La colección Emaús ofrece libros de lectura

asequible para ayudar a vivir el camino cristiano en el momento actual.

Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia

la que se dirigían dos discípulos desesperanzados

cuando se encontraron con Jesús,

que se puso a caminar junto a ellos,

y les hizo entender y vivir

la novedad de su Evangelio.

Teodor Suau

El cristiano y la legislación del Imperio

La Carta de Pablo a Filemón

Colección Emaús 149

Centre de Pastoral Litúrgica

Director de la colección Emaús: Josep Lligadas

Diseño de la cubierta: Mercè Solé

Fotografía de la cubierta: Pixabay

© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA

Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona

Tel. (+34) 933 022 235

cpl@cpl.es – www.cpl.es

Edición digital: mayo de 2018

ISBN: 978-84-9165-140-6

Printed in UE

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Introducción

La Carta a Filemón es el más breve de los escritos del Nuevo Testamento: 25 versículos. Quizá por ello, es también muy desconocida: nadie le dedica un gran espacio en los libros que tratan sobre la vida/obra de san Pablo. Se ha dicho que es un billete sin importancia dirigido a un miembro de la comunidad de Colosas, amigo de Pablo, según se desprende de la misma carta1 y de la que el apóstol dirigió a los Colosenses, que dice:

1 Flm 1.2.23.24.

De todo lo que a mí se refiere, os informará Tíquico, hermano querido, servidor fiel y compañero en el servicio del Señor. Os lo mando precisamente para eso, para que sepáis de nosotros y os dé ánimos. Con él va Onésimo, fiel y querido hermano, que es uno de los vuestros. Ellos os pondrán al corriente de todo lo de aquí. Os saluda Aristarco, que está preso conmigo... Os saluda vuestro Epafras siervo de Cristo Jesús.2

2 Col 4,7-9.

Pablo habría redactado el texto de Filemón estando en la cárcel (esto es seguro), bien desde Éfeso (año 56/57)3, desde Cesarea (años 58-60)4 o desde Roma (años 61-63).5 No lo sabemos. El hecho de que trate una cuestión particular y se dirija a una persona concreta no impide que los saludos sean colectivos: lo que afecta a un miembro, afecta a toda la comunidad; también porque Pablo quiere expresamente que lo que dice en este escrito sea tenido en cuenta por todos.

3 Cf. 2Cor 1,8-9.

4 Cf. Hch 23,23–24,27.

5 Cf. Hch28,30-31.

De todas maneras, se trata de un escrito muy interesante, cuidadosamente redactado y sólidamente argumentado: una pequeña joya de la literatura cristiana de los orígenes, que merece la pena ser leída con atención.

La indudable autoría de Pablo tal vez se encuentra en la base de la rápida asunción en el Canon del Nuevo Testamento de un escrito aparentemente sin importancia. A nosotros nos parece que la razón verdadera es el contenido de la carta y el pensamiento que en ella se desarrolla, porque ofrece un tratamiento inmejorable de un problema clave para todas las épocas: la relación entre fe cristiana y ley civil, y la manera de contemplar el fenómeno de la esclavitud desde la óptica de la Buena Noticia.

Al fin y al cabo, los mejores perfumes se encuentran en los frascos más pequeños... Se trata, sin embargo, de un escrito de extraña actualidad. La lectura creyente de la realidad que elabora Pablo, por su brevedad y esquematización, ofrece al lector un ejemplo inmejorable de la relación vida - fe - vida, base de la propuesta cristiana de todos los tiempos. Así esperamos poder mostrarlo a nuestros lectores.

Lectura de la Carta: algunas notas previas

Deberíamos aprender a leer los textos antiguos como se contempla un icono.

Las páginas del Nuevo Testamento son precisamente eso: textos antiguos. Escritos hace más o menos dos mil años, responden al modo de lectura de entonces, muy distinto al nuestro. Muy pocos sabían leer. Por eso, la lectura era un hecho importante. Se solía hacer en grupo: alguien leía en voz alta; los demás escuchaban, comentaban, daban su opinión, interrumpían al lector, pedían que se releyera un fragmento que les había gustado o que no acababan de entender... Incluso cuando alguien leía un texto para sí mismo, solo, pronunciaba las palabras, murmurándolas. Consciente de ello, Pablo escribe siempre para el grupo, esperando que sea la comunidad quien reciba sus escritos y los haga suyos. Este método tenía la ventaja de fijar mucho más la atención y de obligar a dedicarle un tiempo sin prisas, porque también resultaba más lento. Pero la lectura no se reducía nunca a un puro ejercicio mental.

La acción de leer no era, por tanto, idéntica a la nuestra, que hacemos sin mover los labios, atentos solo a las ideas que nos comunica el texto. La impaciencia que sufrimos nos condiciona y afecta a toda nuestra actividad. Nos vemos obligados a hacer las cosas deprisa, deseosos de acabar y atentos al contenido por encima de la forma. Pasamos por alto gran cantidad de detalles perceptibles solo a la atención contemplativa que se deja poseer por el texto: aquella lectura que permanece abierta a todo lo que la magia de las palabras, de los sonidos, de los silencios y del tono de voz insinúa, suscita o borda en el ánimo del lector. Desde la perspectiva de los antiguos, la lectura no solo pide la capacidad lógica de entender aquello que alguien lee; se dirige a la persona entera, como totalidad: entendimiento, memoria y voluntad, para decirlo con palabras clásicas. O también, sentimiento, razón, libertad, capacidad de relacionar las cosas, intereses, memoria, recuerdos...

Por este motivo los autores antiguos sabían perder su tiempo en escribir. Se dedicaban a fondo. No tenían prisa. Medían las palabras, las buscaban, no solo para conseguir la precisión y el rigor intelectual; también les interesaba la belleza formal, a la que daban una gran importancia. Buscaban una forma para interesar al lector, que fuera capaz de conducirlo a la comunión con lo que le contaban, le explicaban, le razonaban. Y esto es también lo que siguen haciendo los buenos poetas en nuestros días: Salvador Espriu decía que podía pasar una velada entera buscando el vocablo oportuno, aunque fuera solo uno... De ahí los consejos de la retórica y de la preceptiva literaria antiguas, que proponían maneras de expresar las ideas y los conceptos de tal modo que alcanzaran la belleza tanto como la corrección lógica del argumento. Basta dar una ojeada a las figuras literarias de las que se servían los autores de entonces, de los juegos de palabras, de repeticiones, de pequeños detalles, de signos y llamadas a la atención del lector/oyente. La finalidad de los narradores, poetas, historiadores, filósofos... no era meramente informativa; proponían opciones, cambios en la actitud moral, nuevas maneras de ver las viejas cosas de siempre...

En el caso de los autores bíblicos, su ilusión, que determinaba la finalidad al escribir, era conducir la libertad del destinatario a la alegría de la fe, la esperanza y la caridad. A una decisión. Recuperar esta apasionante experiencia es lo que a nosotros nos corresponde si queremos captar en toda su insondable riqueza la Palabra de Dios. Aquí esperamos ofrecer un ejemplo de ello.

Por eso, no debemos temer perder nuestro tiempo. Al fin y al cabo, es una de las maneras más elegantes de aprovecharlo. Y si es para gozar del encuentro con el Dios Amor sin límites, nada mejor puede haber. Deberemos aprender, por tanto, a rumiar los vocablos del texto, como aconsejaban nuestros viejos maestros espirituales, hasta llegar a las palabras y, con ellas, entrar en el territorio inexplorado de la Palabra. Significa leer y volver a leer, gustar y escuchar, permanecer atentos a los indicios que esconde el texto, a todo aquello que surge en nosotros a medida que nos adentramos en la maravilla de dejarnos conducir por el jardín de la comunicación que con tanto cuidado ha sido plantado para nosotros. Vamos a intentarlo.