina Cataluña, sino de aquella España inquisitorial y funesta». Además, y esto es lo esencial, Alomar consideró beneficiosa la derogación de los fueros catalanes, derogación que, antes o después, habría acometido igualmente la dinastía Habsburgo por estar condenados a desaparecer a causa de su anacronismo.

Ésta es la clave del siglo XVIII catalán. Pues, como explicó el eminente Vicens Vives, «al echar por la borda un anquilosado régimen de privilegios y fueros, la Nueva Planta de Felipe V fue un desescombro que obligó a los catalanes a mirar hacia el porvenir y les libró de las paralizadoras trabas de un mecanismo legislativo inactual».

Y comenzó el porvenir

Porque, efectivamente, Cataluña comenzó a despegar económicamente a partir de la derogación de su régimen foral y a causa de las medidas tomadas por los monarcas de la nueva dinastía.

Pero comencemos recibiendo al joven Felipe V. Pues cuando puso su pie en Cataluña en 1701, el pueblo y las instituciones se apresuraron a darle la bienvenida, a rendirle homenaje y a celebrar grandes festejos, con motivo de los cuales se escribieron en su honor numerosos opúsculos, versos, coplas, canciones y villancicos.

Por ejemplo, Raymundo Costa, en su Oración panegírica en acción de gracias a Dios por el acertado llamamiento, feliz venida y gloriosa exaltación del Rey Nuestro Señor Felipe V de Castilla y V de Aragón, celebró que Carlos II le hubiese dado en testamento su corona para que la conservase unida como «cuerpo uno y sin división de partes, cuerpo político, civil y místico de España». Su paisano Juan Bach recordó en su Sermón panegírico que «Su Majestad, con liberalidad verdaderamente Regia, decretó nuevos privilegios a Cataluña, superiores a los que había recibido de sus serenísimos reyes». Y, en el mismo sentido, un austracista tan eminente como Narciso Feliu de la Peña reconoció que Cataluña consiguió de Felipe de Anjou «cuanto había pedido» y que «las Constituciones que habían hecho las Cortes fueron las más favorables que había conseguido la Provincia».

Pero, ¿cuáles fueron esos privilegios tan notables concedidos por el primer Borbón? Pues, entre ellos, el envío a América de dos barcos anuales sin pasar por el monopolio sevillano; la libre y exenta introducción de vinos, aguardientes y otros productos agrícolas en todo el reino; la formación de una compañía náutica y mercantil «para adelantar la agricultura, manufacturas, industria y navegación propia, que están tan olvidadas en este Principado de Cataluña» que pudiese «enviar naves, barcos u otras embarcaciones libremente por los mares, Océano y Mediterráneo y puertos de aquel» (cap. LXXXVI); y lo más importante a efectos de lo aquí tratado, la prohibición siguiente (cap. LXXII):

«Considerando los grandes perjuicios que provoca el inmoderado uso de vestir ropas, y tejidos de plata y oro y galones, así como paños y sargas forasteras, y que por ese motivo salen del presente Principado considerabilísimas y excesivas sumas, que precipitadamente conducen a todos a la mayor imposibilidad en deservicio de Dios nuestro Señor, y de Vuestra Majestad, y beneficio público: por todo ello la presente Corte suplica humildemente a Vuestra Majestad que tenga a bien estatuir y ordenar que ninguna persona del presente Principado pueda gastar ropas, ni tejidos de oro y plata en los vestidos, ni tampoco usar paños ni sargas forasteras, bajo pena de diez libras por cada vez, y la ropa confiscada; y que la misma pena de diez libras se aplique a los sastres que trabajen y cosan dichas ropas».

Y con esto empezamos a atisbar el meollo de la cuestión que nos ocupa. Pues no por casualidad el recién mencionado Feliu de la Peña había publicado veinte años antes, en 1681, reinando Carlos II, su Político discurso en defensa de la cierta verdad que contiene un memorial presentado a la Ciudad de Barcelona, suplicando mande y procure impedir el sobrado trato y uso de algunas ropas estrangeras que acaban el comercio y pierden las artes en Cataluña, cuyo título se basta para explicar el contenido.

Pero regresemos a Felipe V. Ya que poco después de las Cortes de 1702 llegaría el desembarco angloholandés en Barcelona, el quebrantamiento del juramento de fidelidad prestado por las Cortes catalanas, el juramento al Archiduque Carlos, la guerra civil y todo lo demás de sobra conocido y más que de sobra manipulado.

Acabada la guerra, una de las claves del progreso económico dieciochesco fue la paulatina liberalización del comercio tanto interior como con América, lo que benefició tanto a Cataluña como a otras provincias. Ya en 1717 el rey triunfante suprimió los aranceles interiores, prohibió la importación de tejidos de algodón y ordenó la preferencia por los productos nacionales en la adquisición de pertrechos para el ejército.

Desde el descubrimiento, todo barco que saliera hacia o llegara de América tenía que pasar por la Real Casa de Contratación de Indias, en Sevilla, por motivos tanto fiscales como de seguridad, pues, debido a los piratas y al casi perpetuo enfrentamiento con otras potencias, las flotas navegaban agrupadas y protegidas por buques de guerra. En 1717, recién concluida la Guerra de Sucesión, se trasladó la Casa de Contratación al más operativo puerto de Cádiz, momento a partir del cual se fue liberalizando paulatinamente el comercio y la navegación. Así, en 1728 San Sebastián pasó a monopolizar el comercio con Venezuela y en 1755, ya con Fernando VI, se fundó la Real Compañía de Comercio de Barcelona, cuyo propósito fue fomentar el comercio y la agricultura en las islas de Puerto Rico, Santo Domingo y Margarita, y más tarde la venezolana Cumaná. Obtuvo los mismos privilegios fiscales que la donostiarra Compañía de Caracas y envió su primer barco al Caribe, La Perla Catalana, dos años más tarde. Una de sus actividades más habituales fue llevar negros a Puerto Rico en el viaje de ida y traer azúcar en el de vuelta.

El agradecimiento de los catalanes por los propicios reinados de los dos primeros Borbones se evidenció en 1759 con motivo de la llegada desde Nápoles de Carlos III para ocupar el trono español tras la muerte de su hermano Fernando VI. El nuevo rey entró en España por Barcelona, ciudad que lo celebró con gran entusiasmo durante varios días de galas, arcos triunfales, audiencias, música, bailes y fuegos artificiales. De todo ello nos ha quedado recuerdo a través de los magníficos grabados que realizó Francesc Tramulles, una de las cumbres de la edición dieciochesca española, y de la Relación Obsequiosa de los seis primeros días en que logró la Monarchía Española su más Augusto Principio, anunciándose a todos los vassallos perpetuo regozijo, y constituyéndose Barcelona un Paraíso con el arribo, desembarco y residencia que hicieron en ella las Reales Magestades del Rey Nuestro Señor Don Carlos III y de la Reyna Nuestra Señora Doña María Amalia de Sajonia, escrita por orden del ayuntamiento barcelonés.

Seis años más tarde este rey liberalizaría el comercio caribeño desde los puertos andaluces de Cádiz, Sevilla y Málaga, mediterráneos de Cartagena, Alicante y Barcelona, y atlánticos de La Coruña, Gijón y Santander. Y en 1778 promulgó el Reglamento y Aranceles Reales para el Comercio Libre de España e Indias, que abrió el comercio con Perú, Chile y Río de la Plata y añadió cuatro puertos españoles más a los ya autorizados: Almería, Tortosa, Palma de Mallorca y Santa Cruz de Tenerife.

La incipiente industria catalana se desarrolló con rapidez y se asentó gracias a los grandes mercados que se le abrieron en todo el reino, especialmente en América, a donde enviaron privilegiadamente sus productos agrícolas (vinos y aguardientes), textiles (seda, lana y sobre todo algodón) e industriales (jabón, papel y productos metalúrgicos). Además, Carlos III dio un muy notable empujón a la industria textil nacional —no se olvide que la industria del tejido no radicó exclusivamente en Cataluña: la salmantina Béjar, por ejemplo, fue un próspero centro textil lanero durante varios siglos, y en la Málaga decimonónica operaron varias fábricas de gran tamaño— mediante la prohibición de introducir «en estos Reynos y Señoríos, gorros, guantes, calcetas, fajas y otras manufacturas de lino, cáñamo, lana y algodón, redecillas de todos géneros, hilo de coser ordinario, cinta casera, ligas, cintas y cordones».

Tanta prosperidad alcanzó Cataluña que José Cadalso pudo escribir en sus Cartas Marruecas (1775) que «los catalanes son los pueblos más industriosos de España (…) Por un par de provincias semejantes pudiera el rey de los cristianos trocar sus dos Américas».

Por aquellos mismos años, el poeta extremeño Francisco Gregorio de Salas describió así a los catalanes en su Juicio imparcial o definición crítica del carácter de los naturales de los reynos y provincias de España:

«El Catalán oficioso,

carruagero, navegante,

mercader y fabricante,

jamás vive con reposo;

en un país escabroso,

a costa de mil afanes,

marca tierras, hace planes;

y aunque sea en un establo,

al fin por arte del diablo

hace de las piedras panes».

Si apoteósicos fueron los recibimientos de Felipe V y Carlos III, el de su hijo Carlos IV no se quedó atrás. Un 11 de septiembre, por cierto. Pues este bonachón e inútil monarca visitó Cataluña en 1802, seis años antes de perder su trono a manos de Napoleón. También en esta ocasión los catalanes celebraron por todo lo alto los dos meses durante los que Barcelona fue Corte Real. No faltó de nada: repique de campanas, salvas de artillería, monumentos conmemorativos, conciertos, teatro, corridas de toros, cabalgatas, banquetes, bailes, mascaradas, fuegos artificiales… e incluso algunos próceres locales gustosos de sustituir a los caballos en el tiro de la carroza en la que se desplazaban los reyes.

Las Escuelas Pías de Cataluña saludaron al rey publicando en lengua catalana —la prohibidísima y perseguidísima lengua catalana— una Cançó Real, escrita por Jaume Vada, en la que se le agradecía la paz y prosperidad de España durante el «siglo de oro» traído por los Borbones, a la vez que se le recordaba que, si la guerra se hiciese necesaria, no se encontraría vasallo que no estuviese dispuesto a derramar su sangre y su vida en defensa del trono. Entresacamos dos breves fragmentos:

«Gran Carlos, amat idol de l’Espanya,

del trono honor, de nostre Siggle gloria (…)

El Fat ordena que de tots cantada

sia, Augustos Borbons, la excelsa gloria;

y vol qu’ab vostres fets quede aumentada

del Siggle d’or la memorable Historia».

Detalle significativo fue el de que no había abandonado aún Barcelona cuando el buen Carlos IV, el 6 de noviembre de aquel 1802, promulgó un edicto por el que se prohibía importar hilo de algodón y sus manufacturas.

Pero este «Siggle d’or» tenía sus días contados, pues Marte ya estaba afilando su espada para inaugurar el siguiente por todo lo alto con la impagable ayuda del Gran Corso.