ÍNDICE

Ensayos
373

Para Sarah

JOSEPH PEARCE

G. K. Chesterton
Sabiduría e inocencia

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-655-4

Título original
Wisdom and Innocence
A Life of G. K. Chesterton

© 1996
Hodder & Stoughton
© 1998
Ediciones Encuentro, Madrid

Traducción
Carmen González del Yerro Valdés

Segunda edición: marzo de 2009
Tercera edición: abril de 2011

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AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, tengo que reconocer por encima de todo mi deuda de gratitud con Aidan Mackey del Chesterton Study Centre de Bedford, sin cuya ayuda inestimable y paciente habría sido imposible obtener tanto material inédito. También merece mi agradecimiento por proporcionarme las fotografías inéditas que aparecen en este libro en un número inigualado hasta ahora. En realidad, los archivos fotográficos del Study Centre están tan provistos de material que no ha sido visto anteriormente que aún ahora me atormenta el pecado de omisión cometido al realizar la última selección. Además de haber sido el afortunado receptor de los conocimientos y de la experiencia de Aidan, recibí también su hospitalidad. Después de haber sido un huésped habitual en Bedford durante los últimos cuatro años, pienso que él y Dorene ofrecen en su casa el ambiente más cómodo para investigar que se pueda imaginar, ¡con cama y desayuno incluidos!

Agradezco a Sarah Hollingsworth la lectura del borrador inicial de cada capítulo, y muy especialmente le agradezco sus opiniones y sus críticas, en ocasiones despiadadas. Sin embargo, tengo la seguridad de que sus sucesivas revisiones han mejorado el texto considerablemente.

El padre Laurie Locke me ha proporcionado una ayuda constante, ánimos, así como libertad de acceso a su vasta biblioteca, que es un Chesterton Study Centre en miniatura.

Alfred Simmonds merece una mención especial por su incesante apoyo en aspectos demasiado numerosos para citarlos aquí.

Las personas que cito a continuación me han ayudado también de muy distintas maneras: Kevin Allard, David Barnard, Dennis Barrow, Mike and Elizabeth Butler, Richard Callan, Robert Gilbey, Alison Gillings, John Kingsmill, Robert Sneesby, Alan and Frances Staton, Adrian Stimpson y Alan Young.

Debo dar gracias especialmente al padre Joseph Fessio, SJ, de la Ignatius Press de San Francisco, por haberme concedido autorización para utilizar numerosas citas de las obras de Chesterton. Igualmente debo señalar que varios de los poemas citados en el libro como inéditos, se han incluido posteriormente en las Obras Completas publicadas por esta editorial. Agradezco también al padre Ian Boyd, director de la Chesterton Review, el que me haya autorizado extraer citas de varios números de esa excelente publicación.

Quiero agradecer a todos los que menciono a continuación el haberme permitido citar obras publicadas con anterioridad: a A. P. Watt Ltd, en representación de los administradores de Maurice Baring Will Trust, el fragmento de cinco líneas de «Vita Nuova» de Collected Poems de Maurice Baring; a Douglas Hyde, el extracto de I Believed; a Walter Hooper, la breve cita de la reciente biografía de C. S. Lewis, obra de Roger Lancelyn Green; a George Sassoon, Fight to a Finish, de Siegfried Sassoon; a Oxford University Press, la cita de The Allegory of Love, de C. S. Lewis; a Burns & Oates Ltd., las citas de la biografía de Ferdinand Valentine sobre el padre Vincent McNabb; a Plexus Publishing, el extracto de la biografía de Alfred Hitchcock, de Donald Spoto; a Macmillan Publishers Ltd., la cita de la biografía de C. S. Lewis, escrita por George Sayers; a Sheed & Ward, las citas de las obras de Maisie Ward: Gilbert Keith Chesterton, Insurrection v. Resurrection y Return to Chesterton, los fragmentos de la obra de F. J. Sheed, The Church and I, y del Ensayo de Belloc, On the Place of Gilbert Keith Chesterton in English Letters; a Random House, UK Ltd., el permiso para citar varios libros, entre los que están incluidos: la biografía de Michael Holroyd de Bernard Shaw, la Autobiografía de Arthur Ransome, Complete Verse de Hilaire Belloc y el libro del padre John O’Connor, Father Brown on Chesterton, publicado originalmente por Frederick Muller; a Harper Collins, las breves citas de Blessings in Disguise de Sir Alec Guinness, y de Surprised by Joy de C. S. Lewis; a Element Books Ltd. The Shaftesbury (Dorset) las tres citas de Modern Mystic de Alan Watts y a Chapman & Hall Ltd., las citas del libro de Ada Chesterton, The Chestertons.

Por último, sin que por ello sea menor, quiero expresar mi más sincero agradecimiento a Elspeth Taylor y a James Catford por haber depositado su fe en mis esfuerzos.

PRÓLOGO

El editorial de la Sunday Telegraph’s Review del 28 de mayo se titulaba «¿Un santo entre los periodistas?». Estaba motivado por una carta que había recibido el cardenal Hume de Westminster desde Argentina, firmada por políticos, diplomáticos y un arzobispo. Pedían que «se inicien los trámites necesarios para conseguir la canonización de Gilbert Keith Chesterton».

Sin entrar a considerar el que Chesterton merezca ser canonizado, lo cierto es que la carta sirvió de oportuno recordatorio de la influencia que sigue teniendo en todo el mundo. En efecto, sesenta años después de su muerte, se ha producido un notable resurgir del interés por su vida y su obra. Existen asociaciones chestertonianas en Canadá, Japón, Australia, Francia, Polonia, Noruega y Gran Bretaña, así como otras independientes repartidas por Estados los Unidos. En Canadá aparece trimestralmente una revista especializada (Chesterton Review) y la Ignatius Press de San Francisco está publicando actualmente sus Obras Completas.

Muchos consideran a Gilbert Keith Chesterton como uno de los gigantes de la literatura del siglo veinte. Podía competir en ingenio con Bernard Shaw, H. G. Wells y multitud de escritores más. Un ejemplo es la acertada repuesta que dio a la afirmación de Oscar Wilde de que no podemos apreciar las puestas de sol porque no se pueden pagar: «Oscar Wilde podría pagarlas si no fuera Oscar Wilde»1; de manera similar, después de pronunciar un discurso en América sobre «La cultura y el peligro venidero» le preguntaron si tal peligro podía ser Bernard Shaw y Chesterton respondió: ¡No, hombre, no! Es un placer que desaparece»2. Shaw, a su vez, decía que Chesterton era «un genio colosal»3.

Ahora bien, su genialidad no reside en la rapidez de su ingenio, sino en la profundidad de su filosofía. Fue un pensador radical en el sentido literal de la palabra; se retrotraía hasta la misma raíz del tema en cuestión para comprenderlo: «El hombre moderno es semejante al viajero que olvida el nombre de su destino y tiene que regresar al lugar del que partió para averiguar incluso dónde se dirigía»4. Ronald Knox menciona esa facultad:

Uno de los principios favoritos de Chesterton defendía que se puede examinar cualquier cosa una y otra vez, hasta que se convierte en algo manido de puro familiar y después, de repente, se comprende por primera vez... Pensaba que la verdad se puede percibir del mismo modo, que es posible captar algo como es realmente, tras haber echado previamente novecientas noventa y nueve ojeadas que sólo han servido para obtener una idea convencional y no para que uno se percate de la verdad esencial5.

Según se deduce de la explicación anterior, lo que Chesterton reprochaba fundamentalmente a Oscar Wilde no era que no apreciara las puestas de sol, sino que ni siquiera era capaz de percibirlas. Consciente de la ceguera de los demás, Chesterton expresaba continuamente su agradecimiento por la visión que le había sido dada:

Dame ojos milagrosos para ver mis ojos,
circulantes espejos vivos en mí,
cristales tremendos, más increíbles
que todas las cosas que ven6.

Con esos espejos circulantes de tremendos cristales se abrió camino entre los tópicos y descubrió el sentido común: «Yo soy el hombre que con suprema osadía descubrió lo que ya estaba descubierto»7. De este modo percibía el milagro el milagroso.

Decía monseñor Knox en el panegírico que pronunció en el funeral de Chesterton, celebrado en la catedral de Westminster: «Podemos asegurar casi con toda certeza que será recordado como profeta de una era de falsos profetas»8. Cincuenta años después, Malcon Muggeridge sostenía la misma opinión:

Sentía un profundo e instintivo disgusto por la manera en que transcurría el siglo veinte y eso le convirtió en todo un profeta en los primeros años de pesimismo: «Los serios librepensadores —escribía en 1905— no deberían preocuparse tanto por las persecuciones del pasado; antes de que la idea liberal muera o triunfe, veremos guerras y persecuciones cual jamás el mundo ha contemplado». Stalin, un joven de veintiséis años en aquel entonces, y Hitler, diez años menor, junto con otros, iban a hacer que se cumplieran esas palabras hasta un extremo increíble. Es sorprendente de algún modo que aun cuando se ha demostrado tantas veces lo acertado de sus juicios, siga estando menos considerado que otros contemporáneos suyos que se equivocaban casi invariablemente, como Wells o los Webb9.

Sus dotes de profeta se hicieron patentes en la conferencia que dio en Toronto en 1930 sobre «La cultura y el peligro venidero»; explicó que el peligro no era el bolchevismo, pues ya se había experimentado y «la mejor manera de destruir una Utopía es instituirla. La consecuencia más clara del bolchevismo es que el mundo moderno no lo copiará». El peligro venidero tampoco consistía en una nueva guerra, aunque la próxima tendría «lugar cuando Alemania intente juguetear con la frontera de Polonia». El peligro que se acercaba era «la superproducción intelectual, educacional, psicológica y artística que, al igual que el exceso de producción en el terreno económico, suponen una amenaza para el bienestar de la civilización contemporánea. La sociedad está inundada, cegada y ensordecida por una riada de exteriorizaciones vulgares y de mal gusto, que paraliza intelectualmente al hombre y no le deja tiempo libre para el ocio, el pensamiento o la creación desde su propio interior10.

Chesterton demuestra una asombrosa sagacidad en este discurso pronunciado tres años antes del estallido de la guerra y muchos años antes del derrumbamiento del comunismo. Revela igualmente su aferramiento a la realidad; desde este punto de vista debe entenderse la introducción que Richard Ingrams escribió en 1992 para la reedición de su Autobiografía:

El nuevo lector de Chesterton se verá sorprendido por dos puntos: en primer lugar, por lo absolutamente contemporánea que resulta su figura... En la Autobiografía, así como en sus otros libros, descubrimos que las cuestiones que le obsesionaban tanto a él como a su generación, atraen nuestra atención en la actualidad: imperialismo, pacifismo, darwinismo, ortodoxia religiosa (¡le habría fascinado el obispo de Durham!) y, sobre todo, el «distributismo», credo político que abrazaron Belloc, cuyo eco perdura en el interés que suscita hoy en día el autoabastecimiento, así como la teoría de Schumacher («Lo pequeño es hermoso»)...

Y en segundo lugar, por lo alentador y persuasivo que resulta para aquellos de nosotros que, educados como cristianos, dudamos y vacilamos acerca de nuestras creencias. Yo mismo caigo en la cuenta cada vez que releo su obra, lo que hago con regularidad11.

Es interesante la relación que establecía Ingram entre la relevancia actual de Chesterton y su fe cristiana ya que él mismo, hacía hincapié en ella, en su Autobiografía: «La primera cosa sobresaliente, y característica de la nota moderna, es un cierto efecto de tolerancia que se manifiesta por la timidez. La libertad religiosa podría significar que todo el mundo es libre de discutir de la religión. En la práctica, significa que casi nadie tiene permiso para mencionarla»12.

El estudioso de Chesterton debe carecer de dicha timidez; comprender su fe es primordial para entenderle, de la misma manera que la religión fue absolutamente primordial en su vida. Su lema podría ser casi credo, ergo sum. Así lo entendía Hilaire Belloc, su amigo y compañero de armas, cuando escribió: «La relación de Chesterton con la fe es ciertamente el aspecto más importante de su vida literaria y merece una consideración más detallada que cualquier otra de sus actividades»13.

Étienne Gilson, historiador francés y renombrado especialista en santo Tomás de Aquino comentó en una ocasión que «lo que está en juego con Chesterton es algo más que literatura. Aquí le apreciamos por encima de todo como teólogo»14. El elogio de Gilson de la biografía de santo Tomás de Chesterton ejemplifica su valoración: «Creo que es el mejor libro que se ha escrito jamás sobre santo Tomás, sin comparación posible. No podría explicarse un logro semejante si anduviera escaso de genialidad»15.

Rara vez se considera la filosofía como un pasatiempo; sin embargo, Chesterton no sólo lo creía sino que además le parecía un pasatiempo divertido. Una vez afirmó que «el secreto de la vida reside en la risa y en la humildad»16; Christopher Hollis opinaba que «lo primero que consiguió fue que las bromas se volvieran contra los escépticos. Así como el General Booth se negó a que el diablo se quedara con las mejores melodías, Chesterton se negó igualmente a dejarle las broma mejores y declaró que también les estaba permitido divertirse a los que tenían fe»17.

La clave de su atractivo y del éxito que alcanzó como defensor del cristianismo se encuentra en su original combinación de la diversión y la filosofía, de la lógica con la risa; gracias a ella muchas personas lograron desembarazarse del agnosticismo y del ateísmo: C. S. Lewis, Evelyn Waugh y Graham Greene reconocían la profunda influencia que había ejercido Chesterton en sus conversiones respectivas. Dorothy Sayers confesaba asimismo estar en deuda con Chesterton: «Fue un liberador de los cristianos —escribió en 1952—. Como si de una bomba benéfica se tratara, hizo que un gran número de vidrieras de mala calidad saltara por los aires, permitiendo la entrada en la iglesia de ráfagas de aire fresco, en el que danzaban las hojas muertas de la doctrina, con toda la energía y la frescura del volatinero de nuestra Señora»18. Sospechamos que esta lista de notoriedades que hallaron la fe gracias a Chesterton, o al menos en parte, es únicamente la punta de un iceberg espiritual mucho más grande. Por la conversión de C. S. Lewis o de Sir Alec Guinness, ¿cuántas conversiones desconocidas habrá habido?

Analizando estos vestigios de la importancia de Chesterton en la actualidad, recordamos unas líneas de uno de los relatos de La inocencia del Padre Brown: «Las pisadas misteriosas», en las que el sacerdote declara: «Él me hizo pescador de hombres». La narración continúa:

—¿Ha ocultado usted a ese hombre? —preguntó el coronel, arrugando el ceño.

El Padre Brown le miró a la cara abiertamente:

—Sí —contestó—. Yo lo he pescado con anzuelo invisible y con hilo que nadie ve, y que es lo bastante largo para permitirle errar por los confines del mundo y para hacerle regresar con un pequeño tirón19.

Evelyn Waugh se inspiró en este pasaje para titular la tercera parte de Retorno a Brideshead, «Tirando del hilo». No es esta la única vez que Chesterton asignó a la Iglesia el papel de pescadora de hombres:

En cuanto el hombre deja de estirar del hilo en contra de la Iglesia católica, nota un tirón hacia ella; en cuanto deja de abuchearla, empieza a escucharla con deleite; en cuanto intenta ser ecuánime en cuanto a ella se refiere, comienza a sentirse orgulloso de ella. Ahora bien, cuando el afecto sobrepasa un determinado punto, empieza a adquirir el aspecto de la grandeza trágica y amenazadora de los grandes amores20.

Aquí, en apenas un párrafo, Chesterton nos presenta el viaje de su vida en el microcosmos: el estirón inicial en contra de la Iglesia, el tirón que notó hacia ella a continuación, el afán de ecuanimidad que desembocó en primer lugar en afecto y con el tiempo en un gran amor por la Iglesia católica. En su vida hubo otras historias de amor, claro está; la primera y la más evidente fue la que vivió con Frances, su mujer; no obstante, amó también a su hermano Cecil y a sus grandes amigos, Belloc y Shaw. Con todo y con eso, esos amores desempeñaron solamente un papel secundario en su gran historia de amor con Cristo.

Chesterton lo expresaba poéticamente: «Si en la tierra negra la semilla se transforma en estas rosas tan bellas, ¿en qué se convertirá el corazón del hombre en su largo viaje hacia las estrellas?»21.

Notas

1 TITTERTON, W. R., G. K. Chesterton: A Portrait, Londres, 1936, pp. 88-89.

2 WARD, Maisie, Gilbert Keith Chesterton, Londres 1944, p. 501.

3 HOLLIS, Christopher, The Mind of Chesterton, Londres, 1940, p. 86.

4 FFINCH, Michael, G. K. Chesterton: A Biography, Londres, 1938, p. 258.

5 WILLAMSON, Claude (ed.) Great Catholics, Londres, 1938, p. 548.

6 O’CONNOR, John, Father Brown on Chesterton, Londres, 1937, p. 157.

7 FFINCH, M., G. K. Chesterton, p. 362.

8 WARD, M., Gilbert Keith Chesterton, p. 362.

9 CONLON, D. J. (ed.), G. K. Chesterton: A Half Century of Views, Oxford, 1987, pp. 226-227.

10 WARD, M., Gilbert Keith Chesterton, p. 500.

11 Chesterton Review, vol. XVIII, n. 3, p. 439.

12 CHESTERTON, G. K., Autobiografía, (Obras Completas, vol. I), Barcelona, 1967, p. 214.

13 BELLOC, Hilaire, «Lugar de Gilbert Keith Chesterton en las letras inglesas», prólogo de Ensayos de Chesterton, México, 1985, p. xxvi.

14 Chesterton Review, vol. XII, n. 4, p. 539.

15 CONLON, D. J. (ed.), G.K. Chesterton: The Critical Judgements, Amberes, 1976, p. 510.

16 CHESTERTON, G. K., Herejes (Obras Completas, vol. I), Barcelona, 1967.

17 HOLLIS, Christopher, The Mind of Chesterton, p. 8.

18 SAYERS, Dorothy L., Prefacio a The Surprise, Londres, 1952, p. 5.

19 CHESTERTON, G. K., La inocencia del Padre Brown, Ediciones Encuentro, Madrid, 1985, p. 80.

20 O’BRIEN, John A. (ed.) The Road to Damascus, vol. I, Londres, 1949, p. 271.

21 WARD, M., Return to Chesterton, Londres, 1952, p. 137.

Capítulo 1
PADRE DEL HOMBRE

El Niño es padre del hombre;
quisiera una devoción natural
que ligara uno a uno todos mis días.
(William WORDSWORTH, ‘My Heart Leaps Up’)

A menudo se ha criticado a G. K. Chesterton su perenne falta de madurez, el ser un romántico incorregible y un perfecto ingenuo. A primera vista, su propia opinión podría causar la impresión de que no es ese un punto de vista equivocado; pocos meses antes de su muerte hablaba abiertamente de su niñez con sinceridad: «No he perdido nunca el sentimiento de que ésta era mi vida real; el principio verdadero de lo que hubiera debido ser una vida más real; una experiencia perdida en la tierra de los vivos»1.

Sería muy fácil considerar ingenuos estos sentimientos y, no obstante, si lo hiciéramos caeríamos en la trampa de la ingenuidad, o al menos, cometeríamos el error de ser también ingenuos al juzgarle. En realidad, él admitía que era un romántico pero insistía siempre en que el romanticismo estaba más cerca de la realidad que el escepticismo. No era por tanto un romántico incurable, sino lleno de optimismo. Como a él le habría divertido proclamar, es el escéptico y no el romántico el que carece de esperanza. Creía que en la inocencia de la infancia se escondía el romanticismo de la realidad:

Estaba subconscientemente seguro entonces, como estoy conscientemente seguro hoy, de que ahí se hallaba la ruta blanca y sólida y el comienzo meritorio de la vida del hombre; y que es el hombre el que más tarde la oscurece con ensueños o se descarría engañándose a sí mismo. Es sólo el hombre hecho y derecho el que vive una vida de ficción; el que tiene su cabeza en las nubes2.

Con el fin de desbaratar y disipar las acusaciones de ingenuidad, mostró un currículum vitae en su Autobiografía que demostraba que era «un hombre de mundo»:

Sin echármelas de aventurero o de trotamundos, puedo decir que he visto algo en el mundo; he viajado por lugares curiosos y he conversado con hombres de interés; he estado metido en disputas políticas que, más de una vez, se han convertido en luchas de facciones; he hablado con hombres de Estado en la hora en que se resolvía el destino del Estado... Hay muchos periodistas que han visto acaso más cosas que yo; pero yo he sido periodista y he visto tales cosas3.

Con estas palabras pretendía demostrar la falsedad de la afirmación de que era un ingenuo. Y a continuación expresaba la ocurrencia de que todos esos episodios de su vida «no tendrán sentido si nadie comprende que hoy significan menos para mí que el Teatro de Guiñol de Campden Hill»4.

Se acordaba vivamente del teatro de marionetas como demuestra al declarar que fue «lo primero que recuerdo haber visto con mis ojos». Recordaba a un jovencito cruzando un puente, con «un bigotillo rizado y una actitud de confianza en sí mismo rayana en la jactancia». Llevaba una corona de oro en la cabeza y una llave desmesuradamente grande en la mano y para añadir dramatismo, el puente atravesaba «un peligroso precipicio montañoso»:

Y si alguien objetase que escenas semejantes son poco frecuentes en la vida familiar de los agentes inmobiliarios que vivían inmediatamente al norte de la calle principal de Kensington, hacia el año 70 del siglo pasado, me veré obligado a admitir, no ya que la escena es irreal, sino que la vi desde el proscenio de un teatro de juguete construido por mi padre; y que (si realmente me atosigan con detalles tan nimios) el muchacho con corona y todo tendría unos seis centímetros de altura y resultaba (después de un examen) que estaba hecho de cartón. Pero es rigurosamente cierto decir que lo vi antes que recuerde haber visto ninguna otra persona; y que respecto a mi memoria, ésta es la primera escena a la que se abrieron mis ojos por primera vez en este mundo5.

Siendo ya un hombre adulto, admitía gustosamente la importancia que tenían para él aquellos embrionarios recuerdos de la infancia, en los últimos años de su vida, pero preveía que algunos psicólogos podrían intentar ver algo más en ellos. Respondía de la siguiente manera al «escrupuloso lector de librotes sobre psicología infantil» que pudiera llegar a la conclusión de que su romanticismo se debía a dichos recuerdos infantiles:

Sí, estúpido, sí. Indudablemente su explicación es, en este sentido, la verdadera. Pero lo que está usted diciendo con tanta agudeza es sencillamente que asocio estas cosas con la felicidad, porque era muy feliz. Ni siquiera empezamos a considerar la cuestión de por qué yo era tan feliz. ¿Por qué el hecho de mirar por un agujero cuadrado de cartón amarillo, puede transportar a alguien al séptimo cielo de la felicidad, en cualquier momento de la vida?¿Por qué lo consigue en ese momento preciso de la vida? Ese es el hecho psicológico que tiene usted que explicar; yo no he tropezado nunca con ninguna explicación racional6.

En otra parte, Chesterton seguía tratando de obtener una explicación de lo que no tenía explicación alguna:

La adolescencia es una cosa compleja e incomprensible. Ni habiéndola pasado se entiende bien lo que es. Un hombre no puede comprender nunca del todo a un chico, aun habiendo sido niño. Crece, por encima de lo que fue el niño, una especie de protección que pica como pelo; una dureza, una indiferencia, una combinación extraña de energía dispersa y sin objeto, mezclada con cierta disposición a aceptar las convenciones7.

Este párrafo contiene la paradoja de la niñez al estilo chestertoniano; es un misterio que sabemos que existe, pero que no sabemos explicar. El niño es el padre del hombre, paradójicamente es mayor que el hombre, su existencia es anterior y sus recuerdos, más antiguos. El niño ha pasado toda la vida con el adulto, estaba con él incluso antes de que el adulto naciera. Y sin embargo, el adulto ni conoce ni comprende al niño.

Todo esto en cuanto al niño como padre del hombre, pero ¿qué hay del padre del niño?

Edward Chesterton ejerció una considerable influencia en la primera formación de su hijo y sirve de ejemplo el papel que desempeñó como creador del teatro de juguete que constituyó el primer universo que Chesterton descubrió. Era uno de los seis hijos que tuvieron sus padres; su familia le llamaba cariñosamente «Míster» o «Mr Ed». Le pusieron al frente de la agencia inmobiliaria familiar junto con su hermano Sidney. Sin embargo, no era el comercio lo que le llenaba el corazón, sino el arte y la literatura. Edward Chesterton fue un artista frustrado; era aficionado al grabado, fue autor de varios libros para niños, e ilustró al menos uno de ellos: The Wonderful Story of Dunder Van Haedon8. En su Autobiografía Chesterton menciona «cierto libro con ilustraciones de casas holandesas antiguas» que equipaban su imaginación infantil: «El libro había sido escrito e ilustrado por mi padre, para uso casero»9. Recordaba también que las dotes de su padre se extendían mucho más allá de la escritura e ilustración de libros: «Su leonera o estudio estaba cubierto de capas estratificadas de diez o doce creaciones recreativas: acuarelas y modelados, fotografías y vidrieras, obras cinceladas y linternas mágicas, iluminaciones medievales»10. En una de las primeras cartas que escribió a su amigo del colegio E. C. Bentley, cuenta un episodio relacionado con una de esas aficiones: «Fui a una fiesta a casa de un tío mío; mi padre, conocido en aquellas tierras como Tío Ned, hizo una exhibición con la linterna mágica; yo ya había visto la mayoría de las filminas, salvo una serie muy bonita que ilustraba la trágica historia de Hookybeak el parlanchín, copiada y coloreada por mi primo»11.

Muchos años después, Bentley rendiría homenaje a la saludable influencia que Edward Chesterton había ejercido en su hijo, manifestando que jamás se había topado con «una amabilidad mayor —por no mencionar otras cualidades excelentes— que la del padre de Gilbert, aquel hombre de negocios cuyo amor por la literatura y por todas las cosas bellas tanto había encandilado a sus hijos en la niñez»12. Chesterton reconocía abiertamente su influencia, recordaba que su padre «se sabía toda la literatura inglesa de cabo a rabo» con el resultado de que él «conocía buena parte de ella, de memoria, mucho antes de que me pudiera entrar en la cabeza. Conocía páginas de verso blanco de Shakespeare sin la menor noción de lo que, en su mayoría, significaban, lo cual es quizá el mejor modo de empezar a apreciar los versos»13.

Tal vez la descripción más entrañable de Edward Chesterton sea la que narra su hijo en su Autobiografía; pinta una faceta de su carácter encantadora y maliciosa a la vez:

Mi padre... tenía toda la serenidad de carácter y el placer de los viajes humorísticos propios de Mr Pickwick. Era más bien tranquilo, pero su tranquilidad ocultaba una copiosa fertilidad de ideas; y le divertía burlarse de la gente. Recuerdo (para dar un ejemplo, entre cientos, de estas bromas) una vez que informaba muy serio a unas señoronas del nombre de las flores, insistiendo especialmente en las denominaciones rústicas que se dan en ciertas localidades... simulando instruirlas en el nombre científico... Le seguían sin protestar, cuando observaba de pasada: «Es una brizna de Bigamia salvaje» y sólo cuando añadía la existencia de una variedad local conocida por el nombre de Bigamia de obispo, empezaban a sospechar lo depravado de su carácter14.

Lamentablemente, la Autobiografía está bastante desprovista de anécdotas similares acerca de su madre, Marie Louise Grosjean. Según la leyenda familiar, la familia de su madre «descendía de un soldado raso francés de las guerras revolucionarias, que fue prisionero en Inglaterra, donde se quedó»15. Pero al parecer la idea romántica, en este asunto, guarda poca relación con la realidad. Es probable que la familia hubiera llegado a Inglaterra procedente del cantón suizo de habla francesa, dos generaciones antes y que perteneciera a una clase acomodada. El padre de Marie Louise era un predicador laico metodista que fue uno de los promotores del Movimiento para la Abstinencia del alcohol. La familia de la madre, apellidada Keith, procedía de Aberdeen. Si tenemos en cuenta la abierta oposición de Chesterton hacia el citado Movimiento y hacia la Ley Seca de los Estados Unidos, así como las cruzadas que llevó a cabo públicamente en contra de la teología protestante, podemos dar por sentado que había heredado relativamente poco de su abuelo materno. No obstante, le gustaba pensar que le venía de su abuela materna «una cierta viveza que da toda infusión de sangre escocesa o de patriotismo... esa especie de romanticismo escocés de mi infancia»16.

Si la leyenda familiar de la llegada de su familia materna guarda poca relación con la realidad, las aventuras auténticas de cierto miembro de la familia de su padre restablecerán sobradamente las credenciales románticas. El capitán George Laval Chesterton fue veterano en las guerras napoleónicas, mercenario, gobernador y reformador de una prisión y amigo de Charles Dickens. Participó en la guerra de la Península Ibérica y después se unió al ejército británico y a sus aliados, indios y legitimistas, en la guerra de 1812 contra los americanos. Escribió varios libros autobiográficos en los que dejó constancia de las duras condiciones de la vida militar en la época de Waterloo y evocaba soldados aguerridos que «se ponían enfermos ante el espectáculo de un soldado raso recibiendo quinientos latigazos»17. Tras esas experiencias por Europa y Norteamérica, el capitán Chesterton ofreció sus servicios como mercenario y luchó junto a una expedición de la Legión británica en Venezuela, donde al igual que en España, le hicieron prisionero y se enfrentó a la muerte muchas veces, por fiebres y por las ejecuciones que llevaban a cabo sus captores.

Una vez finalizados sus días castrenses, el capitán Chesterton regresó a Inglaterra, donde le ofrecieron el puesto de gobernador de la prisión de Cold Bath Fields. Fue allí donde se hizo amigo de Charles Dickens y de la reformadora de prisiones, Elizabeth Fry. Se convirtió en un denodado defensor de la reforma de las prisiones y escribió un libro titulado Revelations of Prison Life. Es posible que siguieran acobardándole los recuerdos de las palizas que había presenciado en el ejército británico cuando narró con inmenso desprecio el azotamiento de un ladrón en el estribo de un carro: «A raíz de aquella demostración, lo primero que pensé fue que un espectáculo tan salvaje había ultrajado al público y nos había degradado a la policía y a mí. Cuando la costumbre cayó en desuso y finalmente se prohibió me alegré con todo el corazón...»18.

Se podrían contar aventuras de otros miembros del clan Chesterton, como las de un tal Arthur Chesterton que se hizo a la mar en 1829 y escribió a su casa en 1830 relatando sus experiencias en Jamaica. Pero lo que importa aquí es que Edward Chesterton conoció, se enamoró y se casó con Marie Louise. Gilbert fue su segundo hijo.

En cuanto a los detalles específicos de su nacimiento, difícilmente se podrían referir con más imaginación y agudeza que las que él mismo derrocha en las líneas que dan comienzo a su Autobiografía:

Con esa reverencia y credulidad ciega que me son tan características, cuando de la tradición y de la mera autoridad de mis mayores se trata, me he tragado —sin rechistar y casi supersticiosamente— un cuento que no me fue posible comprobar a tiempo, a la luz de la experiencia del juicio propio. Me hallo, por tanto, firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill (Kensington) y fui bautizado con arreglo al ritual de la Iglesia Anglicana en el pequeño templo de san Jorge, frente por frente a la gran torre de los Waterworks que dominaba esa altura»19.

Al decidir sus padres bautizarle en una iglesia anglicana, en realidad se estaban doblegando asimismo con una credulidad ciega ante la tradición y la mera autoridad de sus mayores. Lo cierto es que no se sentían ligados a la religión en la que bautizaron a su hijo. De acuerdo con la mejor tradición victoriana, eran «librepensadores» que fingían estar de acuerdo con un cierto tipo de unitarismo, rechazando así «la doctrina de la Iglesia Anglicana». Podemos suponer, por tanto, que accedieron a bautizar a su hijo guiados por su posición social más que por un criterio espiritual. La «mera autoridad» no era la de la Iglesia, sino la del convencionalismo. Con todo y con eso, el reverendo Alexander Law Watherson celebró la ceremonia el 1 de julio, en la iglesia de san Jorge, en Campden Hill; le pusieron de nombre el apellido de su padrino Tom Gilbert y el de la familia de su madre, Keith20.

Chesterton tenía una hermana mayor llamada Beatrice que le llevaba cinco años. Beatrice era «el ídolo de la casa» y al parecer acogió con cariño la llegada del nuevo bebé. Fueron los mejores compañeros de juegos; les llamaban «Birdie» y «Diddie» que presumiblemente fueron los primeros balbuceos de Gilbert21; no obstante, estos apodos tuvieron una vida muy corta.

La tragedia sacudió a la familia con la muerte de Beatrice a la edad de ocho años. Es difícil calibrar el modo en que afectó a Chesterton el fallecimiento de su hermana; sus propias palabras arrojan poca luz sobre el asunto:

Tuve una hermanita que murió cuando yo era niño; poseo pocos datos sobre ella, pues es de lo único que no hablaba mi padre... No recuerdo cuándo murió mi hermanita, pero recuerdo cuando se cayó de un caballo de cartón... La catástrofe más grande debió confundirse e identificarse, sin duda, con la más pequeña. Siempre lo he sentido como un recuerdo trágico y como si un caballo de verdad la hubiese tirado y matado. Algo ha debido pintar y repintar este cuadro en mi mente, hasta que, de súbito, me di cuenta, hacia los dieciocho años, de que se había convertido en un cuadro de Amy Robsart, extendida al pie de la escalera donde la habían tirado Varney y otro bellaco. Esta es la verdadera dificultad al recordar las cosas que hemos recordado mucho, porque hemos recordado demasiado a menudo22.

Pocas claves se pueden espigar de esta sincera confesión, que demuestra una vez más la capacidad de elusión de los niños así como su perspicacia. Está claro que lamenta no haber podido hablar largo y tendido del tema con su padre, pero aparte de eso, lo único que está claro es que no hay nada claro. El problema que conlleva el pensar en algo con demasiada frecuencia, explicaba Chesterton, es que «se transforma cada vez más en nuestro propio recuerdo de la cosa, en lugar de transformarse en la cosa en sí»23. Esta cita que precede inmediatamente a los comentarios acerca de su hermana, supone la confesión de que pensaba en su muerte muchas veces durante toda la niñez y la adolescencia. Podemos conjeturar el modo en que le afectó en el curso de su vida posterior; acaso tuvo la misma importancia que la muerte de otra Beatrice había tenido en la vida de un poeta más insigne.

Aparte de la trágica muerte de su hermana, al parecer tuvo una infancia casi idílica, hasta tal punto que se vió obligado a pedir disculpas en su Autobiografía, si bien lo hizo en un tono decididamente zumbón; además podemos sospechar que se estaba acordando del psicólogo infantil cuando escribió:

...así era la gente entre la que nací. Siento mucho si ese panorama parece decepcionadoramente respetable (e incluso razonable) y falto de todas aquellas cualidades desagradables que hacen que una biografía sea realmente popular... Lamento... no poder cumplir mi deber de auténtico hombre moderno, maldiciendo todo aquello que me ha hecho cual soy... Me veo obligado a confesar que vuelvo la vista hacia el panorama de mis primeros años con un placer que indudablemente debía reservar para las Utopías del Futurista24.

El panorama de los primeros días de Chesterton se alegró considerablemente en noviembre de 1879, con la llegada a la familia de Cecil Edward, el segundo hijo. Se cuenta que recibió la noticia de que tenía un hermano nuevo diciendo: «Desde ahora tendré siempre un auditorio»25. Si esto fue así, al joven Gilbert estuvo a punto de resultarle peor de lo que esperaba pues en cuanto Cecil aprendió a hablar, aprendió a discutir. El auditorio era un reventador:

Se produjo el caso de haber, simultáneamente, dos oradores y ningún auditorio. Discutimos durante toda nuestra infancia y nuestra adolescencia, hasta convertirnos en una peste para todo nuestro círculo social. Nos pegábamos gritos de un lado a otro de la mesa con motivo de Parnelli, el Puritanismo o la cabeza de Carlos l, hasta que los más próximos y los más afectos nos huían al acercarnos y tan sólo hallábamos un desierto en torno26.

Lo principal que debemos recordar en relación con este torneo de adolescentes es el tono amistoso en que se conducía; como explicaba Chesterton: «Me regocijo al pensar que, durante todos aquellos años, no dejamos de discutir, y no nos peleamos una sola vez»27. En el lenguaje moderno se han desdibujado y abaratado las palabras «pelear» y «discutir» y se consideran sinónimos. Chesterton encarna la diferencia que existe entre ambas, ya que aunque toda su vida fue una discusión, rara vez, si es que hubo alguna, se peleó. Expuso la cuestión de un modo caprichoso diciendo que «la principal objeción que puede tener una pelea es que interrumpe la discusión»28.

El hecho de que los dos hermanos discutieran no debe tomarse como un indicio de que no estuvieran unidos. Chesterton idolatraba a su hermano pequeño y se sentía su protector. Siempre que le menciona en alguno de sus escritos, lo hace invariablemente en términos de adoración. Cecil jamás oyó una palabra en su contra y a menudo escuchaba elogios excesivos.

Poco después de su nacimiento, la familia se trasladó a Warwick Gardens, en otra zona de Kensington. Posteriormente Ada Chesterton, la mujer de Cecil, describiría la casa familiar. El exterior estaba adornado con «flores en macetas pintadas de verde oscuro», colocadas en las ventanas. El interior permaneció básicamente invariable a lo largo de los años: «Las paredes del comedor renovaban de año en año su original matiz de bronce verdoso, la repisa de la chimenea, siempre de color burdeos, y los azulejos de la chimenea, dibujados por Edward Chesterton, iban palideciendo con el tiempo. Los libros se alineaban, ocupando en las paredes todo el espacio que era posible, y los estantes se elevaban desde el suelo hasta el techo». El mobiliario, «bonito» en opinión de Ada, comprendía una esbelta mesa de comedor de caoba, un pequeño aparador generosamente provisto de botellas y cómodas sillas. «En la pared frente a la chimenea, había un retrato de Gilbert, de cuando éste tenía seis años, pintado por un artista italiano, Bacceni. A través de la perspectiva de una sala tapizada de rosa pálido, se veía un largo y encantador jardín, donde florecían jazmines y lilas, lirios azules y amarillos, rosas trepadoras y plantas perennes». El jardín estaba rodeado de muros altos y al final, a lo lejos, se elevaban cual centinelas varios árboles. Allí era donde Edward Chesterton, en ocasiones especiales, «colgaba lámparas como de hadas en absurdos y encantadores anillos entre las flores y los árboles»29.

Estas últimas líneas con que Ada describe la vida familiar en Warwick Gardens, demuestran una vez más la influencia del padre de los Chesterton en sus hijos. Además de enseñarles el teatro de juguete, la linterna mágica y las bombillas de colores, les leía cuentos de hadas. Uno de ellos The Princess and the Goblin, de George MacDonaldii, fue un regalo para su hijo Gilbert. Le causó un gran efecto; años más tarde declararía que había hecho «que toda mi vida fuera distinta; me ayudó a ver las cosas de una manera determinada, desde el principio». En el cuento había duendes acechantes ocultos en los rincones de una casa y aliados de las hadas escondidos en otros. Era una historia de buenos y malos. Aquí reside, en dos palabras, el secreto del desarrollo espiritual de Chesterton. Aprendió el concepto de moralidad en los cuentos de hadas y se convenció de que únicamente en ella estaba la realidad. Quizá fuera un hecho fortuito el que Chesterton aprendiera tal concepto a través de la lectura de aquellos cuentos, puesto que brillaba por su ausencia en el ambiente agnóstico de la Inglaterra victoriana. Muchos victorianos se consideraban «por encima del bien y del mal», haciéndose eco de las palabras de Nietzsche; eran demasiado modernos para ser virtuosos:

El ambiente general de mi niñez era agnóstico... Recuerdo cuando mi amigo Lucien Oldershaw... me dijo de repente ojeando las fatigadas lecciones del Testamento Griego de «St Paul’s School»: «Naturalmente, a ti y a mí nos han enseñado la religión gente agnóstica» y de pronto al ver de nuevo las fisonomías de mis profesores, exceptuando uno o dos pastores excéntricos, comprendí que tenía razón30.

En otra parte escribió: «La verdad es que, por aquel entonces, el imperialismo, o el patriotismo al menos, era para la mayoría de los hombres un sustituto de la religión. Los hombres creían en el Imperio Británico, precisamente porque no tenían otra cosa en la que creer»31. Y de nuevo: «Lo que deseo deponer, como testigo del hecho, es que el ambiente de todo el mundo no era sólo el ateísmo, sino la ortodoxia atea e incluso una respetabilidad atea. Eso era tan corriente en Belgravia como en Bohemia. Y era, sobre todo, normal en Suburbia...32».

Ese telón de fondo de agnosticismo y ateísmo sembraba todo de dudas, o al menos así se lo parecía a sus padres que aunque persistían en llevar a sus hijos a la iglesia, se mostraban vacilantes a la hora de elegir una opción religiosa. Asistían a la Bedford Chapel, donde predicaba un ministro unitario llamado Stopford Brooke quien, en 1880, había levantado una gran polémica al abandonar, por falta de fe en los milagros, la Iglesia Anglicana en la que había llegado a ser capellán real.

Más o menos en la misma época en que Stopford Brooke dejó la Iglesia Anglicana, el pequeño Chesterton experimentaba su primer encuentro con el catolicismo con tan sólo seis años. Se acordaba de ir andando con su padre por la calle principal de Kensington cuando se toparon con una muchedumbre. Ya había visto multitudes anteriormente, pero aquélla se comportaba de un modo bastante extraño:

De repente, se produjo un movimiento en las filas, y todos estos personajes se postraron de hinojos sobre el empedrado... Entonces me di cuenta de que se había detenido una especie de cochecillo frente a la entrada, y que surgía, de su fondo, una especie de fantasma envuelto en llamas... levantando los dedos frágiles y alargados por encima de la gente con un gesto de bendición. Y entonces miré su cara y me sobrecogió el contraste, pues su rostro estaba pálido como un muerto, del color del marfil, y muy arrugado y envejecido... llevando en cada arruga la ruina de una gran belleza»33.

El fantasma escarlata era el cardenal Manning, un príncipe de la Iglesia, encerrado cual viejo príncipe azul en la memoria del viejo Chesterton que relataba el acontecimiento al cabo de más de cincuenta años. La viveza del recuerdo indica claramente dos cosas: la primera es que posiblemente la visión del cardenal conservaba tanta fuerza porque se había grabado en el subconsciente de Chesterton con posterioridad, y la segunda es que la romántica narración del episodio refleja la gran retentiva de las cosas de la niñez que seguía teniendo sólo dos meses antes de su muerte.

En aquellos años de formación le presentaron a otro católico importante que iba a ejercer un influjo mayor en su destino. San Francisco de Asís era el héroe de una historia que le leyeron sus padres siendo un niño pequeño y resultó ser el comienzo de una relación que duraría toda su vida. En el momento en que Chesterton, todo oídos, oyó por primera vez la historia de san Francisco, supo que había encontrado un amigo.

Otro factor decisivo en su primera formación fue la vivencia de unas Navidades dickensianas. Recordaba nítidamente las Navidades de su infancia y en consecuencia afirmaba que «creí en el espíritu de la Navidad antes de creer en Cristo... Desde mi más tierna edad quería a la Santísima Virgen y a la Sagrada Familia, gracias a Belén y a la historia de Nazaret»34. El joven Gilbert expresó su piedad infantil en un par de dibujos conservados para la posteridad por su padre, que con perenne chochez por su hijo reunió y fechó todos sus garabatos. Ambos datan de 1882 cuando Chesterton tenía siete u ocho años. El primero es un dibujo de trazos enérgicos en el que aparece Cristo crucificado rodeado por grandes ángeles serviciales35. El segundo tal vez sea más digno de mención en vista de su futura conversión; representa a un monje sonriente que sostiene un crucifijo en lo alto mientras le persiguen unos hombres furiosos blandiendo espadas; al fondo, otro hombre se arrodilla delante de otro crucifijo36. El aspecto realmente llamativo del dibujo es la asombrosa percepción del joven Chesterton, teniendo en cuenta el ambiente generalizado de agnosticismo que le rodeaba. En la Inglaterra victoriana no era habitual que los cristianos no católicos representaran a Cristo en la cruz, de modo que es sorprendente la inclusión en la pintura de un crucifijo en lugar de una cruz desnuda. Chesterton había visto imágenes católicas en alguna parte y había recibido su influencia incluso a una edad tan temprana.

Inevitablemente y como no podía ser menos, le influyó también el modo de enfocar la historia imperante en la época victoriana, adoptado y repetido por su padre. Desde ese punto de vista, la Iglesia Católica era el malvado infame, mientras que los héroes eran Enrique VIII, Isabel, Oliver Cromwell y Guillermo de Orange, a quienes se alababa por asestar un golpe a la Iglesia. No debería sorprendernos por tanto que el joven Chesterton fuera el autor de un par de poemas anticatólicos. El primero y más antiguo era una irónica parodia de Lays of the Scottish Cavaliers, de Aytoun:

Rechazad a los papistas temblorosos,
apartad las ordas conservadoras;
Dejad que digan en sus casas los viyanos
que han probado la espada de Campbell37.

El poema no tiene fecha, pero la mala ortografía revela su origen precoz. Más adelante se regocija porque:

Esa misma mañana hicimos retroceder hasta el final
a todos los servidores del Papa.

La segunda poesía es algo posterior, probablemente la escribió en 1886, a los once o doce años. Se titula «El héroe»; éste es el momento más intenso:

Había perseguido a la flota holandesa
hasta el interior del Zuyder Zee,
como aplastaba el apoyo papista
.