Título: Sol negro. La guerra sin ti

 

E-Book: Sandra Rossi Brito (Edición corrección) / Javier Toledo Prendes (Diagramación) 

Edición y corrección: Adriana Zamora  

Dirección artística: Alfredo Montoto Sánchez 

Diseño: Luis Eduardo Fariñas 

Ilustración de cubierta: Michel Encinosa Fú 

Marcación tipográfica: Belinda Delgado Díaz


© Michel Encinosa Fú, 2013

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2013

 

 

ISBN 978-959-10-1959-2

 

 

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A Liris, todo

 

 

I. VÍNKULA: LAS LEVES VOCES

 

Se dice que las torres de Vínkula, la Sagrada, en cuyos pináculos anidan los grandes grifos grises de Vandaler invierno tras invierno, son las escaleras por las que los dioses antiguos descendieron al mundo, tras ser depuestos de sus dominios en las vísceras del Sol Negro por los nuevos dioses. Aquellos dioses, los arcanos, hoy día son acaso simples locos inmortales que vagan por las naciones, mendigando su pan y canturreando destinos marchitos sin ser escuchados, y sus nombres solo habitan ya el diario rezongar de los ancianos. Mas las torreagujas de piedra, metal y vidrio se alzan aún en Vínkula, desafiando el limpio cielo que cubre el desierto del Zandain; el reseco e inmenso corazón del mundo que jamás ha conocido la cordial roncería de la lluvia o el azote de la tormenta.

 

—No sueltes la baranda —advirtió Judko a su hija, y se dirigió paño en mano hacia un estante.

La muchachita, con alegría y terror en los ojos, oprimió con fuerza la baranda de hierro que le llegaba al pecho.

Desde el último balcón de la más alta de las torres de Vínkula, su visión se extraviaba en el parejo sin fin del Zandain. Unos puntos se divisaban en el cielo, hacia la izquierda del Sol Negro que ya declinaba, pero por mucho que aguzó la vista no logró saber si se trataba de halcones de arena o simples mariposas del Esh. Sumergió de nuevo las pupilas en el monótono horizonte y frunció el entrecejo.

—Padre —se volvió hacia el hombre, quien sacudía el polvo de los libros que llenaban la estancia—. ¿Qué hay más allá de las arenas?

Él la miró sin dejar de afanarse:

—Quieres decir, ¿más allá del Zandain? Bueno, sé que nuestra ciudad fue construida sobre el único oasis de la región, y que alrededor de este desierto se alzan los Doce Reinos. Pero no sé mucho más... ¿Por qué no preguntas al Maestro? —le sonrió y continuó su diaria labor; limpiar y ordenar el estudio de Za Velet, Maestro Regente de Vínkula.

Judko era un hombre simple y desconocía los laberintos de la palabra escrita. No así su hija, quien recibía instrucción en el Sagrado Colegio de Vínkula, junto a otros niños, con los Maestros Menores. Ella apretó los labios por unos instantes al contemplar las manos flacas de su padre, pero pronto retornó sus ojos al paisaje. Los puntos oscuros que antes llamasen su atención habían crecido, y podía distinguirse el lento batir de grandes alas. Gritos de saludo cruzaban el aire, y eran tan agudos que la niña creyó que los cristales de la torre se rajarían. Sintió en el hombro la mano de su padre y le oyó decir:

—Vienen temprano este invierno.

 

¡Allí estaba, al fin! ¡Qué maravilla! Con un alarido de satisfacción, el pequeño grifo se sumó al vocerío de los suyos, saludando los muros de la ciudad en el mismo centro del Zandain. ¡Y qué muros! ¡Tan altos como no los había visto en ninguno de los reinos visitados en su corta vida! ¡Y las torres! Un escalofrío lo recorrió desde las puntas de las alas a la cola, y los pelos del cuello se le erizaron de placer. ¡Vínkula era, en verdad, mucho más maravillosa de lo que los grandes grises mayores decían! ¡Sí, aquí sería un placer dejar pasar el invierno!

Ya estaban casi sobre los muros. En formación de espiral, los grandes grises de Vandaler se dejaron caer, con las alas extendidas.

El pequeño grifo se separó un poco del lado de su madre para observar mejor la gran torre central. Divisó un balcón en lo más alto, donde dos humanos parecían estirar el cuello en su dirección. Curioso, descendió un poco más, y de súbito una punzada le llegó al corazón. Tuvo que aletear con todas sus fuerzas para recuperar altura. Sin dejar de mirar hacia atrás se reunió con su madre. El asombro, el temor, y un sentimiento que aún no podía nombrar lo encadenaban ahora a esta ciudad de maravillas. Apenas notó la dureza de la piedra a la cual se aferró con rígidas zarpas. Ni en sus recuerdos más extraños, ni en sus visiones más arriesgadas, ni en las más viejas leyendas de su raza, se revelaba algo similar a aquella diminuta niña de cabellos grises y el color de la sangre en las pupilas.

 

—¿Qué deseas saber, Henyd? —el Maestro Regente acarició con un dedo la superficie de una esfera donde estaban dibujadas las constelaciones.

—Quiero saber el por qué de la Ley de Silencio —susurró ella.

El dedo de Za Velet se congeló. Sus inquisitivos ojos se posaron en la muchachita.

—Sí —la voz de ella ganó firmeza—. Cada invierno los grandes grises de Vandaler anidan en nuestras torres. Les ofrecemos alimento y paja para sus nidos. Ponen y cuidan sus huevos. Nos protegen con su fiereza de las tribus que suelen merodear nuestros territorios en invierno. Sus dulces cantos adormecen la ciudad por las noches. Y a pesar de todo ello, no podemos hablarles. La Ley de Silencio prohíbe hablar con los grandes grises. ¿Por qué?

—Porque la mentira habita sus fauces —el Maestro Regente irguió la cabeza—. Más de una vez sus historias han alejado a buenos hijos de Vínkula para siempre de estos muros sagrados. Por estas historias y falsas promesas de los grifos, han abandonado nuestra ciudad, en la que un día habrán de reunirse otra vez los dioses verdaderos, antes de retornar a su reino en el sol y reclamar sus tronos usurpados… No se debe escuchar a los grifos ni visitar sus nidos en los muros y torres del poniente. Esa es la Ley... Ahora —la expresión de Za Velet se ablandó—, tu padre me dijo que querías preguntar sobre las tierras más allá del Zandain, ¿no es así?

Henyd pestañeó y se limitó a cruzar los pies.

—Te diré, pues —Za Velet se le aproximó—. Tras los horizontes del Zandain, en derredor nuestro, se extienden dominios crueles; los llamados Doce Reinos, y otros de menor valía e igual vileza, donde imperan la avaricia, el terror, la traición y la muerte. Nada más hay que no sea incertidumbre y confusión fuera del Zandain. Es la señal de que el Caos se aproxima y no habrá salvación sino para los hijos fieles de Vínkula que aguarden por el mundo definitivo, aquí tras los muros y torres que una vez bendijeron los dioses... Debo irme ahora. Puedes quedarte aquí, en mi estudio, hasta la hora del sueño, si me prometes no revolver mucho —el Maestro Regente salió de la estancia y cerró la puerta.

Henyd quedó sola. Pero no por mucho rato.

—Yo puedo contarte sobre lo que no alcanzas a ver desde la más alta torre de tu ciudad —dijo una voz fina y ronca en el balcón abierto. Y siguiendo a sus palabras, el pequeño grifo entró al estudio con las alas recogidas y parpadeando en azoro.

Tras los primeros instantes de estupor, Henyd reaccionó:

—¿De veras me contarías? ¿Cómo sabré que no mientes...?

—¿Cómo sabré si me crees o no? —el grifo estiró el cuello y sus ojos brillaron—. Me llamo Sveill. Y tú eres Henyd. Lo sé. Te he escuchado hablar con ese hombre. Y sé más de lo que él sabe.

—Nadie puede saber más que el Maestro Regente —ella sacudió sus grises cabellos—. Mientes.

—Entonces, miento —suspiró él—. Tus ojos, ¿por qué son así..., como la sangre?

—Porque nací predestinada a vivir en la sabiduría. A todo aquel que en nuestra ciudad nace con pupilas rojas, se le aplica una dura prueba en su infancia y, de aprobarla, gana el derecho a ser instruido en el Sagrado Colegio de Vínkula, en las artes del saber establecidas por nuestras leyendas más antiguas. Siempre ha sido así. Todo el mundo lo sabe —Henyd levantó la cabeza con orgullo.

—En los lugares que he visitado, en este mundo que ustedes los humanos llaman Sotreun, nadie tiene los ojos así —Sveill se retiró hacia el balcón—. Además, me han dicho que aquí jamas llueve. Tu ciudad es muy triste y aburrida.

Antes de que ella pudiese replicar, el pequeño grifo abrió las alas y se perdió en el aire de la noche.

 

—¿Henyd…? Es tarde.

Ella apartó sus ojos de las páginas en las que ya nada veía, y distinguió la conocida silueta en la penumbra.

—Maestro Hagust-Ynn.

—Vas a quedarte ciega —regañó él, antes de recitar un sortilegio de los más sencillos para encender algunas velas desperdigadas por la estancia. La luz creció mansamente en la estancia, y la cadenilla de cuentas de madera plateada que el hombre portaba al cuello y revelaba su rango de Maestro Menor relució, semejando una sonrisa de dientes menudos sobre su pecho.

—Perdón. La verdad es que ya no leía…

—Cierto. Lo mismo ocurre conmigo. Tampoco noto cuándo dejo de leer y empiezo a imaginar… A soñar despierto. Después, cuando vuelvo a la página, me siento incluso vejado al ver que la historia no sigue tal y como la había continuado en mi cabeza…

Sonrieron cómplices. Él tomó asiento a la mesa junto a ella:

—Pero, igual, es tarde. Sé que al Maestro Regente le place que uses su estudio y sus libros hasta el amanecer, pero eres muy joven, y no está bien que maltrates tu inteligencia más de lo necesario.

—Perdón. Lo sé.

Ella cerró el libro, y lo empujó sobre la mesa. Él enarcó las cejas:

—¿Ese, otra vez?

—Es de mis favoritos… Los otros, no sé, solo hablan de cosas… De cómo son o deben ser, de cómo deben construirse o manejarse. Pero…

—Pero no cuentan sobre ellas. Y a ti te gustan las historias.

—Sí.

—Historias sobre otros lugares además de nuestra ciudad.

—Sí.

—Historias sobre el mundo. Sus pueblos, sus naciones, sus memorias.

—Sí —Henyd miró al Maestro Menor Hagust-Ynn con sus ojos de color sangre bien despiertos y provocadores—. Sobre eso quiero leer. Y saber.

Él le sostuvo la mirada con ojillos pícaros, de un rojo más brillante aún:

—Eso es peligroso. ¿Lo has comentado con el Maestro Regente?

—No.

—¿Por qué no?

—Creo que no le gustaría.

—Eres de sus preferidas en el Sagrado Colegio. Te mima bastante, en verdad —Hagust-Ynn sonrió hacia un lado, con gentil sarcasmo—. Y, sin embargo, le callas pensamientos que compartes conmigo.

—Eres distinto a los otros Maestros. Será por eso —ella ablandó su mirada—. A veces te comportas como un simple pupilo.

—Todos somos simples pupilos. Incluso él. Y no, por cierto, de los mejores.

—¿Dices que el Maestro Regente Za Velet es ordinario? Eso sí es peligroso.

—No, ordinario, ¡no! ¡Claro que no! —Hagust-Ynn se alzó y dio unos pasos por la estancia hasta colocarse entre Henyd y el abierto balcón—. Es un hombre que lleva a otro oculto bajo su piel…, y ese otro hombre no me gusta para nada.

La muchachita solo parpadeó, sin comprender.

El Maestro Menor Hagust-Ynn callaba. Jugueteaba con su cadenilla plateada entre los dedos. Era alto y enjuto, parecía llevar siempre un peso invisible sobre su larga espalda. Al fin se volvió hacia ella:

—Te estoy inquietando de más… Mejor salgo de aquí, antes de que tu preciado Za Velet me atrape en su estudio. Yo no soy de sus preferidos.

—Él te disgusta —dijo ella, lenta y cautelosamente—. Pero no entiendo por qué.

—Para saber más sobre un hombre, debes aprender más sobre todos los hombres. Tienes tiempo de sobra para eso… En fin, ya tienes luz. ¡Sigue leyendo y soñando, y olvida mi malhumor!

—En verdad, ya casi no leo… Estos libros no me bastan.

—¡Ay, pecadora codiciosa! ¿Y qué harás? ¿Inventarte tus historias? ¿Escribir un libro propio?

—Tal vez. ¿Por qué no?

—Para saber inventar, antes hay que saber. Debes hallar otras fuentes de conocimiento, Henyd. Otras veredas de pensamiento. Otras voces, con otras historias que cimienten con mejor dureza las que puedan nacer de ti.

—¿Y dónde hallarlas?

—¡Ah! Quién sabe. A veces, basta con salir a caminar un rato, y escuchar… Por ahí, por las calles, por los muros… Dicen que en estas noches, justo antes del invierno, por los muros del poniente corren brisas frescas, venidas de muy lejos, con leves voces mezcladas en sus hebras.

Henyd frunció el ceño:

—Los muros y las torres del poniente son prohibidos en invierno. Eso es bien sabido por todos.

El Maestro Menor Hagust-Ynn volvió a sonreír hacia un lado:

—Ay, ¡pues sí! Muy cierto, tonto de mí... ¡Qué lástima!

Y se marchó.

 

—¿Qué buscas aquí? —las largas pestañas de Sveill se estremecieron en alarma—. No debes venir a nuestros nidos. La Ley...

—Lo sé, lo sé —replicó ella con alegre fastidio.

La muchachita y el pequeño grifo se alejaron de los nidos hacia un rincón en los muros.

—Háblame de la lluvia —pidió Henyd.

—¿La lluvia...? ¿Qué puedo decirte de ella? Si supieras lo estupendo que es volar entre cortinas de agua tan finas como hilos de seda, y rachas de viento tan violentas como...

—Por favor, cuéntame... Nunca la he visto...

—Escucha. Lo primero es el olor. Un olor como ningún otro, limpio, te llega a los huesos. Entonces sabes. Buscas con la mirada, y ahí están las nubes. Montañas grises, con rostros de dioses esculpidos en sus laderas. Bajo sus pasos corretean los relámpagos, serpientes de fuego azul jugando a perseguirse. Todo se oscurece de pronto, y los hombres y los animales corren en busca de refugio. Sientes que los árboles cantan, y la tierra canta, y del cielo negro llega en respuesta un clamor de tambores de batalla...

 

—Querría que lloviese alguna vez —murmuró ella, con los ojos clavados en algo más allá de las arenas.

—¿Llover? ¿Aquí? —Za Velet la observó fijamente—. ¿De dónde has sacado esa idea extraña?

—Creo que..., algo que leí ayer —Henyd se encogió de hombros—. No recuerdo.

—No importa —el Maestro Regente sonrió con indulgencia—. Todos tenemos derecho a soñar, en nuestros veranos más tiernos. Pero pronto pasarás a formar parte de la Orden Za. No lo olvides.

Ella asintió, y retomó la delicada astilla de hueso entre sus dedos. Las letras aún le salían torcidas, pero ello no le inquietaba tanto como la lentitud con que el Sol Negro vagaba por el cielo, retrasando la llegada de la noche.

 

—Hay mucho de horrendo y brutal en los Doce Reinos —dijo Sveill, pensativo—. Pero también mucho de gentil y hermoso. He visto los bosques infinitos que se extienden más allá de las Tierras Estrechas, los llamados Paisajes Lalanios; la piel de los hombres que los habitan parece hecha con retazos de cielo, y sus bocas e instrumentos musicales guardan la voz y el aleteo de los pájaros antiguos. He conocido los mercados de Silaye, la Opulenta, en el reino de Lhur-Kowen-Ij, y mis ojos han sido acariciados por el brillo de las joyas y las armas de la corte de Bergo, su Dominador. Al sobrevolar campos de batalla he conocido el olor de la gloria y la derrota. A la sombra de cascadas tan altas como vuestros muros, ha llegado a mi paladar un sorbo de paz. He volado atravesando cordilleras coronadas por nieve y fuego...

Ella se aferró a su pelaje brillante:

—Por favor, Sveill, cuéntame. Cuéntamelo todo.

¿Todo? —él rió—. Eso, nadie podría contarlo. Y menos yo, que he vivido bien poco aún… Creo que ni siquiera Yaly, Alto Cronista, de cuyos sueños nació este mundo que él mismo nombró Sotreun, y también sus dioses revelados, olvidados y aún por venir, sería capaz. Pero te contaré, si en verdad deseas escuchar, sobre una contienda ya tornada en leyenda, sobre un viejo y singular pueblo apenas recordado. Se llamaban a sí mismos los krinh, que en su lengua significaba «en lo alto». Estos guerreros negaban conocer la muerte, y su estirpe fue sin dudas nacida en travesuras de magia, pues al caer en combate… Pero, calma, ya lo irás sabiendo de la mano de mi relato. Escucha, pues, sobre el golpe del hacha, las plegarias del cobarde redimido, la muerte del inmortal, y el vuelo del guerrero…

 

 

EL VUELO DEL GUERRERO

 

 

El cielo se cierra sobre ti, como las puertas de una ciudadela que, entregada a los vicios de los conquistadores, encubre tras los muros la sumisión de sus entrañas. El cielo se somete sobre ti. Tus hermanos lo han conquistado. Tú lo has conquistado. Pero el vicio de tu merecida gloria no es uno con el de tus hermanos. No te han dejado seguirlos hasta esa ciudadela, allí, en lo alto.

Recorrían el campo de batalla, buscando y trasladando los cuerpos de los suyos, mientras la fiebre del combate, fuego vivo en tu espíritu y tu carne, te obligaba a yacer inmóvil. Mil veces pasaron por tu lado, sin reconocerte. Fuiste abandonado como un muerto más en el caos. No puedes culparlos.

Solo puedes culparte a ti mismo. No porque no pudieses gritarles o hacerles una señal. No porque estuvieses confundido entre un montón de cadáveres; no lo estabas. Por el contrario; bien clara refulgía tu armadura bajo los rayos del sol que huía del cielo, horrorizado ante el día que había dominado. No; tu culpa es otra.

Tu culpa.

Con dedos blandos, hurgas bajo la coraza. Sí, allí está, casi enterrado en tu lacerada carne. Lo extraes y lo ofreces a la luz de la pálida y redonda oveja que el dios Nirigh pastorea por su nocturno valle celeste.

Un krinhah. Un aretealianza. El aretealianza de Ever. Tu padre Ever.

 

Ever el del brazo de viento y el pecho de roca. Con grande gloria pereció Ever, con grande gloria fue devuelto su espíritu al paisaje entre las nubes. El clérigo que ofició su acto de entrega, en presencia de miles entre los más valerosos de los krinh, cantó las palabras con una reverencia y orgullo jamás superados. El cuerpo de Ever se consumió entonces en una breve llama azul, y su esencia remontó el vuelo con impaciente batir de alas, no sin antes dejar caer sobre ti, su hijo, tal y como lo establece la tradición, su aretealianza, su krinhah, donde brillaba una cristalizada pupila negra engarzada en la madera basta. Sin tardar, clavaste el aretealianza en tu oreja, para luego contemplar el vuelo de despedida del espíritu de tu padre; águila de plata buscando la altura, creyendo ver que te hacía un guiño cómplice con su, ahora, único ojo. También podía ser una ilusión.

Eras ahora Ever, sucesor de Ever, y los anhelos de batallas y glorias pronto se adueñaron de tu espíritu, mientras tu cuerpo se hacía hábil con las armas o las riendas, con el escudo o los aparatos de asalto, en la dura disciplina del guerrero krinh.

Hasta el día de tu primera batalla. Con la orden emprendiste el galope, con la orden blandiste el hacha, con la orden cabalgaste, un soldado más en la primera línea... Y algo fue mal.

Acaso fueron las formaciones erizadas de lanzas del enemigo, acaso la visión de sus estandartes verdirrojos donde se devoraban mutuamente una bestia ygari y una serpiente blanca, acaso la falta de fe, acaso el simple miedo... No podrías decirlo ni aun ahora.

Lo cierto fue que desviaste tu corcel y te separaste de la ola de cuerpos semidesnudos de los tuyos sobre sus caballos, para buscar refugio en un bosque cercano. Desde allí presenciaste la contienda. Desde allí viste la muerte, sentiste el acero.

Abandonaste tu caballo y tus armas. Y el bosque te dio cobijo hasta que fuiste hallado por un clérigo errante.

Te hizo acompañarlo hasta un templo. Una vez alimentado y en paz, supiste que el lugar se consagraba al dueño de las tinieblas, Nirigh, y elegiste aprender allí las leyes de su culto, para convertirte en un clérigo más de la oscuridad y nunca abandonar aquellos muros sitiados por el bosque y el silencio.

Largas y devotas estaciones viviste allí, si bien el transcurso del tiempo no era más que una vaga ilusión de otras estaciones olvidadas, y la fe de tus plegarias era pagada por el precio de un juramento falso que creías y deseabas saber como verdadero. En lo más hondo intuías que nunca dejarías de ser un guerrero de los inmortales, de los que dominan el aire tras dominar la gloria. Y por las noches cantabas en voz baja, para ti, aquella canción con que el espíritu de tu padre fue devuelto al paisaje entre las nubes:

 

Corres, guerrero.

Cabalgas, guerrero, hacia el corazón de la noche.

Con el polvo de la memoria en tu hombro,

el viento en tus cabellos,

el viento en tus plumas,

eres dueño del aire.

 

Así transcurrían tus noches, entregado a los sueños más intranquilos. La monotonía de los días devoraba tu espíritu, mientras mantenías oculto bajo tus ropas, en una bolsa colgada al cuello, el aretealianza. De muchacho llegaste a ser hombre entre los muros de Nirigh, sin lograr que el olvido ahogase en su mar de calma los vívidos estertores de tu juventud, de los tuyos, de tu padre Ever, de tu primera y última batalla, de tu renuncia...

Hasta que un día el templo se halló en el centro mismo de la corriente de un río de acero y sangre, cuyos estandartes verdirrojos, donde se devoraban un ygari y una serpiente blanca, te arrastraron al terror, mientras los veías desaparecer de nuevo en la noche, entre la niebla y el polvo, desde tu escondite en las ruinas del templo arrasado.

Durante dos días permaneciste entre los desolados monjes, curando a sus heridos y enterrando a sus muertos. Mientras cavabas en la tierra dura te estremecías, pensando que bien podías haber sido tú uno de los enterrados. Uno de los muertos.

No, te dijiste. Los de tu raza no mueren. No deben morir. No pueden.

De modo que abandonaste las ruinas y perseguiste con ansias extraviadas la hueste de los invasores. Cuando descubriste su campamento un escalofrío recorrió tu cuerpo, porque su número era el de las gotas de agua en el mar, y frente a ellos, allá en el horizonte, se divisaban los fuegos en los muros de tu propia ciudad. Y tuviste la certeza de que esta vez la muerte sí arrasaría con los krinh, sus cuerpos, su gloria y sus espíritus, porque ninguno habría de sobrevivir a esta guerra donde el enemigo los superaba como ante una cría de ciervo se abren las fauces de una docena de ygaris. Ninguno sobreviviría para oficiar el acto de entrega de sus hermanos. Ninguno alcanzaría el paisaje entre las nubes. Los niños serían masacrados. Los muros de la ciudad derruidos. Los restos pisoteados. La estirpe de los guerreros sin muerte, los krinh, asesinada por el olvido...

 

El mismo escalofrío que te recorrió en aquellos instantes vuelve a asaltarte ahora, pero no le prestas atención. Tu raza ya está a salvo, invicta, inmortal.

Sangras por muchas heridas. No te puedes mover. Apenas podrías susurrar. No importa. No, no puedes culpar a tus hermanos por haberte dejado abandonado en el campo, por no haberte reconocido. Para ellos solo eras un muerto más, un enemigo más, con la armadura y el manto verdirrojo sobre tu cuerpo.

 

Te fue sencillo, mucho más de lo que esperabas, hacerte con la armadura y el estandarte de uno de los abanderados enemigos. El combate empezaba ya cuando penetraste a todo galope en la marea de metal de la lucha. El estandarte que llevabas era de los usados para trasmitir órdenes y asegurar estrategias. Lo agitaste por sobre ti, en falsas señales. Los jefes invasores lanzaron gritos de confusión. Las primeras líneas vacilaron. Los escuadrones de refuerzo cambiaron de lugar. El resto de los estandartes se agitaba, tratando de reimponer el orden, pero durante un largo rato las tropas quedaron sin órdenes que obedecer. Un desorden inaudito debilitó las legiones, y entre ellas se abrieron considerables brechas.

Los guerreros krinh, tus hermanos, iniciaron entonces su contraataque. Nada pudo oponérseles. Nada. Ni las lanzas, ni las armaduras, ni el terror a los verdirrojos estandartes. Nada detuvo el avance de sus pechos desnudos ni los golpes de sus hachas.

La victoria cantaba en los ojos de los tuyos cuando varios de los Señores enemigos, descubriéndote como el causante de su derrota, cargaron sobre ti. El hacha en tu mano danzó como debiera haberlo hecho tiempo atrás, tanto tiempo atrás, y cuatro de los Señores se atragantaron con su propia sangre antes de que fueses abatido por cinco lanzas y tres espadas, por dos picas y cuatro mazas, y derribado de la silla y pisoteado por los cascos de veinte caballos.

El anhelo de ser hallado por los tuyos, y de que la plegaria de entrega fuese cantada para ti junto a los héroes, te mantuvo con las fuerzas necesarias para eludir el fin que tu destrozada carne exigía. Pero tus anhelos no se cumplieron.

 

Yaces abandonado entre los muertos, para convertirte en un muerto más. Nadie cantará para ti la canción del acto de entrega. A nadie entregarás el aretealianza que surgirá de ti, y donde quedará atrapada una de tus pupilas, porque no tienes hijos ni herederos. No llegarás al paisaje entre las nubes para devolver a tu padre Ever la pupila que a su vez te cedió, en su hora. Quedarás aquí, en el campo, rodeado de cadáveres como un cadáver más, hasta que las rapiñas devoren tu carne y se disputen tus vísceras, y el sol blanquee tus huesos insepultos.

Nadie sabrá jamás que un inmortal murió en esta batalla.

Con un gemido vuelves a tocar el aretealianza oculto en tu pecho, que nunca será acariciado por la brisa de las alturas. Esas alturas... Ese cielo...

Ese paisaje entre las nubes del cual se desprende una sombra. Una diminuta sombra alada que planea lentamente sobre el campo de muerte, como buscando, como encontrando... Sientes el brillo de un solo ojo negro herirte el pecho bajo la coraza. Sientes en tus oídos la caricia de una canción que no puedes creer verdadera, al tiempo que la sombra continúa descendiendo sobre ti, llamándote por tu nombre, que es el suyo también, sin dejar de cantar:

Corres, guerrero…

Un resplandor azul te rodea y la armadura ajena se diluye. Yaces desnudo y limpio en el océano petrificado de la destrucción.

Cabalgas, guerrero, hacia el corazón de la noche...

Eres un río sin riberas, un delirio soñado en piedras antiguas...

Con el polvo de la memoria en tu hombro...

La sombra desciende más aún. El krinhah ya no se oculta en tu pecho. Dos pupilas negras te miran fijas desde el vuelo. Tu nombre es su nombre.

...el viento en tus cabellos...

El batir de tus alas te besa el rostro, te bendice, te acoge...

Te perdona.

El plumón crece en tu pecho, crece, crece, crece.

Tu cuerpo arde, arde, arde.

Eres otro.

...el viento en tus plumas...

Eres. Ya eres.

Un krinhah queda abandonado en la noche, brillando a la luz de la oveja blanca. Alguien merecedor lo hallará un día.

…eres...

Dos águilas de plata remontan vuelo hacia el paisaje entre las nubes.

…dueño del aire. 

II. VÍNKULA: LOS OJOS DEL PASADO

 

Los grises de Vandaler se marcharon con las primeras brisas secas de la primavera. Las madres llevaban a sus pequeños aferrados al lomo con las garritas, los ojos aún cerrados y las tiernas alitas plegadas y húmedas.

—Volveré el próximo invierno —prometió Sveill, antes de volar tras los suyos.

Henyd contempló a la bandada achicarse contra el azul, y cerró los ojos.

 

Las pocas flores con que la primavera obsequiaba a Vínkula murieron pronto. Los días de Henyd eran estudios y más estudios en el Sagrado Colegio, y leves horas de solaz.

Aquel verano fue uno de los más intensos, y Henyd se revolvía en su cama por las noches, con el nombre de un pequeño grifo a flor de labios, la imagen de una eternidad de agua que llegaba desde las alturas.

 

—Veo que ya portas el signo —fue el saludo del Maestro Menor Hagust-Ynn en una mañana singularmente bochornosa, al cruzarse en un corredor del edificio principal del Sagrado Colegio.

La muchachita se hinchó de aire, para que sobre sus aún breves pechos resaltara más el medallón con el octágono de puntas estrelladas de la Orden Za:

—Soy una pupila aventajada. Es natural que pertenezca a la Orden, puesto que en ella recibo adiestramiento y honor… Confío en que pronto recibirás el tuyo, Maestro. Los más dignos miembros del Colegio, maestros y pupilos por igual, deben unirse bajo este signo.

—¿Y para qué?

—Perdón…

—¿Para qué la Orden? ¿Podrías explicármelo?

—La Orden Za congrega a los mejores entre los predestinados. Porque siempre habrá primeros entre pares, y serán estos aventajados quienes merecerán compartir las ciencias y las leyes más recónditas de nuestro credo…

—Bien, supongo que besar los bajos sucios de la túnica del Maestro Regente requiere de un ceremonial extraordinariamente misterioso… —Hagust-Ynn parpadeó hacia el Sol Negro—. Y en verdad, si vas a seguir recitando, preferiría oír versos, aunque fueran solo bonitos y tontos… Sientan mejor al apetito.

—No conozco versos que no sean nuestras oraciones del Colegio… Pero el Maestro Za Velet está escribiendo un libro de plegarias, solo para la Orden. Estoy segura de que pronto seremos instruidos en esta nueva sabiduría.

—Curioso. Siempre consideré que las plegarias eran no más que el alarido de nuestra impotente ignorancia…

Henyd pateó una pared. Su voz perdió el aplomo:

—¿Pero, qué hacer, Maestro? Así son las cosas ahora. Y tantos siguen y vitorean al Maestro Regente, tantas madres se enorgullecen de que sus hijos sean elegidos para la Orden Za, tantos maestros blanden sus méritos hasta llegar a los puños con tal de colgar el signo en sus cuellos… ¿Acaso está mal anhelar ser de los mejores entre los mejores?

—No, no he dicho eso… —el Maestro Menor sacudió su cabeza con lentitud, cruzó los brazos, y se rascó tras la oreja y bajo la barba—. Tan solo me inquieta que alguien, cualquiera, según su propia idea o sus propósitos, designe quiénes son esos considerados «mejores»; y que todos le escuchen, a él y solo a él.

—Piensas que basta con el Colegio, para los elegidos de nacimiento.

—Pienso mucho. ¡Tanto! Incluso en esa elección misma… Dime, tú que has repasado cuanto contiene el estudio del Maestro Regente, donde se encuentra cuanto libro es vital para el credo de esta ciudad. ¿Qué se dice en ellos de los nacidos con ojos rojos, como los tuyos y los míos? ¿Se nos designa en esos textos, ciertamente, como los predestinados?

—Nada sobre ello se menciona en ninguna página o pergamino o inscripción —replicó la muchachita, con firme certeza—. He indagado, pues creí natural y apropiado saber qué nos diferencia del resto de los habitantes de nuestra ciudad, y del mundo, y sin embargo…

—Ahí tienes…

—Pero es la tradición, Maestro. Siempre ha sido así…

—¿Siempre? No sé. No sé, Henyd. Yo solo pienso… Y miro a mi alrededor. Y pienso aún más… Y en cuanto a mirar, observar… ¿Has admirado alguna vez las paredes del edificio más viejo del Colegio? Tienen pinturas extraordinarias. El tiempo abusa de ellas, pero se reconoce que los artistas fueron notables. Quién sabe, acaso antes la gente veía las cosas con ojos más sutiles que en estos días… Y tú, que algún día habrás de recibir una de estas cadenitas —sacudió con suavidad su propia joya de rango—, precisarás de ojos verdaderamente sutiles…

Y tras este comentario y sin despedirse, el Maestro Menor Hagust-Ynn dejó a Henyd sola en el corredor.

 

Sí, eran artistas notables, sin duda.

Henyd recorrió el viejo edificio, sin hallar apenas puertas cerradas, o pupilos o maestros. Aquellas habitaciones y pasillos eran pequeños y escasos en aire fresco, en comparación con los que poseían los edificios construidos posteriormente, con amplitud y profusión de ventanales. Pero sus paredes lucían del todo cubiertas, hasta el techo, con imágenes de paisajes, ciudades, y multitudes, cual si los artistas se hubieran propuesto invocar cuanto contenía el mundo.

La vestimenta de los maestros y pupilos del Sagrado Colegio bien poco había cambiado con las edades, y Henyd pronto los identificó, solos o en pequeños grupos, o entremezclados en diversos gentíos. Leían o escribían, señalaban o manipulaban extraños artilugios, practicaban hechizos.

Y entre ellos, los había de ojos rojos, y también negros, o azules, o castaños, o verdosos, o plateados… Los artistas de antaño seguramente conferían una importancia suprema a las miradas, y por ello las pupilas parecían brillar aún, entre los marchitos tonos de la piel y las ropas, las joyas y los ornamentos. Miríadas de puntitos multicolores observaban a Henyd desde aquellas paredes. Ojos vívidos, y tan disímiles y abundantes en color, como en sonidos y tonos las lenguas de Sotreun.

Henyd permaneció largo rato en el viejo edificio, deambulando sin prisas, eludiendo ocasionales voces y pasos ajenos. Buscó vestigios de fechas, épocas; pormenores del correr del tiempo entre los muros de aquella ciudad suspensa en tintes desvaídos, y que ahora era la suya. Pero las inscripciones eran escasas y apagadas, y en los sitios donde, según le indicaba la razón, debieron conservarse mejor, tal parecía que un manojo de pupilos díscolos habíase empeñado en rayar las memorias y comentarios. Mas tal vez no fuese obra de pupilos, se permitió sospechar. Ni travesuras.

Solo le quedaban aquellas miradas en las que ya creía leer un mensaje: «Todos fuimos pupilos. Todos fuimos maestros». Y tras el mensaje, una alerta sutil pero inconmovible, un aviso a cuya urgencia ella no podía responder, pues su naturaleza le resultaba aún tan indescifrable como temerosa.

 

Las últimas hojas de los árboles cayeron al fin, y desde el desierto se escuchó un agudo canto que hizo vibrar las torres de la ciudad.

Se reconocieron desde lejos. Ella inclinada sobre la baranda de un balcón. Él planeando con más seguridad y estilo. El ajetreo dominó la ciudad, y pronto los muros del poniente rebosaron de paja seca y provisiones para los recién llegados. La noche tardó el tiempo justo para desesperarse tres veces.

 

Con voz atropellada, él le contó sobre el reino de Ungroan, y las interminables selvas del sur. Habló de los lagos helados y los palacios tallados en hielo del reino de Thelesurun. Describió la Danza de la Fe, ejecutada por niñas descalzas sobre las hojas desnudas de espadas sostenidas por guerreros. Le regaló unas flores marchitas que encerraban el crepúsculo de un valle lejano...

Ella, con voz apagada, le habló de sus estudios, de sus amigos, de sus maestros, de la crueldad del verano transcurrido, de la fuerza que ganaba día tras día la Orden Za, de la monotonía terrible que plantaba sus semillas dentro de los muros de Vínkula...

 

Judko se inclinó sobre su hija dormida y desprendió algo de los grises cabellos. Acercó la mano a los ojos. Pelo de grifo. Pelos de gran gris de Vandaler. Suspiró, encogiéndose de hombros. Nada dijo a Henyd al día siguiente, ni al otro. Pero solo cuando las esbeltas siluetas de los grifos se diluyeron atravesando los horizontes al fin del invierno, Judko sintió alivio.

Apenas el ocaso selló la marcha de los grifos, Henyd abrió un libro hecho de limpias hojas de pergamino virgen. En su cabeza se hacinaban nombres y hechos, profecías y destinos. Sveill había narrado y narrado hasta quedar ronco, noche tras noche, durante todo el invierno. Tantas historias no podían quedar anidadas tan solo en sus oídos, precisaba conservarlas. Acaso aquel ser supremo, llamado Yaly, mencionado por el joven grifo en un par de ocasiones, fuera diestro para eternizar cuanta crónica habida y por haber, pero Henyd dudaba de su existencia. Y, de cualquier modo, no se encontraba en Vínkula. Seguramente no. Entonces, ¿qué escribir, por dónde empezar?

Rememoró las narraciones de Sveill, eligió una al fin. Y empezó a escribir sobre el sendero de quienes viven en honor, los simples y los poderosos, y la diosa del hombre triste.

 

LA DIOSA DEL HOMBRE TRISTE