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Introducción. ¿Los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus?

1. Mitos sobre la diferencia entre los sexos

2. Mitos sobre los machos

3. Mitos sobre las minas

4. Mitos sobre el sexo y la sexualidad

5. Mitos sobre el amor y las parejas

6. Mitos sobre la familia y el cuidado de los hijos

7. Mitos sobre el trabajo y el poder

8. Mitos sobre la violencia de genero

9. Mitos sobre homosexuales, travestis y transexuales

10. Mitos sobre la igualdad entre los sexos

Agradecimientos

Referencias bibliográficas

colección

singular

Eleonor Faur

Alejandro Grimson

MITOMANÍAS DE LOS SEXOS

Las ideas del siglo XX sobre el amor, el deseo y el poder que necesitamos desechar para vivir en el siglo XXI

Grimson, Alejandro

© 2016, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Introducción

¿Los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus?

¿Ellas manejan peor que ellos? ¿Los machos necesitan (por razones biológicas) tener más relaciones sexuales que las hembras? ¿Las minas son histéricas? ¿Los tipos son violentos? ¿Las mujeres son más detallistas? ¿Los varones son mejores líderes? ¿Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus?

Sabemos que no siempre existieron ciertas realidades, que tecnologías como el automóvil o la electricidad son inventos bastante recientes. Del mismo modo, hay ideas y conceptos sobre las divisiones entre los seres humanos que datan de pocos siglos atrás. No siempre los seres humanos se pensaron divididos en naciones, en culturas o en razas.

Pero con el sexo todo es diferente. Sexo y sexos hubo siempre. Es simple: sin sexo y sin deseo, la humanidad habría desaparecido. De ahí emana su poder. Y el poder de ocultar una historia. La historia de cómo pensamos sobre los sexos.

Ni la sexualidad ni las relaciones entre varones y mujeres se reducen a la reproducción. Sin embargo, algunos hechos de la reproducción biológica (sólo las mujeres tienen útero y paren, sólo ellas pueden amamantar) se convierten en metáforas que ordenan buena parte de las relaciones entre los sexos: en la casa, en el trabajo y en la política. Ahora bien: sólo las mujeres tienen partos; pero no es cierto que sólo ellas tengan hijos. Sólo las mujeres amamantan; pero no es cierto que sólo ellas puedan alimentar a sus hijos y cuidar de ellos.

Se trata de una larga y vertiginosa historia. Es posible que miles de años atrás, cuando los seres humanos vivían de la caza y la recolección, hayan considerado necesaria una división sexual del trabajo: es más sencillo que salga a cazar el que no queda embarazado, el que no debe alimentar a una prole numerosa. ¿Por qué sobre esa división se generó una creencia extendida y perdurable de superioridad masculina? ¿Por qué se urdieron leyes, industrias y sistemas políticos que colocaron a los varones en los lugares de decisión y de valoración social y a las mujeres, en cambio, en escenarios carentes de protagonismo público? Y esto no sólo se impuso en las más diversas sociedades. Hoy en día, ninguna división del trabajo podría justificar en ningún sentido aquella desigualdad, que sin embargo continúa presente en hechos brutales y en gestos cotidianos. En pequeñas, pero no siempre inofensivas, humoradas machistas o simplemente en malentendidos que se reiteran una y otra vez.

Esa división fundamental del mundo entre varones y mujeres, entre lo masculino y lo femenino, se prolonga a objetos y prácticas. Jugar al fútbol es cosa de hombres, preparar la comida cosa de mujeres. ¡Hasta los colores tienen género! Los estereotipos sobre qué es de ellos y qué es de ellas trascienden las desigualdades de cualquier tipo e impregnan nuestra visión del mundo. Ver a una mujer hacer algo “de hombres”, y viceversa, genera incomodidad o rechazo. Hemos construido una jaula para nosotros mismos. De hierro, sólida, persiste.

Pero cabe que nos preguntemos si persiste idéntica. Claro que no. Estamos en una época de transición. Una época en que todos los estereotipos de género tambalean, y las mitomanías sobre las mujeres y los varones pierden parte de su antigua potencia. Y no bien escribimos que una cosa “es” de ellos o de ellas, surgen contraejemplos a la velocidad del rayo: los torneos de fútbol femenino, los hombres que se volvieron grandes cocineros hogareños, las cinco gobernadoras argentinas, los papás que pasean bebés en sus cochecitos…

El ADN no explica nada: del sexo al género o de la biología a la cultura

Pensemos un poco en los conceptos que nos ayudan a ver las divisiones entre los seres humanos. Cuando nos referimos a los “sexos”, solemos aludir a la distinción biológica entre hembra y macho. En cambio, cuando nos referimos al “género” estamos nombrando las construcciones culturales de lo masculino y lo femenino. Mientras el sexo alude a algo tan sencillo como la genitalidad, el género abarca algo tan complejo como la cultura. ¿Qué es lo masculino? ¿Ser fuerte, racional, violento, poderoso? ¿Qué es lo femenino? ¿Ser bella, dulce, emocional, sumisa? Sean cuales fueren en cada sociedad los estereotipos sobre lo masculino y lo femenino, hay algo que debemos entender. Nunca todas las personas de cada sexo encajan a la perfección en los estereotipos de género. Y a veces desencajan.

La distinción entre sexo y género es clave porque, si bien la constitución física de los seres humanos no presenta variaciones significativas entre culturas o a lo largo del tiempo, las ideas sobre lo masculino y lo femenino cambian con el paso de los años. Y son distintas en cada sociedad. E incluso dentro de una misma sociedad.

Todo esto no debe confundirse con la identidad de género o la orientación sexual. Los varones o mujeres con orientación homosexual no son en bloque más ni menos masculinos o femeninos que otras personas de su mismo sexo. Lo mismo sucede con las personas cuya percepción de sí mismos no coincide con su genitalidad. Estos aspectos no deberían confundirse (y sin embargo se confunden todo el tiempo). Nuestra mirada está formateada para ver siempre dos, varón y mujer, y si no desplaza o amplía su lente será incapaz de captar las complejidades que existen en el mundo real.

Los machos y las hembras se transforman culturalmente en hombres y mujeres. Sin embargo, ningún varón tiene asegurado su prestigio masculino. Si acepta el mandato social de ser un macho, deberá hacerse cargo de una serie de “prerrogativas” (privilegios que también son prescripciones, con todo lo que eso implica). Lo contrario de un macho es alguien “poco hombre”: una condena. Lo mismo sucede con las mujeres y su feminidad. Hay un poderoso mandato social que recae sobre la buena madre o la buena esposa. Una mujer siempre puede ser acusada de “machona”, estigma fatal.

Las reglas culturales sobre el comportamiento considerado “normal” caracterizan al “Hombre” con mayúscula. “Hombre” se ha usado y se usa como sinónimo de “ser humano”. Extraño, porque desde esta perspectiva, ser mujer sería otra cosa… Pero no se trata sólo de palabras: cualquier comportamiento femenino aparece como una distorsión, desvío o patología respecto de esa normalidad. Lo “racional” es muchas veces adjudicado al proceder masculino, mientras que las mujeres serían demasiado “emotivas”. O, dicho más brutalmente, “locas”. Un varón emotivo, “poco racional” para aquel estándar, es otra calamidad. ¿Pero acaso podemos asegurar que existen personas que de verdad son sólo racionales y otras que son sólo emocionales? ¿O esto no es otra cosa que una de las innumerables ficciones de género?

Las diferencias entre varones y mujeres dieron lugar a algunos de los mitos más eficaces de la historia de la humanidad. Mitos en el sentido de creencias sociales que no siempre encierran verdades comprobables. A veces son medias verdades, un modo verosímil de la falsificación. Son eficaces por su capacidad para expandirse por distintas sociedades y culturas… No hay una sola persona incapaz de describir lo que se espera de los varones y de las mujeres en su comunidad. Podrán hacerlo incluso quienes desafían estos mandatos.

Pero ninguna de esas diferencias es “esencial”, ya que no dependen de la biología o el ADN. De una cultura a otra y de una época a otra varían los rasgos de aquello que se considera “típico” de lo femenino o lo masculino. El mandato de la virginidad hasta el matrimonio se imponía sobre las mujeres en diversas culturas, mientras que para los varones regía el mandato opuesto. A primera vista parece mucho más interesante el mandato que pesa sobre los protodominadores y los insta a una temprana iniciación sexual (hasta no hace mucho esta podía tener lugar en un prostíbulo). Sin embargo, esos pichones de gavilán se formaban en algo que, por el hecho de ser una obligación, se degradaba. Parece mejor tener relaciones sexuales con la mujer amada si así se lo desea. Pero si ya hemos dicho que las mujeres “amables” lo tienen prohibido, ¿qué hacer? Ser macho entonces sería “ir de putas”, acostarse con mujeres de “menor nivel” o, incluso, violarlas. La violación en ciertas culturas, en ciertos momentos, define la masculinidad. La mujer queda así convertida en puro objeto, en mero instrumento de validación de la hombría.

Nosotros mismos en un tiempo de cambios

Estamos en un momento histórico de transición. Este es, así, un libro de transición, escrito por autores y para lectores que estamos cambiando. Es evidente tanto que las relaciones entre varones y mujeres eran diferentes en la generación que nos precedió como que siguen cambiando en las nuevas generaciones. Pero también es cierto que nosotros hoy y hace veinte años no pensamos ni sentimos de modo idéntico la sexualidad, la división del trabajo doméstico, los roles de las mujeres y varones en la economía ni la homosexualidad.

Nosotros estamos cambiando. No se trata sólo de un cambio ideológico, en el sentido de que las concepciones generales, filosóficas, sobre las relaciones entre varones y mujeres se modificaron mucho para algunos mientras que otros continúan sosteniendo una visión similar. Se trata de un cambio de la sensibilidad, en el sentido de que nuestra experiencia concreta de las relaciones de pareja, de trabajo, de amistad, se están modificando en este mismo momento. También cambian algunos discursos institucionales y mediáticos, mientras otros actúan como hace medio siglo atrás. No todo cambia.

Cada uno de nosotros pertenece a una generación específica, lo que incide en el modo de pensar las cuestiones de género. Alejandro recuerda muy bien cómo en los años setenta –cuando era niño– los adultos fumaban en los hospitales, los hombres esperaban fuera de la sala de parto, el peso del cuidado cotidiano de los hijos recaía por completo sobre las madres, el divorcio aún parecía una novedad. Cuando nacieron sus propios hijos, en el pasaje de un milenio a otro, sólo se podían cambiar pañales en baños de mujeres, ya fuese en aeropuertos o en shoppings. Con sus amigos a veces comentan que los varones argentinos nacidos en los años sesenta y setenta son una generación de transición. Una generación con amigos que tienen diferentes orientaciones sexuales. Una generación, sin embargo, que en los estadios de fútbol insulta a los adversarios diciendo que son “todos putos”. Los valores de la igualdad de género cambian a ritmos diferentes entre el saber y el hacer, entre un grupo de personas y otro, en la vida cotidiana y en las instituciones.

Desde muy chica Eleonor escuchó ideas contradictorias respecto de qué significaba ser una niña. Creció entre la imagen de Mafalda y la de Susanita, cuando más de la mitad de las mujeres todavía no trabajaban pero ya comenzaban a poblar las universidades. A veces, escuchaba a algún pariente desafiar a su padre, casi como cuestionando su virilidad: “¿Para cuándo el varoncito?”. Entonces, percibía que a sus dos hermanas y a ella el hecho de ser niñas las ubicaba en un lugar deslucido frente al canon imperante de procrear varones. En los años setenta, las niñas no fantaseaban con ser presidentas, policías ni futbolistas. Pero ya había directoras de cine, médicas y arquitectas. Cuando nació su hija, su “valiente” compañero casi se desmayó de pánico en la sala de parto, impactado frente al tamaño de la aguja de la anestesia peridural. Eleonor y sus amigas estudiaron a la par de sus contemporáneos; trabajaron; criaron hijos; manejaron su dinero; viajaron. Reconocen que respecto de sus abuelas “han recorrido un largo camino, muchacha”, pero también que sus hijas son bastante más autónomas que ellas. De vez en cuando, se preguntan por qué hay tantos varones perplejos, y aunque muchas son sociólogas, aún no pueden predecir cuánto tiempo más llevará poder vivir las transformaciones de género sin violencia y con alegría.

Los autores de este libro pertenecemos a la misma generación, nos dedicamos a las ciencias sociales, compartimos amigos y amigas, y somos heterosexuales. Cuando éramos chicos, los gays y las lesbianas vivían sus deseos a escondidas. Cuando crecimos, acompañamos la “salida del clóset” de gente querida. Celebramos junto con ellos la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario en la Argentina. También vimos gente indignada frente a esos casamientos. Hoy vemos crecer a las nuevas generaciones con cada vez menos etiquetas acerca de lo que corresponde hacer por el hecho de ser niños o niñas.

A pesar de tantas cosas en común, cada uno adquirió a lo largo de su historia personal una perspectiva diferente. Entre otras cosas, porque Eleonor es mujer y Alejandro varón y –como todo el mundo– viven vidas atravesadas por la pertenencia de género. Para ninguno esto representa un mayor o menor valor ni justifica algún tipo de desigualdad. Pero nos parece obvio que implica una diferencia. Una diferencia que talló nuestra experiencia de vida, que nos llevó a desarrollar distintos puntos de vista sobre qué significa ser hombre o ser mujer en nuestra sociedad, y que, por todo eso, contribuyó a la escritura de este libro.

En nuestras vidas privadas y públicas la desigualdad de género se conversa, se negocia, se discute, se modifica… a veces. Pero en ocasiones incluso quienes estamos más alerta no percibimos ciertas desigualdades –y sus efectos–, o nos parecen naturales, o, a pesar de percibirlas, no encontramos del otro lado un interlocutor receptivo para plantear las tensiones sin poner en riesgo vínculos que sentimos significativos. La clave es que haya posibilidad de confrontar, negociar y acordar. Que no haya imposiciones de unos hacia otros. Y que no haya exclusiones.

Obviamente, han cambiado y cambiarán tanto las mujeres como los varones. Cuando las ciencias sociales explican que la dominación es relacional quieren decir que se construye o se hace de a dos, o incluso de a más. Nunca es algo que concierne sólo a uno. Pero tampoco se acota a nuestras interacciones íntimas: también se fabrica en la escuela, en la iglesia, en la oficina… Forma parte de la vida en sociedad y la determina. Y en cualquiera de esos ámbitos las relaciones están atravesadas por desequilibrios de poder. Son relaciones que pueden transformarse.

Por suerte –o, mejor dicho, gracias a muchas luchas– han cambiado las formas de concebir qué es lo “apropiado” para ellos y para ellas. A pesar de estas transformaciones, hay algo que todavía permanece: no se conoce ninguna sociedad que haya dejado atrás la totalidad de los estereotipos y las jerarquías de género que la atraviesan. La fuerza de la tradición, a veces, se impone a la del cambio.

¿Cuánto ha cambiado y cuánto persiste aún de lo viejo? Existen al mismo tiempo, se entrelazan. Hay distintos cambios en diferentes grupos sociales. Nunca faltan quienes consideran como una degradación los avances en cuanto a igualdad y libertad. Y hay fenómenos que parecen ser a veces causas y a veces consecuencias del cambio.

Por ejemplo, el aumento de los niveles educativos de las mujeres o la extensión del uso de métodos anticonceptivos. Si las mujeres de clase media concurren a las universidades, viven más años y tienen menos hijos que sus abuelas, es lógico que la vida doméstica no cubra la totalidad de sus expectativas. Los ciclos económicos también impulsaron cambios. El modelo del varón proveedor estalló hace tiempo. Los períodos de recesión aceleraron la incorporación de mujeres en el mundo laboral. La vida urbana torna innecesaria y vetusta la antigua división sexual del trabajo. Todos estos cambios tienen un anclaje en otros que se produjeron con la mayor participación de las mujeres en la vida social. Las mujeres cambiaron y la masculinidad se vio interpelada. Estamos en un punto de inflexión, de no retorno. Nuestras vidas se transformaron.

Acerca de este libro: cómo salir(nos) de la jaula de las mitomanías

Este libro quiere ser una punta de lanza que contribuya a demoler las antiguas creencias que sostienen la desigualdad y convierten las diferencias en estereotipos. Y por eso se pregunta por qué siguen estando tan naturalizadas en el lenguaje coloquial, o hasta qué punto las prácticas han cambiado. Hasta qué punto podemos decir –ahora que las mujeres son ministras y presidentas, empresarias, científicas e ingenieras– que la desigualdad se ha revertido. Y hasta qué punto podemos preguntarnos cómo persiste en nuestro lenguaje de todos los días, en nuestras propias prácticas, para no mencionar la violencia de género, la violencia doméstica o los femicidios. Violencia que, como mencionamos, no se despliega en una sociedad ajena a los cambios, sino en el contexto mismo que los incluye y propicia.

Un estereotipo puede dejarnos en offside, como si postuláramos una “verdad” pasada de moda. Los cambios y avances se entremezclan, conviven y confunden con viejas estructuras que persisten aunque no siempre seamos conscientes de esa persistencia. Tenemos que abrir la puerta y abandonar la jaula de nuestras creencias. ¿De qué materia está hecha esa jaula? Si nos detenemos a pensar, nos sorprenderá reconocer el enorme peso que tiene nuestro lenguaje en esa trama.

Las palabras poseen una intensidad muchas veces difícil de imaginar. Nuestra manera de hablar del sexo, de las diferencias entre varones y mujeres, tiene el poder de hacer. Hacer el amor con palabras, pero también hacer la desigualdad con frases hechas; acercar, incluir, comprender, pero también estigmatizar, condenar, señalar. Como de costumbre, los escépticos afirman que hay que ver para creer. Sin embargo, en el universo de la sexualidad, del género, de los deseos, en el universo de las instituciones y de las leyes, las cosas funcionan de un modo muy distinto. Hay que creer para ver. Según lo que creas, así será tu modo de mirar. El modo en que miramos incide en lo que vemos, en los significados que atribuimos a eso que vemos. Y también en lo que se convierte en invisible: lo esencial. Nuestro lenguaje nos impulsa a creer que lo esencial es lo biológico. Pero eso ya es una creencia. En realidad, necesitamos pensar y mirar de otro modo. Cambiar nuestras palabras para cambiar el sesgo del poder. No para tomarlo, sino para distribuirlo. Queremos deshacer las frases hechas para construir miradas abiertas a la comprensión. Interpretar el lenguaje para transformarlo. Transformar el lenguaje para abrir la puerta de la jaula.

Por eso, nos propusimos realizar una crítica incisiva contrastando los mitos del sentido común, comparando el lenguaje coloquial y las creencias populares con información y análisis tomados de las ciencias sociales. El libro está organizado en capítulos sobre temas relacionados con el sexo y el género, y todos retoman frases usadas en las conversaciones cotidianas. Queremos apelar tanto a la ironía como a los datos estadísticos, al humor y al conocimiento de culturas diferentes. Y si alguien cree que el lenguaje de género no conlleva riesgos, desde ya le advertimos que tiene en sus manos un objeto peligroso.

En cada capítulo, al igual que en las Mitomanías[1] ya publicadas, habrá un listado de frases conocidas que serán criticadas. Las frases “los varones son más inteligentes que las mujeres” o “la biología produce diferencias esenciales entre varones y mujeres” son estereotipos flagrantes, pero cabe señalar que una frase como “no hay diferencias entre hombres y mujeres” no les va a zaga. Las frases que estigmatizan a las mujeres, los homosexuales, las y los travestis o los transexuales revelan que las desigualdades de género se asientan sobre un lenguaje que, por machista que sea, tiene una vigencia impresionante en la estructuración de la sociedad. ¿Hay frases que generan estereotipos sobre los varones? Tiempo al tiempo.

El conjunto del libro busca desarrollar una crítica del sentido común sobre las relaciones entre varones y mujeres, del machismo, de la naturalización de la diferencia y de la desigualdad, de la violencia, de la estética hegemónica, de las formas de discriminación, de la biologización de fenómenos culturales. El estado actual de la investigación sociológica, filosófica, histórica y antropológica provee grandes aportes, que contradicen muchas de las creencias populares. Sin embargo, ese conocimiento ha llegado sólo de manera parcial y fragmentaria a los lectores interesados.

Contribuir con un libro y con diversas intervenciones culturales a desarmar ese lenguaje es una tarea urgente. Creemos que este trabajo no es en absoluto un objeto aislado, sino que ingresa en una amplia red alimentada por artistas, periodistas, académicos y organizaciones sociales que cotidianamente trabajan en esta misma dirección. Pensamos que puede ser un aporte especial a la hora de sistematizar muchos elementos cruciales para esa tarea múltiple y colectiva.

Debemos alertar al lector respecto de un punto: estas páginas contienen escenas de machismo explícito. A veces permitiremos que con toda su brutalidad el lenguaje coloquial emerja a la superficie para poder analizarlo y desarmarlo, ya provenga de la calle, de las vivencias personales o de los medios. Tomaremos el toro por las astas, sin rodeos.

Pero no sólo nos ocuparemos del machismo clásico; sobre todo nos concentraremos en cómo funcionan estas relaciones en el mundo actual y en las ambivalencias de las transformaciones que estamos viviendo. Por eso no es un texto unidireccional y más bien apunta a ampliar la libertad y la igualdad rompiendo anteojeras. No se trata de reemplazar unas anteojeras por otras. No se trata de promover el hembrismo: un hipotético machismo al revés, una supuesta ostentación de poder femenino. Se trata de invitar a una reflexión colectiva acerca de qué conceptos necesitamos replantear y por qué caminos.

Por eso no es un libro sobre las mujeres. Algunos de los temas que nos preocupan fueron abordados por “hombres expertos” acerca de ellas. Las dos diferencias principales radican en que este texto habla de ellas y de ellos: hace preguntas y ofrece información sobre la relación entre unas y otros. Y está escrito por un hombre y una mujer, a partir de conversaciones y discusiones y de la reflexión compartida. Somos una mujer y un varón que intentamos desmitificar a unos y otras, revisar sus relaciones, identificar fisuras en los roles y estereotipos que se reinventan como si fueran obra de la naturaleza.

Somos seres imperfectos. Y sabemos que, aunque haya cosas relativamente sencillas de escribir y de leer, eso no significa que sean fáciles de llevar a la práctica para nadie. El problema es que “saber” algo no equivale a incorporarlo o hacerlo realidad.

No podemos afirmar, por tanto, que un libro (este libro) pueda cambiar a una persona o a miles. ¿Cómo saberlo? Escribir nos ayudó a comprender conflictos y tensiones que hemos atravesado o que hemos visto, en nosotros y en nuestros amigos, en nuestros conocidos, en los diarios, en las novelas, en el cine.

Este libro aborda esas tensiones y transiciones en las relaciones entre varones y mujeres. No daremos recetas por una razón: no las tenemos. Tampoco buscamos prescribir de qué manera se puede ser más feliz. La libertad como horizonte remite a otra concepción de la humanidad, que no esconde tensiones. Como decía Simone de Beauvoir: “No definiremos las oportunidades en términos de felicidad, sino en términos de libertad”.

[1] Nos referimos a Mitomanías argentinas. Cómo hablamos de nosotros mismos (de Alejandro Grimson) y a Mitomanías de la educación argentina. Crítica de las frases hechas, las medias verdades y las soluciones mágicas (de Alejandro Grimson y Emilio Tenti Fanfani).

1. Mitos sobre la diferencia entre los sexos

Los mamíferos se dividen en machos y hembras, cada uno con sus sistemas de diferencias y formas de comunicación. Como sabe cualquier niño que va al zoológico o que vive en el campo, los gallos cantan y las gallinas no; los leones ostentan grandes melenas y las leonas se parecen más a los tigres. Para alguien con cierta idea de cada especie resulta bastante sencillo, llegado el caso, identificar machos o hembras. Y cuando no hay cuernos o melenas, como en los perros y los gatos, se miran los genitales. Esta información suscita numerosas inferencias. ¿Verdades o mitos? Las dos cosas. Verdades sobre diferencias anatómicas, medias verdades sobre las implicaciones de esas diferencias y las capacidades derivadas. Mitos sobre características psicológicas asociadas a lo que viene de fábrica presuntamente inmanentes a cada comportamiento.

La diferencia entre el mundo animal y el mundo humano, entre aquellos que son encerrados y observados en el zoológico y la especie que inventa y recorre zoológicos, es la base sobre la que se fundan las ciencias sociales y humanas. Hay algo específico de la condición humana, algo que nos separa del mundo animal. Y ese algo incluye nuestra capacidad de escribir y leer libros. Aunque evitaremos discutir esa diferencia, algunas teorías la vinculan con el trabajo, el lenguaje y la capacidad de simbolización.

Nuestro enfoque es sencillo. La biología aporta conocimientos sobre ciertas dimensiones de los seres humanos, pero desconoce otros desarrollos y análisis sobre su medioambiente, sus contextos culturales, sus sueños, sus instituciones, las formas de constitución de la voluntad, de tomar decisiones, la educación, los fantasmas del pasado.

En el extremo opuesto existen corrientes teóricas que, a nuestro juicio, han ido un poco lejos al postular que todo lo humano es un producto social. Tan lejos han ido que la mismísima Judith Butler, la brillante filósofa estadounidense que considera el género como parte de una “performatividad” (una actuación, una fabricación cultural que permite a los individuos crear su propia identidad), señala que eso no significa negar la materialidad del cuerpo. ¿Dónde radica entonces el mito, la tensión o –al menos– el malentendido que buscamos explorar? La dificultad proviene de que los úteros, las mamas y los penes son hechos dados, “naturales”, pero a la vez constituyen soportes de un significado social. Un ejemplo sencillo demuestra las distorsiones que pueden surgir cuando se ignora esta doble faz. Hay culturas en que las mujeres jamás pueden exhibir sus mamas en público y otras –como varias tribus africanas o amazónicas– en que no las cubren: peculiaridades muchas veces adjudicadas a un estadio de la “evolución” o al calor tropical de determinada región del planeta. Ahora bien, cuando las mujeres europeas toman sol sin cubrirse los pechos en las playas del Mediterráneo, se habla de “particularidad cultural”. En realidad, todas son particularidades culturales: el topless, el nudismo o cualquier otra costumbre. Vestirse o desvestirse no es un hecho biológico. De lo contrario no existirían el velo, la elegancia ni el concepto de desnudez.

No discutimos aquí con la biología ni con los biólogos, tampoco con las neurociencias. Muchos saben que practican una disciplina científica que sólo puede explicar una porción de la realidad. Discutimos con la biologización, es decir, con la idea de que la biología explica las características humanas, con la idea de que la piedra basal de la desigualdad entre géneros es designio de la “sabia naturaleza”. La biologización tiene una ventaja en el debate público: parece aportar un conocimiento objetivo. Provee explicaciones de carácter general sobre machos o hembras que los no científicos no pueden verificar ni rebatir. En cambio, las ciencias sociales han demostrado que existen importantes variaciones entre culturas y variaciones en el tiempo dentro de una misma cultura. Eso confirma que la constitución de los seres humanos permite cambios relevantes; entre otros, que las mujeres trabajen fuera de su casa y sean empresarias, presidentas o jefas del hogar. Sólo en algunas sociedades, no en todas. Pero allí donde algo se quebró las mujeres han demostrado que su subordinación era un fenómeno cultural, no biológico. Un fenómeno político, no natural. Y esto nos lleva a discutir la premisa de considerar el cuerpo como algo ajeno al significado que le sobreimprimimos. La experiencia histórica, bien leída, diluye la supuesta complementariedad “natural” entre los géneros y deja entrever que esa noción justificaba su jerarquización y omitía la diversidad de expresiones de género por fuera de la dicotomía.

«En promedio, los varones son más inteligentes que las mujeres»

Tomemos la mitomanía clásica: las mujeres son menos inteligentes y capaces que los varones. Esto justificaba que no fueran ciudadanas y que no pudieran conducir automóviles ni cursar estudios universitarios. ¿Puede afirmarse que en el siglo XVIII o XIX las mujeres tuvieran menos conocimiento de la política? Aunque es una generalización, conlleva una cuota de verdad. Pero es una verdad social, no biológica: dado que todas las mujeres estaban jurídicamente excluidas de la política y que esta era cosa de hombres, obviamente no había mujeres con experiencia de ministras o presidentas o gerentes de empresas o empresarias. Así, la exclusión social termina por confirmar, engañosamente, el prejuicio. Lo mismo podría decirse de los afrodescendientes o de los analfabetos. Si carecen de capital educativo y cultural no es por cuestiones biológicas, sino sociales. Un círculo vicioso, un crimen perfecto.

Dejemos el terreno de la desigualdad y trasladémonos al de las supuestas diferencias. Si, por ejemplo, se consideran estadísticas mundiales de alfabetización puede llegarse a una afirmación absurda: los varones parecen tener una mayor predisposición que las mujeres a incorporar las prácticas de lectura y escritura. Y decimos que es absurda porque en muchos países ya no existen diferencias de alfabetización entre varones y mujeres como en el pasado, lo cual prueba que no están en juego “inclinaciones naturales”, sino restricciones históricas. En efecto: en un pasado muy cercano para la historia de la humanidad, poco más de cien años, las mujeres tenían vedado el acceso a la educación básica y hasta hace menos de un siglo no había mujeres que estudiaran en universidades. Existen países con mayor desigualdad de género, donde los índices de analfabetismo son mayores entre las mujeres. Pero ese fenómeno es consecuencia de una cultura machista y es absurdo interpretarlo como demostración de superioridad masculina o prueba de una diferencia esencial. Es una diferencia histórica que puede revertirse y, de hecho, se está revirtiendo.

Puede decirse otro tanto de las estadísticas universitarias. O de los premios Nobel. La desigualdad histórica se expresa en generaciones en que hubo muchas menos graduadas en las universidades. Pero en la actualidad la ecuación se ha invertido. Los datos del Anuario Estadístico de Educación Universitaria en la Argentina reflejan que en 2014 las mujeres representaron el 57,4% del total de estudiantes y el 61,5% de los graduados.

En la medida en que haya igualdad real de oportunidades para varones y mujeres, no sólo para estudiar sino también para liderar equipos y laboratorios, no existirá ninguna diferencia esencial que torne más sencillo a unas u otros destacarse en sus profesiones. Mientras tanto, los esfuerzos por visibilizar a las mujeres en estos espacios, como los premios anuales que otorgan la Unesco y la empresa L’Oréal a las científicas, o los concursos de Wikipedia que invitan a crear y editar biografías de mujeres, son algunas de las valiosas iniciativas para situar en el centro aquello que, durante siglos, permaneció al margen.

2. Mitos sobre los machos

¿Existen “los varones del siglo XXI”? Bien pueden ser pibes jóvenes para quienes la desigualdad es un lenguaje del pasado. O adultos que sienten que se acercan a la igualdad con sus parejas: papás comprometidos que cambian pañales, cocinan y lavan platos. Otros, en cambio, consideran que sus esposas deben cubrir la retaguardia de sus trabajos y sus ingresos. ¿Cuántas zonas grises hay entre estos dos polos? ¿Cómo procesamos las ambivalencias en nosotros mismos, en tanto protagonistas de un proceso de cambio?

¿Qué es un varón no machista? Entre el “manual del perfecto machista” y el del “perfecto igualitario” existen muchos matices. Está la cuestión ideológica, pero también hay quienes rechazan el machismo legal, aunque aplican un micromachismo en la vida cotidiana: el varón que se incomoda cuando una mujer –la “suya” u otra– discute sus opiniones en público, o el que espera enamorar a alguien que lo admire –sin reciprocidad–, o el que siempre –a veces, sin siquiera notarlo– elige compañeros/colegas varones para compartir trabajo.

Las mitomanías que deleitan al machista hecho y derecho son bastante conocidas. Son mitos-machos que compelen con su “deber ser”. Mitos que cuestionan a ultranza la virilidad de todo el que no alcance el ideal de fuerza, potencia y dominación. Confrontado con este mandato, el homosexual pasa a ser “puto”: un estigma en lugar de una designación. Y la orientación sexual deja de ser tal para convertirse en defecto o enfermedad. El heterosexual tampoco está libre de sospechas, que se reducen a la gran pregunta, con sus variantes: ¿serás lo suficientemente hombre? ¿No serás un poco “rarito”? La lista de aspectos sometidos a examen puede incluir la musculatura, la capacidad de ganar dinero, de conquistar mujeres, la fuerza física, la vestimenta. El macho alfa evalúa a todos, califica, estigmatiza. Sospecha: quién sabe qué harás a escondidas, quizá no seas tan macho como “deberías”.

Es el momento en que los mandatos culturales del machismo dicen “hasta acá llega la biología”. Si querés ser macho, el pene es necesario pero no suficiente. El mito-macho, desde luego, se apoya en la biología, porque quien tiene pene es juzgado según lo que se espera de los “hombres verdaderos”. La genitalidad no garantiza que seas, sólo garantiza que otros te exijan que seas. En este marco, cualquiera puede ser víctima o victimario de los chistes más procaces y más crueles. El mandato es simple: hay que encajar en el estereotipo. De lo contrario, atenerse a las consecuencias, un repertorio que abarca desde la burla inofensiva hasta la exclusión. Si un hombre tiene menos relaciones sexuales de las que el mito pontifica, si intenta acordar cosas con su pareja –en vez de hacer lo que se le antoja–, si cambia pañales, ni qué decir si se queda en casa mientras su mujer trabaja, si renuncia a imponerse como sea… en todos esos casos y muchos más, macho –lo que se dice macho– no es.

Todo esto, claro, es una exageración. En muchas sociedades la mayoría de los hombres sostiene una relación tensa con ese discurso machista a ultranza. Es probable incluso que el machismo paradigmático ya no sea la ideología de la mayoría. Sin embargo, sigue siendo importante por tres razones. Primero, porque existe y hay grupos sociales (como muchos barrabravas de fútbol) organizados sobre la base de los mitos machos. Segundo, porque impulsa a muchos varones a actuar de cierto modo o, al menos, a evitar actuar de modos que vayan en contra de ese paradigma. Tercero, porque aunque resulte un discurso políticamente incorrecto, hay que admitir que tiene diversos grados de éxito: en un extremo, cuando intenta legitimar la violencia contra las mujeres, especialmente culpabilizando a las víctimas (véase capítulo 8); en el otro, porque en forma moderada y aparentemente “correcta” subsiste en numerosas leyes, instituciones y prácticas sociales.

Por eso, este capítulo tiene una doble intención. Hay significaciones de procesos sociales que son consecuencia de modos de percepción. Aunque cada día sean más los varones que no suscriben discursos como “algo habrán hecho”, “tenía la pollera muy corta” o cualquier otro argumento que implique responsabilizar a las víctimas, debemos comprender que no es una cuestión de blanco y negro. A pesar del rechazo social que genera, ese tipo de fórmulas tiene una vitalidad y una persistencia sorprendentes. “Viajaban solas” titularon muchos medios cuando dos jóvenes argentinas fueron asesinadas en Ecuador. Tal vez convenga aceptar de entrada que ninguno de nosotros es un “aparato antimachista” y que es más habitual de lo que pensamos que se filtren en nuestras conversaciones algunos de estos latiguillos del machismo clásico.

En lugar de pensar que hay personas machistas y personas no machistas, nos interesa analizar el machismo como un punto fuerte de nuestra cultura. Un epicentro con tanta capacidad de atracción que, incluso en la sociedad actual, muchos críticos del machismo podemos reproducir circunstancialmente sus pronunciamientos. En las movilizaciones que hubo en Brasil contra el gobierno del PT en 2016, muchos manifestantes vociferaban que Lula era un “ladrón” y Dilma una “puta”. Más allá de las posiciones políticas, en varios países hay misoginia contra las dirigentes que se destacan. La complejidad es que quienes profieren esos insultos pueden ser, o no, machistas clásicos en sus vidas cotidianas. Los mitos machos tienen una pregnancia que trasciende a los machistas ideológicos: arraigan también en el sentido común.

Allí donde la masculinidad en sus versiones hegemónicas forma parte del sentido común, la desigualdad de poder entre varones y mujeres es más habitual, más intensa y más grave. De no contar con esa base difusa y extendida, las relaciones de género se transformarían. Ahora bien: al mismo tiempo que les otorga poder, esa clase de masculinidad puede ser una cárcel para los varones, en la medida en que funciona como una etiqueta, una clasificación en la que deben encajar para que su identidad no se vea cuestionada.

Cuando los mitos estallan, descubrimos no sólo que los varones lloran. Hay tantas formas de sentir, de pensar o de vivir que pueden explorarse que el estallido de los mitos abre un escenario de incertidumbre y de experimentación cotidiana tan difícil de controlar como el que debió enfrentar Alicia, en el País de las Maravillas, cuando tenía que lograr la altura precisa para acceder al otro mundo sin saber a ciencia cierta cómo hacerlo. O era más grande o era más pequeña, pero el punto justo… resulta escurridizo.

La masculinidad existe en tanto existe la femineidad. Y viceversa. La idea de masculinidad sólo cobra sentido a partir del reconocimiento de un sistema binario, un mundo supuestamente signado por territorios duales y opuestos. Los nenes con los nenes y las nenas con las nenas.

Ese machismo clásico, paradójicamente, otorga privilegios e impone fronteras. Los estereotipos no son puro folclore: cumplen la función de legitimar esa desigualdad pero ponen límites muy precisos a quienes resultan empoderados. Estos quedarán plenamente a salvo de cualquier impugnación sólo si están dispuestos a devenir machos en algunas situaciones o con cierta intensidad.

Distingamos la idea de macho, la de “verdadero hombre” y la de lo masculino. Lo masculino se construye en cada sociedad en oposición a lo femenino. Si la noción social de hombre se construye –como dice Matthew Gutmann– en oposición a la de mujer, la idea de “macho” se fabrica en contraste con la de mujer subordinada. Por eso los machos no toleran ninguna cuota de igualdad. Una sociedad sin machos ni machismo redefine a los varones y a lo masculino. Y redefine las relaciones entre varones y mujeres. No sólo en la casa y en la familia, sino también fuera de ellas.

En un estudio se preguntó a varones qué era lo que más temían que pudiera hacerles una mujer. La mayoría respondió que temía ser motivo de risa. También se les preguntó a las mujeres qué temían que pudiera hacerles un varón. Ellas respondieron que el mayor temor era ser violadas y asesinadas (Noble, 1992).

La idea de masculinidad no puede definirse de modo abstracto y general para todas las sociedades y todas las épocas. Los mandatos sobre los varones han cambiado a lo largo del tiempo, en los últimos años de modo vertiginoso. Si pensamos las relaciones de pareja que tenían nuestros abuelos, nuestros padres o nosotros, será difícil no percibir cambios en los roles y en los ideales de lo masculino y lo femenino.

A pesar de esos cambios, el binarismo continúa vigente. La pregunta es cuáles son las cualidades que hoy se atribuyen a un “hombre como debe ser”. Las definiciones vigentes en Francia, México o la Argentina no son idénticas, ni al interior de cada país ni entre sus diferentes regiones o estratos sociales.

«Los hombres eligen cumplir el mandato machista»

La crítica a este mito se asienta en tres razones. Primero, no todos los hombres asumen sin matices el mandato machista. Segundo, entre quienes lo asumen hay diferencias de modo e intensidad. Tercero, los mandatos culturales, como los paternos, no se adoptan “libremente”. La cultura, si se nos permite utilizar el término, penetra el inconsciente. Al mismo tiempo, todos los varones y las mujeres, si se abren al pensamiento y el aprendizaje, tienen la posibilidad de romper con el mandato patriarcal.

Ahora bien: asumir una posición de poder conlleva un conjunto de privilegios y la supresión de toda una gama de reconocimiento y expresión de las emociones (Kaufman, 1997). Por otra parte, el modelo masculino que impone la consigna de “ser importante” trae consigo sentimientos de angustia y continuo riesgo de impugnación de la autoestima (Marqués, 1997). Hay un hecho que puede malinterpretarse: el sufrimiento del dominador. Ese sufrimiento no justifica nada, pero detectarlo permite comprender más adecuadamente la complejidad de la situación y de lo que está en juego.

No queremos plantear que “los machos tienen tristeza”, sino que cada vez más son más los varones que buscan romper con esa herencia cultural, que quieren pensar y sentir las cosas de otros modos. Sin duda resulta más sencillo revertir sacrificios –como el autocontrol de las emociones o no disfrutar de los hijos– que revertir privilegios. Por ejemplo, los varones saben que difícilmente en una entrevista laboral se les preguntará si tienen o piensan tener hijos y que una respuesta positiva acarreará la sospecha de que no serán buenos trabajadores o al menos de que no serán los candidatos más convenientes para la empresa. Aun así, ese privilegio parece inadvertido, “natural”, y no son pocos los que hacen ese tipo de preguntas a las mujeres que buscan trabajo o los que, directamente, redactan anuncios pidiendo “secretaria soltera, sin hijos”. Y, aun sin notarlo, reproducen los privilegios de su género. Para las ciencias sociales no hay grupos sociales (aunque sí puede haber individuos) que renuncien a sus privilegios por propia voluntad.

Los privilegios masculinos revisten una paradoja intrínseca. Los varones, que han crecido con la exigencia de mostrarse frente a otros como individuos protectores, proveedores y poderosos (invulnerables), se sumergen en una suerte de “blindaje emocional”, un repliegue respecto del universo de las sensaciones que los lleva a exponerse a situaciones violentas (contra sí mismos, contra otros y también contra las mujeres). La combinación de poder y dolor es “la historia secreta de la vida de los hombres” (Kaufman, 1997).

Caetano Veloso canta “no me vengas a hablar de la malicia / de cualquier mujer. / Cada cual conoce el dolor y la delicia / de ser lo que es” (“Dom de iludir”). Los varones transitan un universo poblado de “dolores y delicias” que varían en función de su personalidad y de la posición que les toca desempeñar. Así, los privilegios masculinos pueden operar en diversos sentidos tanto para las mujeres como para los varones.

Las zonas de privilegios o “delicias” pueden no ser compartidas, lo cual instala una asimetría; pero también, en algunos casos, no generan resistencia o impugnación porque de ellas se desprenden consecuencias favorables para el otro sexo. El modelo de protección de las mujeres y los niños y niñas puede constituir una fuente de tranquilidad para muchas mujeres. En cambio, la existencia de límites a su crecimiento profesional es una ventaja para los varones porque les facilita el acceso a los mejores puestos.

Es decir: asumimos que las definiciones sobre lo que se espera de un varón “masculino” pueden tener altos costos para los hombres de carne y hueso. Sin embargo, la organización social de las relaciones de género perpetúa ciertos privilegios que favorecen a los varones jerarquizando los espacios y actividades relativos a “lo masculino” y vulnerando los derechos de las mujeres en función de una lógica de inequidad entre los géneros. En definitiva: esta construcción inconsciente, silenciosa y a veces sutil de privilegios masculinos tiene costos diferenciales para varones y mujeres (Faur, 2004). Si para los primeros implica, en algunos casos, exponerse a situaciones de padecimiento (Kaufman, 1997; Keijzer, 1998), para ellas implica un grado de autonomía menor y un riesgo de sometimiento (que llega al extremo cuando conviven con un varón violento).

3. Mitos sobre las minas