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Portada

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Introducción. La muerte como problema público

1. Un mapa de muertes visibles

Del terrorismo de Estado a la fragmentación social

Atentados, corrupción y emergencia de la inseguridad

Estallido social y represión estatal

Crisis social y muerte

Una muerte para cada coyuntura

2. Morir en papel y en pantalla

Sivak: Estado clandestino y democracia

Los fusilamientos de Ingeniero Budge: la versión popular

María Soledad: la reconfiguración local del espacio público

El soldado Carrasco, de Neuquén a un debate nacional

Kosteki y Santillán: la muerte en imágenes

La muerte en agenda

3. Cuerpos sin tregua

Ultraje, mal radical y movilizaciones

El mensaje de los cuerpos

Buenas muertes y malas muertes

Chismes, rumores y versiones

Biografías post mortem

Marcas en los cuerpos

4. Las huellas del cambio

La muerte de Omar Carrasco y el fin del servicio militar obligatorio

María Soledad Morales: “Nada volvió a ser igual”

Veinticinco años después

Dos dimensiones del cambio

5. A escala local

Femicidios en Cipolletti

La llegada de la muerte violenta

La muerte en el barrio

Una impronta indeleble

Consideraciones finales. Violencias legítimas, violencias intolerables

Bibliografía

Agradecimientos

Sandra Gayol

Gabriel Kessler

MUERTES QUE IMPORTAN

Una mirada sociohistórica sobre los casos que marcaron la Argentina reciente

Gayol, Sandra

© 2018, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Introducción

La muerte como problema público

El poder disruptivo de la muerte violenta generalmente se asocia con hombres y mujeres públicos, pero sabemos mucho menos sobre la capacidad transformadora de algunas muertes violentas de seres anónimos. En efecto, hay muertes que son profundamente desestabilizadoras e inauguran un tiempo histórico particular; hay otras que devienen hechos sociales y políticos pasajeros y espasmódicos, pero la mayoría de las muertes violentas no logran ningún impacto público. Este libro se interroga por las razones de esa disparidad. Para ello, pone el foco en una serie de muertes violentas sucedidas en la Argentina, la mayoría de ellas provocadas por agentes del Estado, que despertaron reacciones sociales, interpelaron a los poderes públicos y están asociadas con cambios particulares.

La conmoción social, la inflexión que provocó la muerte y la participación directa o indirecta de funcionarios estatales en el hecho fueron los puntos de partida que nos guiaron en la selección –dentro del conglomerado de muertes violentas posibles–, así como en el proceso de reconstrucción de los derroteros trazados por cada una de ellas. ¿Qué debe tener la muerte de un individuo para resultar políticamente relevante, es decir, para ser capaz de interpelar a los poderes públicos y propiciar cambios? ¿Por qué algunas muertes generan conmoción social y otras, similares, no provocan la misma reacción? ¿Por qué algunas muertes logran que un grupo variable pero significativo de la población se involucre emocionalmente con ellas, participe en el reclamo de justicia y exija respuestas del Estado?

Para responder a estas preguntas nos centramos en la muerte violenta provocada a personas indefensas por individuos o grupos de individuos que ocupan posiciones de poder. Consideramos sólo algunas muertes violentas que se produjeron en distintos momentos y en diferentes espacios geográficos de la Argentina, entre 1985 y 2002. Fue en este lapso temporal cuando se concentró un número significativo de muertes violentas que iniciaron un proceso social de interpelación a los poderes públicos y cuestionaron distintas aristas de la violencia estatal. Nos concentramos, entonces, en la muerte del banquero Osvaldo Sivak, secuestrado el 28 de julio de 1985 y luego asesinado en la ciudad de Buenos Aires por integrantes de la Policía Federal Argentina y ex integrantes de los servicios de inteligencia del Estado (vinculados con el terrorismo de Estado); la de tres jóvenes de Ingeniero Budge, localidad de la provincia de Buenos Aires, asesinados en 1987 por la Policía Bonaerense mientras bebían cerveza en la vereda de un almacén; la de María Soledad Morales, violada y asesinada en una fiesta en septiembre de 1990, a los 17 años, por jóvenes vinculados de manera directa al poder político de la provincia de Catamarca; la de Omar Carrasco, encontrado muerto el 6 de abril de 1994 en el cuartel de Zapala, provincia de Neuquén, donde cumplía el servicio militar obligatorio; y los homicidios de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, militantes del Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD), cometidos por la policía en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, el 26 de junio de 2002. Si cada una de estas muertes ocurrió en un momento preciso, nos interesamos también en su conversión en “casos”: esto es, en la dinámica política y social que la muerte estimula y modela. En este sentido, cada caso tiene una temporalidad propia, con momentos de visibilidad, de repliegue en el espacio público y potencial reactivación. Es decir, los casos tal como se conciben en este libro no pueden decretarse como definitivamente clausurados.

También pusimos el foco en muertes violentas que, a diferencia de las anteriores, no se nacionalizaron, en el sentido de que no interpelaron a las autoridades nacionales ni a la “opinión pública nacional”. Son, desde la perspectiva de Buenos Aires, muertes en espacios locales que no remiten necesariamente a la violencia del Estado. El descentramiento como perspectiva metodológica muestra la importancia cuantitativa de muertes violentas con impactos diferentes en escalas distintas y, de manera también significativa, la participación de variables específicas en la configuración de sus relevancias locales. Nos ocupamos de dos “triples crímenes” de mujeres en la ciudad de Cipolletti (en 1997 y en 2002); de muertes violentas en diferentes localidades de la provincia bonaerense, y en un barrio popular del Gran Buenos Aires, en el curso de las décadas del noventa y del dos mil.

Como veremos más adelante, las muertes analizadas en este libro vuelven visibles asesinatos previos, los rescatan del anonimato o del olvido. Unas y otras permiten reconstruir categorías, establecen series, diseñan filiaciones, fijan genealogías, plantean nuevos temas o legitiman otros que ya estaban presentes pero que no lograban articularse como demandas a los poderes públicos.

La experiencia de la muerte es irrecuperable, entre otras razones porque afecta a una singularidad. No obstante, como veremos, la especificidad de cada una de las muertes no debe ocluir rasgos comunes que es importante subrayar. En primer lugar, se trata de la muerte violenta de seres anónimos carentes de militancia política previa –a excepción de Kosteki y Santillán–. Ninguna de las víctimas aparece vinculada o sospechada de haber cometido un delito penal. Eran hombres y mujeres, la mayoría adolescentes y jóvenes pertenecientes a los sectores populares o a los sectores medios de distintos lugares de la Argentina, cuyas muertes podrían no haber trascendido del fuero privado.

En este sentido, difieren de las pérdidas de personas muy reconocidas, que generan una gran repercusión, especialmente visible en sus funerales (una referencia clásica son los funerales de Estado de presidentes, ex presidentes o dirigentes políticos en ejercicio; y también de figuras del espectáculo o del deporte), en las expresiones públicas de dolor e involucramiento y, en ciertos casos, en sus historias post mortem. Otras muertes, incluso de seres anónimos, suelen causar conmoción por el lugar que ocupaba la persona en la estructura social, en especial en sectores medios y altos, y de este modo es más probable que, por algún tiempo, acaparen la atención de la opinión pública. Esa no era la situación en que se encontraba la mayoría de las personas cuyas muertes analizamos aquí. Si nos guiamos por casos previos de similares características, se trata de muertes que deberían haber quedado circunscriptas, al menos en principio, al ámbito del duelo privado –entre sus familias, amigos y conocidos–. Pero no fue así. Tuvieron un impacto social y político imposible de prever en la medida en que otras muertes parecidas, sucedidas antes y después, no despertaron reacciones comparables. Nos proponemos develar entonces las razones y los modos a través de los cuales estas muertes marcaron discontinuidades.

El eslabón mayor que las une es el Estado. Los Estados modernos siempre articularon la transición de la vida a la muerte a través de leyes, instituciones y prácticas específicas. El disciplinamiento de la población –viva y muerta– es una forma moderna de la gubernamentalidad y su biopolítica (Foucault, 2007), así como la celebración de los “grandes hombres”, un punto de unión y de identificación de los límites simbólicos de una nación en relación con otras (Anderson, 1983). Para Mbembé (2011), la soberanía en su versión moderna es el derecho a matar de formas que exceden las normas legales de la política institucionalizada. Es la necropolítica, sostiene, la que define quién es desechable y quién no, y la que determina el destino posterior del cadáver (Hansen y Stepputat, 2005). Los asesinatos analizados en estas páginas corroboran la endeblez, la fragilidad de las vidas y de los cuerpos muertos en manos del poder soberano. Las respuestas sociales que dispararon, sin embargo, constituyeron una impugnación a este poder. En la muerte, como en la vida, el cuerpo no es necesaria ni completamente maleable para quienes ejercen la soberanía. Apropiados por los familiares, por los militantes sociales y políticos, y/o por sectores amplios de la población, esos cadáveres los empoderan y les permiten contestar e interpelar el “hacer morir estatal”. Reclamar por los muertos es un acto tan politizado como provocar las muertes o encubrirlas.

Este libro, entonces, explora también el vínculo de la muerte con la política. Nos interesan las prácticas del Estado, que no se reducen a su arquitectura normativa o a su institucionalidad y que anidan en actos, espacios y jerarquías. Pero también buceamos en las reacciones y los usos múltiples que distintos actores hacen de una muerte violenta. La frase “Me tiraron un muerto”, atribuida al gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, cuando en enero de 1997 apareció maniatado y calcinado José Luis Cabezas –en una cava ubicada en un camino cotidianamente transitado por el mandatario–, refleja en toda su crueldad el potencial político y emocional que los dirigentes y la sociedad pueden atribuirle a la muerte. Recurso de la política, la muerte no siempre se doblega, y los efectos y sentidos de su politización tienden a ser imprevisibles y difíciles de controlar. Katherine Verdery (1999), que ha estudiado el valor de los cuerpos muertos como vehículos y símbolos políticos en la Europa del Este postsocialista, señala que se trata de cuerpos multívocos, es decir que cada ser vivo puede darle su propio significado, ya que los muertos no hablan por su cuenta o, como subrayan trabajos etnográficos recientes, no lo hacen con la suficiente elocuencia (Fontein y Harries, 2008). En la Argentina, veremos, los cadáveres hablan por sí mismos y, simultáneamente, “todos” hablan o pretenden hablar por ellos con intenciones y estrategias diversas. Nos referimos tanto a la interacción y circulación de discursos públicos como a las versiones, chismes y rumores expresados en palabras, contestados públicamente y que a menudo están en el origen de las movilizaciones en pos de la verdad y la justicia.

La muerte es el final de una vida, por supuesto, pero no siempre equivale a un límite absoluto. Como bien demostramos aquí, a partir de ciertas muertes violentas se inició un proceso dinámico y muy complejo de transformación social y política. ¿Por qué esas muertes y no otras? Porque, tal como intentaremos mostrar, invadieron el espacio público e ingresaron en la agenda política y, al mismo tiempo, alentaron apropiaciones, usos, sentimientos colectivos y disputas inmediatas y póstumas por su significado. Así, por los cambios que motorizaron y por su capacidad de plantear nuevos problemas, nutrieron a la democracia de nuevos contenidos y significados, y contribuyeron a reconfigurar la sociedad argentina.

Sobre este libro

Este libro empezó a pensarse en 2009, cuando una historiadora y un sociólogo –que habían dedicado años a estudiar individualmente las sociabilidades urbanas, los delitos y las justicias en distintos momentos de la Argentina– decidieron explorar juntos la muerte. Visto en retrospectiva, el tema puede parecer una continuación natural de los caminos que ambos transitábamos, y de hecho lo es; pero como casi siempre ocurre, los intereses y curiosidades personales se imbricaban con debates académicos más vastos. Cuando estábamos elaborando un proyecto colectivo de investigación sobre el tema, advertimos un relanzamiento de los estudios sobre la muerte en las ciencias sociales y humanas que, por un lado, revisitaba con mirada crítica a los clásicos y, por otro, se nutría de nuevas perspectivas y preguntas (Gayol y Kessler, 2011; Lomnitz, 2006; Robben, 2004; Walter, 2005).

El desarrollo del saber médico-técnico y el contexto político volvían a colocar a la muerte en el centro de la escena pública. Las guerras –en los Balcanes, Afganistán e Irak– y los atentados terroristas –iniciados el 11 de septiembre de 2001– suscitaron reflexiones y cuestionamientos sobre, por ejemplo, el valor diferenciado de la vida y la muerte de las poblaciones, según su nacionalidad y religión, para las potencias hegemónicas (Butler, 2010). Las vidas no lloradas y la indiferencia ante “el dolor de los demás” relanzaron la discusión sobre el poder de las imágenes mortuorias, precisamente por su difusión masiva e ininterrumpida, para anestesiarnos, acostumbrarnos al horror y anular, así, la acción política (Marzano, 2010; Moeller, 1999; Sontag, 2001). Esta visibilidad de la muerte en el espacio público también ponía en entredicho una convicción que los historiadores, en especial, sostienen desde la primera formulación de Philippe Ariès: la negación/escamoteo de la muerte en las sociedades contemporáneas occidentales (Ariès, 1983). Como comprobará el lector, las páginas que siguen dialogan de manera crítica con estos trabajos y resitúan en sus contextos específicos formas públicas de representación de la muerte.

Las dictaduras del Cono Sur, los asesinatos masivos en Ruanda, Camboya o en la ex Unión Soviética, por ejemplo, revitalizaron los estudios sobre las masacres y genocidios, iniciados tiempo atrás en los trabajos sobre el Holocausto. Al conformar un campo de investigación autónomo, este corpus de estudios sofisticados y complejos –que explicitaremos en el curso del libro– resulta muy inspirador para quienes estudiamos la muerte en “situaciones normales”, dado que brinda herramientas analíticas, conceptuales y epistemológicas para comprender la complejidad del proceso de victimización y para analizar el cuerpo, su ausencia y sus formas de representación. Estos trabajos estimulan la comparación y, veremos, la contraposición y la diferencia. Develan de manera brutal la centralidad del cuerpo, su cualidad de actor social y político incluso sin vida, para los perpetradores, los deudos de las víctimas y la sociedad en su conjunto (Anstett y Dreyfus, 2012, 2014; da Silva Catela, 2009; Lorenz, 2015; Stepputat, 2014).

Desde hace varias décadas, los historiadores se ocupan de la gestión estatal de la muerte concentrándose en las políticas públicas para controlar la mortalidad así como en el surgimiento, la consolidación y la transformación de los cementerios públicos. En simultáneo, nos enseñaron el proceso a través del cual algunos muertos construyen la gloria de los Estados y pueden afianzar las relaciones entre un Estado y otro, así como las identidades partidarias y/o las nacionales (Nora, 1984; Bertoni, 2001; Mc Evoy, 2006). Si estos trabajos pioneros, nacidos de la confluencia entre la historia y la antropología, nos recordaban que la política no puede prescindir de la manipulación de los símbolos y que la pompa es una forma de poder (Ben Amos, 2000), como se alertará más adelante, hay que explicar por qué y cómo muchas biografías son conocidas por los niños y niñas de las escuelas, pero también por qué a pesar de esto no son objeto de conmemoraciones recurrentes (Johnson, 2004).

Las carreras post mortem se apoyan en aptitudes y valores que mutan con el tiempo; en consonancia, su propia visibilidad es dispar, conforme al punto de mira del observador. La mayoría de los estudios están restringidos a las personalidades públicas. Presuponen, casi siempre, que una vida pública es precondición necesaria para un eventual uso político inmediato o posterior. Un repaso por la historia argentina muestra cuán acertada y al mismo tiempo cuán insuficiente es esta aproximación. Diversas investigaciones recientes interesadas en el delito y las violencias urbanas indican que ciertas muertes de seres anónimos pueden ingresar en el espacio público y animar la discusión política. Son las muertes que en Brasil se llaman de dedo frouxo, en los Estados Unidos de easy trigger y en la Argentina de “gatillo fácil”. Estas expresiones de uso corriente en el habla cotidiana refieren a la liviandad o facilidad con que la policía, u otros agentes del Estado, mata o hiere en situaciones que van desde lo que se denomina “uso desmedido de la fuerza” hasta ejecuciones extrajudiciales o falsos enfrentamientos.

A primera vista estas muertes no parecen revestir un carácter político. Sin embargo, devienen políticas por cuanto impugnan y desafían el poder del Estado o cuestionan su responsabilidad en prever muertes evitables como las vinculadas a accidentes y catástrofes. La protesta social, la denuncia pública y penal de familiares, vecinos y organizaciones politizan estas pérdidas (Gingold, 1997; Tiscornia y Pita, 2005; Pita, 2010; Zenobi, 2014) en la medida en que confluyen en un trabajo simbólico que restituye humanidad a los muertos al convertir el cadáver de quien fue “muerto como un perro” en una persona (Pita, 2010; Bermúdez, 2010). Estas sofisticadas etnografías muestran a los activistas, a un tipo particular de ellos, y a las formas específicas y locales en que las muertes son politizadas y dignificadas. También se destaca la relevancia y legitimidad que, en especial en las últimas décadas, ha adquirido en la Argentina la participación de las víctimas de hechos violentos –cometidos por agentes estatales o por sujetos privados– en los debates de la agenda pública y en la generación de movimientos colectivos de reclamos a las instituciones (Cerruti, 2015).

Pero las muertes producidas por la violencia del Estado habilitan otras articulaciones reveladoras. Este libro propone interconectar tres ejes: muertes violentas, problemas públicos y cambios en la Argentina de los últimos cuarenta años. No se limita a estudiar una muerte en particular en un momento puntual, sino que analiza muertes disímiles, y quiere comprender los sentidos que cobraron allí donde sucedieron pero también en escenarios alejados de esa localización específica. Pone el foco en el momento de la muerte, pero se interesa también en su devenir, en los derroteros posteriores y en las reinterpretaciones. Así, a través de muertes violentas que conmocionaron y movilizaron a vastos sectores de la sociedad aparecen los temas, o al menos parte de ellos, que concitaron interés público. Examinando también las respuestas de los poderes públicos –y al reconstruir las acciones y propuestas de un conglomerado de actores– es posible entrever los cambios que genera o agiliza una muerte violenta. Esta triple articulación –muerte violenta/problemas públicos/cambios– permite pensar bajo una luz menos transitada el proceso de reconstrucción democrática en la Argentina.

Casos, tiempos y escalas

Consideramos las muertes seleccionadas como casos. ¿Por qué? En primer lugar, porque así fueron recibidas por la opinión pública nacional, en la medida en que tanto los medios de comunicación como la agencia policial y judicial las presentaron con ese término, aun cuando les asignaran significados diferentes. Para los medios de comunicación, un caso es un hecho que se recorta del flujo cotidiano, concentra la atención durante un lapso variable de tiempo y suele adoptar un nombre que le será propio (Fernández Pedemonte, 2010).

Para la categorización policial, y fundamentalmente judicial, constituyen casos en un sentido más técnico o estrecho. Cuando una muerte deja de considerarse natural y se presenta como un presunto crimen, ingresa en el área de competencias de la justicia penal. Entonces precisa ser tipificada (y a veces retipificada) como un delito encuadrable en las categorizaciones existentes y que, como tal, requiere ser investigado y elucidado hasta juzgar a sus responsables. Por añadidura, cada caso deja, de modos muy diversos, algún tipo de impronta en la memoria colectiva. Algunos, veremos, son recordados por vastos sectores de la población; otros, en cambio, sólo permanecen en el recuerdo del grupo de familiares, amigos, allegados, o sólo en los lugares donde la muerte ocurrió. Las memorias de un caso pueden ser discontinuas: conocer un período de olvido y una reactivación posterior.[1] Estos desplazamientos y la articulación con otras muertes pueden, en ocasiones, cambiar la conceptualización inicial del caso.

Pero nuestros casos son también una construcción heurística. Se trata de una de las formas de conocimiento más antiguas y clásicas para las ciencias sociales, que se utiliza para estudiar eventos que efectivamente sucedieron más allá de la intervención del investigador (Yin, 2013). Hay una vasta discusión metodológica sobre la tipología de casos posibles. Nuestros casos son analíticos (Abbott, 2001) por cuanto los elegimos con el objetivo de conocer una dimensión particular del fenómeno general que buscamos explicar: los modos en que la violencia del Estado escala hasta convertirse en un problema público. Son también generadores de teoría o de hipótesis de alcance medio (Lijphart, 1975) en la medida que permiten realizar ciertas inferencias o establecer regularidades acerca de un fenómeno mayor: el impacto de determinadas muertes violentas en la Argentina. Nuestros casos son empíricos y específicos (Becker, 1992). Empíricos porque existen tanto para la opinión pública como para nosotros en cuanto investigadores: tratamos de reconstruir el desarrollo de una serie de hechos que acontecieron, esto es, no avanzamos a partir de eventos que sólo nosotros designamos como casos, en lo que sería una construcción abstracta. También son específicos, en el sentido de que cada uno presenta una singularidad que lo vuelve insustituible. Dicho con mayor precisión: no son totalmente equivalentes unos a otros, y si bien se construyen series y relaciones con otros comparables, anteriores y posteriores, conservan su particularidad como hecho excepcional.

Sobre cada caso se dispone de una cantidad enorme de información, lo que nos llevó a priorizar la selección –y no la exhaustividad– en pos de un análisis más fecundo. Intentamos remontarnos tan lejos como nos fue posible hacia el pasado de cada uno, y realizamos también una exploración detallada de los contextos en que cada uno se inscribe (Passeron y Revel, 2005: 10). Los límites temporales están en continua revisión pues se ven sometidos al trabajo de reactivación y resignificación que el presente hace sobre el pasado. En este sentido, para evitar confusiones, es preciso diferenciar entre un evento inicial –la muerte violenta en cuestión– y el caso que deviene a partir de entonces, y que no necesariamente se desarrolla en una secuencia continua o lineal. El caso será el resultado de una multiplicidad de voces, de escritos, de imágenes, de lugares, por lo cual no es posible construir un único relato cerrado.

Fuimos cuidadosos también con el modo de contarlo, puesto que la forma que se adopte puede definir o inclinar la interpretación. Hemos evitado un enfoque teleológico que tienda a presentar los hechos como fatalmente destinados a determinada concatenación. La perspectiva de la sociohistoria (Noiriel, 2011) nos fue de utilidad para eludir esta última tentación. Diferenciándonos de una mirada constructivista más radical, consideramos que la configuración resultante se produce por la conjunción de variables no ilimitadas, que están vinculadas a una serie de atributos propios de cada caso. Por otro lado, retomando consideraciones de Becker (1992), conocer el final del caso fue importante porque nos sirvió para asumir analíticamente que todo podría haber sido de otro modo, y nos obligó a detectar la conformación de sus propias configuraciones. Es decir, aun eligiendo los casos por su desenlace, apuntamos a conceptualizar por qué pasó lo que pasó, sin presuponer o forzar un destino o una teleología.

El caso se conforma al articular una mirada multiescalar. Como demostró hace tiempo la microhistoria, las características de una realidad social dependen de la escala de observación. En cada escala (una ciudad, un barrio, una región) las experiencias son distintas, ya que implican la vivencia personal pero también la de grupos y comunidades, y asimismo la dinámica de funcionamiento de instituciones, niveles de gobierno, normativas y leyes. Dado que la escala es un foco para captar y complejizar los cambios que una muerte provocó o que se le atribuyen, no es necesario establecer una jerarquía de importancia entre ellas a la hora de reconstruir el caso (Revel, 1996: 13). Pero además recuperamos la dimensión propiamente geográfica de la escala, porque en distintos espacios un mismo caso registrará un devenir particular, y porque los lazos entre las escalas serán cambiantes y a menudo transcurrirán de forma casi autónoma. Nos interesa, por ejemplo, explorar cómo una muerte que sucedió en un lugar alejado del centro político y del área metropolitana, como por ejemplo Catamarca, irradia o genera repercusiones en las principales ciudades y en los medios de alcance nacional. La dimensión temporal es central. Sabemos que, en el espacio local donde tuvo lugar la muerte, el proceso de memoria y sedimentación difiere del que se inscribe en una narrativa más estandarizada para la opinión pública nacional. Asimismo, en algunas escalas los casos pueden reactivarse y en otras no.

Trabajamos con dos temporalidades. Una concierne a los eventos que han sucedido y que pueden reconstruirse de manera más o menos cuidadosa al interpretar la relación entre hechos. Siguiendo a Reinhart Koselleck, se trata del tiempo histórico vinculado a unidades políticas y sociales de acción, a hombres concretos que actúan y sufren, a sus instituciones y organizaciones (Koselleck, 1993: 14). La segunda dimensión temporal retoma la idea de historicidad de Gadamer, remite a la forma en que el caso es experimentado desde el presente, con las resignificaciones que puede tener para los actores que se involucraron en su momento y con las nuevas aproximaciones que realizan los investigadores. De acuerdo con Koselleck, al estudiar a esos hombres y mujeres cuando invocan a los muertos y los hechos del pasado, los sentidos de la temporalidad se establecen de otra manera: el presente contiene y construye la experiencia pasada y las expectativas futuras. Esa trama adquiere el espesor de un “pasado presente, cuyos acontecimientos han sido incorporados y pueden ser recordados” (Koselleck, 1993: 338). Las experiencias se superponen, se impregnan unas de otras (Koselleck, 1993: 341) y, agregamos nosotros, serán distintas en un espacio y en otro.

En las escalas suceden hechos, voces, acciones públicas, por lo cual constituyen también espacios públicos. En este sentido, acorde a esta mirada multiescalar, hablamos de un espacio público nacional o central pero también de instancias locales. Muchas veces los trabajos llaman “espacio público” a lo que se expresa en los medios de comunicación de alcance nacional y tiene capacidad de fijar agenda. Este libro se cuida de establecer esa identificación automática aun si, como se advertirá, por momentos nos referimos al espacio público nacional entendido, en un sentido amplio, como un tema o evento capaz de contemplar varios atributos:[2] con peso para adquirir visibilidad y atraer el interés general, y a la vez portador de una dimensión dramática y estética tal que se despliega en escenarios y soportes diversos, desde los medios de comunicación y las agencias públicas involucradas en alguna fase de seguimiento o investigación, hasta imágenes o carteles en las calles. No proponemos una partición estricta y a priori entre un dominio de lo privado y otro de lo público, sino que consideramos que los actores, según las circunstancias, pueden decidir hablar de sus temas como algo público y mantener ciertas dimensiones como privadas que posteriormente también pueden devenir públicas. En otras palabras, son los propios agentes quienes se ubican fluidamente en el terreno de lo privado y lo público a partir de distintas formas de involucramiento (Thevenot, 2015).

Incluimos, también, una dimensión adicional: cada tema interpela a un público concernido que lo sigue, se preocupa y a veces se pronuncia o moviliza de forma colectiva. Este público, analizado sobre todo por los trabajos que estudian los medios de comunicación, es para nosotros una configuración (como la ley y las normas, por ejemplo) que existe porque se hace referencia a ella en el curso del caso (Quéré, 2003). Por eso, tan importante como el concepto de espacio público ya mencionado, es para nosotros la idea de un “tiempo público” (Castoriadis, 2009), períodos no necesariamente continuos ni evidentes para todos, en los que la atención se concentra en casos y problemas que generan un movimiento por el cual uno “sale de sí mismo”, de sus asuntos, y se interesa y habla de hechos “públicos” locales y/o nacionales en sus conversaciones cotidianas. Nuestra propuesta de espacio público se articula, así, con la de problemas públicos, por cuanto una gran parte de lo que sucede en el primero concierne a la construcción, estabilización y revisión de los segundos. Los problemas públicos pueden definirse como temas que, en un momento dado y por la acción de distintos actores, se convierten en motivo de preocupación o enojo para la sociedad (Best, 2008; Cefaï y Terzi, 2012; Neveu, 2015; Spector y Kitsuse, 1977).[3] Este proceso no necesariamente refleja su importancia objetiva o su frecuencia; antes bien, resulta del trabajo de distintos agentes, en particular los medios de comunicación, los expertos, un público que se involucra para demandar o exigir que el Estado participe de su tratamiento y eventual resolución. Si bien afirmamos que los casos podrían haber pasado desapercibidos, que no había ninguna necesidad en lo que aconteció, por otro lado consideramos que algunos de sus atributos contribuyen a explicar que hayan cobrado tal relevancia. En otras palabras, el trabajo colectivo sobre los casos se origina en los rasgos de estas muertes que generan malestar, sufrimiento, indignación, que favorecen la agitación inicial.

Son múltiples las operaciones necesarias para que un caso se transforme en un problema público. En principio, es necesario un proceso de desingularización que en nuestro análisis, siguiendo a Boltanski, implica que cada muerte remita a otras similares, conocidas públicamente o no y que, en conjunto, expresen un problema mayor que debería interesar a la sociedad toda. Es decir, un trabajo de puesta en forma para constituir equivalencias entre personas a fin de hacer emerger un interés común (Boltanski y otros, 1984). En este libro la operación consistió en transformar el caso en una suerte de sinécdoque capaz de mostrar y sintetizar un problema intolerable que hay que definir. Y se define como lo intolerable: lo que no se puede soportar y lo que no debería pasar. Muchos de estos casos se convirtieron en escándalos, es decir en hechos que concentraron la condena unánime y no admitían la defensa o siquiera la minimización pública (Blic y Lemieux, 2005). No obstante veremos, sobre todo a escala local, los intentos de transformar las muertes en affaires, es decir, convertir a las víctimas en victimarios o, en todo caso, hacer que cierta sospecha sobre ellas erosione y dificulte el proceso de victimización. De este modo, se rompe la unanimidad de la condena y las posiciones públicas se polarizan.

Casos, escalas, espacio y tiempo públicos, problema público, figuras como escándalo y affaire, trabajo de desingularización y temporalidades diferenciadas son los conceptos nodales que articulan nuestra reflexión.

Los argumentos

Las muertes violentas que estudiamos suceden en democracia pero se vinculan, de maneras diferentes, con el pasado reciente. El conocimiento público de las prácticas dictatoriales sobre las personas y los cuerpos muertos en confluencia con mutaciones que venían erosionando la moral sexual tradicional, junto con expectativas sociales sobre una “buena muerte” y un “buen entierro”, propiciaron una sensibilidad que orientó la recepción de ciertos acontecimientos y consolidó una nueva manera de tratar varios temas, entre ellos, la muerte evitable. Las prácticas de desaparición y/o de muerte del pasado reciente alentaron la reacción social y la resistencia pública contra la violencia instituida del Estado y reclamaron la obligación de este de responder por sus crímenes. Por otra parte, sugerimos que la atención en las muertes violentas del pasado que devenían públicas, el descubrimiento de los cadáveres NN, la interpelación de los despojos y la construcción de su memoria relegaron a otras muertes violentas de las preocupaciones ciudadanas y políticas.

El pasado reciente y los debates públicos que suscita desde los años ochenta son el horizonte de inteligibilidad indispensable. La democracia es un corte evidente con respecto a la dictadura. Su “restauración”, para apelar a la denominación más frecuente, permite reposicionar motivos y valores que la dictadura clausuró. Pero también, y he aquí el segundo argumento general de este libro, la “restauración democrática” implica nuevas cuestiones, la enunciación de problemas y la emergencia de debates que se construyen en el curso de la dinámica social y política. Las muertes violentas ordenan y definen temas, retoman argumentos del pasado, descartan explicaciones ya obsoletas e incorporan problemas casi ausentes antes, como aquellos ligados a los riesgos y a la violencia contra las mujeres. Entenderlas meramente como “deudas de la democracia”, frase que presupone un concepto inmutable y prefijado de esta, soslaya que las muertes muestran el carácter de construcción interminable del pasado reciente y el sentido histórico de su definición.[4]

La muerte violenta sucede, y en la mayoría de los casos es socialmente condenada. Sin embargo, y este es el tercer argumento general, no debe ser pensada en clave analítica como una patología de la vida social y política o como un resabio extemporáneo del pasado. Es un hecho social y es un recurso de la política: un instrumento del que se puede valer el Estado, a través de actores diversos, para alcanzar determinados objetivos. También, una vez acaecida, la muerte nutre y alienta el discurso, la discusión y las prácticas políticas, e inicia un decurso con consecuencias imprevisibles.

La eficacia de algunas muertes para volverse visibles –por el escándalo que provocaron y por las demandas y problemas generales que plantearon– y la invisibilidad de otras se debe, y este es el cuarto argumento general, al tema con que cada muerte en particular se relacionó: a la interacción con la coyuntura política en la que se produce, a la forma en la que varios actores se involucran con ella, a su capacidad de remitir a otras muertes similares, y a su presencia en la agenda de los medios masivos de comunicación. En esta configuración de variables la muerte ya no entraña sólo la ruptura del lazo con los vivos sino también un proceso de comunicación e interacción social y política.

La aproximación micro y macroanalítica permite constatar la coexistencia de historias y sentidos disímiles de una muerte y, a su turno, muestra que los cambios y las experiencias que se asocian a ella también son distintos. Ninguna muerte, y este es el quinto argumento general del libro, es reducible ni asimilable a una escala de análisis en particular. Las narrativas y experiencias que articula en el lugar donde aconteció difieren de las que puede suscitar en el resto del país. El alcance de la historicidad del hecho también lo es: alejadas del espacio donde sucedieron, las secuelas pueden ser tenues.

Pero las escalas tienen atributos, una historia propia e imágenes más o menos cristalizadas que confluyen para otorgar a ciertas muertes violentas un sentido diferente. El sexto argumento general es que cuando los medios de comunicación de alcance nacional construyen determinado espacio social destacando sus vínculos con el delito y la violencia, las muertes que allí acontecen conmueven socialmente mucho menos y carecen de impacto político. La muerte violenta refuerza el estigma.

Sobre los capítulos

El libro está organizado en cinco capítulos. El primero presenta un mapeo de muertes violentas, sucedidas en la Argentina desde los años ochenta hasta 2016, que alcanzaron visibilidad pública –aun cuando la escala y la intensidad hayan variado–, interpelaron a públicos diversos y generaron reacciones, discursivas o prácticas, en los gobernantes y dirigentes políticos y sociales. Como se observará, la preocupación ciudadana por la muerte violenta se revela como fenómeno recurrente; lo que muta es el tipo de muerte que genera indignación y/o temor. En el capítulo 2 ponemos la mira en los medios de comunicación, especialmente en los diarios de tirada nacional con poder de fijar agenda, y buscamos entender cómo se narra la muerte y en qué medida la cobertura periodística contribuyó y/o acompañó el planteo de nuevos temas. Nos centramos en los casos de Osvaldo Sivak, los tres jóvenes asesinados en Ingeniero Budge, María Soledad Morales, Omar Carrasco, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Resulta difícil imaginar el escándalo inicial y el desenlace posterior que dispararon estas muertes sin la cobertura mediática de alcance nacional. Pero también, por cierto, importa la circulación en los espacios locales, por eso el capítulo explora la interacción y las eventuales diferencias de cobertura entre los medios nacionales y los locales.

El capítulo 3 se concentra en el cuerpo muerto (cómo se trata el cuerpo con vida y sin vida) y en las formas de matar (y de morir), y analiza tanto soportes discursivos y visuales como prácticas. Entendemos que las prácticas violentas sobre los cuerpos, previas y posteriores a la muerte, tuvieron un rol central en la configuración de cada uno de los procesos sociales y políticos acaecidos. El capítulo 4 examina la relación entre cambios y muertes violentas a partir de dos dimensiones: una analítica, elaborada por nosotros, que reconstruyó en detalle la secuencia que va desde la muerte hasta el/los cambio/s que se le atribuyen; y otra atenta a las referencias de los agentes históricos –familia, organizaciones, dirigentes y actores políticos, “opinión pública”, etc.– que asocian el corte, las rupturas, con la muerte particular. La decisión de poner en contexto e historizar evita que el relato retrospectivo que se construyó alrededor de cada muerte se confunda con aquello que la tragedia generó en su momento. Evita, también, omitir o invisibilizar la fluidez de los significados de una muerte, el modo en que los propios actores pueden clasificarla con distintos términos a lo largo del tiempo y, por ende, reconfigurar su impacto.

En el capítulo 5 cambiamos de escala y nos concentramos en muertes violentas acaecidas en espacios locales, de tamaño medio, que alcanzaron relevancia regional pero no nacional. Realizamos un análisis multiescalar y sumamos variables de clase, género y capital social para comprender mejor el impacto social y político local de esos hechos.

La historia de las muertes analizadas en este libro es impensable sin la movilización y el reclamo social. En lugar de destinarle un capítulo específico a este aspecto sustancial, como suele hacerse, la decisión metodológica fue recuperar múltiples actores y acciones en cada capítulo y explicitar cómo se articulan con cada uno de los tópicos que estructuran el análisis. El libro termina con una conclusión general que retoma las preguntas iniciales y propone incursiones posibles en el tema.

Las preguntas, los temas y las respuestas que ofrecen estas páginas son, creemos, una manera diferente de transitar la historia argentina reciente.

La investigación se apoyó en un vasto corpus documental conformado por fuentes primarias, bibliografía secundaria y entrevistas. Realizamos un trabajo exhaustivo sobre medios de comunicación como un modo de hilvanar las distintas construcciones mediáticas de los hechos desde su inicio hasta sus reactivaciones posteriores. Nos basamos en los diarios de mayor tirada nacional (La Nación, Clarín, Página/12), en periódicos locales (Río Negro, La Mañana de Neuquén, El Ancasti y La Unión de Catamarca, Democracia de Chacabuco, Los Andes y El Sol de Mendoza, El Popular y Hoy de Olavarría, La Capital de Mar del Plata, La Nueva de Coronel Suárez y La Voz del Pueblo de Tres Arroyos), en revistas nacionales (Somos, Noticias, Gente, Siete Días), y en algunos programas televisivos y radiales. Al estudio de los debates parlamentarios, las leyes y los decretos, sumamos libros de periodismo de investigación, obras de ficción y representaciones estéticas diversas. Realizamos sesenta entrevistas, en 2012 y en 2015, a familiares de las personas asesinadas, a participantes de las diferentes movilizaciones que se organizaron después, a funcionarios y habitantes de los lugares donde sucedieron los hechos, hayan participado de las movilizaciones o no. En concreto, las entrevistas tuvieron lugar en Catamarca, Zapala, Cipolletti, Barrio Ejército de los Andes[5] y algunas localidades de la provincia de Buenos Aires. En cada uno de los capítulos haremos una referencia más específica de los documentos utilizados y de la metodología empleada.

[1] Con el término “memoria” hacemos referencia de un modo general a las diversas formas, usualmente conflictivas, en que una muerte pasada se retoma en el presente. Pensamos, en especial, en los diferentes debates públicos que puede animar y, al mismo tiempo, en cómo este proceso interactúa con las identidades. Para la multiplicidad de perspectivas y abordajes que toman a la memoria como objeto, así como para los reparos posteriores por los “abusos” de la memoria, remitimos a Elizabeth Jelin (2017). Para los debates y modos de aproximación interdisciplinarios a las memorias –oficial, nacional, partidaria–, véase Ben Amos (2000).

[2] En particular, nos basamos en los trabajos de Cefaï y Pasquier (2003), Quéré (1992) y Rabotnikoff (2011).

[3] La noción de “problemas públicos” conoce una larga historia en la sociología. Adoptamos una perspectiva que, siguiendo a Best (2008), adhiere a un “constructivismo contextual” por cuanto reconoce que la construcción de cada problema es producto del trabajo de distintos actores. A la vez nos distanciamos de un constructivismo más radical (Spector y Kitsuse, 1977) que sostiene que casi cualquier hecho podría convertirse en un problema público. En tal sentido, nos acercamos a la postura pragmática de Cefaï y Terzi (2012) según la cual debe haber una experiencia disruptiva, emocional y/o intelectual, que lleve a problematizar algún tema. Para una excelente síntesis de los estudios más actuales en problemas públicos, véase Neveu (2015).

[4] Una revisión interesante de esta presunción todavía muy frecuente en la mayoría de los trabajos, y siguiendo el problema de la incertidumbre del proceso que se abría en 1983 (y de la diversidad de opiniones y evaluaciones sobre la ultima dictadura) con el gobierno de Raúl Alfonsín, planteado previamente por O’Donnell y Schmitter, se encuentra en la compilación de Claudia Feld y Marina Franco (Feld y Franco, 2015).

[5] En el caso de este barrio, se incluyó parte de un diagnóstico social para la provincia de Buenos Aires elaborado entre 2006 y 2007 junto con un equipo dirigido por Gabriel Kessler y Pablo Semán.