Índice

Jeannette continúa hilando; después se levanta; se vuelve hacia la iglesia; recita el «por la señal» sin hacer el signo de la cruz:

JEANNETTE. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Padre Nuestro que estás en los cielos; santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy; perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido y no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal. Amén.

Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pobres pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

San Juan, mi patrono; santa Juana, patrona mía; rogad por nosotros.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Padre nuestro, padre nuestro que estáis en los cielos, qué preciso es que vuestro nombre sea santificado; qué preciso es que llegue vuestro reinado.
Padre nuestro, padre nuestro que estáis en el reino de los cielos, cómo se necesita que llegue vuestro reinado al reino de la tierra.
Padre nuestro, padre nuestro que estáis en el reino de los cielos, cómo se necesita que vuestro reinado llegue al reino de Francia.

Padre nuestro, padre nuestro que estáis en los cielos, cuán necesario es que se haga vuestra voluntad; qué preciso es que nosotros tengamos el pan de cada día.
Cómo se necesita que nosotros perdonemos las ofensas; y que no caigamos en la tentación; y que nos libren del mal. Amén.

Oh, Dios mío, si viéramos siquiera el inicio de vuestro reinado. Si se viera al menos levantarse el sol de vuestro reinado. Vos nos enviasteis a vuestro hijo, a quien tanto amabais; vuestro hijo, que tanto sufriría, llegó, y ha muerto, y nada, nada de nada. Si al menos viésemos despuntar el día de vuestro reinado. Y habéis enviado a vuestros santos, los habéis llamado a cada uno por su nombre —vuestros otros hijos, los santos, y vuestras hijas, las santas—, y vuestros santos vinieron, y llegaron vuestras santas, pero nada, nada de nada. Transcurrieron los años, tantos años que no sé su número; pasaron siglos; catorce siglos de cristiandad, ay, desde el nacimiento, la muerte y la predicación. Y nada, nada, nada de nada. Y lo que reina sobre la tierra —nada, nada— no es nada más que la perdición. Catorce siglos (aunque hayan sido de cristiandad), catorce siglos desde el rescate de nuestras almas. Y nada, nada de nada, el reinado de la tierra no es más que el reinado de la perdición, el reino de la tierra no es más que el reino de la perdición. Vos nos habéis enviado a vuestro hijo y a los demás santos. Y sobre la faz de la tierra sólo discurre una ola de ingratitud y de perdición. Dios mío, Dios mío, ¿será posible que vuestro hijo haya muerto en vano? ¿Que haya venido, sin que eso sirviera para nada?

Estamos peor que nunca. Al menos si se viese, siquiera, elevarse el sol de vuestra justicia. Pero se diría, Dios mío, Dios mío, perdonadme, se diría que vuestro reinado desaparece. Jamás se ha blasfemado tanto vuestro nombre. Nunca se ha menospreciado tanto vuestra voluntad. Jamás se ha desobedecido tanto. Nunca nos ha faltado tanto nuestro pan; y si solamente nos faltase a nosotros. Dios mío, si no nos faltase más que a nosotros; y si únicamente careciéramos del pan del cuerpo, el pan de maíz, el pan de centeno y de trigo; pero necesitamos otro pan distinto: el pan para alimento de nuestras almas; nosotros estamos hambrientos con otra hambre distinta: la única hambre que deja en el vientre un vacío imperecedero. Carecemos de otro pan. En vez del reinado de vuestra caridad, el único reinado que impera sobre la faz de la tierra, de vuestra tierra, de la tierra de vuestra creación, en lugar del reinado del reino de vuestra caridad, el único reinado que impera es el reinado del reino indestructible del pecado. Si se viese siquiera el comienzo de vuestros santos, si se viese brotar el inicio del reinado de vuestros santos. Mas, ¿qué se ha hecho, Dios mío, qué se ha hecho de vuestra criatura, qué se ha hecho de vuestra creación? Jamás se han cometido tantas ofensas, ni jamás han muerto sin perdón tantas ofensas. El cristiano no ha cometido nunca tantas ofensas contra el cristiano, y a vos, Dios mío, jamás os ha hecho el hombre tantas ofensas. Nunca murió tanta ofensa imperdonada. Se dirá que nos habéis enviado en vano a vuestro hijo, y que vuestro hijo ha sufrido en vano, y que ha muerto. ¿Será posible que él se sacrifique y que nosotros lo sacrifiquemos diariamente en vano? ¿Se habrá levantado cierto día y estaremos nosotros levantando diariamente una cruz en vano? ¿Qué se ha hecho del pueblo cristiano, Dios mío, de vuestro pueblo? Y no se trata sólo de las tentaciones que nos asedian, sino de que las tentaciones triunfan; son las tentaciones las que reinan; es el reinado de la tentación; el dominio de los reinos de la tierra ha caído enteramente bajo el reinado de la tentación; y los malos sucumben a la tentación del mal, de hacer el mal; de hacer el mal a los otros; y, perdonadme, Dios mío, de haceros el mal a vos; pero los buenos, que eran buenos, sucumben a una tentación infinitamente peor: a la tentación de creer que han sido abandonados por vos. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Dios mío, libradnos del mal, libradnos del mal. Si aún no ha habido bastantes santas y bastantes santos, enviadnos otros, enviadnos tantos cuantos sean precisos; enviádnoslos hasta que el enemigo se canse. Nosotros les seguiremos, Dios mío. Nosotros haremos todo lo que queráis. Haremos todo lo que ellos quieran. Haremos todo lo que ellos nos digan en tu nombre. Nosotros somos vuestros fieles, enviadnos vuestros santos; somos vuestras ovejas, enviadnos vuestros pastores; somos el rebaño, enviadnos los pastores. Nosotros somos buenos cristianos, vos sabéis que somos buenos cristianos. ¿Cómo es, pues, que tantos buenos cristianos no constituyen una buena cristiandad? Tiene que haber algo que no marcha bien. Si vos nos enviaseis, si al menos quisierais mandarnos una de vuestras santas. Aún las hay. Se dice que las hay. Se las ve. Se sabe. Se las conoce. Pero se ignora qué es lo que ocurre. Hay santas, la santidad existe, y, pese a todo, esto no marcha. Hay santas, la santidad existe, y jamás el reinado de la perdición había imperado así sobre la faz de la tierra. Seguramente, Dios mío, se necesitaría otra cosa, vos lo sabéis todo. Vos sabéis qué es lo que nos hace falta. Tal vez necesitamos algo nuevo, algo que aún no se haya visto nunca. Pero, Dios mío, ¿quién se atrevería a decir que aún puede haber algo nuevo después de catorce siglos de cristiandad, después de tantas santas y de tantos santos, después de todos vuestros mártires, después de la pasión y muerte de vuestro hijo?

(Vuelve a sentarse y comienza otra vez a hilar.) En fin, lo que necesitaríamos, Dios mío, lo que necesitaríamos es que nos enviaseis una santa... que tuviera éxito.

Una voz asciende desde el valle, se acerca, se aproxima. Es Hauviette, que llega. Sube desde el pueblo por el camino. Canta:
Los Ingleses no tomarán
La torre de Saint-Nique Nique,
Los Ingleses no tomarán
La Torre de Saint-Nicolás.

JEANNETTE. Dios mío, Dios mío, nosotros seremos buenos, seremos sumisos, seremos obedientes. Seremos bien leales. Dios mío, Dios mío, somos vuestros hijos, nosotros somos vuestros hijos.
Aparece Hauviette, que se acerca.

JEANNETTE. Dios mío, Dios mío, qué se ha hecho de vuestro pueblo.
Entra Hauviette. Comienza, toda cantarina, como si sus palabras no fuesen más que la continuación natural de su canto, y sólo gradualmente baja a su tono ordinario.

HAUVIETTE. Buenos días, Jeannette.

JEANETTE. Buenos días, Hauviette. (Un silencio.)

HAUVIETTE. ¿Rezabas?

JEANETTE. (Un silencio bastante largo.) Rezaba. Es tan necesario. Hay tanto que pedir.

HAUVIETTE. El buen Dios conoce bien lo que necesitamos, el buen Dios sabe bien de qué carecemos. (Luego, siempre como indiscreta:) Rezabas. No te disculpes por ello. No te defiendas. Yo no te lo reprocho. No tienes necesidad de defenderte. No hay mal en eso. No debes sentir vergüenza.

JEANETTE. (Un silencio.) Rezaba. También tú, Hauviette, rezas.

HAUVIETTE. Yo soy buena cristiana como todo el mundo, yo rezo como todo el mundo, soy buena parroquiana como todo el mundo. Oye, yo rezo todas las mañanas y todas las noches, mi Padre Nuestro y mi Ave María, para iniciar y concluir mi jornada. Y, eso llena mi jornada; escucha, eso basta para colmar toda mi jornada, para entregar toda mi jornada; eso me sostiene el corazón durante la jornada entera. Eso me ayuda a pasar toda la jornada. Yo soy una buena cristiana. una hace sus dos plegarias como hace sus tres comidas. Es lo mismo de natural. Es la misma cosa. Esto es lo que cumplimenta la jornada. No se come durante todo el día. Tampoco se reza durante toda la jornada. Yo soy una buena feligresa. Hago también mi oración al Angelus de la mañana y al Angelus de la tarde; sea lo que fuere lo que esté realizando, dejo de hacerlo, naturalmente, para responder a la campana. Yo soy una buena feligresa de la parroquia de Domremy. Voy al catecismo como todo el mundo. Y el domingo voy a la ciudad, a la misa y a la iglesia, como todo el mundo. Sólo que, eso sí, yo no necesito que el domingo se parezca a los días de la semana, ni que los días de la semana se parezcan al domingo. Ni que las horas de la oración sean como las demás horas de la jornada y las otras horas del día como las horas de la oración. Pues de lo contrario, sin todo esto, es como si no hubiese domingo. Durante la semana. Ni horas de oración. Durante el día. Así no vale la pena tener un domingo. No hay que trabajar en domingo. Ahora bien, hay que trabajar durante la semana. Hay un día para el buen Dios y los otros para trabajar.
Trabajar es orar. Yo voy al catecismo el domingo por la mañana, antes de la misa. Hay tiempo para todo. A cada hora le basta con su afán. Y su trabajo. Cada cosa a su tiempo. Trabajar, rezar, son cosas totalmente naturales, se hacen por sí solas.
Es necesario que el domingo resalte dentro de la semana y que el Angelus y la hora de la oración se distingan dentro de la jornada.
Sí, Jeannette, hermosa, yo hago mi plegaria, pero tú no dejas de hacerlo, tú la haces durante todo el tiempo, no sales de ella, la haces en todas las cruces del camino, no te basta con la iglesia. Nunca las cruces de los caminos habían servido para tanto...

JEANNETTE. Hauviette, Hauviette...

HAUVIETTE. No te enfades, bonita. Jamás las cruces de los caminos habían servido para tanto...

JEANNETTE. Ay, ay: cierto día una cruz sirvió, una verdadera cruz, de madera en una montaña, sirvió una vez... qué vez.

HAUVIETTE. Ves, ves. Lo que los demás sabemos, tú lo ves. Lo que a nosotros se nos enseña, tú lo ves. El catecismo, todo el catecismo, la iglesia, y la misa, tú no lo sabes, tú lo ves; y tú no haces tu oración, tú solamente la haces, sino que la ves. Para ti no hay semanas. Tampoco hay días. No hay días en la semana; ni horas en el día. Todas las horas te resuenan como la campana del Angelus. Todos los días son domingos y más que domingos y los domingos más que domingos y que el domingo de Navidad y que el domingo Pascua y la misa más que la misa...

JEANNETTE. No hay nada por encima de la misa.

HAUVIETTE. Yo soy una buena feligresa de la parroquia de Domremy en Lorena, en mi Lorena de cristiandad. Ahí está. Eso es todo. Pero en cuanto a ti, las cruces de este país jamás habían servido para tanto desde que vinieron al mundo, nunca las cruces de piedra habían servido tanto; las cruces de cristiandad de esta tierra, las cruces de estos países de cristiandad, nunca habían recibido tantas oraciones desde la fecha en que vinieron al mundo como desde los trece años y medio que hace que tú naciste. Eso es lo que yo sé. Y la cruz que está en el cruce del camino de Maxey.

JEANETTE. Ay, Ay, pero es que ése es el camino que conduce hacia los enemigos, la senda de la ciudad enemiga. Cómo unos cristianos pueden ser enemigos, hijos del mismo Dios, hermanos de Jesús. Todos hermanos de Jesús.

HAUVIETTE. De forma que tú sientes vergüenza...

JEANETTE. Hauviette, Hauviette...

HAUVIETTE. De forma que te avergüenzas de estar siempre en oración, y te ocultas. Pronuncias la señal de la cruz, en lugar de hacerla, al principio y al final de tus oraciones, para que no te vean, pues por ti la harías a todas horas.

JEANETTE. Ay.

HAUVIETTE. Tú quieres ser como los demás. Tú quieres ser como todo el mundo. Tú no quieres llamar la atención. Pero por más que lo intentes, no lo conseguirás.

JEANETTE. Yo soy una pastora como todo el mundo, soy una cristiana como todo el mundo, soy una feligresa como todo el mundo.
Soy vuestra amiga, como vosotras.

HAUVIETTE. Hagas lo que hagas, digas lo que digas, y creas lo que creas: tú eres nuestra amiga, pero nunca serás como nosotras.
No te lo reprocho. Yo estoy en manos del buen Dios. Todos nosotros estamos en manos del buen Dios, y la tierra entera está en manos del buen Dios. De todo se necesita para hacer un mundo. Se precisa todo tipo de criaturas para hacer una creación. Se necesitan parroquianos de toda clase para hacer una parroquia. Se precisan cristianos de todo tipo para hacer una cristiandad.

JEANNETTE. Ha habido santos de todo género. Fueron precisos santos y santas de toda clase. Y también hoy serían necesarios. Incluso tal vez se necesitarían santos de una clase nueva.

HAUVIETTE. Tú estás entre nosotros, pero no eres como nosotros, nunca serás como nosotros. Yo cuando rezo, estoy contenta durante el tiempo que dura la plegaria. Durante el tiempo de hacerla y el tiempo que eso dura después. Hasta la siguiente. Hasta la próxima.

JEANNETTE. Ay.

HAUVIETTE. Pero a ti el hacer tu plegaria siempre te deja con hambre. Y así te sigues encontrando tan desgraciada como antes. Lo mismo antes que después. Escucha, Jeannette: Yo sé por qué deseas ver a Madame Gervaise.

JEANNETTE. Nadie lo ha adivinado aún, ni mamá, ni mi hermana mayor, ni nuestra amiga Mengette.

HAUVIETTE. Yo sí sé por qué deseas ver a esa Madame Gervaise.

JEANNETTE. Entonces, Hauviette, es que eres muy desgraciada.

HAUVIETTE. Desgraciada, desgraciada, yo soy desgraciada cuando me toca. Pero no siempre me toca. Sólo que yo soy una muchacha que ve claro. Tú deseas ver a Madame Gervaise por culpa de esa desazón que tienes en el alma, hasta el fondo, hasta el fondo último del alma. Aquí, en la parroquia, creen que tú estás contenta con tu vida porque eres caritativa, porque cuidas a los enfermos y consuelas a los afligidos; y porque siempre estás con los que sufren. Pero yo, Jeannette, yo sé que tú eres desgraciada.

JEANNETTE. Lo sabes porque eres mi amiga, Hauviette.

HAUVIETTE. No solamente soy amiga, soy una muchacha que ve claro. El hacer el bien a los demás tendría que producirnos placer, si sólo hiciéramos eso. Pero a ti nada te hace bien. Todo te deja con tu hambre. Tú te consumes, te consumes, estás consumida de tristeza, estás perdida de tristeza; tienes, pobrecilla, tienes una fiebre, una fiebre de tristeza, y no te curas, tú no te curas jamás. Tienes una gran fiebre. Estás enferma de tristeza. Tu alma está enferma de tristeza. Tú tío ha ido a buscarla, ¿eh?

JEANETTE. Es cierto que mi alma está reunida en la tristeza. Hace poco incluso...

HAUVIETTE. Entonces por qué simular, por qué desear parecerse a todo el mundo.

JEANETTE. Porque tengo miedo.

HAUVIETTE. La tristeza, el miedo, la desazón. Es una familia numerosa y hay mucho de esto. Se diría que tú has consumido toda la tristeza de la tierra.

JEANETTE. Cómo puede un alma no quedar ahogada por la tristeza. Hace un rato he visto pasar a dos niños, dos muchachos, dos pequeños que bajaban completamente solos por aquel sendero. Detrás de los abedules, detrás del seto. El mayor tiraba del más pequeño. Lloraban, y gritaban: tengo hambre, tengo hambre, tengo hambre... Yo los escuchaba desde aquí. Los llamé. No quería abandonar a mis corderos. Ellos no me habían visto. Acudieron aullando como perritos. El mayor tenía unos siete años.

HAUVIETTE. El más pequeño tenía tres. Unos mocosos, unos críos. Conozco bien a tus niños de pecho.

JEANETTE. Hauviette, Hauviette.

HAUVIETTE. Me los encontré al venir. Yo subía y ellos bajaban. Y seguirán bajando. Me llamaron señora. Es gracioso. Sí, me dijeron: (imitando) «Buenos días, señora». Es muy gracioso. Me dijeron también: «Señora, hay una señora pastora que guarda sus corderos allá arriba, al final del camino, y que hila lana». Sí, sí, tú eres la señora pastora. (Maliciosamente.) Tenían buen aspecto, los dos. Tenían muy buen aspecto. Estaban contentos. Tenían el aspecto de quien siente la alegría de vivir.

JEANETTE. Acudieron como perritos. Gritaban: señora, tengo hambre, señora tengo hambre.

HAUVIETTE. Te olvidas de algo. Debieron llamarte, sí, sí, te llamaron ciertamente (saludando) señora pastora. Tenían demasiado interés en ello. Además, estaban demasiado contentos contigo. Y estaban también demasiado contentos de eso, de llamarte así. No como yo.

JEANNETTE. Tú no tienes ningún interés en eso. Tienes razón, tontuela, diablillo. Me llamaron señora pastora.

HAUVIETTE. Ya ves. Yo ni siquiera puse atención. No oí nada.

JEANETTE. Ellos gritaban: «Señora, tengo hambre, señora, tengo hambre». Esto se me metía en las entrañas y en el corazón, me trituraba como si unos gritos pudiesen triturar el corazón. Me hacía daño. (Mirando bruscamente a Hauviette a los ojos.) Tal vez no soy la única señora que no puede soportar los gritos de los niños.

HAUVIETTE. Anda, cállate. ¿Quieres callarte? ¿Quién dices? ¿De quién quieres hablar? Yo no la conozco. No sé nada de ella. Nada he oído decir de ella. No, no, yo no conozco a nadie. Termina tu historia y que no se hable más de ello. Yo conozco tu historia. Me fastidias con tu historia. No vale la pena terminarla. Conozco el final de tu historia. Les diste todo tu pan.

JEANETTE. Les di todo mi pan, mi comida del mediodía y mi merienda. Se echaron encima como animales, se arrojaron encima como bestias; y su alegría me hizo daño, más daño aún, porque, a pesar mío, aquello me sobrecogió repentinamente, se me incrustó de golpe en mi cabeza, se aclaró de pronto en mi cerebro; y, a pesar mío, medité; comprendí; vi; pensé en todos los demás hambrientos que no comen, en tantos hambrientos, en innumerables hambrientos; pensé en todos los infelices, que no tienen consuelo, en tantos y tantos infelices, en los infelices sin número; pensé en los más desgraciados de todos, en los últimos, en los casos límite, en los peores, en aquellos que no desean ser consolados, que rechazan el consuelo y que desesperan de la bondad de Dios. Los infelices se cansan de la desgracia y a la vez del consuelo mismo; se cansan de ser consolados antes que nosotros de consolarlos; como si en el corazón del consuelo hubiera un vacío; como si estuviera lleno de gusanos; y cuando nosotras estamos aún dispuestas a dar, ellos ya no lo están a recibir, no quieren recibir más; ya no lo consienten; no tienen ganas de recibir; no quieren recibir nada más; cómo dar a quien ya no desea recibir; harían falta algunas santas; se precisarían nuevas santas, que inventaran nuevas maneras. Sentí que iba a llorar. Tenía entonces los ojos hinchados, y volví la cabeza porque no quería causarles daño, al menos a aquellos dos.

HAUVIETTE. Sí, sí, vosotros habéis inventado también eso. Todo eso está muy perfeccionado. Tenéis un secreto respecto a ello. Conseguís sufrir más que los mismos que sufren. Donde los infelices son desgraciados una vez, vosotros os volvéis infelices cien veces por la misma desgracia. Cuando los infelices son desgraciados, vosotros sois infelices; cuando los desgraciados son felices, vosotros sois desgraciados; para cambiar. Cuando los infelices son desgraciados, vosotros compartís la desgracia con ellos; pero cuando los desgraciados son felices, para desquitaros, vosotros sois más desgraciados aún. Es preciso cambiar, hija, habrá que cambiar. O acabarás mal. Esos dos críos, mientras comían tu pan, eran felices. Les produjo todo un cuarto de hora de alegría. Entonces vosotros lo aprovecháis para que se os convierta en un cuarto de hora de sufrimiento. Siempre ocurre así, por supuesto. Sois astutos. No perdéis nada. un cuarto de hora de mayor mal. Sabéis aprovechar, sabéis aprovecharlo todo. Un cuarto de hora de lo peor. Eso es siempre bueno. Otro tanto de ganancia. Sois unos ventajistas.

JEANETTE. Les di mi pan: ¡vaya un negocio! Esta tarde tendrán hambre; y mañana tendrán hambre.

HAUVIETTE. Esta tarde tendrán hambre, pero esta mañana no lo pensaban; ayer tenían hambre, pero esta mañana no pensaban en eso. Ahora bien, tú si pensabas. Vosotros tenéis hambre por los demás. Ellos encontrarán otros iguales. Vosotros tenéis hambre por los que sienten hambre, incluso cuando no tienen hambre.

JEANETTE. Ayunar, ayunar no sería nada. Una ayunaría siempre si eso sirviera.
Ayunaría todo el tiempo si eso sirviera una vez. Ayunaría siempre si eso sirviera algún día.

HAUVIETTE. Ni los líos de mañana, ni los de ayer: para hoy, solamente los problemas de hoy. Hay que tomar el tiempo según viene, incluido el tiempo de los demás. Hay que tornar el tiempo como el buen Dios nos lo envía, incluso como se lo envía a los demás, como nos envía el tiempo de los otros.

JEANETTE. A su padre lo mataron los borgoñones. Por desgracia ni siquiera fueron los ingleses. No hay necesidad de los ingleses, para masacrar a los franceses. Su madre, ay, su madre. Ambos escaparon no saben cómo. Nunca lo sabrán. Fue el mayor quien me dijo todo esto cuando terminó de comer. Antes de volver a partir. (Un breve silencio.)

Y ya están nuevamente en la ruta del hambre. En el polvo, en el barro, en el hambre. En el porvenir, en la desazón, en la ansiedad del porvenir. Quién les dará, Dios mío, quién les dará el pan de cada día. De lo contrario, caminarán con la angustia y el hambre cotidianas. Lloraban mientras reían. Y reían mientras lloraban, como un rayo de sol a través de sus lágrimas. Sus gruesas lágrimas olvidadas se escurrían cayendo sobre su pan. Era como las últimas gotas de lluvia cuando el sol vuelve a aparecer. Comían sus últimas lágrimas untadas en el pan. ¿Qué importan nuestros esfuerzos de un día? ¿Qué importa nuestra caridad? Claro, yo no puedo dar siempre. No puedo darlo todo. No puedo dar a todo el mundo. No puedo dar de comer a los transeúntes todo el pan de mi padre. Aun en ese caso ¿serviría esto de algo, dada la masa de los hambrientos? (Deja insensiblemente de hilar.) Por un herido que casualmente curamos, por un niño al que damos de comer, la guerra infatigable produce todos los días centenares de heridos, de enfermos y de abandonados. Todos nuestros esfuerzos son inútiles; nuestros actos de caridad son vanos. La guerra es más fuerte generando sufrimiento. ¡Ah! ¡maldita sea! ¡y malditos quienes la trajeron a las tierras de Francia! (Ha dejado totalmente de hilar. Un silencio.)

Por más que hagamos, por mucho que realicemos, ellos irán siempre más rápido que nosotros, harán siempre más que nosotros, bastante más que nosotros. Sólo se necesita una chispa para incendiar una granja. Se precisan, se precisaron años para construirla. Eso no es difícil; no es ingenioso. Se requieren meses y meses, se necesitó un montón de trabajo para que creciera la mies. Y no hace falta más que una chispa para quemarla. Se requieren años y años para hacer crecer a un hombre, se necesitó mucho pan para alimentarlo, y trabajo y trabajo, obras y obras de toda especie. Y basta con un golpe para matar a un hombre. Un golpe de sable, y ya está. Para hacer un buen cristiano es preciso que el arado trabaje veinte años. Para destruir a un cristiano el sable tiene que trabajar sólo un minuto. Siempre es así. De la esencia del arado es el trabajar veinte años. De la esencia del sable el trabajar un minuto; y hacer más; ser el más fuerte. Terminar con todo. Pues bien, nosotros seremos siempre menos fuertes. Nosotros iremos siempre más despacio, siempre haremos menos. Somos del partido de los que construyen. Ellos son del partido de los que demuelen. Nosotros somos del partido del arado. Ellos son del partido del sable. Nosotros siempre seremos vencidos. Ellos nos ganarán siempre, por encima de nosotros. (Un silencio.)

Por cada herido que se arrastra al borde de los senderos, por cada hombre que recogemos a lo largo de los caminos, por cada niño que se regaza al borde de las rutas, cuántos produce la guerra entre heridos, enfermos y abandonados, mujeres desgraciadas, y niños abandonados muertos, y tantos infelices que pierden su alma. Los que matan pierden su alma porque matan. Y los muertos pierden su alma por caer muertos. Los más fuertes, los que matan, pierden su alma por la carnicería que hacen. Y los muertos, los más débiles, pierden su alma por el homicidio que padecen, pues al verse débiles y heridos, siempre los mismos débiles, siempre los mismos desgraciados, siempre los mismos vencidos, siempre los mismos muertos, entonces los infelices desesperan de su salvación, porque desesperan de la bondad de Dios. Y así, por cualquier lado que lo miremos, se trata por ambos lados de un juego en el que, como quiera que se juegue, se juegue a lo que se juegue, siempre gana la perdición. No hay más que ingratitud, desesperanza y perdición. (Un silencio.)

Y el pan eterno. Quien carece en exceso del pan cotidiano no tiene ya gusto por el pan eterno, el pan de Jesucristo. (Un silencio.)

Maldita sea, maldita de Dios; incluso; y malditos quienes la trajeron al suelo de Francia; los que la trajeron a las tierras de Francia deberían ser, Dios mío, tendrían que ser maldecidos también por vos. Deberíamos pediros vuestras maldiciones, vuestras maldiciones contra ellos. Y vuestra reprobación. Vuestro oficio, mi Dios, es la bendición. Cuando os pedimos bendiciones, os hacemos ejecutar vuestro oficio. Vos estáis hecho para dispensar vuestras bendiciones como una lluvia, como lluvia bienhechora, como una lluvia dulce, tibia, agradable, como lluvia fecunda sobre la tierra, como una buena lluvia, como una lluvia de otoño en la cabeza, en la cabeza de todos vuestros hijos, conjuntamente. Será posible, Dios mío, será posible que ahora vayamos a pediros, que tengamos que pediros maldiciones, vuestras maldiciones, nosotros hijos todos vuestros, los unos contra los otros.

Cuando nosotros os pedimos maldiciones, cuando os solicitamos vuestra reprobación, no os permitimos realizar vuestro oficio, os hacemos ejercer lo contrario de vuestro oficio. (Un silencio.)

Dios mío, Dios mío no os permitimos hacer vuestro oficio. (Un silencio. Se pone a hilar.)

Sagrados, trigos sagrados, trigos que hacéis el pan, trigo candeal, espiga, grano de la espiga de trigo. Cosecha de los trigales. Pan que fuisteis servido en la mesa de Nuestro Señor. Trigo, pan que fuisteis comido por el mismo Nuestro Señor, que un día entre todos los demás fuisteis comido. Trigos, sagrados trigos que os convertisteis en cuerpo de Jesucristo, un día entre los demás, y que sois comidos todos los días no siendo ya vosotros mismos, sino el cuerpo de Jesucristo. (Un silencio.)

Trigo que no sois más que los accidentes del trigo; pan que no sois más que las apariencias del pan; pan que no sois más que las especies del pan.

Pan que no sois más que antiguo pan. (Un largo silencio.)

Y vos, viña, hermana del trigo. Grano del racimo de viña. Uva de las parras. Vendimia del vino de las viñas. Cepas y ramilletes de los viñedos. Viñedos de las lomas.
Vino que fuisteis servido en la mesa de Nuestro Señor. Viña, vino que fuisteis bebido por Nuestro Señor mismo, que un día entre todos los días fuisteis bebido.
Viña, sagrada viña, vino que fuisteis convertido en sangre de Jesucristo, un día entre todos los días, y que todos los días sois cambiado en manos del sacerdote, sin que seáis ya vos mismo sino la sangre de Jesucristo. (Un silencio.)

Vino que no sois más que las apariencias del vino; vino que no sois más que los accidentes del vino; vino que no sois más que las especies del vino.
Pan que fuisteis cambiado en cuerpo, vino que fuisteis convertido en sangre.
Pan que ya no sois más que antiguo pan, vino que no sois más que antiguo vino. (Un silencio.)

Dios mío, ¿será posible que la sangre de vuestro Hijo haya corrido en vano; que haya corrido en vano una vez, y tantas veces?
Una vez, esa vez; y tantas veces luego.
Será posible, mi Dios, que el cuerpo de vuestro Hijo haya sido sacrificado en vano; que haya sido ofrecido en vano una vez, y tantas veces.
Una vez, esa vez; y tantas veces luego.
Será que abandonáis, que habréis abandonado la cristiandad de vuestros hijos.
Todo está lleno de guerra y de perdición. Es la guerra quien produce la perdición. Será que nos abandonáis a la guerra. (Un silencio.)

Sois vos a quien necesitamos: que se vea pasar sobre la tierra la señal de vuestra mano.
Vos lo habéis hecho antaño. Lo habéis hecho con otros pueblos. ¿No haréis nada con este pueblo de Francia?
A otros pueblos les habéis enviado santos. Les habéis enviado incluso guerreros.
Nosotros somos pecadores, mas a pesar de todo somos cristianos. Pertenecemos al pueblo cristiano. Somos de vuestro pueblo de cristiandad. (Un silencio.)

De otra forma, ¿qué le hacen nuestras maldiciones?
Podríamos pasarnos la vida entera maldiciéndola, de la mañana a la noche, y maldecirla como si rezáramos. Pero tuvo la maldición de Jesús y la bribona no se encuentra tan mal, es terrible. Tuvo sobre sí la maldición, la reprobación del mismo Jesús, de san Pedro y la espada de Malco. Malco y la espada de san Pedro. Así pues, con qué derecho vamos nosotros a maldecirla, con qué fuerza, con qué autoridad. Es algo terrible que haya alguien que porte sobre sí la maldición de Jesús y se pasee en plan de vencedor por los caminos del mundo. ¿Dejaréis por fin al mundo a merced de esta bribona? (Un silencio.)

Mas nosotros, pobrecillos, con qué poder maldecirla, y con qué eficacia. Mejor haría yo con hilar tranquilamente. En tanto no haya alguien para matar a la pícara, para herir a la muerte y para salvar a este pueblo, en tanto no haya alguien para matar a la guerra, seremos como los niños cuando se divierten abajo, allá en los prados, haciendo diques y terraplenes con tierra y arena, con el barro del Mosa. El Mosa termina siempre por pasar por encima. Un día u otro.

HAUVIETTE. ¿Es por eso por lo que quieres ver a madame Gervaise?

JEANETTE. ...

HAUVIETTE. Madame Gervaise, que no es amiga tuya.

JEANETTE. No se es amiga de una santa.

HAUVIETTE. (Muy violentamente:) Ella es menos santa que tú.

JEANETTE. (Enrojeciendo por el golpe y cerrando un instante los ojos:) Cállate, infeliz, ¿cómo te atreves? Es una hija de Dios.

HAUVIETTE. Yo soy una muchacha que ve claro. No se es amiga de una hija de Dios.

JEANETTE. Madame Gervaise está en el convento. Ninguna mujer entra en el convento si Dios no la ha llamado por su nombre. Hay una vocación. Tiene que haber una vocación. Ninguna joven entra en el convento, ningún alma se refugia en el convento, ningún alma, ningún cuerpo tampoco, ay, si Dios no la ha llamado por su nombre, instruido, ordenado, y designado, por su nombre, si Dios no la ha llevado de la mano, y a veces forzado y tomado con él. Se requiere una vocación. Es preciso que Dios la haya destinado. Y nombrado. Entonces Dios les ha revelado también sin duda, Dios debe haberles dicho lo que nosotros ignoramos, lo que los demás no sabemos. Dios debe haberles hecho revelaciones particulares.

HAUVIETTE. Las revelaciones particulares no existen. No hay más que una revelación para todo el mundo y es la revelación de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo. De Dios por sí mismo y mediante Nuestro Señor Jesucristo. Es una revelación para todos los buenos cristianos, para todos los cristianos, incluso para los malos, y para los pecadores, para todos los buenos feligreses. Para todo hombre y toda mujer, para toda persona de la parroquia. Se hace saber a las personas de la parroquia que hay una promesa de salvación... Entre Dios y su criatura. Se da a conocer. Cuando suena la campana, cuando tocan el repique de recolección, lo tocan para todo el mundo, para todos los cosechadores. Y, después de la recolección, cuando tocan el repique de espigueo, el toque de espigueo suena para todo el mundo, para todas las espigadoras, para todas las pobres mujeres que van a rebuscar y recoger las espigas por los campos, las espigas que cayeron de los haces. Cuando tocan el repique de vendimia, lo tocan para todo el mundo, para todos los vendimiadores. Y cuando después de la vendimia tocan el repique de rebusca, lo tocan para todas las pobres mujerucas que van a rebuscar, para todas las viejas mujerucas que van a recoger lo que queda en las matas, y que no estaba aún bien maduro cuando la vendimia. Todo lo que estaba algo verde, un poco inmaduro. Ahora bien, hace catorce siglos que resuena el repique de la salvación. Para todas las parroquias. Para todas las personas de todas las parroquias. Se trata de la revelación común. La revelación cristiana. La revelación parroquial. El buen Dios ha llamado a todo el mundo, ha convocado a todo el mundo, ha citado a todo el mundo. Su Providencia provee. Su Providencia prevé. Su Providencia vela sobre todo el mundo, ve a todo el mundo, mira por todo el mundo. Observa a todo el mundo. Lleva de la mano a todo el mundo. Nos ha designado a todos. Todos nosotros hemos entrado en el convento de la cristiandad. Todos nos hemos refugiado en el gran convento de la cristiandad. Dios nos ha instruido a todos, nos ha convocado, nos ha ordenado. Todos somos de casa, de la misma casa, y es Dios quien conduce a toda la familia. Nos ha llamado a todos por nuestro nombre, que es nuestro nombre de pila. A todos nos ha hecho idéntica revelación, que es que iremos todos al paraíso si vivimos como buenos cristianos. A todos nos ha hecho la misma llamada, para ir a nuestra vez al paraíso si vivimos como buenos cristianos. No existe nadie que comunique con Dios más cercanamente que los demás. Toda palabra de hombre y de mujer, del padre, de la madre y de los hijos llega directamente a oídos de Dios; toda plegaria humana, toda oración cristiana llega, sube directamente a oídos de Dios. Toda palabra de los labios, toda palabra del corazón. Y vosotras, las mayores, las que habéis comenzado, vosotras que habéis hecho la primera comunión, nosotras veis, vosotras coméis directamente al buen Dios, os alimentáis directamente de Dios. (Jeannette baja la cabeza.)

No hay mayor proximidad que la de tocar. No hay proximidad mayor que el alimento. Que la incorporación, que la encarnación del alimento.
La plegaria es la misma para todo el mundo. Los sacramentos son los mismos para todo el mundo.
También nosotras hemos sido llamadas mediante el bautismo, por nuestro bautismo, para ser buenas cristianas, para ser cristianas. Hemos sido llamadas también para ser buenas muchachas, y para complacer a nuestro padre y a nuestra madre, y para atender a nuestros hermanitos y a nuestras hermanitas, y para todo lo que hay que hacer durante el santo día.

JEANNETTE. Madame Gervaise está en el convento: donde las santas y los santos fundadores. Hubo tantos grandes santos, y unos santos tan grandes, en la fundación de los conventos, que toda su santidad tiene que repartirse, tiene que repercutir especialmente sobre los que son llamados a sus conventos.

HAUVIETTE. Nuestro Señor Jesucristo es el primer santo y el primero de los fundadores. Es el santo mayor y el más grande de los fundadores. Y toda su santidad se reparte y repercute sobre todo lo que se llama cristiano.
Sobre todo lo que es llamado cristiano.
Todo su mérito, toda su santidad se derrama eternamente.

JEANNETTE. Los méritos, los grandes méritos de las santas y santos fundadores deben repercutir más especialmente en beneficio de las hijas e hijos que la vocación les ha proporcionado.

HAUVIETTE. Los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, que son los méritos más grandes, que son méritos infinitos, repercuten conjuntamente en beneficio de toda la cristiandad.
Para todos nosotros, para todas nosotras que somos sus hijos y sus hijas.
Que somos sus hermanos y sus hermanas.
Todas las hijas e hijos, todos los hermanos y hermanas que el bautismo le ha proporcionado.
Que la llamada del bautismo le ha proporcionado.

La comunión de los santos existe; pero comienza en Jesucristo, está dentro. Está en cabeza. Todas las plegarias, todas las pruebas pasadas, todos los trabajos, todos los méritos, todas las virtudes conjuntas de Jesús y de todos los demás santos a la vez, todas las santidades unidas trabajan y ruegan conjuntamente por todo el mundo, por toda la cristiandad, por la salvación del mundo entero. Conjuntamente.
Yo soy una pequeña francesa que ve claro; y no dejo de decirlo. Soy una pequeña lorenesa que ve claro.

JEANNETTE. Madame Gervaise está en el convento: ella debe saber por qué el buen Dios permite que haya tanto sufrimiento.
Tanto sufrimiento y tanta petición.

HAUVIETTE. Pero ¿tú sabes cómo fue al convento Gervaise?

JEANNETTE. Sí: la señora Colette, que es una santa, pasó por aquí. Convirtió a Gervaise y a tres de sus amigas.

HAUVIETTE. Su madre lloró mucho entonces.
Jeannette, Jeannette, anda que si todos hiciésemos lo mismo... Nuestro Señor Jesucristo no estuvo en el convento. No vivió en ningún convento. Vivió en casa de su padre, en casa de su madre, como un trabajador. Era carpintero; de oficio. Y luego no se retiró. Al contrario, anduvo durante tres años predicando públicamente.

JEANETTE. Yo quería ver a la señora Colette, pero ella tiene muchas almas que salvar. Entonces le dije a mi tío que fuésemos a visitar a madame Gervaise a Nancy.

HAUVIETTE. Desde que ella está en el convento, su madre vive sola, se aburre, llora y da pena verla.

JEANETTE. Vino enseguida, y la espero esta mañana.

HAUVIETTE. La última vez que hubo soldados por aquí, su madre se salvó en la isla con nosotros; sólo que no estaba nadie con ella para llevarle sus cosas; yo misma no pude ayudarla, transportarle sus cosas, porque estaba también mamá, que tenía necesidad de mí. Mi pobre Jeannette, mi pobre Jeannette... Se puso a salvo completamente sola como una pobre mujeruca. Era terrible, era terrible. La gente lloraba. Aquello partía el corazón, era una lástima. Pero nadie podía hacer nada. Curvaba la espalda al correr. Todavía la veo. Era vergonzoso. Una hubiera deseado prestarle algunos hijos. Y además, después de eso, cuando volvió a su casa, no encontró absolutamente nada de lo que tenía antes: los soldados lo habían robado e incendiado todo. Daba vergüenza verla.
Se salvó como una abuelica pobre que no hubiera tenido hijos. (Un breve silencio.)

Lo cierto es que madame Gervaise ha elegido mal la ocasión para alejarse del mundo y salvar su alma... (Un silencio.)

Escucha. Jeannette. No se debe hacer como ella, y escaparse al convento para salvar el alma para una misma. No se puede salvar el alma como quien salva un tesoro.

JEANETTE. Por desgracia; pero el alma es el mayor de los tesoros. El único tesoro.

HAUVIETTE. Hay que salvarla, pues, como quien pierde un tesoro. Gastándola.
Hay que salvarse juntos. Hay que llegar juntos hasta Dios. Hay que presentarse unidos. No podemos ir a ver a Dios los unos sin los otros. Es preciso que volvamos todos a la vez a casa de nuestro padre. Hay que pensar también algo en los demás. Hay que esforzarse un poco los unos por los otros. Qué nos diría él si llegásemos, si volviésemos los unos sin los otros.

JEANETTE. Así pues, ¿tú te empeñas en que construyamos juntos diques y terraplenes, con la tierra y el barro del río, con arena, delante de este río de perdición?

HAUVIETTE. Vamos, Jeannette, no tienes que enfadarte. Llevas razón. Si pudiésemos, lo mejor sería matar a la guerra, como tú dices.

JEANETTE. El combate es desigual. Para conseguir la salvación fueron precisos Jesús y los santos todos.

HAUVIETTE. Los otros santos.

JEANETTE. Veinte siglos, yo no sé cuántos siglos de profetas. Catorce siglos de cristiandad. Y no hace falta más que un instante para hacer condenarse un alma. No es preciso más que un instante para una perdición.
Siempre ocurre lo mismo: el combate es desigual. La guerra hace la guerra a la paz. Y, naturalmente, la paz no combate a la guerra. La paz deja en paz a la guerra. La paz se mata por la guerra, pero la guerra no se mata por la paz. Teniendo en cuenta que no se mató por la paz de Dios, por la paz de Jesucristo, ¿cómo se iba a matar por la paz de los hombres? Por una paz humana.

HAUVIETTE. Tienes razón, hermana, tienes razón. Si se pudiera, lo mejor sería destruir la guerra, como tú dices. Mas para destruir la guerra hay que hacer la guerra; para matar a la guerra, se necesita un caudillo; (riéndose como si lo hiciera de la mayor de las bromas, de la más inverosímil) y no seremos nosotras las que haremos la guerra ¿verdad? ¿Seremos nosotras los caudillos? De cualquier forma, mientras esperamos a que la guerra sea destruida, tenemos que trabajar todas, cada una por su lado, como mejor sepamos, para poner a salvo todo lo que aún no se ha estropeado.
Cada una por nuestro lado.

JEANETTE. Esos soldados, esos soldados que no sirven más que para echar a perder... Antiguamente, había al menos gente que servía para todo. Tan pronto salvaban como echaban a perder. Pero ahora estropean siempre. Antes, había oficios, cada uno tenía su profesión; y en estos oficios a veces servían para perder, mas otras veces servían para ganar. Ahora siempre se estropea. Hay hombres que lo tienen por oficio. Cómo se puede imaginar semejante miseria, semejante desgracia. Dios mío, Dios mío, ¿cómo podéis permitirlo? Hombres que lo tienen por oficio... un oficio que consiste en echar a perder siempre, en hacer, en generar la perdición de las almas.

HAUVIETTE. Jeannette, escúchame bien:
Según cuentan los viejos, hace ya unos cincuenta años que la soldadesca viene cosechando a su antojo; desde hace unos cincuenta años, la soldadesca destroza, incendia, o roba a placer la mies madura; o por lo menos patea con sus caballos la mies madura... Pues bien, después de tanto tiempo, cada año, por el otoño los buenos campesinos —tu padre y el mío, tus dos hermanos mayores, los padres de nuestras amigas— siempre los mismos, los mismos agricultores, los campesinos franceses de siempre, laborean con idéntico cuidado las mismas tierras, en presencia de Dios, las tierras de allá abajo, y las siembran. Aquí está todo el secreto. Las casas destruidas, se vuelven a levantar. Las iglesias, las mismas iglesias, las parroquias arrasadas, se las vuelve a construir. La parroquia nunca estuvo en paro. Y, pese a tantos problemas, el culto, el culto de Dios nunca se ha detenido. Aquí está todo el secreto. Se trata de buenos cristianos. La misa no ha faltado nunca; ni las vísperas; ni ningún oficio; ni ningún servicio de Dios. Nunca han dejado de celebrar sus Pascuas, al menos una vez por año. Aquí está todo el secreto. El trabajo. El trabajo del buen Dios. También ellos podrían hacerse soldados; eso no es difícil: se reciben menos golpes, puesto que uno se los pega a los demás. una vez soldados, también ellos podrían hacer la cosecha sin haber hecho la sementera. Pero a los buenos campesinos les gustan las buenas labores y las buenas sementeras... (Como recuperándose.)

Escucha, no quisiera decir una majadería. Pero en el fondo me parece que a ellos les gusta tanto el laboreo y la sementera como la recolección. En el fondo, les gusta tanto labrar como cosechar, sembrar tanto como recolectar, porque todo eso es trabajo, idéntico trabajo, el mismo sagrado trabajo a los ojos de Dios.
En el fondo, ellos no quieren cosechar sin haber labrado, ni recolectar sin haber sembrado. No sería justo. No cuadraría con el orden del buen Dios.
Cada año realizan en la misma época idéntica faena con el mismo ánimo, idéntico trabajo con la misma paciencia a lo largo del año: aquí está todo el secreto, eso lo explica todo; son ellos quienes sostienen todo, quienes conservan todo, quienes salvan todo lo que se puede salvar; gracias a ellos no está todo aún muerto, y el buen Dios acabará por bendecir sus cosechas.
Yo también soy como ellos. Si estuviese en mi casa ocupada hilando mi ovillo o, lo que es igual, jugando a leñadores, porque fuera la hora de jugar, y me vinieran a decir, si alguien se acercase: Hauviette, Hauviette, es la hora del juicio, la hora del juicio final, dentro de media hora el ángel comenzará a tocar la trompeta...

JEANETTE. Pobre desgraciada, ¿cómo te atreves a hablar de eso?

HAUVIETTE. Continuaría hilando mi lana o, lo que es lo mismo, proseguiría jugando a leñadores...

JEANETTE. Hauviette, Hauviette...

HAUVIETTE. Porque el juego de las criaturas es agradable a Dios. La diversión de las muchachas y la inocencia de las niñas son agradables a Dios. La inocencia de los niños es la gloria mayor de Dios. Todo lo que hacemos durante el día es agradable a Dios, con tal de que naturalmente se haga como es preciso. Todo es de Dios, todo corresponde a Dios, todo se hace bajo la mirada de Dios; toda la jornada es de Dios. Toda oración es de Dios, todo trabajo es de Dios; también todo juego es de Dios, cuando es hora de jugar. Yo soy una joven francesa; no tengo miedo a Dios, porque Él es nuestro padre. Mi padre no me da miedo. La oración de la mañana y la plegaria de la tarde, el Angelus de la mañana y el Angelus de la tarde, las tres comidas diarias y la merienda de las cuatro, y el apetito en las comidas y el Benedicite antes de comer, el trabajo entre las comidas y el juego a su hora y la diversión cuando se puede, orar al levantarse porque comienza el día, orar al acostarse porque la jornada termina y comienza la noche, rogar primero, dar gracias después, y siempre de buen humor: para todo ello conjuntamente y para cada cosa por separado fuimos puestos en la tierra, todo esto conjuntamente y cada cosa por separado es lo que constituye la jornada del buen Dios. Si ahora mismo me dijeran: sabes, Hauviette, será dentro de media hora...

JEANETTE. Mi pequeña Hauviette, mi pequeña Hauviette.

HAUVIETTE. Si hilaba, continuaría hilando, y jugando si jugaba. Y, al llegar, le diría al buen Dios: Padre nuestro, que estás en los cielos, soy la pequeña Hauviette, de la parroquia de Domremy en Lorena, para serviros; de vuestra parroquia de Domremy en vuestra Lorena de cristiandad. Nos habéis llamado algo pronto, pues yo sólo era aún una muchachita. Pero sois un buen padre y sabéis bien lo que hacéis. (Un silencio.)

Soy una francesita cabezota. Nunca me harán creer que hay que tener miedo a Dios; que se puede tener miedo a Dios. Cuando voy por el camino y mi padre me llama para que vuelva a casa, yo no tengo miedo de mi padre. (Un silencio.)

Yo soy como ellos. Nosotros somos sus hijas. Se necesita menos fuerza para matar a un hombre que para abatir un roble. Se requiere menos trabajo, es más fácil ser soldado que ser leñador, es más fácil ser soldado que ser campesino; es más fácil, más agradable, según parece, por lo menos eso se dice, uno lo diría, parecería que es más agradable ser verdugo que ser víctima. No obstante es un hecho extraordinario, es una de las mayores pruebas, uno de los más claros signos de la bondad de Dios que, pese a todo, haya siempre tantos campesinos como soldados, tantos mártires como verdugos; tantos labradores cuantos se precisan, tantos mártires, tantas víctimas cuantas son necesarias; siempre tantos de los unos como de los otros. Es la mayor prueba que pueda darse de la presencia de Dios entre nosotros el que por mucho que se haga, aunque pueda decirse que se ha hecho todo lo posible por convertir en imposibles ciertos oficios, por desalentar a ciertos oficios, siempre haya tantas personas en esos oficios cuantos se precisan para hacer que el mundo marche. Y el que no se pueda desanimar a los campesinos y que no sea posible desalentar a las víctimas y a los mártires. Y que los soldados se casen frente a los campesinos y los verdugos ante las víctimas y los mártires.
Se cree, o podría creerse, que vale más ocupar el sitio del verdugo que estar en el lugar de la víctima, en el puesto del verdugo que en el lugar del mártir. Sin embargo se trata de un error.