Abre el portón de hierro encrespado. ¿Lo escuchas? Sí. Te da la bienvenida: ¡chirrín, chirrín!

Ya estás adentro. No te imaginas lo que vas a encontrar en el jardín de la Tía Poli.

Si pudieras dibujar sus fronteras sería de la siguiente forma: limita al norte con el solar de los cafetos en flor y los bananales, que abrigan los nidos de los yigüirros; al sur con las azucenas, agapantos, begonias y lirios de mayo; al este con los naranjos y los altos árboles de poró en donde viven las reinitas verdes y las ardillas; al oeste, con el kiosco tapizado con flores de “Maravilla”.

El jardín de la casa es tan grande que ni siquiera abriendo los dos brazos podrías abrazarlo por completo.

Corre por los amplios caminos de asfalto y llegarás a la casa roja, que parece una sandía en pleno verano. Toca sus paredes de hojalata con relieves, graciosamente esculpidos por las manos de un artista.

Sube la escalinata y llega al corredor. Siéntate en el sofá de mimbre o en la mecedora. Imagina que hoy es domingo por la tarde y charlas con la familia.

¿Ves los amplios ventanales y la puerta de la casa? Tienen cristales rojos, verdes y amarillos. Si te asomas por detrás, puedes escoger el color con que deseas ver la hierba, los árboles y las flores. Es un juego mágico y divertido.

Regresa al jardín. ¿Ves aquellas palmeras tan altas que parecen hablar con las nubes? No acaricies su tronco porque tiene espinas; pero recoge sus frutillos rojos, que caen sobre la hierba y lánzalos, uno por uno, en las limpias aguas de la acequia, que corre detrás del palmar.

Déjalas ir. ¿A dónde? No lo sé. Si pudieras ir con ellas, tal vez llegarías hasta el mar. Tal vez.

Sigue tu camino. Dobla hacia la izquierda y te vas a encontrar con el árbol de “San Miguel” coronado por blancas florecillas. Cómete las que prefieras. ¡Son deliciosas! Sus pétalos son gruesos y crujientes. Saben a miel de abeja.

Al frente del árbol, encontrarás la pequeña bodega pintada de rojo, igual que la casa. Su techo se asemeja al de una carpa de circo con su cono vuelto al revés. Parece como si la pequeña construcción tuviera un sombrero.

Abre la puerta. No te vas a arrepentir. Dice la Tía Poli que ahí vive un ratón que predice las estaciones y, a diferencia de los demás, es el custodio de cuantas cosas se guardan ahí.

Todos los días cuenta y recuenta las escobas, las palas, los rastrillos, los costales de café maduro, las frutas en cosecha y la paja, que sirve de alimento al caballo del abuelo.

Pero eso no es todo. Al fondo de la bodega, verás una puerta por donde viajas a donde tú quieras, con solo desearlo. Eso dice la Tía Poli.

Allá, junto a la tapia de ladrillos rojos que da a la calle principal, está la colina de los helechos. Es la torre del custodio de la entrada. Dice la Tía Poli que ella lo ha visto vigilar los alrededores, con su largo telescopio, capaz de ver hasta una hormiga.

Acércate a la casa. Mira hacia arriba, bajo la cumbre del tejado. ¿Ves aquella ventanita de la tercera planta? Ahí está el misterioso cuartillo, cuyos secretos los protegen las palomas, que anidan junto a la moldura del cristal.

En las tardes de domingo, las hermanas de Jacinta, la mamá de los chicos, llegan a visitar a la familia y se pasean por el jardín, tomadas del brazo.

Entonces, hablan de cuando eran jóvenes y se divertían cortando rosas y margaritas, para hacer guirnaldas y adornarse el cabello.

Sube la escalinata que lleva al corredor. ¿Ves aquella señora pequeña de hermoso rostro, con el cabello blanco recogido en un moño redondo como almohadilla de algodón? Es la abuela que abre la puerta con los cristales de colores y te invita a pasar. Las otras señoras sentadas en los sillones de mimbre son: la Tía Chelita, la Tía Pandora, la Tía Lastenia y la Tía Chus.

A las tres de la tarde, los chicos saltan de gozo porque saben que se acerca el tranvía. ¡Pu, pu, pu! Sí, el tranvía es un tren pequeño que viaja a la ciudad y a los pueblos vecinos.

Apenas escuchan la bocina, corren a su encuentro y esperan en el portón de la entrada. Ya se ha detenido enfrente del jardín:

—Muchas gracias, don Cosme. Nos recoge a las seis.

El tranvía nunca tiene prisa. Ahí se queda, mientras las cuatro señoras, muy bien trajeadas, se bajan una por una. Muchas veces, a la hora de subir, se dan cuenta de que han olvidado su bolso o el ramo de flores en la casa.

—Ya regreso, don Cosme, espéreme un momento –el maquinista se espera porque nunca tiene prisa.

La primera en bajarse es la Tía Chus con la canasta de bocadillos recién horneados. ¡Hay que sentir el aroma que despiden aquellos manjares. Ojalá que esta vez haya traído las galletas “cucas”. ¡Cómo las disfrutan los grandes y los chicos! Son igual que diminutos soles blancos, pequeños y redondos. Cuando se muerden, crujen primero entre los dientes y se esponjan después, entre la boca, ¡son deliciosas!

Pasa adelante. Atraviesa la puerta con cristales de colores. A la izquierda del pasillo, vas a ver la escalera de cedro, con sus barandales anchos y brillantes, que llevan a la segunda planta. A la derecha, está la sala principal, resguardada por un arco pintado de blanco. Puedes entrar. Siéntate en el amplio sofá de terciopelo azul y admira las columnas, que están a cada lado. Si las tocas, vas a sentir las guirnaldas de rosas, que se enroscan en sus pilares de porcelana.

En las paredes, verás hermosas fotografías que cuentan la historia de la familia. Sobre la mesita, junto a la puerta que da al comedor, verás la figura de un chico uniformado, que va a la escuela con su mochila y sus cuadernos. ¡Ah!, en el lugar de preferencia: el piano de la Tía Poli.

Tienes que escucharla cuando interpreta las melodías que compuso el Tío Enrique, hermano de su padre. Toda la familia se reúne, a su alrededor, como si asistiera a una ceremonia. Al final, los aplausos y los besos a la tía, que se pone de pie, colorada como un tomate.

Entra al comedor y siéntate a la mesa. Es grande y redonda. Tiene doce sillas con los respaldares muy altos, adornados con hermosas molduras, que se entrelazan en la madera. Al fondo, en el armario empotrado, vas a admirar la vajilla pintada por la Tía Poli. ¡Es muy hermosa! Los bordes de los platos y las tazas llevan incrustado su nombre con letras de oro.