9788483930755_150px.jpg

Isabel Mellado

 

 

El perro que comía silencio

 

 

 

 

logotipo_INTERIORES.jpg

Isabel Mellado, El perro que comía silencio

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-546-0

 

© Isabel Mellado, 2011

© De la ilustración de cubierta: Isabel Mellado y Francis Requena

© De las ilustraciones interiores: Isabel Mellado

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 141

 

 

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

 

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

 

 

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

 

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: info@paginasdeespuma.com

 

 

 

 

 

 

 

A Dominik Wollenweber

 

 

 

 

 

 

Entre mi almita y yo un perro come.

Herta Müller

I

Mi primera muerte

 

El perro que comía silencio

 

Hubo un tiempo en que me llamé Croqueta. Así me llamaba mi amo. Mentecato lo llamaba yo a él, pero eso nunca lo supo. Ahora me gritan chucho. A mí me gusta titularme Zorba, el perro.

Y sí, soy un perro free lance de pueblo. Tardé en darme cuenta de que esta vez solo sería eso. No ponía huevos, tampoco tenía cuernos, ni hablar de hacer patinaje sobre hielo.

Al poco de nacer me abandonaron en un vertedero. Allí me recogió don Mentecato y me apadrinó prometiendo cuidarme toda mi perra y su aún más perra vida, pero como era de esperar no cumplió su palabra y no se lo reprocho. Viene a mi mente la frase «Errar es humano, perdonar es perruno». A lo largo de mi vida he comprendido que casi ningún hombre tiene palabra, pero todos tienen silencios y eso es lo esencial.

Es muy difícil mentir con el silencio. Para mí es un recurso natural, como el agua. Hay días en que solo me alimento de eso, y claro, así estoy también flaco como perro; o como bromearía mi compadre pastor alemán: no es que sea flaco, es que tengo los huesos bien afuera. Además parezco de gamuza con la tiña que agarré al revolcarme con una perrita choca de los suburbios y que me da un look bohemio.

Mis silencios preferidos son el silencio del hueso y el silencio de los enamorados que huele a bistec y anhelo. En cambio el silencio de los cónyuges suele ser turbio y estrecho y no es solo uno compartido, sino al menos dos, por lo general antagónicos. A mí personalmente me ponen la carne de gallina y eso bien se sabe que para un can no es nada bueno.

Soy zurdo convencido. Meneo la cola con oficio de izquierda a derecha, me despierto de izquierda a derecha y si el tiempo me permite elegir planto preferentemente el mordiscón en el muslo izquierdo del masticable contrincante.

¿Que por qué me fascinan los gatos? Porque son algo así como el resumen de la noche, sobre todo los negros. Pienso que si logro finalmente despedazar a alguno liberaré todos los amaneceres que contiene. Soy re patiperro, creo en el espacio abierto y en la posibilidad de las esquinas.

Carne de espejo

 

Hoy mi espejo se puso furioso porque llegué tarde a la cita matutina.

Cuando salí de la ducha estaba empañado, su única manera de cerrar los párpados y hacerme un desdén. A él sin duda le corre más sangre que a mí por las venas. Desde que Teresa me dejó, a mí la sangre, más que correr, me camina. Al comprarlo, el anticuario me preguntó: ¿Espejo de mujer o de hombre? De hombre, casi siempre de hombre, le respondí tensando la mandíbula.

¿Y para cuántos?

Creo que se está encariñando, y como me sobrevivirá he estado informándome sobre seguros de vida y asilos para espejos. Espero que no me suceda otro, ya hemos sido suficientes. Quiero, al morir, mudarme a su vastedad y cerrar la puerta tras de mí. Él está de acuerdo.

Cada cierto tiempo se pone tétrico y huele a charco podrido. Entonces lo empaco en el auto y lo llevo a la playa para que frente al mar las imágenes se diluyan y se le amanse un poco la memoria.

Hay días en que no sé qué hacer con él, es impredecible. Si espero ver mi réplica, resulta que no le basta, se cree un artista, un esteta, y me planta un bigote, un lunar, o se acelera y me devuelve ya canoso o, aún peor, le vienen sus ínfulas de prisma y me desmantela cromáticamente. Demoro horas en fijar mis colores y redefinir contornos para salir con decoro a la calle.

Los domingos tiene día libre y no funciona. No me atrevo a mirar dentro, por respeto a su privacidad, claro, pero más que nada por miedo. Para esos casos cuelgo un cucharón en cuyo reflejo me afeito.

Cuando vuelvo a casa, cavernoso de tiempo, escalfado de traje, es cuando más me reconforta sumergirme en él. El celofán de su piel es límpido, crujiente de ahora, una segunda oportunidad. Él se suma a mí, me completa.

Querría saber qué hace cuando no lo veo, dónde desemboca. Sospecho que en mis sueños.

A veces pienso que, más que reflejarme, se vacía en mí, se hunde en mi carne, para sentir, me suplanta. Entonces me da terror, ganas de acuchillarlo, de hacerlo sufrir de a poquito, pero no lo hago. La mitad de mí ya es suya, la mitad de él ya es mía. Quiero envejecer con él, conmigo, con todas las posibilidades que sugiere o me impone. Él evoluciona y me reinventa. Yo soy el que envejece, él quien trasciende y me arrastra.

Rebajas

 

Fui a comprarme un abrazo en las rebajas, pero no tenían mi talla. Solo había uno rosado y tupido que me quedaba ancho. La vendedora trató de persuadirme para que lo comprara, argumentando que era calentito y muy práctico, porque me permitía llevar mucho sentimiento puesto. Además, por la compra de uno me regalaban un apretón de manos u otras partes del cuerpo. Sonaba tentador, pero debía pensarlo. Entre tanto fui a otro mostrador a oler las sensaciones de la temporada otoño-invierno que este año son de tendencia claramente bucólica derrotista, con un deje de minimalismo bélico. Ojalá me alcance el dinero para alguna mala intención, un par de sospechas y al menos una corazonada.

Cuatro horas al cubo

 

Todo comenzó con un estornudo. Yo por cortesía le dije Jesús, ella me respondió que no me tomara la molestia, que era atea. Nos embalamos de inmediato en un diálogo sobre religión, pasando por obispos muy fecundos, viajes a la India y muchos otros temas que podrían llenar cuatro horas de tren y varios vagones.

Esta vez decidí fingirme un profesor de filosofía y letras. Separado, bien optimista. Amante de los niños, claro. Mis padres vivirían lejos, en Tierra del Fuego al menos, y yo, aunque soñador, sería un tipo muy asertivo.

Cuatro horas de tren no son solo cuatro horas. Es una vida pequeña, cuatro horas al cubo. El marco perfecto para mostrarse encantador, recreándose una personalidad de salón y un currículum como siempre se ha querido tener, y representar el rol del rufián, el seductor, el artista o, en caso de tener mala compañía, el sordomudo de nacimiento. Aquí, con la certeza de no volver a ver a tu interlocutor, sin riesgo de un futuro común (qué falacia eso del futuro común, ¿se referirán a la muerte?), puedes rápidamente saltarte los recovecos habituales llegando al meollo y, con suerte, si hay química de vagón, alcanzar cercanías insospechadas. No hay como una buena conversación en tren. Te responden. Yo la practico dos veces por mes desde que me peleé con mi psicoanalista. Es mucho más barato y más ameno. Eso sí, tengo un precepto igual que el psicoanalista: pase lo que pase, nunca intercambiar ni pelos ni señales, o sea, nada de teléfonos ni intentar rejuntarse nunca. Sin la vertiginosidad sobre rieles, la compresión del tiempo, la libertad de ser lo que no se es y el sedante mantra: Talán chucu chu, talán chucu chu, no volvería a ser lo mismo.

La comunicación en un avión es otra historia. El tiempo pasa volando y la gente es recelosa de su espacio, egoísta, quizá porque en la inseguridad del aire se activan mecanismos de supervivencia. En cambio, en el tren se respiran mejores intenciones, ganas de conversar e incluso de estar de acuerdo. El tren te hace parecer más persona.

He sido mucho, desde astrónomo a sepulturero. Si me toca una mujer bonita, para olerla mejor me hago el ciego. De seguro soy profesor de matemáticas si suben niños. Con las ancianas acostumbro a ser un hipocondríaco y cuando estoy cansado, falto de ideas, trabajar para una ONG es una buena opción. Ya no cometo el error de representar un papel demasiado bien, una personalidad coherente despierta sospechas.

Hay veces que repito, pero le agrego un gato, algún cáncer terminal, un hermano perdedor y una ilusión o un vicio, y soy ya tan dúctil, que al cambiar de interlocutor paso en un segundo de militante vegetariano a histérico experto en tauromaquia, o de viudo reciente a casado igual de reciente, por dar algún ejemplo. Se lo debo a mi psicólogo, si soy algo y también lo contrario, nunca seré un neurótico, o algo por el estilo me dijo.

Intento no caer en tópicos y doy a mis personajes toda la libertad y todos los sentimientos que deseen tomarse, aunque me dejen seco. Luego vuelvo a casa y duermo, duermo hasta que me asimilo.

marketing

Casi me dan ganas de interrumpir la terapia, no mudar más de piel cada vez que bajo del tren. Especialmente ahora que me cubre tan felizmente los huesos. Ya no se siente de aluminio. Pero llevo tres años en esto. He sido tantos tipos regios, personalidades de fantasías y pasiones y sé que aún estoy a mitad de camino de lograrme... Me espeluzna la sola idea de bajarme en la estación de siempre, de nuevo tan yo y sin su teléfono. Intento convencerme: mejor seguir siendo muchos tristes que uno solo contento.