La colección Emaús ofrece libros de lectura

asequible para ayudar a vivir el camino cristiano en el momento actual.

Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia la que se dirigían dos discípulos desesperanzados cuando se encontraron con Jesús,

que se puso a caminar junto a ellos,

y les hizo entender y vivir

la novedad de su Evangelio.

Pere Tena

Celebración cristiana, armonía y verdad

Colección Emaús 151

Centre de Pastoral Litúrgica

Directora de la colección Emaús: Mercè Solé

Diseño de la cubierta: Mercè Solé

© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA

Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona

Tel. (+34) 933 022 235. Wa 619 741 047

cpl@cpl.es – www.cpl.es

Primera edición digital: septiembre de 2018

ISBN: 978-84-9165-173-4

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Presentación

Lo recuerdo como si fuera hoy. Era una mañana de domingo. Los estudiantes de nuestro curso del Seminario de Barcelona teníamos uno de los encuentros programados ese año. Ese encuentro dominical fue introducido por Mn. Tena. Otras veces había ido a alguna sesión formativa de fin de semana, por ejemplo una sobre la Liturgia de las Horas. De ese domingo de encuentro lo que recuerdo especialmente es la despedida de Mn. Tena: una vez realizado el servicio que se le había pedido, nos dijo que se iba a celebrar la misa, haciendo énfasis en lo bonito de ayudar a la gente a orar y celebrar.

Este comentario expresa muy bien quién era y cómo vivía su ministerio presbiteral –y más adelante episcopal– Mn. Pere Tena. Un comentario que explica, también, su actitud como profesor, que transmitía algo más que conocimientos, que quería formar personas al servicio de la comunidad, poniendo el acento en el contenido de lo que celebramos y siempre teniendo presente el Pueblo de Dios congregado por el Espíritu Santo.

Con ocasión del 50 aniversario de la revista Misa Dominical del Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona ponemos al alcance de los lectores una recopilación de los muchos artículos que Mn. Pere escribió en esta revista que, como él expresaba respecto a su propio ministerio, nació y continua estando al servicio de la gente que ora y celebra su fe, especialmente en la misa de los domingos. MD pretende siempre eso: ayudar al Pueblo de Dios a celebrar la Eucaristía, a orar, a encontrarse con Aquel que nos convoca. En más de uno de los artículos del autor –que fue uno de los fundadores del CPL y su presidente– hace referencia a lo que pretende MD: «la finalidad básica de Misa Dominical es la de ayudar a la calidad de la celebración»; «la primera preocupación de esta publicación es servir a los humildes servidores de la misa dominical; ayudar a las comunidades cristianas, y en primer lugar a sus pastores, para que la celebren y vivan como el momento indispensable y el eje de toda la vida eclesial».

La selección de artículos que podéis leer (o releer) en este libro recupera muchas de las cuestiones que Mn. Tena planteaba a menudo a ministros y comunidades. Al leer estas interpelaciones habrá que tener presente el espíritu positivo y la bondad con que las realizaba. Él reconocía que «hacer una observación sobre una determinada opción pastoral resulta normalmente muy difícil». No obstante, él las hacía, y siempre con una sonrisa bondadosa que ayudaba a entrar en diálogo. Leámoslo, pues, con el mismo espíritu positivo.

Josep Maria Romaguera Bach

Comunicación

Muchas veces se habla de problemas de comunicación que surgen en el interior de la asamblea litúrgica. Es una cuestión importante, y los problemas son innegables. Toda reflexión sobre el tema es bien recibida. Por eso creo que puede ser una contribución el proponer unas preguntas muy sencillas, pero al mismo tiempo fundamentales: ¿A quién se dirige el sacerdote en sus intervenciones orales durante la celebración?

Los destinatarios de las intervenciones del sacerdote son habitualmente dos: la asamblea, y Dios. Una buena parte del tiempo el sacerdote se dirige a la asamblea: la predicación, los saludos, las moniciones. En el resto de la celebración, el sacerdote se dirige a Dios: «¡Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno…!». Hay otro momento en el que se dirige a la asamblea: las lecturas bíblicas. Pero en este caso, la intervención de los lectores está al servicio de la Palabra: Dios habla a su pueblo (Sacrosanctum Concilium 33).

Esta clasificación tan obvia constituye un punto de partida para el sacerdote, y también para valorar la verdad de la comunicación. Confundir a un destinatario con otro convierte en problemática la comprensión de lo que se dice. Por eso, en una acción pública tiene que quedar muy claro el destinatario. De lo contrario, surgen dificultades que en sí mismas no tendrían por qué surgir.

La asamblea tiene derecho a que el sacerdote le hable de manera inteligible. Y el sacerdote tiene el derecho ministerial de comunicarse con la asamblea. Pero la asamblea debe poder percibir las ocasiones en las que el sacerdote habla con Dios. Y el sacerdote tiene el derecho ministerial de hablar realmente con Dios, es decir, de orar. Hay que añadir: en las plegarias presidenciales, empezando por la plegaria eucarística, el sacerdote tiene el derecho de orar ante la asamblea, asumiendo al mismo tiempo su representación, cosa muy distinta de hablar a la asamblea.

Estar convencido de que hay que orar internamente ante la asamblea como presidente es tan importante como saber comunicar a la asamblea. Cada cosa tiene que buscar su verdad.

(1991, número 7)

La belleza de la celebración

Ya sé que la celebración litúrgica tiene que ser una gran profesión de fe, y que tiene que ser viva, participada, inculturada… Pero no deberíamos olvidar que también tiene que ser bella. Y tal vez la belleza será precisamente el resultado de las demás características armónicamente conjugadas.

Hablar de belleza es entrar en un terreno difícil, porque a menudo la confundimos con lo que nos gusta. Y hay que decir que el hecho, por ejemplo, de que a uno le guste más la basílica de San Pablo Extramuros, en Roma, que la de San Pedro del Vaticano, no le puede conducir hasta la negación de la belleza de esta última.

Con las celebraciones puede ocurrir algo parecido: dejarnos guiar demasiado por lo que nos gusta o lo que para nosotros es bello. Nos puede gustar cantar más unos cantos que otros, revestirnos con unos ornamentos más que con otros, preferir un estilo a otro, usar unos instrumentos musicales en lugar de otros, alargarnos en unos momentos más que en otros… Pero para que haya belleza será necesaria siempre una referencia objetiva a la identidad de la celebración, a la armonía de las partes, a la calidad de las cosas que se utilizan, a la idoneidad de las palabras que se dicen, a la intensidad del ambiente que se crea…

Preparar la celebración desde esta perspectiva no es una tarea indiferente. Y reclama precisamente este salir de lo que nos gusta para analizar con seriedad si corresponde a la verdad de la celebración, al sentido de los ritos y de los textos, a la armonía intensa. Y, por encima de todo, reclama la contemplación orante del contenido de la celebración, de lo que el Señor quiere hacer en y por su Iglesia, para una comunidad o para un fiel concreto. Sería efectivamente un error creer que la belleza de una celebración puede conseguirse sin prestar atención primordialmente a lo que es su porqué más básico, como si se tratara solo de una mise en scène.

¿Y la simplicidad? Ninguna objeción, en principio, para la simplicidad. Pero también aquí hay que distinguir entre simplicidad y simplificación. ¿Y la pobreza? Tampoco ninguna objeción: nada opone la pobreza a la belleza, mientras la primera no sea degradación, y/o la segunda lujo.

(1991, número 11)

¿Tiempo de danzar?

Escribo todavía bajo el impacto del reportaje de televisión sobre la vida religiosa en Australia. El testimonio católico consistía en una misa carismática, durante la cual, como plato fuerte de la fiesta, una danzarina, revestida con algo muy parecido a una casulla, se dedicaba con todo entusiasmo a acompañar con gestos que consideraba acertados los cantos de la asamblea, y los diversos momentos de la celebración. No hace muchos días, había llegado de Alemania una revista en la que se presentaban fotografías de algo parecido. Esta mañana, alguien me ha preguntado si la danza durante la misa estaba prohibida en algún documento oficial.

A Dios gracias, no es esta la práctica habitual en nuestras iglesias, pero es sintomático que esta práctica exista, y que hasta cierto punto se vaya extendiendo. Quizá alguien estará pensando que es el último grito de la participación activa, o del sentido de fiesta, etc.

La pregunta que estos hechos –el que venimos comentando, y otros del mismo estilo– me suscita es muy sencilla, y al mismo tiempo muy fundamental: ¿Qué creen que es la liturgia de la Iglesia los promotores de estas iniciativas?

El locutor de televisión, comentando el reportaje, decía que la danzarina había centrado la atención de la asamblea. No me cuesta trabajo aceptarlo. Más aun, pienso que este era precisamente el objetivo, de otro modo no se explica su actuación. La danza, en este caso, quiere tener una función expresiva, pero también impresora: de alguna manera, se convierte en la intérprete de la asamblea, y en la promotora de sus actitudes. Pero el problema es precisamente este: si la danza es el centro de atención, ¿dónde quedan la Palabra y la Eucaristía, y el sacerdote que representa a Jesucristo? Los gestos sacramentales, el ritual de los ministros y del pueblo, ¿con qué derecho quedan suplantados por un miembro de la asamblea, que ejerce su expresión corporal?

Seguramente no faltará quien considere que esto es bueno, porque consigue emocionar a la asamblea. El reportaje mostraba, efectivamente, rostros con lágrimas furtivas… Pero, ¿se trata precisamente de emocionar sentimentalmente en la liturgia?

Quizás alguien dirá que hay muchas otras cosas peores que esta, en nuestras liturgias. Pero, sea como fuere, eso no corresponde al sentido de la celebración, por muy moderno y emocionante que pueda resultar…

(1991, número 15)

«Misa Dominical» y la misa dominical

La finalidad básica de Misa Dominical es la de ayudar a la calidad de la celebración. Publicaciones como esta las hay por doquier, en la Iglesia, y son todas ellas bienvenidas. Aunque no se trate ahora de establecer comparaciones competitivas, creo que se puede considerar que nuestra Misa Dominical tiene un lugar merecido entre las más completas. Un esfuerzo, pues, nada despreciable.

Y he aquí que, al lado de este trabajo meritorio en general, las encuestas que, también un poco en todas partes, se van haciendo sobre la participación en la misa dominical, van marcando inexorablemente un descenso. Más aún: el análisis de estas encuestas conduce a constatar que crece el número de fieles que consideran que es igual orar en casa que ir a misa, y que ello no representa ningún problema (en una encuesta reciente en Montreal piensa así el 79,3 %, y en una encuesta en Italia, sobre un total de 10 cosas importantes para un cristiano, el primer lugar lo ocupa la oración –el 23,6 %– mientras que la misa dominical ocupa tan solo el sexto –el 7,5 %–). «Nos encaminamos cada vez más –dicen los resultados de Montreal– hacia un cristianismo sin práctica sacramental regular».

Pienso que la situación entre nosotros es también esta, o muy parecida. Demasiados cristianos, incluso entre los que se consideran comprometidos, manifiestan un interés muy relativo hacia la participación dominical en la Eucaristía. Y sigue siendo frecuente encontrar quien asegura que solo va a misa cuando lo siente.

Y nosotros, que nos preocupamos de la calidad de la celebración, ¿no deberíamos reaccionar decididamente ante esa realidad? Pero, ¿cómo? Pienso que habría dos líneas de conducta básicas:

La primera, no perder ocasión para afirmar la urgencia interna y la voluntad misma de Jesucristo de que los fieles celebren la Eucaristía. Y la fuerza de la tradición apostólica del ritmo semanal, dominical. No es una cuestión superada, ni condicionada al sentimiento. Es, a corto o a largo plazo, la condición para seguir siendo cristianos. Por eso nuestra enseñanza tiene que ser aquí inequívoca.

La segunda, continuar con el esfuerzo de calidad, con una orientación bien precisa: que la misa dominical resplandezca en lo que solo ella puede dar: el memorial del Señor. El encontrarse juntos, la predicación, la misma Palabra de Dios, la oración individual y colectiva, son elementos a cuidar; pero la originalidad radica en que todo esto está centrado en la Eucaristía, en el Señor presente y operante, en su Pascua. En este punto, la tarea no está ni mucho menos terminada.

(1992, número 1)

Solemnes y cordiales

Leo en Misa Dominical el resumen de una reunión dedicada a revisar la celebración de la misa del domingo, y me detengo en una cuestión: ¿escoger entre una misa solemne y una misa más cordial? Y me pregunto, sin ningún ánimo polémico: ¿son realmente contradictorios entre sí estos adjetivos? Porque, en realidad, uno se refiere al desarrollo ritual de la celebración, mientras que el otro al estado de ánimo, y esas son, de por sí, dos cuestiones diversas que ni se excluyen ni se incluyen. En efecto: una misa sin ninguna solemnidad puede ser una misa muy distanciada cordialmente de la asamblea, y al contrario, una misa con un gran convencimiento de comunión y participación puede ser una misa solemne.

Entonces, ¿qué entendemos por solemne y qué por cordial?

Solemne, ¿quiere decir presencia de elementos festivos y distintivos, con el canto apropiado de los ministros y de la asamblea, uso del incienso, lecturas proclamadas con dignidad, canto del salmo responsorial propio, plegaria eucarística subrayada por el canto del inicio y del final de les aclamación, etc.? ¡Oh, si los fieles encontraran siempre misas solemnes así, los domingos! Otra cosa, no sería la solemnidad prevista por el Misal.

Cordialidad, ¿quiere decir sentido profundo, por parte del sacerdote, de estar presidiendo en nombre de Cristo la reunión de los hermanos, acogiéndolos y amándolos sinceramente como tales, promoviendo su unión mutua en el Espíritu, buscando hacerles llegar lo que Cristo quiere darles, y orientar y asumir su plegaria y acción de gracias –participando de sus alegrías y sus angustias– hasta la presencia del Padre de todos, por Cristo? Ningún sacerdote debería llegar a la celebración de la Eucaristía sin tener y promover esta cordialidad.

Pero, si cordialidad quiere decir hacer una celebración simpática de andar por casa, o la efusión de la propia subjetividad sobre la asamblea, y solemne quiere decir barroco, recargado y rígido, entonces ninguna de las dos actitudes son loables ni deseables, y uno no sabría decir cuál de las dos es peor. Porque una misa solemne en sentido negativo se limita fácilmente a quedarse en un espectáculo, y una misa cordial, también en sentido negativo, se convierte en algo indigesto para los que no sintonizan con la particular cordialidad del celebrante.

¡Ojalá, pues, consigamos que las misas dominicales sean siempre y a la vez solemnes y cordiales de verdad!

(1992, número 5)

Jóvenes y misa dominical

El activo grupo tradicionalista Una Voce, dedicado a la «salvaguarda de la liturgia latina y gregoriana», acusa a la reforma litúrgica de la notable disminución de la participación de los cristianos en la misa dominical, y especialmente de la juventud. No seguiremos este planteamiento, para no caer en aquel aforismo que dice: Hoc post hoc, ergo propter hoc. Pero la baja participación de la juventud –a pesar de que todos sabemos que la juventud ha sido siempre un tiempo poco propicio para la participación dominical– y sobre todo la poca conciencia de una urgencia de participación regular, institucional, preocupa a todos los que nos sentimos responsables de ayudar al proceso de la vida cristiana.

La reflexión es esta: estos jóvenes que ahora vienen –o no vienen– a la misa dominical, no han tenido ninguna experiencia de la misa de antes de la reforma litúrgica, y, teóricamente, deberían haber sido formados cristianamente en plena aplicación de la reforma litúrgica. De ellos, efectivamente, no podemos decir que tengan unos hábitos, unos condicionamientos de mentalidad, unas prácticas hechas…

Entonces, ¿es que no hemos sabido orientar bien su formación litúrgica? Es un interrogante hiriente –me hiere a mí, muchas veces– pero que puede ser saludable, si conduce a una revisión sincera y a una conversión.