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Cómo acabar
sigilosamente con
la humanidad
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© del texto: Mario de Diego, 2021
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
Primera edición: febrero de 2021
ISBN: 978-84-17623-92-0
Depósito legal: B 19508-2020
Diseño y maquetación: Anna Juvé
Impresión y encuadernación: Romanyà Valls
Impreso en La Torre de Claramunt
Manila, 65
08034 Barcelona
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Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación
puede ser reproducida, almacenada o transmitida
por ningún medio sin permiso del editor.
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El Coronavirus de Twitter
Cómo acabar
sigilosamente con
la humanidad
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Índice
Prólogo de Pedro Vallín
Introducción
Gripe Española
Malaria
Peste Negra
Sarampión
Sida
Viruela
Ébola
Coronavirus
Documentación
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19
35
57
77
101
119
139
159
177
201
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9
Prólogo
E
l venerable Jorge de Burgos prefirió envene-
nar a medio monasterio, prender fuego a la bi-
blioteca de la abadía y arder con ella antes de
permitir que el ser humano pudiera leer el Segundo
Libro de
Poética
de Aristóteles. Esto es, antes de dar
rienda suelta a la carcajada. De ese volumen aristoté-
lico poco o nada se sabe
—ni siquiera hay certeza de
que exista—, salvo que, como sostenía el viejo monje,
así como el Primer Libro de la
Poética
trata de la tra-
gedia, esa hipotética secuela trataría de la comedia, de
la risa. Algunos dicen que este compendio de saber
aristotélico nunca fue escrito, que no es más que una
hermosa leyenda. Otros sostienen que se extravió du-
rante la Edad Media, cuando tanto se perdió por el de-
clive de la Antigüedad clásica y la novísima hegemo-
nía de un cristianismo punitivo y castrante que
esclerotizó las sociedades occidentales durante un
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milenio de tiempo circular, rígido como las piedras del
románico. Esta sospecha se asienta en la existencia del
volumen
Coislinianus 120
, más conocido como
Tracta-
tus Coislinianus
, un presunto resumen del texto perdi-
do de Aristóteles que hoy se guarda en la Biblioteca
Nacional de París y que se conservó durante siglos en
el monasterio de Lavra, situado en el remoto Monte
Athos, en el sureste de la actual Georgia. En 1643, el
Coislinianus
cayó en manos del canciller de Francia,
Pierre Séguier de Coislin (de ahí el nombre del lega-
jo), duque de Villemor, del que seguro no habrán oído
hablar porque fue coetáneo de los cardenales Riche-
lieu y Mazarín. Y donde hay buenos villanos conspi-
rando y mosqueteros en audaz porfía, la historia no
guarda anaqueles para los burócratas.
Al canciller le había enviado el libro Athana-
sios Rhetor, un sacerdote al que el cardenal Mazarín
mandó a Oriente a buscar manuscritos para su biblio-
teca
—el viejo y prestigioso arte europeo del expo-
lio— y que de paso quiso congraciarse con el duque,
enviándole también a él pliegos para su colección.
Entre ellos, el presunto resumen del mítico texto
aristotélico. A la muerte del señor Séguier, su sobri-
no Henri-Charles de Coislin legó su rica biblioteca,
y con ella el
Coislinianus
, a la abadía de Saint-Ger-
main-des-Prés, de donde pasó a la Biblioteca Real,
que se convertiría en Biblioteca Nacional después de
que al monarca Luis XVI le separaran la cabeza de su
orondo corpachón.
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El erudito anglo-estadounidense Richard Charles
Murray Janko sostiene que el
Coislinianus
, manuscri-
to del siglo X, es un compendio de notas que resumen
el Segundo Libro de la
Poética
de Aristóteles, mien-
tras que otros estudiosos opinan que es más probable
que los apuntes sobre la comedia que se recogen en él
procedan de algún escrito posterior, quizá de Teofras-
to. Ya saben, peleas típicas de decanato, silenciosas e
inmisericordes disputas del academicismo, la forma
más ramplona de estudio de las cosas humanas, tan
proclive al conocimiento como alérgica a la sabiduría.
Teofrasto, por cierto, en realidad se llamaba Tirtamo y
debe su apodo justamente a Aristóteles, que se lo puso
por graciosete. De modo que ahí tenemos a los filóso-
fos griegos riéndose mutuamente las gracias mientras
los contemporáneos se arrean con los bonetes.
En sentido bien contrario a estos malhumores de
aulario, Umberto Eco, el erudito feliz y juguetón que
más y mejor ha escrito sobre el papel de la cultura en la
conformación de nuestras frágiles identidades y en
la consolidación de un sentido para nuestra fugacidad,
escogió esta leyenda para imaginar la historia de un
anciano y ciego clérigo, nuestro venerable Jorge, dis-
puesto a todo para impedir que el elogio de la risa de
Aristóteles saliera de los muros de un remoto monas-
terio del norte de Italia, un enclave que físicamente se
inspira en la abadía Sacra di San Michele pero cuyas
características recuerdan también a la georgiana aba-
día de Lavra, en el Monte Athos, donde se pierde la le-
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yenda del
Coislinianus
.
El nombre de la rosa
es, además
de una soberbia novela de detectives protagonizada
por un Guillermo de Ockham tamizado por Arthur
Conan Doyle —de ahí su nombre holmesiano: Guiller-
mo de Baskerville—, la crónica de la lucha tenaz del
librepensamiento y la alegría contra el oscurantismo
de sacristía, el fuego de hoguera purificadora y el rigor
de sotana vieja. Un elogio de la risa.
Jorge de Burgos —aterrador, en el rostro de Feodor
Chaliapin Jr., que lo encarnó en la adaptación cinema-
tográfica firmada por Jean-Jacques Annaud— tenía
buenos motivos para su celosa custodia del legenda-
rio tratado aristotélico sobre la comedia. Cuando Gui-
llermo de Baskerville le pregunta por su aversión a
ese texto, el anciano confiesa: «La risa mata el miedo,
y sin el miedo no puede haber fe, porque sin miedo
al Diablo ya no hay necesidad de Dios». La risa mata al
miedo. La risa acaba con tiranos y supersticiones.
La certeza asesina de Jorge de Burgos, que era
ciego pero de tonto no tenía un pelo, la tiene la huma-
nidad desde tiempo inmemorial: no hay mejor reme-
dio para el temor que una humorada. Por eso son tan
importantes los chistes del Holocausto, de ETA y de
Carrero Blanco, por más que la nueva Contrarreforma
judicial española pretenda convertirlos en hecho pro-
bado que nos lleve a prisión o exilio. El cine de terror
adolescente, a partir de Wes Craven y su
Pesadilla en
Elm Street
, entendió como nadie este peculiar ayun-
tamiento de pavor y carcajada, sin duda una ventaja
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evolutiva —es decir, un atributo biológico inserto en
nuestro ADN— por la cual nos da la risa cuando en
realidad no nos llega la camisa al cuerpo. Solo el jolgo-
rio nos salva de entrar en pánico.
Esa es la razón por la que el primer candidato al
chiste o la caricatura es siempre lo pavoroso. Cuan-
to más inefable y perturbador sea lo que se presenta
ante nosotros, más imprescindible se vuelve la bro-
ma salvaje, inmisericorde. La caricatura nos hace a
la Bestia manejable, asumible, y nos crea la sugestión
imprescindible de que podemos con ella, de que será
derrotada.
Es capital emanciparse de la posición paralizante
que producen el miedo a lo ignoto o al poderoso cari-
caturizándolos. No hay nada más democrático, más ra-
dicalmente popular, que la chanza irreverente. La co-
pla española anterior al cierre categorial que supuso el
triunfo violento del nacionalcatolicismo no hablaba de
amoríos infructuosos tanto como se cachondeaba
de las élites del país y se mostraba procaz, rústica y
desinhibida. El humor negro, el humor verdadera-
mente cruel, siempre es de origen exquisitamente de-
mocrático. Los poderosos no necesitan el humor, salvo
si acaso su forma más ramplona, el escarnio. Aunque
ahora vivamos un cierto furor redentor contra los có-
micos incorrectos, la historia prueba que los chistes
perversos no tienen su origen en la cabeza de ningún
escritor o monologuista, sino en la proverbial inmi-
sericordia del pueblo llano. Es humor anónimo, des-
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dentado, un caso patente de
creative commons avant
la lettre
, poniéndonos pedantes, imposible de rastrear.
Así nació @CoronaVid19, una encarnación del
mal que nos atenaza a todos, que surgió de la horizon-
talidad anónima y tumultuosa de las redes sociales.
Cuando en marzo, de súbito, tomamos conciencia de
que un asesino aleatorio e invisible recorría nuestro
mundo, descubrimos que desde dos meses antes ya
nos enviaba amenazas bravuconas en Twitter. La ne-
cesidad humana de encarnar el mal para reírnos de
él y con él se expresa de forma inequívoca en el casi
millón de seguidores que acredita esta cuenta salví-
fica, que a lo largo del último año nos ha ido dando
cuenta de sus contagiados célebres, de cómo son por
dentro muchos de ellos, y hasta de sus congojas ante
la inminencia de un remedio que lo destruya. Nuestro
@CoronaVid19 sufre y pierde el sueño, a veces flaquea
su determinación asesina. El mal invisible se presenta
mundano y falible, se ajusta a nuestra escala. Nos hace
reír y nos ofrece también la posibilidad del desahogo,
el insulto y el desafío, como se ve a menudo en las res-
puestas que por decenas recibe.
No faltará quien sostenga que maldita la gracia
que tiene reírse de los muchos muertos y las muchas
angustias que nos ha deparado esta enfermedad, que
nos estrangula con sus víricas manos firmes ante la
novedosa insuficiencia de la plenipotenciaria medici-
na moderna. Lo hará con el consabido argumento de la
empatía con los que sufren, ignorando que la función
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del humor ante lo infausto no es hacer justicia a la me-
moria de los muertos sino hacer habitable el presente
a los vivos, obligados a convivir con francotiradores
invisibles. Los conocidos y brutales chistes sobre los
judíos en el Holocausto, o las víctimas de ETA José
Antonio Ortega Lara e Irene Villa, de inequívoca rai-
gambre popular y autoría anónima, aunque se ceben
en el débil, no persiguen burlarse de su padecimiento
sino, bien al contrario, conjurarlo con una chocarrería
cuya pretensión última es domesticar la crueldad vio-
lenta e irracional de sus victimarios y hacer el mundo
asumible a los que han de convivir con su amenaza y
su agresión. La misma España que veló contrita las
horas del secuestro de Miguel Ángel Blanco como si
de un miembro de la propia familia se tratara, una vez
asesinado, se lanzó a hacer chistes sobre el tenebroso
bosque donde se produjo el infame crimen y sobre los
asesinos que lo cometieron. Ambas cosas, el velorio y
la risa, hablan bien de la salud moral de la sociedad
acostumbrada por entonces a vivir rodeada de una
violencia infamante. La crueldad del humor la mitiga
la inteligencia de un público libre, presto a desmante-
lar el misterio de un tabú, a violar un anatema.
De igual modo, los chistes sobre minorías y gru-
pos sociales sojuzgados y vulnerables —en la historia
reciente de España, genuinamente, los gitanos, los ho-
mosexuales y las mujeres— tienen un patente propósi-
to de control social (expresan un miedo a lo diferente
y tratan de conjurarlo) pero a la vez y a la larga funcio-
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nan como denuncia a la discriminación al exponerla.
De ahí ese maridaje invencible de diversión y rubor
que nos proporcionan, esa salsa agridulce de reírse a
mandíbula batiente y sentirse malévolo haciéndolo.
El humor negro es, de todas las modalidades de
comedia, el más imprescindible, el que comporta una
función social más evidente y virtuosa. Es una con-
quista de las sociedades humanas más desarrolladas,
en su impecable desvergüenza para enfrentar sus pa-
deceres. Su misión salvífica la acreditan en las pági-
nas que siguen @CoronaVid19 —con su indiscutible
talento para la broma sagaz y su esmerado manejo
del idioma
junto a sus predecesores, Gripe Espa-
ñola, Peste Negra, Sida, Viruela, Malaria, Sarampión
y Ébola, estrellas invitadas de este volumen, asesinos
en serie que han tratado de exterminarnos y a los que
declaramos guerras de las que, tras no pocas bajas,
salimos triunfantes y chocarreros. Es perentorio re-
cordarlo para los muchos desafíos que nos plantea el
porvenir, tanto como lo es reírnos de ellos cada vez
que traten de amilanarnos, con el desacato que supo-
ne la carcajada cuando la autoridad nos ordena bajar
la cabeza y temblar.
Si la comedia reta al demonio, el humor negro
desafía a la muerte —aquí encarnada en patógenos
de todo tipo—, la convierte en objeto de su burla in-
compasiva. Es un vector de libertad, pues no hay otro
yugo que atenace a un hombre libre que la certeza de
su extinción. De ahí que los tanatorios sean estableci-
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mientos donde hay tanto o más humor que lágrimas
pesarosas. Un chiste fúnebre es la celebración defini-
tiva de lo vivo, la contumacia de la vida celebrándose
en su brevedad y su excepción.
Lo que sigue es el triunfo de la risa, un éxito ci-
vilizatorio fruto de la inconmensurable potencia del
humor para hacernos mejores. Ninguno de ellos está
aquí para certificarlo hoy, porque nunca existieron,
pero convengamos en que estas páginas tienen las
bendiciones de fray Guillermo de Baskerville y serían
sin duda objeto de un retorcido plan homicida de Jor-
ge de Burgos para evitar que vieran la luz del día. Re-
ciban pues este volumen con la curiosidad voluptuosa
de un novicio Adso de Melk, leyendo, si fuera el caso, a
escondidas, en sesiones de humor furtivo con las que
cumplimos la última voluntad y testamento de Um-
berto Eco: dar a la cultura humana un sentido beatífi-
co. Convertirla en sabiduría. Sonrían porque, después
de todo, nosotros seguimos aquí otro rato y el demo-
nio lleva doscientos años muerto. Y vacúnense.
Pedro Vallín, 8 de enero de 2021
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19
Introducción
T
odo el mundo sabía desde el principio que no
iba a poder exterminar a la raza humana. ¡Ya
me hubiera gustado! No soy el centro del uni-
verso, aunque durante un tiempo así lo pudiera pare-
cer. Tampoco soy el único microorganismo que ha
puesto en jaque en diferentes momentos de su histo-
ria a la sociedad ni he sido ni seré el único que amena-
ce la vida humana tal y como se conoce hoy en día. He
tenido la oportunidad de comprender un poco más a
fondo a las personas, he podido estudiar por tanto al
enemigo desde dentro. Creo que debo reconocer, con
todo el dolor de mi ARN, que si alguna pandemia es
capaz de acabar con la humanidad algún día, no se
verá con un microscopio.
La estupidez humana tiene un amplio poder de
destrucción (habría que decir de autodestrucción).
Creo humildemente que ella es la reina de las epide-
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mias y que la OMS no será capaz de dictar ni una sola
recomendación para combatirla. Todo eso asumiendo
que allí estén a salvo de la ignorancia, porque nadie le
ha hecho una PCR a la propia OMS. Nadie ha metido
el palito hasta el fondo para ver qué encuentra.
Dicho esto, presuntamente todas las instituciones
gubernamentales son buenas mientras no se demues-
tre lo contrario. A lo mejor Villarejo tiene información
a este respecto.
La necedad es peligrosa para el ser humano por-
que todo el mundo cree que el necio es el otro. Nadie
cree serlo. El autocuestionamiento es un examen de-
masiado duro para una persona. Todo el mundo cree
que si la cosa se pone fea estará a salvo consigo mismo,
y que si todos actúan él no habrá ningún problema.
Pretender que se está a salvo es una necesidad
humana, pero no una realidad. Antes de mí otras mu-
chas pandemias han azotado con fuerza la vida hu-
mana. Es más, siendo mínimamente ecuánimes al
lado de todas esas pandemias yo soy un mindundi,
un don nadie, un pardillo. Un bachiller frente a ca-
tedrático de universidad. Mar rizada comparado con
un tsunami. Y es que mis olas han sido fuertes, pero
Coronavirus
@CoronaVid19 · 26 jul. 2020
Contigo mismo nada puede ir mal, eres un obrero de derechas.
40
150
1,8 mil
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21
nada devastadoras si las comparamos con las grandes
sacudidas de la Peste Negra, la Viruela o la mismísima
Gripe Española, que, por cierto, estuvo entre vosotros
no hace tantos años.
No es la primera vez que
el ser humano ha tenido
que cambiar sus rutinas
más arraigadas, como
asegurarse de que su culo
nunca se quede sin papel
higiénico.
En pleno siglo XXI no habéis sido ni mucho me-
nos los primeros en sufrir el impacto de un virus o una
bacteria mortal. En realidad, suponer esto es un pen-
samiento humano en su estado más egocentrista.
El ser humano está en rebeldía con su pasado le-