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BREVIARIOS
del
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

596

Alfonso Reyes

Religión griega

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en Obras completas XVI, 1964
Primera edición de Obras completas XVI en libro electrónico, 2015
Primera edición en libro electrónico, 2018

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ÍNDICE

Introducción

Primera Parte
LA CREENCIA

Segunda Parte
LAS INSTITUCIONES RELIGIOSAS

contraportada

INTRODUCCIÓN

A) OBJETO DE ESTA OBRA

1. ESTE libro se propone trazar un bosquejo de la religión griega y de sus prácticas, animado con las figuras de sus leyendas. Nada enseña al especialista; informa al lector general y recoge las actuales conclusiones de los estudios.

2. La religión griega no es sistemática. No fue una religión revelada. No tuvo Iglesia ni definidores teologales. Es un acarreo popular e inconsciente de tradiciones inconexas, de orígenes étnicos distintos, de épocas y lugares diversos. Careció de literatura hierática. Sus sacerdotes no tenían derecho a fijarla ni lo pretendieron. Los poetas y los filósofos la interpretan con una libertad hoy inconcebible. El pueblo se apega a sus rutinas que, aun en la edad clásica, datan a veces de la prehistoria. El olimpismo oficial, la determinación más excelsa, es sólo un pequeño coágulo en aquella sangre derramada.

En punto a religión helénica, la literatura está llena de documentos contradictorios. Aunque Esquilo declaró su deuda para Homero, ni él ni los demás trágicos, ni los historiadores, ni los mitógrafos se atuvieron a las leyendas homéricas, y ellos mismos muestran la superabundancia de los materiales religiosos. Heródoto, aunque rico en informaciones preciosas, es arbitrario en cuanto —como todos los griegos— ignora la prehistoria, y también por haber dado mucho crédito a los egipcios, novelistas temperamentales. Los egipcios —adelantándose en esto a los judíos alejandrinos y a algunos ilusos contemporáneos— querían que el universo procediese de ellos. Tres autores de la decadencia —el geógrafo Estrabón, y singularmente el moralista Plutarco y ese turista religioso que fue Pausanias— han dejado noticias sin las cuales nuestra imagen de la religión griega sería exigua y abstracta; y ellos son los mejores testigos sobre la pasmosa variedad de los ritos y las creencias. En las artes y en las letras, la estupenda imaginación plástica del griego logró precisar las figuras. Pero eso no enjuga la humedad subjetiva que las envuelve. Pretender otra cosa hubiera parecido entonces una intromisión enfermiza en el mundo sobrenatural.

Tal era la índole de aquel pueblo. Respetémosla, sin pretender resecar y momificar la fluidez de imágenes y conceptos. La extrema variabilidad fue la regla. Y como decía Pausanias, los griegos nunca se han puesto de acuerdo sobre un mito. Un escritor de nuestros días, C. D. Lewis, en cierta novela alegórica, se encuentra con dos divinidades paganas. Y aunque tenían forma y figura —dice— parecían hechas de un viento en marcha. La descripción no puede ser más feliz.

3. Los griegos eran muy religiosos. Los deberes de la piedad ocupaban buena parte de su vida privada y pública. Muchos actos que hoy son profanos eran entonces actos rituales. La moral implícita en su religión era distinta de la nuestra. Pero no en las normas fundamentales de la conducta, que ellos trasmitieron al Occidente, sino en costumbres accesorias. Hay que borrar esa sandia imagen de un pueblo de placer, sólo ocupado en divertirse; que no es así como se fundan las civilizaciones. Tal imagen todavía estuvo de moda entre nosotros a principios de siglo, por obra de Crisóstomos cortesanos. Pero nuestros hombres de la Reforma, que en su empeño por edificar una patria estaban más cerca de los griegos, hubieran podido calar mucho más hondo en la antigüedad clásica. Por suerte los griegos no adoraron la austeridad ni admiraban el dolor inútil. Eso es todo. Y aunque más puntuales en sus prácticas religiosas que mucha gente de hoy en día, tachaban de deisidaímones a los afligidos del mal de escrúpulo.

4. También eran supersticiosos. No tanto como los romanos (gente de creencias distintas aunque parecidas a las griegas por obvios parentescos étnicos), cuya grosería llegó a imaginar indigitamenta o diosecillos para todos los incidentes de la vida diaria y aun para los dolores de muelas y el catarro. La superstición es maleza que acompaña la infancia y la vejez de las religiones. Ya los Caracteres de Teofrasto —que no retratan la buena época— acusan la presencia de esta vegetación viciosa. San Pablo se queja de lo mismo, desde sus alturas de cristiano. Y Luciano de Samosata, un siglo después, en plena decadencia del gentilismo, tenía sin duda buenas razones para burlarse de semejantes miserias. ¿Qué más? Al propio Pericles, el hombre de la Ilustración, no lo dejaron morir —abuso de alevosía y ventaja— sin colgarle un amuleto al cuello.

La superstición no es nuestro tema. Es estudio folklórico que no nos incumbe aquí en sí mismo. Pero irremediablemente la tropezaremos a pocas vueltas, sin detenernos en ella más de lo indispensable. La frontera entre la patraña y la verdadera religión era entonces más incierta que en esta nuestra edad dichosa.

Nota importante. Dijo un humorista antiguo que en Grecia había más dioses que hombres. Esta exagerada apreciación, la enorme lista de celebraciones que enumeraremos más adelante —Panegirias y Festivales— y los cuidados religiosos de cumplimiento diario, pudieran causar una falsa impresión: se diría que el griego no tenía otra cosa que hacer. Pero conviene tener en cuenta estas circunstancias: 1) no todos los cultos se celebraban en todas partes; 2) los griegos no practicaban el descanso dominical, no contaban con nuestros 52 domingos; 3) si a estos 52 domingos sumamos nuestras fiestas cívicas, fácilmente llegamos a la cifra de 70 días por año; 4) en Atenas, donde los actos del culto eran más abundantes, ocupaban más o menos 70 días. La proporción es equivalente. (Ver cap. IX, núm. 2 y cap. X, núm. 1, n. 1.)

B) GRECIA EN SUS DOCUMENTOS RELIGIOSOS

5. Las fuentes para el estudio de la religión griega son tres: la arqueología prehelénica y helénica, las artes ya helénicas y las letras. Primero aparece la arqueología, que nos lleva desde la prehistoria a la historia, aunque el tránsito es todavía oscuro y conjetural. Su destino es convertirse en historia del arte, a cuya valoración se aplican ya otros métodos. Las artes y las letras nos importan aquí hasta donde expresan las creencias gentiles. Las artes asumen fisonomía helénica hacia el siglo VII a. C. y, mientras no se cristianizan, proveen los documentos de la mitología figurada y contribuyen poderosamente a la determinación visual de las deidades. Podemos considerar que las letras van desde el alba homérica —siglo VIII— hasta la clausura de la Academia Ateniense bajo Justiniano, siglo VI de nuestra era.

La etnología, que no es una fuente, sino una interpretación de las fuentes, ha contribuido al estudio de las supervivencias primitivas, cuajadas en el seno de la religión clásica como ha cuajado en el ámbar el insecto de una especie desaparecida. Conviene empezar por la etnología, la más hipotética reconstrucción de un pasado que es, en sustancia, anterior a Grecia.

6. La etnología suele ser considerada con recelo por los puristas de la arqueología y por los retardatarios del humanismo. Los primeros quieren describir sin interpretar, privándose de todo derecho a la inferencia, al punto que podrían hacer suya la declaración de Goldenweiser sobre la antropología,1 y resumir su credo asegurándonos que la arqueología no se ocupa del pasado, sino del presente: de la piedra que se descubre y no de lo que ella significa. Los segundos se manifiestan personalmente ofendidos cuando se los enfrenta con algún residuo de salvajismo en las costumbres de Grecia. ¡Como si no los hubiera en cualquier pueblo contemporáneo! También las gentes que formaron a Grecia fueron un día salvajes, y el estudio de la etnología primitiva permite entender lo que la razón griega no explica. Algunos, ante las costumbres y prácticas que hasta pueden parecernos aberraciones y que un día fueron moneda corriente, prefieren la exposición sin comentario. Y si el etnólogo les propone una interpretación, tuercen el gesto pudibundo y hablan de “curiosidades ociosas” cuando no de “indecencias”. El primitivo no es tan diferenciado como el hombre histórico, ni ha atenuado aun con las técnicas la influencia del medio natural. Bajo provocaciones análogas reacciona de modo análogo, por la sola semejanza específica. Entre los ritos griegos más conservadores y ciertas representaciones afrocubanas de lejana raíz prehistórica todavía se advierte el parecido.2

El tipo de la familia actual, por ejemplo —y la familia es, en mucho, un brote de la religión—, ha cruzado por varias formas tentativas, monstruosas a nuestros ojos (comunidad, incesto, etc.), antes de llegar a su forma actual. Y si, como parece, al prescindir de la etnología lo que se desea es salvar “el honor del ario”, con recordar que el griego es mezcla de arios y mediterráneos —entre los cuales pudo pasar de todo sin que nadie se ofenda— ya estamos en paz.

¿Que no hay matriarcado entre los arios históricos, y seguramente no se conoció el totem entre los mismos arios prehistóricos? Bien está. Pero la tradición de los pueblos que se sumaron a los arios para crear el pueblo helénico pudo ser muy distinta, y dejó residuos que ya no comprendían los griegos.

Hilemos un poco este enigma del matriarcado. El recién nacido llega por obra de la mujer. La noción de la paternidad es tardía. Por lo pronto, la mujer aparece como la obvia trasmisora del mana o virtud vital. Bien puede ser éste el origen de algunas ideas matriarcales. A lo que se suman la cría del hijo, los eminentes servicios de la mujer en el cuidado de la tienda, durante las inevitables ausencias del cazador o del guerrero, la mano femenina en los orígenes de la agricultura doméstica, los cultos lunares engendrados por el horror y asombro ante la sangre periódica.

Por otra parte, los varones son guardia guerrera de la tribu y aseguran su subsistencia con el fruto de las cacerías. Lo cual, unido a su superioridad física, explica también su definitivo predominio familiar y político.

Ni el matriarcado ni el patriarcado se consideran ya como el primer grado indispensable e igual para todas las sociedades humanas, ni para todas se admite idéntico desarrollo. La ginecocracia3 o matriarcado absoluto es una noción límite, útil para el análisis, y acaso nunca se haya dado en toda su pureza teórica. ¿Y en qué nos estorba esto para admitir diversas combinaciones de rasgos patriarcales y matriarcales entre los primitivos? (Pensemos en las Amazonas y en las Diosas Madres asiáticas.)

Junto a estas primeras configuraciones aparecen otras disyuntivas, cuyos términos son igualmente aceptables en distintos casos de evolución. Por ejemplo, el asesinato piadoso de los viejos —estorbo económico de la tribu— y la veneración de los viejos; por ejemplo, la endogamia y la exogagamia, etcétera.

Cuanto a lo primero, el viejo es tesoro de experiencia y memoria, conservador de las costumbres benéficas, las prohibiciones, los tabús —germen de las leyes—, y es maestro consumado en las ceremonias que mantienen la figura externa de la tribu, su cuerpo mismo. Tal puede ser el origen de la gerontocracia o mando de la edad respetable. Pero es obvio que tal respeto reconoce como límite el extremo de la senilidad.

Cuanto a lo segundo, la tribu, que no se distingue bien de su ambiente, ha creído resolver el enigma de sus orígenes suponiéndose hija común de una especie animal, vegetal, mineral, o hasta de alguna portentosa fuerza física como el trueno. Este antecesor común, a quien se reverencia y preserva en lo posible, es el totem. Ahora bien, los distintos ayuntamientos entre varones y mujeres, dentro o fuera de la comunidad —endogamia y exogamia de varios grados—: se enlazan mediante una sutil dialéctica con esta preservación del totem que es, en suma, la preservación mística de la tribu. Este contrato social de la exogamia permite, asimismo, conjugar un totem y otro totem, y por aquí, multiplica los alimentos accesibles o autorizados. Pues, originalmente y salvo en casos excepcionales y prescritos, quien cultiva un totem no lo prueba, pero puede trocarlo por el totem de su vecino.

Además, la exogamia, consciente o inconscientemente, resuelve el crimen de la prehistoria: la lucha a muerte entre el viejo y los jóvenes ya facultados, en quienes aquél sólo ve rivales para su trato con las hembras del grupo, sin tener la menor noción, unos ni otros, del vínculo carnal que los une.

En tanto, la piedad materna ha velado como centinela en la frontera de la iniquidad primitiva. ¿Lo ignora la fábula griega? No, ciertamente. Gea ha ocultado a Cronos, hijo menor de Urano, que al fin mutila a Urano y le arranca el mando. Más tarde, Rea oculta a Zeus, hijo menor de Cronos, que a su vez habrá de desposeer a su padre. Siempre el hijo menor: el que se enfrenta con la caducidad del padre, quien ha dado muerte a los mayores o los ha expulsado del grupo. Sin el pacto de la exogamia, bien pudo la humanidad destrozarse o atajarse en un nivel muy cercano a la animalidad.

En torno a todos estos motivos —y el lector lo irá percibiendo sin necesidad de advertencia— giran mil prácticas y observancias, contratos de servicio y honras que el hombre rinde a los enigmas y a las necesidades de su existencia. Larvas del convenio solemne, del sacramento y del Derecho Formulario, ellas se apegan a sus rutinas y las repiten de siglo en siglo. Las encontramos en Grecia, como en todas partes. Sin la hipótesis de la etnología parecerían meras locuras.

7. La arqueología de la prehistoria aporta los residuos físicos de las culturas abolidas: alfarería, utensilios, armas, gemas, sellos, anillos, alhajas, ornamentos diversos, imágenes y estatuillas, decoraciones y pinturas, ruinas arquitectónicas. A partir de las excavaciones de Schliemann (1870-1890), el conocimiento de la era prehelénica se ha renovado de tal suerte que invalida en mucho todos los estudios anteriores.

No sólo hay que tomar en cuenta el suelo griego, como la Tebas helénica, Micenas, Tirinto, sino además la Creta prehelénica y cuanto aparece en todos los pueblos del mismo campo histórico que participaron de algún modo en la preparación de la religión griega: el Delta, Siria, Mesopotamia, Asia Menor, Tracia, Tesalia. Se descifran ya los pictogramas, jeroglifos e inscripciones de Egipto y de Asia, también —a última hora— los de la zona egea. Las colecciones de sellos minoico-micénicos —la “sigilaria”— son, como dice Persson, la Biblia prehelénica y puede considerárselas como un libro de estampas sin texto. Este acervo arranca del Neolítico —del Paleolítico hay escasos vestigios— y permite algunos atisbos plausibles sobre las nociones religiosas de los egeos. La prudencia aconseja no avanzar demasiado en las conclusiones mientras la escritura no se traduzca plenamente. Sin las explicaciones verbales poco averiguamos ante un cuadro histórico cuyo episodio desconocemos. El habitante de la Luna podría figurarse que nuestros cocheros son unos príncipes victoriosos, los cuales arrastran en su carro de triunfo a una familia derrotada. Así los arqueólogos rompen lanzas para averiguar el verdadero sentido de la escena representada en algún sarcófago de Haguia Tríada.

8. La arqueología de la protohistoria nos muestra desde el siglo IX el primer ensayo del templo, cuyo florecimiento encontraremos al hablar de los lugares sacros. Esta época ha padecido singularmente por las invasiones y los consiguientes destrozos. Entre los pueblos mejor librados —amén de aquellos mediterráneos refugiados por el archipiélago y la Anatolia— cuentan los atenienses y los arcadios. Los atenienses de la edad clásica aún se jactan de ser autóctonos, se tienen por descendientes directos del mítico Erictonio (que Homero confunde ya con su descendiente Erecteo, terrígena brotado del suelo como los árboles; y sus leyendas sobre Codro, el joven monarca, conservan el remotísimo recuerdo de cierto arrepentimiento y repliegue de la invasión doria. Por su parte, los arcadios se daban por “anteriores al nacimiento de la Luna”. Pero hay un hueco documental. De lejos, y a cuatro siglos de distancia, apenas lo ilumina Homero, faro en el eclipse, sin que el carácter poético de su obra —a pesar de los arcaísmos conscientes y los inconscientes anacronismos— nos permita reconstruir cabalmente el siglo VIII en que vive ni el siglo XII que cantaba y al que ha dirigido su mirada trascendental de “ciego”. Ante esta pérdida, acaso irremediable, los griegos fraguaron todo un pasado mitológico.

9. La arqueología de la edad arcaica contribuye con dos novedades: la numismática y la estatuaria.

Con respecto a la numismática, recordemos que desde los tiempos minoicos aparecen lingotes con marcas y pesos aproximados; pero la verdadera moneda se estima, si no como invención lidia del siglo VIII, como imitación popularizada por los lidios de las acuñaciones griegas algo anteriores.4 Las imágenes religiosas de las monedas poseen un alto valor artístico y documental. La numismática no fue un arte menor: sumos maestros se ejercitaban en ella, labrando cuidadosamente y por su mano hasta los detalles más nimios, sin poder confiar lo accesorio a los ayudantes y artesanos, como acontecía en la escultura y en la arquitectura.5

La estatuaria comienza por tallar la piedra en cono, pilar cuadrangular o columna que se va aguzando hacia arriba y lentamente se humaniza con signos fisonómicos y sexuales, brazos pegados al tronco y pies esbozados. Era mucha la tentación de ver la apariencia humana hecha deidad y de imitar la postura erguida, singularidad de la naturaleza. Pero la iconografía, con los instrumentos primitivos, hallaba más fácil labrar las vigas toscamente. De aquí los xoana que dejan de ser meros fetiches y encaminan la estatuaria del “periodo geométrico” (Hera de Samos, Ártemis de Delos, etc.). Las deidades empiezan a abrir los ojos y a separar los miembros imitando el rígido canon de los egipcios. La piedra, que remedaba al rudo xoanón (Atenea del Erectión ateniense), arriesga un discreto paso con el pie izquierdo y ensaya una sonrisa (los Kouroi o efebos; el Apolo de Tenea). Aparece la escultura “dedálica”, así llamada por referencia al minoico Dédalo, a quien los griegos, con manifiesto anacronismo, atribuían estas primeras palpitaciones vitales de la estatua. Oímos los primeros nombres de artistas, Teodoro y Telecles (Apolo Pitio, de Samos). El espectáculo de los juegos atléticos, taller al aire libre, permite observar las elasticidades, flexiones y agilidad del cuerpo, y en conquistarlas se agota el esfuerzo del Arcaico (Atenea del Tesoro Sifnio).

10. La arqueología de la edad clásica ofrece como primer fruto la epigrafía: grabación de letras monumentales en material resistente —monedas, gemas, sellos, anillos, pesas, lápidas—, y excepcionalmente en madera, como algunas inscripciones egipcias. Aunque el alfabeto ronda de siglos atrás el Mediterráneo, la epigrafía griega sólo cuenta del siglo VI en adelante. Aún no podemos pedir a la epigrafía lo que pedimos a un texto literario explícito: los letreros “Calle de Don Juan Manuel” en México o “Calle del Hombre de Palo” en Toledo no nos informan sobre la leyenda respectiva y menos sobre la vida y costumbres de los vecinos. Pero a la epigrafía debemos ya noticias sobre fastos ceremoniales, reglamentos religiosos, decretos de corporaciones y ciudades, ordenanzas de fratrías, normas del orfismo —una secta mística—, curas milagrosas, ritos, exorcismos y hasta maldiciones rituales.

La epigrafía, en la edad helenística, se completará en cierto modo con la papirología: textos en papiro del Egipto ya helenizado que, entre otras cosas, ilustran sobre la magia de la época.

11. Las artes de Grecia fueron eminentemente religiosas. La verdadera estatuaria helénica comienza en el siglo VII (estatua ofrecida por Nicandra; imágenes votivas de piedra, bronce, terracota y marfil; la Dama de Auxerre, del Louvre). Pues el Apolo de Amiclea descrito por Pausanias es más bien obra micénica atribuible al siglo VIII. De 480 en adelante el progreso es ya incontenible (Apolo Olimpio en el frontón del templo de Zeus; Zeus crisoelefantino de Fidias, también en Olimpia, que, según Quintiliano, “añadió algo a la religión establecida”; Atenea crisoelefantina de Fidias en el Partenón ateniense; Hera de Polícleto en Argos; escenas de muros y vasos del siglo V, al estilo de Polignoto). Dioses y héroes han cobrado forma definitiva.6 En el siglo IV, la idealidad evoluciona hacia el realismo (Hermes de Olimpia, Afrodita de Cnido, obras ambas de Praxiteles). Se multiplican las deidades menores y las alegorías. Con la edad helenística, Grecia recibe y devuelve ciertas influencias orientales (Serapis, Isis, Harpócrates-Horus). Las figuras infantiles, que antes sólo eran adultos pequeños, adquieren carácter propio. El arte se teatraliza un tanto (Afrodita de Melos, Apolo de Belvedere; Deméter y Ártemis de Demofonte, en Mesenia; Tyché de Eutícides, en Antioquía). La Batalla de Dioses contra Gigantes en el altar de Zeus y Atenea, de Pérgamo, nos muestra ya un arte erudito.

(De paso: el gran arte imita y sublima la auténtica religión del pueblo. Así como el humilde creyente de nuestros días se encariña con su estampita mal pintada, la sencilla gente de Grecia bien pudo vincular su fe, más que en la majestuosa Atenea de Fidias, en la tosca imagen de olivo que, en el Erecteón, parecía esperar sus plegarias desde el tiempo de sus abuelos.)

12. Las letras nos sitúan en la plena luz de la historia. En calidad de documentos para el estudio de la religión griega, ellas dominan el tesoro de las artes plásticas. Si en la prehistoria teníamos una colección de imágenes sin texto, ahora contamos con textos profusamente ilustrados.

Las referencias literarias a la religión son, por su carácter mismo, incidentales e incompletas. Los testimonios de la poesía son involuntarios y libremente imaginativos. No sabemos hasta dónde llega el dato popular y admitido, y dónde empieza la subjetividad poética. Los humanistas se formaron una idea muy artificial de la religión griega mientras sólo se fundaron en los monumentos de la poesía.

Con todo, el mayor caudal de nuestras informaciones procede de los autores griegos: Homero y Hesíodo, los Himnos Órficos más antiguos, Heródoto, los trágicos, Aristófanes, Teofrasto, Apolonio de Rodas, tal fragmento de Calímaco, el Asno de oro del latino Apuleyo sobre los Misterios decadentes, Estrabón, Plutarco, Pausanias, etcétera.

Entre los primeros escritores cristianos, algunos iniciados en los Misterios gentiles antes de optar por su vocación, y todos situados en la hora de los destinos, ofrece singular interés San Clemente de Alejandría.

13. Las últimas investigaciones han permitido progresos considerables que fueron precedidos por verdaderas adivinaciones del genio. Karl Otfried Müller, a comienzos del pasado siglo, quiso, con los elementos escasos de que entonces se disponía, reconstruir una Grecia anterior a Homero. A fines del propio siglo, y también sin los recursos actuales, Erwin Rohde echó una mirada tentativa sobre una posible religión antehomérica, cuyas consecuencias se dejaban sentir en los rasgos de la Grecia histórica.7 La hora no había llegado aún, pero no es posible esperar los avisos providenciales.

¿Ha llegado ya esa hora? Toda síntesis es provisional, todo estudio es inacabable. Todos nuestros empeños mañana parecerán prematuros. La Philosophía secreta del Br. Juan Pérez de Moya —resumen del conocimiento que la España del siglo XVI logró alcanzar sobre las religiones de la antigüedad greco-romana— duerme hoy en las colecciones de “clásicos olvidados”, junto con otras reliquias del erudito. ¡Si al menos nos esperara esta suerte!

México, noviembre de 1950.

C) GRECIA EN EL TIEMPO Y EN EL ESPACIO

A. En el tiempo

1. La prehistoria griega, de la edad neolítica hasta el siglo XII, abarca la cultura egea.8 Los egeos eran una raza anterior a los indoeuropeos y a los semitas, cuyo enigma se disimula llamándolos “mediterráneos”. La prehistoria se divide en dos épocas: la cretense o minoica, así nombrada por que su foco es Creta y en recuerdo de su fabuloso rey Minos, del siglo XL al XV; y la micénica, con centro en Micenas, siglos XV a XII.

Si la vida en Egipto, en Mesopotamia, en China, en la India está gobernada por el régimen fluvial —el Nilo, el Éufrates y el Tigris, el Río Amarillo, el Ganges—, la vida cretense es de orden marítimo. El palacio de Cnoso, capital de Creta, crece por agregación irregular, laberíntica, y abre sus patios y sus circos al pueblo y al fácil acceso de la costa, pues sus barcos lo defendían suficientemente. Ya en Micenas y en Tirinto los palacios son fortalezas en alturas, que atisban el cruce de los caminos.

Los micenios aprenden de los cretenses las artes y la navegación. Después, acaso aliados con los egipcios, derriban el poderío de Creta, estorbo para sus tratos directos con el vasto Imperio africano, y entran a competir con los fenicios en el Mediterráneo Oriental. La caída de Cnoso puede haber sido más trascendente que la de Troya, pero no hubo Homero que la cantara.

Durante la etapa egea crece la cultura troyana, algo apartada en su órbita. Por 1180, cae Troya al ataque de los aqueos, que se han mezclado con los micenios y otros autóctonos de Grecia. Troya se levantaba junto al río Janto o Escamandro, riberas del Helesponto, probablemente en el sitio de la actual Hissarlik, y embarazaba el ensanche de los occidentales desde el norte del Egeo hasta el Ponto Euxino o Mar Negro.

Se han descubierto en Troya nueve ciudades superpuestas. La más antigua data de la Edad de Piedra. La sexta, habitada por frigios, será el asunto de la Ilíada. Las tres ciudades ulteriores carecen de interés histórico, a excepción de la Troya VIII o Troya griega, que alcanza cierto auge entre los sucesores de Alejandro y en las primeras centurias de la Roma imperial.

Entretanto, la cultura egea se ha desenvuelto por las islas, acaso en suerte de confederación comercial bastante laxa. Pero tal cultura se desvanece ante las invasiones de los danubianos —aqueos y dorios, pueblos ya indoeuropeos— quienes, al confundirse con los primitivos habitantes, formarán la masa del pueblo helénico.

A fines del siglo XII, los aqueos se encuentran sólidamente establecidos en varios puntos de Grecia, sobre todo en la Argólide; y así se ve que Homero llama más tarde, a los pueblos confabulados contra Ilión o Troya, aqueos o argivos indistintamente. También los llama dánaos, por referencia a la leyenda de Dánao, que fue a refugiarse en Argos, con sus cincuenta hijas, huyendo de sus parientes egipcios. Los dorios, hacia el año 1000, comienzan a asentarse en los territorios de sus conquistas. Dicho sumariamente —y aunque no debe olvidarse la desintegración interior del antiguo régimen y su economía claudicante—, las superiores armas de hierro que esgrimían los dorios pusieron fin a la llamada era del bronce.

2. La protohistoria, del siglo XII al siglo VIII, es época de turbulencias, desbandadas, mezclas y colonizaciones inciertas que a veces proceden de la fuga, sobre todo hacia el archipiélago y el Asia Menor, fuga en que participaron en ocasiones los mismos invasores. Los elementos que han de integrar a la población helénica están ya todos presentes y luchan por estabilizarse.

Se organizan comunidades tribales más o menos elásticas, bajo reyes hereditarios, que son a la vez jefes militares y religiosos, a quienes asiste un consejo consultivo de nobleza terrateniente —el basileús y la gerousía—, y a quienes corean las asambleas del pueblo: agorá y ekkleesía.

La estructura social y la relación entre sus diversos grupos —de mayor a menor, phyleé, phratría y genos— son algo confusas. Genos, por ejemplo, es la familia en el más amplio sentido, pero parece que sólo comprende a las clases nobles, y que, por entonces, la mayoría de los ciudadanos no pertenecía a ningún genos. Lo que tampoco significa que todos los miembros de los gene fueran ricos, pues siempre hay la “familia pobre”. Los reyes no poseían mucha autoridad, ni eran capaces de evitar las luchas internas. Guerras interminables y saqueos de forasteros contribuían al sobresalto permanente. Faltaba la base para una verdadera cultura.

3. La historia propiamente tal, del siglo VIII hasta la consumación de la conquista romana en 146, se cuenta a partir de los primeros Juegos Olímpicos, año 776, base de la cronología griega. Hacia el siglo VIII, Homero canta la caída de Troya. En la historia se distinguen cuatro periodos:

La edad arcaica arrastra oscuramente las formas de la protohistoria y se apresura hacia nuevas formas. La aceleración se opera en dos movimientos simultáneos, relacionados con el auge de la agricultura patriarcal y doméstica, la inalienabilidad de los bienes y el mayorazgo. A saber: la creación de las ciudades y la creación de las repúblicas. Estos movimientos enlazan la edad arcaica y la clásica.

4. En la edad clásica, el crecimiento de la población determina, para la mayor parte de Grecia, el paso de las agrupaciones rústicas a las ciudades. El Estado-Ciudad o polis sustituye a la organización tribal o ethnos, por una concentración llamada “sinecismo”. La asamblea del pueblo, el consejo de la nobleza y las diversas magistraturas que se han ido diferenciando se combinan diversamente, con predominancia de unos u otros Según las respectivas índoles y constituciones. Llegó a haber cientos de Estados-Ciudades; algunos, diminutos.

La creación de la Polis acarrea el cambio de las monarquías a las repúblicas. Las censuras de Tersites a Agamemnón, en la Ilíada, revelan ya el hábito de ciudad, en que los reyes tienen verdaderos vecinos que los observan.

El origen antimonárquico teñirá definitivamente a los nuevos Estados, a pesar de las transitorias tiranías. Y cuando tales Estados se derrumben por su propia corrupción y por la conquista macedónica, aún sobrevivirán de cierta manera simbólica. El ideal queda grabado en la mente helénica. Los estoicos llamarán Cosmópolis a su fraternidad de los hombres.

5. El paréntesis de las tiranías merece explicarse. La tyrannís es el gobierno de usurpación que se produjo en los Estados oligárquicos durante la “edad de los tiranos”, siglos VII a VI. Pocas veces duró más allá de dos generaciones y no era necesariamente un reinado del terror.

La palabra adquirió sentido peyorativo por los desmanes de algunos tiranos. Este mal sentido se generalizó en las ciudades democráticas del siglo V, que glorificaron al tiranicida por amor a la ley. También contribuyeron a ello los filósofos políticos, para quienes la tiranía, como dirá Platón, es “la peor constitución posible”.

Los tiranos más famosos fueron Fedón el Teménida (Argos), Polícrates (Samos), Periandro (Corinto), Clístenes el de Sición (no el demócrata de Atenas) y Pisístrato el ateniense. La antigua tiranía promovió, a veces, la democracia, y siempre, el adelanto económico. Sus últimos representantes fueron Gelón y Hierón, ambos de Siracusa. Con otro siracusano, Dionisio I, aparece ya una tiranía imperialista y aventurera.

6. Dan nuevo impulso a las colonizaciones —del 750 al 500— el descontento político, la penuria, la escasez de tierras cultivables. Pues la población siguió en aumento, y el mismo auge de la agricultura doméstica determinó su ruina.

La historia de la colonización helénica ofrece tres fases casi sucesivas: primera, el refugio, el escape bajo el peso de las invasiones, típico de la protohistoria; segunda, la colonia agrícola, que ahora vemos nacer; tercera —y sigue de cerca a la anterior—, la colonia mercante.

Los colonizadores se derraman por varios lugares del Mediterráneo, al Oriente y al Occidente, donde ya había antiguas factorías comerciales como en Paflagonia y en Cumas. Aun habrá poblaciones griegas colonizadas por otros griegos. Tal ese emprendedor “Imperio corintio”, algo despótico, que se atrevió con las islas del Mar Jónico y ocasionó, entre Corinto y Corcira (Corfú), la primera gran batalla naval de la Grecia histórica (664).

En los orígenes de la cultura descuellan los centros coloniales: Al Oriente, Jonia, por la épica y la filosofía. Al Occidente, por la filosofía, Crotona y Elea; y por la retórica, Sicilia. Chipre, secularmente disputada a los fenicios, contribuyó al menos con su sistema de escritura, que todavía se usaba comúnmente en Grecia por los años de 400.

La mayoría de las colonias se hizo independiente; las más importantes a su vez fundaron colonias. Como consecuencia de este inmenso desarrollo, la evolución de la Polis tomó el paso revolucionario.

7. La historia griega puede concentrarse en varios sucesos eminentes:

a) De la edad arcaica a la clásica

b) De la edad clásica a la helenística

c) De la edad helenística a la decadente

8. Los sucesivos emporios de la cultura griega, después de la prehistórica Cnoso (Creta), han sido: Mileto (Jonia), Atenas (Grecia continental) y Alejandría (Egipto).

B. En el espacio

9. Grecia se divide en tres cuerpos: El continental, el insular y el colonial.

El cuerpo continental es la península, desde la articulación balcánica hasta los mares del Sur, “la Grecia continua” que decía Éforo en el siglo IV. Conforme se baja, los litorales se van haciendo más sinuosos. Prácticamente, se divisa el mar de todos los sitios; menos en la hoya de Esparta, cosa funesta. La Grecia continua se reparte en septentrional, central y meridional.

La Grecia septentrional llega hasta la cintura del Golfo Ambrácico al Oeste y del Golfo Malíaco al Este. De Norte a Sur y de Poniente a Levante, se acentúa el carácter helénico: Iliria, Epiro, Macedonia y Tesalia. Al eje, el espinazo del Escardo y el Pindo.

La Grecia central ocupa del Monte Tinfresto y valle del Esperqueo hasta el Golfo e Istmo de Corinto. De Poniente a Levante aumentan el interés histórico y el sabor helénico: Acarnania, Etolia, Malia, Lócrida, Fócida, Beocia, Ática, Megara. La isla Eubea se recuesta junto al litoral, de Lócrida al Ática.

La Grecia meridional es el Peloponeso (Morea), la isla de Pélope, la “hoja de plátano”, que dice Estrabón, colgada del Istmo de Corinto; Acaya, Élida, Mesenia, Argólide, Arcadia, Lacedemonia. Remata al Sur en un tridente que recuerda los “tres dedos artríticos” de Calcídica. Es a Grecia lo que Sicilia a Italia, y el Istmo Corintio vale el Estrecho de Mesina.

10. La Grecia insular, prescindiendo de algunas islas adyacentes a los litorales, cubre dos regiones: la occidental y la oriental.

La occidental (Adriático y Jónico): Corcira, Léucade, Ítaca y el “mar de islotes”, Cefalonia, Zante.

La oriental (Egeo): Tasos, Samotracia, Imbros, Lemnos, Esciro; el grupo intermedio de las Cícladas en torno a Delos; y el collar meridional: Citeres, Creta, Casos, Cárpatos (y Chipre en las lejanías de Siria).

11. La Grecia colonial —según Cicerón, cenefa de la cultura que rodea el manto de la barbarie— ocupa cuatro zonas: norte, oriente, sur y occidente.

Norte: En el Egeo, Calcídica, Quersoneso Tracio. En el Helesponto (Dardanelos), Sestos y Abidos. En la Propóntide (Mármara), Cícico; rumbo al Bósforo, Bizancio y Calcedonia. Ya en el Euxino, según el giro de las manecillas, Mesembria, Odesos, Olbia, Heraclea Quersonesia, Panticapea, Tanais, Fanagoria, Dioscurias, Fasis, Amisos, Sínope, Heraclea Póntica, etcétera.

Oriente: Eólida, con Ténedos y Lesbos; Jonia, con Quíos, Samos e Icaria; Dórida, con Cos y Rodas a la vista, y todo el cordón de las Espóradas.

Sur: De Este a Oeste, Naucratis, Cirene y sus cinco ciudades.

Occidente: La Magna Grecia en el sur de Italia y Sicilia; y por los extremos del Oeste, Masalía (Massilia, Marsella), Mónaco, Niza, Antípolis, Las Hieres, Emporion (Ampurias), etcétera.

1950.