Max Jiménez

El Jaúl

Colección Popular
Volumen N.º 11

Grabados
Max Jiménez Huete

Presentación

La Colección Popular ha sido creada por la Editorial Costa Rica para publicar en ella las obras de autores noveles; tanto como la recuperación de escritores clásicos de nuestro fondo editorial como Max Jiménez, Carlos Meléndez, Anastasio Alfaro, entre otros.

Algunas de estas obras ponen de manifiesto la valiosa experiencia de aquellos que han decidido dar testimonio escrito de sus vidas, de sus trabajos y de su contexto, como aporte al contenido narrativo de la sociedad.

La Editorial Costa Rica publica en esta colección las producciones de un colectivo nacional que constituyen una variada expresión de nuestra creatividad y que, al mismo tiempo, mantiene viva la palabra.

En este libro no se significa ortográficamente cuando las palabras no están en el Diccionario académico.

En Madrid me pidieron un escrito. Los demandantes me lo convirtieron –decían ellos– al estilo español. No bastó ante aquellos señores de mente estrecha mi aclaración enfática de que yo no era castellano, y mi nacimiento y vida en América, fuerzas ineludibles.

«El estilo se aprende en las ventas y en los caminos» y mis costarriqueñismos tienen su diccionario en la vida de mi patria.

Para mí, la sintaxis es la inflexión del pensamiento. La pérdida de esta libertad da la monotonía académica.

Es interesante cómo unos puntos y maneras de escribir han matado tantos espíritus.

Llamar las cosas por su nombre y verter con cierta exactitud el lenguaje del pueblo, serán bien tolerados por las gentes llamadas correctas, si se atiende a que en los libros el ambiente se forma con palabras. Mi libro no se produce en antesalas sino entre barriales y montaña.

M.J.

2500 metros

ElJaul-01

 

En donde las montañas buscan el cielo. Una constante llovizna baña los altos picos de los Andes, que aún resisten a la intemperie disolvente de los años.

La montaña se arruga en su maldición de desaparecer, lavada por las aguas incesantes, hasta convertirse en el ceño de las mujeres en pena. Las nubes pasan, enjugándole su trágica existencia.

La montaña día a día pierde cielo.

El gris, y el servir de limitación, dan a las montañas formas de cuerpos acostados, fisonomías trágicas, tal vez de cuerpos que se mueren. Cuerpos y cuerpos que han muerto, que se desploman en el valle o que se tributan inevitablemente a las aguas.

El poder del paisaje es terrible.

La carreta, cargada de trozas para el pueblo, venía dando tumbos, saltando de manea en manea y dando golpes de mazo sobre el yugo. El barro se hacía cada vez más profundo, más resbaloso, más movedizo. Las ruedas fueron hundiéndose hasta llegar al eje. Resbalaban las pezuñas dejando signos de dolor en el suelo, en el lodo perpetuo y de garras

—Buey pendejo...

El buey gacho era falso. Pasó de mano a mano, de chuzo a chuzo, por falso. Chunguero, su actual dueño, lo había adquirido a sabiendas. Ya él les había quitado muchas mañas a los bueyes.

Con él no se jugaba.

—Buey pendejo...

Ya él sabía cómo jadean los bueyes.

Ya él sabía que el gacho se le echaría en la cuesta.

Chunguero sacó media botella de guaro. Del que se destila a escondidas en los bajillos, junto a las cascadas, que se lleva los olores del fermento y que despista a los guardas que cumplen con su deber: llevarse unas latas sucias –el cuerpo del delito– y meter preso al destilador de la montaña. Chunguero bebió algunos tragos de aquel líquido azuloso, con olor a cobre oxidado, que cocina las gargantas, y sopló con fuerza su satisfacción. El vaho cobró el principal de sus valores. Los bueyes trasudaban su existencia y el sudor se hacía humo en forma de sacrificio. Chunguero condensaba alcohol en sus soplidos. La neblina se hizo más densa y todo se unía a la esponja húmeda del paisaje.

Entre el hombre y el buey gacho se trabó el más íntimo de los contactos.

—Buey pendejo... –y Chunguero le clavó el chuzo en el pescuezo.

Y brotó una gota de sangre, rojo caliente, de una tradicional cobardía. Pero así era él, un buey pendejo. Así había nacido: flojo, flojo. Ya él sabía la tormenta que le esperaba. Sentía la enorme bestia que había en su amo, pero el origen es inexorable y él era así.

—Buey pendejo, buey pendejo... –y más chuzo y chuzo...

Los riachuelos, sucios por la constante llovizna, iban de huida. Monotonía de soledad en las profundidades, de cascabeleo de serpientes, mudas como ellas cuando logra salir el sol.

Los jaules detienen la llovizna y la dejan caer como revuelo de vestido.

Allí, más que en ninguna otra parte, la tierra parece decir que todo le pertenece. Los helechos y el montazal parecen abrirse en bocas para recibir la perpetua lluvia.

Unos tragos más de guaro. Ya el buey gacho parecía pedirle perdón al Creador sobre las rodillas delanteras, la boca llena de espuma y las narices aventando la vida.

—Buey pendejooo...

Chunguero, de un empujón, hizo temblar todo el apero. El guaro y la terrible contracción de los músculos no bastaron para levantar una carreta atascada.

La soledad de las alturas es espantosa. La neblina se satura del terror de un buey débil y de la mano pavorosa que empuña un chuzo.

—Buey pendejo... –y se lanzó a chuzazos contra el buey. En una de las lanzadas dio un tumbo, se rasgó el pellejo del buey y Chunguero fue a dar contra el «gacho». Se ensangrentó la cara y fue amable en la mejilla el frescor del lodo.

Un gran jadeo. El sudor reintegrándose al cielo.

Una soledad profunda. El canto de pájaros que predicen la muerte y un dormitar de la bestia que repetía: buey pendejo, buey pendejoo...

El sol

ElJaul-02

La aurora es más aurora cuando el sol desnuda las tinieblas detrás de una montaña.

En aquel pueblo es imposible el amanecer sin las campanadas de la iglesia. El amanecer es como el atardecer, porque sus únicos destinos son la muerte. Nacimiento, vida y muerte tienen en aquel pueblo casi el mismo valor. La vecindad de la tierra hace más fácil la muerte. Allí no hay rebelión contra la muerte. No se trata del campesino que ama la tierra y que al morir se une a su madre la tierra. Se trata de un hombre blanco que no se ha integrado. Los indios, los verdaderos dueños, los que eran raíz de la montaña, huyeron a su fondos. La selva los acogió blandamente. Huyeron de unos invasores mil veces más bárbaros que ellos y cuyo único sostén, cuyo único motivo de vida es la maldad. No es una vileza adquirida: es una segunda naturaleza, es un empleo perverso de sus fuerzas. Allí el robo es un deporte.

Allí la aurora no parece tener el sentido de renovación. La lluvia detiene por un rato su perpetua caída y, a la sucesión de las campanadas, acuden unas viejas de pasito rápido, de pasito que sube pendientes, siempre dispuesto a saltar los barriales del camino.

El pasito de esas viejas es de cabeza cubierta, de cabeza inclinada, de toalla negra, de párpados con visión lateral, que en el amanecer les dan el aspecto de fantasmas atareados. Van al templo en busca del perdón de su último chisme, que causó tanto daño. Van a buscar el perdón para empezar con alma clara el nuevo enredo del día.

Con la aurora, los lecheros empiezan a buscar el camino de la ciudad, con aire de montaña arrancada del sueño, cubiertos los cuellos con un retazo de cobija roja. Con el rocío sobre los tarros, de alba en nacimiento completo.