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ARCHIVO, MEMORIA Y PRESENTE EN EL CINE LATINOAMERICANO

 

MAURICIO DURÁN CASTRO
CLAUDIA SALAMANCA

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Reservados todos los derechos

© Pontificia Universidad Javeriana

© Varios autores

 

Primera edición: octubre de 2016

Bogotá D. C.

isbn: 978-958-716-974-4

Número de ejemplares: 300

Hecho en Colombia

Made in Colombia

 

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

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Bogotá, D. C.

 

Corrección de estilo

Laura Giraldo

 

Diseño de colección

Diana Castellanos

 

Montaje de cubierta y diagramación

Emilio Simmonds

 

Desarrollo ePub

Lápiz Blanco S.A.S.

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Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964.
Reconocimiento de personería jurídica:
Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del Ministerio de Gobierno.

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Encuentro de investigadores en cine

    Archivo, memoria y presente en el cine latinoamericano / editores académicos y autores
Mauricio Durán Castro, Claudia Salamanca ; autores Jesse Lerner [y otros diecinueve].
-- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2016.

 

    306 páginas ; 23 cm

    Incluye referencias bibliográficas.

    Tercer encuentro realizado en Bogotá del 31 de octubre al 2 de noviembre de   2012.

    ISBN : 978-958-716-974-4

     

    1. CINE LATINOAMERICANO – CONGRESOS. 2.  CINEMATOGRAFÍA – CONGRESOS. 3. FOTOGRAFÍA CINEMATOGRÁFICA - CONGRESOS.  4. CINE HISTORIA – AMÉRICA LATINA – CONGRESOS. 5. ARCHIVOS DE CINEMATOGRAFÍA – CONGRESOS. I. Durán Castro, Mauricio, editor académico, autor. II. Salamanca Sánchez, Claudia Liliana, editora académica, autora. III. Lerner Jesse, autor. II. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Artes.

 

CDD 791.43098 edición 21

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

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inp     27 / 10 / 2016

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

INTRODUCCIÓN

 

USOS DEL ARCHIVO PARA LA MEMORIA Y EL PRESENTE

 

Este libro comprende las conferencias centrales y una gran parte de las ponencias presentadas en el III Encuentro de investigadores en cine: archivo, memoria y presente, organizado por el Ministerio de Cultura y el Observatorio Latinoamericano de Teoría e Historia del Cine, el cual tuvo lugar en Bogotá entre el 31 de octubre y el 2 de noviembre de 2012.

La importancia creciente de los archivos, en los que sus datos brindan nuevos e inextinguibles sentidos al pasado, ha hecho revisar las versiones oficiales, unívocas, lineales y progresivas de las historiografías clásicas. La atención que las nuevas historias han prestado a otras fuentes diferentes de la misma escritura de la historia, como las imágenes, las fotografías, los registros sonoros y el cine, ha permitido encontrar en estas una sorprendente forma de hacer presente el pasado. Además, el auge de prácticas de montaje con material de archivo, llamado —entre otros nombres— found footage, ha revelado una potente forma de escritura que pone en relación lo viejo y lo nuevo, lo público y lo privado, lo histórico y lo cotidiano, relativizando sus valores. Se trata de una nueva sintagmática que hace ver lo que permanecía oculto en los datos, los textos y las imágenes. El valor que cobran hoy los archivos —dentro de estos los de imágenes—, demostrado por ejemplo en las diferentes prácticas discursivas del montaje cinematográfico o las curadurías artísticas, es evidente en la actual y creciente preocupación por la conservación, uso y apropiación de los archivos y sus imágenes para la constitución de una memoria colectiva que nos sirva, muestre, indique y hable de nuestro presente. Solo desde este presente las viejas imágenes pueden mostrarnos y hablarnos de un pasado actualizado, hecho memoria.

Así es como la escritura lineal de la historia, como correlato de la idea de progreso, ha sido puesta en duda por los nuevos usos de los archivos y sus imágenes, que nos muestran de manera fugaz y nos ofrecen otros posibles sentidos del pasado, en el presente. En las “Tesis de filosofía de la historia”, Walter Benjamin1 veía en el carácter fugaz y fragmentario de la imagen del pasado una gran potencia para iluminar el presente, contrastando con la concepción clásica del historicismo que plantea una imagen “eterna” del pasado, donde su discurso lineal y monolítico oculta las dinámicas formas del pasado en lo actual. Para Benjamin, el presente debe reconocerse en imágenes fugaces del pasado que, ofreciendo otras posibles escrituras —a la manera del montaje cinematográfico—, permitan ver en las relaciones temporales entre el pasado y el presente una nueva forma de hacer historia. A su vez, este nuevo concepto de historia refleja una concepción mucho más viva y dialéctica del pasado en el presente, mucho más próximo al trabajo habitual de la memoria. A partir de este y otros métodos, Georges Didi-Huberman propone una historia de las imágenes y del arte como disciplina anacrónica, en donde la experiencia de estar ante una imagen es como la de estar ante el tiempo, en el que el presente de la mirada es interrogado por la imagen.2 Este es el carácter fugaz y abierto con que las imágenes y los archivos de imágenes del pasado interrogan nuestro presente. Frente a esto, debemos preguntarnos por lo que estos pueden señalar o decirnos de nuestra existencia. ¿Cómo y desde dónde nos hablan a nuestro presente? ¿Cuál es su actualidad y vigencia? ¿Qué papel juegan las imágenes en la constitución de nuestra memoria?

Estas preguntas y preocupaciones, que ponen en relación los archivos, la memoria y el presente, son el amplio tema que contiene la diversidad de investigaciones y reflexiones del presente libro que reúne las memorias —precisamente— del III Encuentro de investigadores en cine, realizado en Bogotá del 31 de octubre al 2 de noviembre de 2012, organizado por el Ministerio de Cultura y su Dirección de Cinematografía, la Pontificia Universidad Javeriana, la Universidad Nacional de Colombia y con el apoyo del Banco de la República de Colombia. Los textos aquí editados fueron seleccionados entre los enviados para la convocatoria por un primer comité académico conformado por miembros de la Dirección de Cinematografía del Ministerio de Cultura y del Observatorio Latinoamericano de Teoría e Historia del Cine —grupo de investigación que ha organizado los anteriores Encuentros de Investigadores en Cine— y posteriormente revisados para su actual publicación. El comité académico fue conformado por Diego Rojas, Cira Inés Mora, Yenny Alexandra Chaverra, Francisco Montaña, Luisa Fernanda Ordóñez, Mauricio Durán y Claudia Salamanca, estos dos últimos son a su vez los editores de esta publicación. Agradecemos también la asistencia de Henry Caicedo del Ministerio de Cultura. Estos dieciocho artículos recogidos en tres ejes temáticos son precedidos por los textos escritos que recogen las conferencias centrales del Encuentro, encargados a tres reconocidos investigadores y teóricos del tema. Dentro de las ponencias recogidas para la convocatoria sobresalieron unas muy ricas indagaciones sobre el uso, modos de lectura y apropiación de diferentes tipos de archivos y sus documentos, entendidos estos siempre como productos de un tiempo y lugar pasados, pero en los que sus intersecciones y diálogos con el presente se mantenían vivas. Los archivos y documentos hacen referencia al cine mismo, a través de archivos de prensa, sonoros, gráficos, fotográficos, o de la misma imagen en movimiento en su calidad de documento, la mayor de las veces aislada y fragmentaria.

La diversidad de ponencias hizo necesario agruparlas por mesas de trabajo como: el uso actual de los archivos y sus relaciones con el presente, llamando la atención a quienes pudieran dar razón de sus experiencias con prácticas investigativas con archivos; el examen crítico y teórico a los discursos elaborados a través del uso y apropiación de archivos de cine e imagen movimiento; y finalmente, las relaciones entre los archivos y sus documentos con el presente y nuestra memoria, donde también se esperaba resultados de prácticas con los archivos de cine desde la producción, la exhibición o la crítica. En estos tres ejes se presentaron distintas reflexiones e investigaciones que apuntaban hacia la historiografía del cine desde el trabajo con fuentes documentales diversas (fotografías, prensa, cine o video); estudios teóricos y críticos sobre las relaciones entre las imágenes y la memoria desde el presente; o diferentes lecturas de la historia de la técnica, las formas retóricas y diversos ejemplos de la apropiación de las imágenes a partir del “montaje de material de archivo” o found footage.

A estos tres grandes frentes del corpus de este III Encuentro sirvieron como marco teórico y contexto las tres participaciones de los invitados internacionales: David Wood, investigador sobre cine y documental latinoamericano del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México; Antonio Weinrichter, profesor asociado de la Licenciatura de Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid y autor de una decena de libros sobre el “cine de no ficción”; y Jesse Lerner, profesor, cineasta, escritor y curador, que se ha situado con gran interés en la frontera entre México y Estados Unidos.

El ensayo de Jesse Lerner “Exiliados en casa: la construcción de Los Ángeles y de la Ciudad de México en fotografía y cine” es el resultado de su investigación y práctica curatorial con un extenso y diverso material de archivo que pone en relación las migraciones e intercambios en la movediza frontera entre Estados Unidos y México. Los documentos recogen desde los primeros daguerrotipos de reportería de guerra, realizados en la invasión norteamericana a México entre 1846-48, pasando por la aventura muralista en Estados Unidos y la de fotógrafos extranjeros en México hasta las coproducciones con fotógrafos y directores de ambos lados, moviéndose de Hollywood a México y viceversa, en películas como The Wild Bunch (1969) de Sam Peckinpah con el emblemático actor Emilio “el indio” Fernández. En una larga historia de pasos fronterizos de más de un siglo, Lerner encuentra interesantes casos de retratos vecinales, apropiaciones estilísticas, “clichés” y construcción de identidad. Robando una frase del ensayo, puede decirse que se muestra aquí cómo no cruzaron la frontera, sino que la frontera los cruzó.

En “Archivo y remontaje: dos caras de una moneda de curso a legal”, Antonio Weinrichter revisa el clásico documental de ensayo Toute la mémoire du monde (1956) sobre la Biblioteca de París —del recién fallecido Alain Resnais—, para proponer una discusión sobre el archivo fílmico y el film de archivo. El primero como la acumulación de todo tipo de documentos fílmicos, aún sin archivar, y su uso, y el segundo como toda película realizada a partir de la compilación y montaje de diversos materiales fílmicos. Weinrichter hace un recorrido histórico para mostrar las dificultades de concepto y designación que este tipo de películas ha producido, bajo el género de “film de archivo”, nombre que él llama “inocente”, al querer abarcar propósitos, prácticas y objetos tan diferentes. Nombres como “films de montaje”, “compilation film”, “ensayo collage”, “found footage”, “scratch video”, denotan ya una divergencia de propósitos que van desde las intenciones del documental histórico al cine experimental, dentro de áreas disciplinarias tan diferentes como el cine de ensayo o el video arte, exigiendo todas estas diversas concepciones epistemológicas, políticas, éticas y legales. Extremos como el purismo archivístico, que concibe el documental como verdad histórica, o el esteticismo de moda expresado en los “scratch video” de MTV demandan problemas diferentes a la hora de estudiar los resultados del montaje en relación con el contexto de las fuentes documentales. Weinrichter propone finalmente tres momentos de estas prácticas, que llama el “acto de apropiación”, el “efecto de recontextualización” y la “generación de nuevos sentidos”.

Mientras que el de Weinrichter es un ensayo de tipo más reflexivo y general, el de David Wood, “El archivo reciclado”, se dedica a examinar ejemplos específicos del uso del montaje con el mismo material de archivo. Él parte también de la redefinición de archivo, para proponer la que establece Allan Sekula como “nuevo paradigma del archivo” o archivo “performativo”, donde la acumulación de material es concebida como un “depósito semántico”, e incluso “un lexicón”, que recuerda el imposible diccionario de imágenes fílmicas que se imagina Pasolini en “Cine de poesía”. En el caso concreto del uso de las imágenes filmadas por Salvador Toscano durante la Revolución Mexicana, en Memorias de un mexicano, montada en 1950 por su hija Carmen; Epopeyas de la revolución de 1960; o México: la revolución congelada, realizado por el argentino Raymundo Gleyzer en 1970; se discute la apropiación de las imágenes que en la primera busca convertir en patrimonio este gran acervo fílmico, en la segunda celebrar los cincuenta años de la Revolución Mexicana, y en la tercera mostrar cómo tal revolución terminó institucionalizándose para ser usada por las campañas de los candidatos del PRI. La discusión ha ido de los términos históricos y políticos a los legales sobre el uso y propiedad de las imágenes. Frente a estos hechos Wood se pregunta por la eficacia política y social de las imágenes, que pueden llevarlas a ser parte de un “archivo moribundo” o un “archivo multiplicado”.

Tras esta rica apertura al debate sobre el uso de los archivos y su relación con la memoria y el presente, este libro se divide en tres secciones dedicadas al uso de los archivos, las relaciones entre las imágenes de archivo y la memoria, y al examen de discursividades del montaje de archivos.

En cuanto al uso de archivos se incluyen aquí seis artículos, uno dedicado al trabajo del stillman en el cine cubano; y los otros cinco en conjunto coinciden con desarrollar fragmentos de una heterodoxa historiografía del cine en Colombia: la exhibición del cine en Bucaramanga de 1900 a 1930; el cine dentro del proyecto educativo y cultural de la República Liberal, de 1930 a 1946; la censura cinematográfica en Cali de 1945 a 1955, el cambio social del país en el Frente Nacional (1958-1974) en sus imágenes cinematográficas, y algunas notas y reflexiones sobre las producciones de Rostros y Rastros, entre 1988 y 2000. En “La nostalgia del instante”, la cubana Alicia García García recorre el oficio del stillman —quien realizaba las fotos de producción o foto fijas— en el cine cubano, desde el cine mudo hasta el producido por el ICAIC después de la revolución, dando cuenta anecdóticamente no solo de la transformación de la producción, sino también como una forma de crear imaginarios de “cubanidad” mediante estas imágenes.

“Historias locales para una historia nacional: la exhibición cinematográfica en Bucaramanga, 1897-1928”, de la historiadora Angie Rico Agudelo, expone las proyecciones en teatros destechados donde también se realizaban espectáculos de corridas de toros y boxeo, la censura ejercida por una sociedad conservadora influida por la Iglesia católica, pero también el reconocimiento del cine como un arte; todo esto años antes de que la exhibición se homogenizara con el cine parlante después de 1927. “El cine en el proyecto educativo y cultural de la República Liberal, 1930-1946”, de Yamid Galindo Cardona, describe desde las políticas educativas y culturales de los gobiernos liberales colombianos de este periodo cómo buscaron apoyarse en el cine como nuevo medio de educación y divulgación de ideas. Primero desde un proyecto modernizador con preocupaciones sociales, y también vehículo de propaganda hacia las poblaciones más populares, a este interés se le llamó con el polémico término de “cultura popular”. EnCambio social e imágenes del país en el cine colombiano del Frente Nacional”, Isabel Restrepo observa este momento histórico (1958-76) a través de dos tipos de cine: el oficial producido por distintas instituciones estatales (Ejército, Congreso, Instituto de Bienestar Familiar) y el independiente, disidente de distintas maneras de la visión oficialista. El primero dedicado a exaltar el papel del Estado, y el segundo a mostrar diferentes sectores sociales: obreros, campesinos o indígenas. Camilo Aguilera Toro y Gerylee Polanco han encontrado en el material de la serie documental Rostros y Rastros (Cali, 1988-2000) un cambio en la mirada producido por un “giro subjetivo” que introduce la voz y punto de vista del sujeto documentado. Los autores relacionan este giro con la crítica realizada en 1977 por Agarrando Pueblo de Carlos Mayolo y Luis Ospina, que denuncia una tendencia de “pornomiseria” en el documental nacional que se encargaba de dar cuenta de las clases populares urbanas y sus protagonistas.

El segundo eje dedicado al examen de discursividades es quizá el más numeroso y diverso. Desde las reflexiones teóricas sobre las formas hegemónicas de la historia del cine o sobre el papel de las imágenes en la memoria del conflicto; hasta los ejercicios más de crítica sobre el uso del montaje de material de archivo en las películas cubanas Memorias del subdesarrollo (1968) y Memorias del desarrollo (2010); el uso de la “imagen dialéctica”, el archivo y la escritura de la historia en la obra de Luis Ospina; el montaje de material de archivo en Fragmentos (1999) de Carlos Santa y Paraíso (2006) de Felipe Guerrero; las reapropiaciones de la imagen bélica a partir de found footage en varios documentales colombianos (2001-2010) y la construcción del recuerdo del conflicto armado en el cine de ficción colombiano.

En “Historia del cine y hegemonías de la forma”, Juan David Cárdenas cuestiona la forma en que la historia oficial del cine se ha centrado en una secuencia de obras estéticamente definidas y unos modos de producción establecidos, sobre todo industriales, para proponer otras que no se subordinen a estos procesos de producción en serie y mercados masivos, haciendo más bien un estudio crítico y no cronológico del cine, en los términos en que Didi-Huberman lo define mejor como una anarqueología del cine. Juan Carlos Arias cuestiona, en “Imágenes de lo inimaginable: el cine y la memoria del conflicto”, la forma en que las imágenes pretenden representar los acontecimientos de guerra. ¿Deben intentar representar lo inimaginable a partir de una reducción que lo haga comprensible o renunciar a su posibilidad de representarlo? Ante esta irresoluble oposición entre lo imaginable y lo irrepresentable, propone una tercera posición que admita la cualidad de la imagen como huella y testigo para obrar en medio del trauma, sin pretender su superación y mucho menos su olvido.

Mauricio Durán compara las estrategias narrativas y discursivas usadas en Memorias del subdesarrollo (1968) de Tomás Gutiérrez Alea y Memorias del desarrollo (2010) de Miguel Coyula, a partir del montaje y el collage de material de archivo. Además de la distancia histórica que redunda en el desarrollo tecnológico de los medios audiovisuales (de lo análogo fílmico a lo digital), la transformación del contexto social, político, económico e ideológico de los lugares de producción de estas dos películas, salta a la vista la transformación del personaje narrador. Esta comparación evidencia en el cine contemporáneo y latinoamericano el fortalecimiento del discurso autoral frente a la narratividad del cine dominante, dentro del creciente género del cine de ensayo, y el papel estructurante del montaje y collage de todo tipo de material audiovisual, generando nuevos sentidos de la historia y discursividades políticas en las imágenes de archivo. Luisa Fernanda Ordóñez, apoyándose en los conceptos de “imagen dialéctica” de Benjamin y de “anacronismo de las imágenes” de Didi-Huberman, realiza un acucioso estudio desde el archivo Luis Ospina sobre un aspecto muy importante de su obra: la pregunta por la memoria y el sentido de la historia ha sido una constante en los documentales del cineasta colombiano durante los años ochenta y noventa. Ordóñez se centra en la forma de trabajo y sentido que tienen para Ospina la obsesiva recolección de un archivo personal (centrado en la historia colombiana y el cine nacional a partir de documentos escritos, gráficos, fotográficos y cinematográficos) y la puesta en diálogo de este material a través del trabajo poético del montaje. Diana Lowis y Carolina Sourdis comparan las formas de montaje que abordan dos documentales con material de archivo: Fragmentos (1999) de Carlos Santa y Paraíso (2006) de Felipe Guerrero. Ambos recogen un importante acervo documental histórico colombiano: la primera con imágenes de archivo fílmico de la primera mitad del siglo XX y la segunda se centra más en imágenes video y televisivas de la segunda mitad del mismo siglo, para apropiarse y transgredirlo, ya no en el sentido histórico que estas mismas imágenes enuncian, sino buscando otros propósitos —poéticos o plásticos—, con los que no se dejan de producir nuevas lecturas de estas imágenes y también de la historia. También Maria Luna en “Mapa del archivo del silencio. Reapropiaciones de la imagen bélica” analiza cinco trabajos experimentales de found footage sobre noticias del conflicto armado, realizados en Colombia durante la primera década del 2000. Ante la forma en que la noticia televisiva espectaculariza la realidad del conflicto generando un “borramiento de la memoria”, estos trabajos de montaje reaccionan proponiendo un “silencio audiovisual”. Ellos responden a la manipulación de la opinión a través del recurso de la voz que silencia las imágenes, con un desmontaje que hace evidente las prácticas de los noticieros y un silencio que les devuelve el sentido a las imágenes. Finalmente destaca tres formas en que estos trabajos crean nuevas relaciones en las imágenes: la sinestesia, el desafío a una voz de autoridad y el silencio como expresión del horror. Otro trabajo de análisis comparativo de material fílmico es el que hace Manuel Silva Rodríguez, a partir de los conceptos de memoria, olvido, recuerdo y rememoración, en dos películas colombianas: Yo soy otro (2006) de Oscar Campo, y Retratos de un mar de mentiras (2011) de Carlos Gaviria. A partir de las referencias filosóficas de Paul Ricoeur y Tzvetan Todorov, define estos cuatro conceptos para afirmar luego que “las películas son improntas del conflicto”, no solo en las imágenes documentales, sino también en el cine de ficción, siendo en Yo soy otro la fractura esquizoide de un individuo una sinécdoque de la sociedad fragmentada por el conflicto; y en Retratos de un mar de mentiras, la memoria colectiva que explica la rapiña de tierras y el desarraigo campesino como causa y efecto del conflicto.

En el último eje, sobre las relaciones entre las imágenes de archivo y la memoria, se publican en este volumen tres textos críticos dedicados a la única película de René Rebetez, a las contradicciones entre tres fuentes documentales sobre un mismo hecho y a las relaciones entre archivos fotográficos digitales en internet y la memoria e identidad. Andrés Jurado y Regina Tattersfield Yarza después de haber encontrado y examinado la película La Magia (1975) —olvidada quizá al tomarlo por película excéntrica y exótica—, del escritor y cineasta colombiano René Rebetez, descubren en esta una peculiar forma de asumir el material de archivo arqueológico, etnográfico y cinematográfico, para construir un sujeto, o forma de autorrepresentación, desde las condiciones del continente americano. Rebetez mezcla, sin prejuicios académicos ni políticos, procedimientos mágicos y medicinales de ancestros indígenas que van desde el sur del río Hudson hasta la selva amazónica, pasando por el Popol Vuh, consumos de sustancias psicoactivas, terapias psicoanalíticas y hábitos de culturas urbanas contemporáneas, en una especie de “cinemateca arqueológica”, denominada por él.

Claudia Salamanca confronta tres documentos sobre un mismo acontecimiento para mostrar cómo no logran confirmarse en un solo hecho real coherente: la masacre de Chengue el 17 de enero del 2001. Un reportaje del Washington Post que es negado por las declaraciones posteriores del comandante paramilitar Carlos Castaño —ejecutor del crimen—, además de las imágenes obtenidas en el lugar del hecho pocos días después. Salamanca expone cómo la negación del victimario y la posterior invisibilización de las imágenes documentales se realizan a partir de una misma operación que llama “centralización del archivo local”, dentro de una “geografía política de la imagen” como práctica del poder. Los conceptos que se desprenden de esta investigación sobre fuentes y documentos precisos proponen una teorización y comprensión de las políticas contemporáneas y locales del manejo de la información, archivos e imágenes. Finalmente, Laura Cala se aproxima a indagar sobre las formas contemporáneas de organizar y editar archivos fotográficos en soportes digitales que circulan en redes sociales de Internet, como Facebook, confrontándolo con las prácticas de uso de su antecesor, el álbum familiar, en los intereses que tienen ambas formas de archivo en construir y reconfigurar identidades.

El presente libro deviene de intereses varios que coinciden en la creación de modos temporales de vida y por supuesto de historia, a través de la práctica con las imágenes. En cada texto el lector encontrará un esfuerzo por conceptualizar nuestra contemporaneidad imbuida en el mar de imágenes donde ya pareciera que el archivo no es posible o que, por el contrario, nos hemos visto forzados a ser coleccionistas en medio del mar de las imágenes. Es así como se concibe este texto: con la pertinencia del hoy en el que se nos exige una mirada desde el archivo, una mirada que cataloga, analiza y a la vez produce el archivo mismo.

LOS EDITORES

CONFERENCIAS CENTRALES

EXILIADOS EN CASA: LA CONSTRUCCIÓN DE LOS ÁNGELES Y DE LA CIUDAD DE MÉXICO EN FOTOGRAFÍA Y CINE

JESSE LERNER

 

En el principio fue la invasión: una apropiación de tierras disfrazada como autodefensa. “Se ha derramado sangre estadounidense en suelo estadounidense”, fue la manera en que el presidente Polk tergiversó la llamada “Escaramuza de Thornton”, el pretexto para la Guerra Estados Unidos-México (1846-1948). Junto con la invasión llegó una tecnología de representación visual —el daguerrotipo— que en la época fue novedosa. La fotografía, que en aquel tiempo ya se había establecido en Veracruz, Nueva York, Washington, D. C., y en la Ciudad de México, se encontraba en California todavía en estado embrionario antes de la guerra. Existen testimonios de solo una fotógrafa activa en la California mexicana, Epifania de Guadalupe Vallejo, de quien poco se conoce.3 Con esta excepción, la guerra y la consiguiente Fiebre del Oro fueron las que atrajeron la fotografía a la frontera norte de México. Unos soldados invasores trajeron consigo cámaras de daguerrotipo, lo que convirtió a la Intervención estadounidense en México en la primera guerra fotografiada.4 Estos primeros procesos fotográficos no podían reproducirse de manera mecánica: cada daguerrotipo era un objeto único, y la forma para duplicar estas imágenes era mediante grabados, que reproducían las fotografías de manera imperfecta. Sin embargo, los años cercanos a 1850 nos sirven de preludio a las historias que aquí nos competen; así mismo, marcan el comienzo de diversas narrativas definidas: las referentes a la fotografía en California, del conflicto anglo-mexicano en la región, y de la población irredenta. No cruzamos la frontera; la frontera nos cruzó a nosotros.

En el principio estaban los “greasers”, según los intrusos, la imagen degradante de la población expatriada, sindicados como indignos, inmorales y antihigiénicos. El artista contemporáneo Ken Gonzales-Day ha explorado el legado criminal de este sobrenombre racista, tanto en su estudio histórico, Lynching in the West, 1850-1935, como en su serie de fotografías Erased Lynchings (2004-06). Luego de la invasión, según los documentos de Gonzales-Day, la nueva ley de la tierra fundía (y confundía) identidad racial con criminalidad. Con grupos parapoliciales y justicia (sumaria) por mano propia satisfecha a costa de ahorcamientos, la fotografía se convirtió en parte integral de las ejecuciones extrajudiciales. El estereotipo del “greaser” demostró ser perdurable y maleable, un vocablo racista que podía adaptarse a diferentes épocas y circunstancias. Durante la segunda década del siglo pasado estalló una guerra civil en México, y la incipiente industria del cine de Hollywood aprovechó para activar y poner en funcionamiento estos estereotipos racistas en sus narrativas. Cientos de películas ambientadas en la Revolución Mexicana, o en cualquier otra nación latinoamericana, transcurrían en levantamientos políticos apenas definidos —por ejemplo, el filme de 1916 de Douglas Fairbanks The Americano tenía lugar en un país llamado “Paragonia”— y constituyeron un género, atrapado en los levantamientos políticos indefinidos, conocido como “cine greaser”. La filmografía de Emilio García Riera, México visto por el cine extranjero, compuesta de seis volúmenes, enumera decenas de producciones de Hollywood de este tipo.5 Los diplomáticos mexicanos protestaron contra estas representaciones; sin embargo no obtuvieron resultados.6 Los mexicanos, maquinadores, deshonestos, inestables, y que irremediablemente llevaban sombrero, no dudaban en sacar una daga de sus sarapes cuando les daba un ataque de ira furibunda: se les identificó como “el otro” contra el que los anglos se definían a sí mismos.

Algunos de los miles de refugiados de la Revolución Mexicana que buscaban asilo en el sur de California encontraron trabajo en la industria incipiente del cine. Inevitablemente, la realidad vivida por la diáspora mexicana se cruzaba con esta representación estereotípica. Una de las carreras artísticas que se consolidó en este género cinematográfico fue la del soldado mercenario galés Caryl Ap Rhys Pryce,7 quien luchó junto a los hermanos anarquistas Flores Magón en Baja California y luego se mudó a Hollywood, donde interpretó a revolucionarios mexicanos en películas “greaser” como The Colonel’s Escape y The Gun Smugglers. La realidad y sus representaciones se habían entremezclado irremediablemente. El resultado fue un nudo obcecado que, sin importar qué transformaciones sufriría, un siglo después todavía permanecería intacto.

Antes de que finalizara la era del cine mudo, México contaba ya con una nueva constitución y con un nuevo gobierno. Manuel Gamio vincula la Revolución, que instaló un nuevo régimen, a la experiencia de la inmigración y de la vida en la frontera.

Cuando los habitantes de Estados Unidos y México se acercaron gracias a los ferrocarriles construidos en los últimos cincuenta años, las masas mexicanas comenzaron a comparar sus condiciones de vida, su existencia bajo una tiranía y su miseria general con la libertad y el bienestar material de las masas estadounidenses... Se puede comprobar esta realidad en el hecho de que la mayoría de los funcionarios de gobiernos revolucionarios, como así también los líderes de los movimientos revolucionarios, nacieron en estados fronterizos, donde se puede apreciar más el contraste debido a la relativa accesibilidad de Estados Unidos.8

El renacimiento cultural, que surge como consecuencia de la Revolución, atrajo la atención de artistas de Estados Unidos, que, por primera vez, fueron más allá de sus referencias europeas habituales. La Primera Guerra Mundial había dejado a aquel continente en ruinas y devastado sus vanguardias artísticas. Muchos de los líderes del arte moderno habían sido asesinados (Franz Marc, August Macke), muerto en medio de la guerra (Umberto Boccioni) o exiliados por el mundo debido al conflicto bélico (Duchamp primero viajó a Nueva York y luego a jugar ajedrez a Buenos Aires; Picabia se trasladó a Nueva York; muchos de los dadaístas, a Zúrich, entre otros). La falta de las usuales referencias europeas hizo que California dirigiese su mirada, por primera vez, no a Europa, hacia el este cruzando el continente y el Atlántico, sino hacia el sur, a México.

Antes de que los protagonistas del muralismo mexicano fuesen a trabajar al sur de California, el movimiento se hizo conocido para muchos en Estados Unidos por el trabajo de dos fotógrafos autoexiliados que se habían mudado de Los Ángeles a la ciudad de México. Tina Modotti y Edward Weston se conocieron en Los Ángeles en 1921, donde ambos eran figuras del reducido submundo bohemio. El desencantado Weston tenía un estudio fotográfico en un suburbio denominado Trópico, que hoy en día forma parte de Glendale. Para él, México significaba la promesa de escapar de un lugar que detestaba, una “tierra llena de cielos grises, alcohol, contrabando y evangelistas contantes”.9 Modotti había hecho papeles menores en películas de Hollywood, escribía poesía y, bajo la tutela de Weston, incursionó en la fotografía. Al huir a México por razones personales, a los artistas del renacimiento cultural mexicano se les abrieron las puertas, incluyendo los muralistas. Pero la fotografía de Weston y Modotti funcionó como mucho más que la sola documentación del movimiento muralista; fue parte de un dialogo productivo que trasciende las características propias de los medios y de imaginarios nacionales, incluso a pesar de que inconscientemente exploraba ambos temas. En su obra y en la de su círculo, observamos un intercambio entre artistas, una serie de diálogos que sugieren ideas compartidas y un propósito común. El retrato que Weston realizó de Diego Rivera lo muestra como un pintor encorvado descansando y que mira fuera del cuadro, absorto en sus propios pensamientos. Rivera reproduce esta imagen para convertirlo en su autorretrato de las escalinatas de la Secretaría de Educación Pública, como también el desnudo de Modotti que pintó como figura central de sus murales de Chapingo, tal vez haya surgido también de la fotografía de Weston. En el Palacio Nacional, Rivera incluye un retrato de Modotti entregando armas al proletariado revolucionario.

Sus imágenes en murales mexicanos aparecieron en los periódicos Mexican Folkways, New Masses y en libros como Idols Behind Altars, de Anita Brenner en 1929, The Frescoes of Diego Rivera, de Ernestine Evans en 1929, que fue la primera monografía en lengua inglesa sobre el artista, y José Clemente Orozco, de Alma Reed en 1932. Estas reproducciones funcionaron como el principal medio para la difusión del modernismo mexicano en Estados Unidos antes de la visita de Orozco (1927-34), Rivera (1930-33) y Siqueiros (1932, 1936). Interesados en el arte modernista mexicano, coleccionistas de California, como Albert Bender, adquirieron las fotografías de Modotti de los murales. Es a través de las fotografías de Modotti que Alfred Barr pudo apreciar por primera vez los frescos de Rivera; luego, Barr le daría a Rivera una exposición individual (1931) en el recién inaugurado Museo de Arte Moderno. Lawrance Hurlburt, Irene Herner de Larrea y otros historiadores han narrado las aventuras, desventuras y el impacto de los muralistas mexicanos en Estados Unidos, artistas cuya obra y presencia marcó a artistas como Jackson Pollock, Phillip Guston y, por supuesto, a los muralistas radicados en Estados Unidos.10 En algunos casos, esa influencia perduró más que las obras mismas de los muralistas. Cuando Rivera se rehusó a quitar un retrato de Lenin de su encargo para el Rockefeller Center, el mural fue destruido. E. B. White escribió el mejor epitafio para la obra:

“No es de buen gusto para alguien como yo”,
Dijo el nieto de Nelson, John D.
“Cuestionar la integridad del artista
O mencionar algo utilitario como los honorarios
Pero bien sé lo que me gusta
Aunque con el arte no me meto;
Por veintiún mil dólares conservadores
Pintas a un extremista. ¡Caramba!
Jamás podría alquilar las oficinas —
Las oficinas capitalistas—.
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América Tropical, de Siqueiros (1932, en la calle Olvera de Los Ángeles, “una calle del México de ayer en una ciudad de hoy”) y Mitin obrero (1932, en la Escuela de Arte Chouinard) tuvieron destinos similares. La estética de las floridas Tehuanas de Alfredo Ramos Martínez resonó mejor con el gusto local. En lugar de las visiones antiimperialistas del profético Lenin o el águila norteamericana sobrevolando una indígena crucificada, no sorprende que el folklore apocalíptico fuera más atractivo para los mecenas burgueses que el estalinismo militante de Siqueiros.

Laura Mulvey y Peter Wollen indican que el giro de Modotti hacia la fotografía, al pasar de estar frente a la cámara a detrás de ella, representa una reorientación de su mirada. A pesar de que su carrera comenzó, según explican, “como actriz de cine y modelo, redirigió las miradas que hasta ese momento se habían concentrado en ella, hacia afuera cuando se convirtió en fotógrafa”.12 Su obra como fotógrafa, llevada a cabo en un periodo de apenas siete años, es relativamente pequeña, pero alcanzó logros importantes con una colección de imágenes caracterizadas por una astuta fusión de compromiso político radical y una perfección formal refinada. En cambio, su trayectoria en la joven industria de Hollywood se caracterizó por una serie de clichés. Weston registra con fecha 12 de marzo en su Daybook:

Otro lugar al que hemos [él y Modotti] ido juntos últimamente es el cine. No hay nada extraño en registrar “ir a ver una película”, excepto que esta vez vimos a la misma Tina en la pantalla en un papel pequeño que hizo hace algunos años en Los Ángeles. Nos reímos del papel de villana que interpretó.13

A Modotti le daban roles racistas que eran clichés: variaciones de la apasionada femme fatale mexicana, tanto en la única actuación cinematográfica que perdura, The Tiger’s Coat (1920), como en sus papeles en películas que se han perdido, como I Can Explain (1922) y Riding With Death (1921). En la primera interpretó a una impostora mexicana, una “jornalera greaser de baja calaña”, de “Tehuana”, un pueblo “de la costa del Golfo de México” que se hace pasar por huérfana escocesa. El argumento gira en torno al disfraz racial de Modotti, y su perdición surge cuando se revela que se ha “hecho pasar” por “blanca”. The Tiger’s Coat va más allá de un simple ejemplo de los prejuicios anglos hacia los mexicanos y coloca a Modotti en un papel con múltiples paralelos a su vida fuera de cámara: como musa, como impostora con identidades inciertas y como comodín de identidades por medio de artimañas. Pese a que a Modotti se la recuerda por su fotografía, los estereotipos que encarnó en la pantalla demuestran ser tan perdurables como sus logros artísticos majestuosos.

En la histórica muestra de 1982 en la Galería Whitechapel de Londres, Mulvey y Wollen comparan a Modotti con una pintora por entonces desconocida llamada Frida Kahlo. Para Kahlo, los curadores escribieron, “el disfraz se vuelve una forma de dedicatoria”.14 De hecho, el disfraz surge como uno de los temas unificadores perdurables de esta historia trasnacional, junto con la fuerza duradera de una serie de estereotipos patéticos, el lugar crucial para ese “otro” que define la identidad nacional, y la importancia vital de la reciprocidad y el diálogo como términos preponderantes del intercambio artístico. La tehuana de Modotti, una inmigrante italiana que se hace pasar por inmigrante mexicana que se hace pasar por escocesa, debería luego encarar más disfraces de mucha mayor repercusión. Su vida como activista política (y agente estalinista) requirió de incontables identidades y disfraces falsos, finalizando con su regreso a México con un pasaporte español bajo el nombre de “Carmen Ruiz Sánchez”, menos de un año antes de su muerte.

Para captar atención y fomentar su obra, Robert Stacy-Judd, un defensor y promotor incansable del renacimiento precolombino en arquitectura, se vestía como noble maya en sus conferencias sobre “los primeros” edificios “100 % americanos”. Sus películas caseras lo muestran bailando una rumba estilo maya frente a las casas posprecolombinas de Frank Lloyd Wright. El artista y fotógrafo chilango Adolfo Patiño, conocido como Adolfotógrafo, actuaba como estrella del arte chicano con patrocinio corporativo haciéndose pasar por una reina de la belleza de Tehuantepec, sosteniendo en el aire una botella de vodka Absolut® para Marco Antonio Pacheco, quien tomaba su retrato con su Polaroid.

Los artistas más populares incluían a un puñado de actores mexicanos cuya fama creció al punto de convertirse en los personajes con mayor poder de convocatoria de Hollywood: los duranguenses Dolores del Río y Ramón Navarro, Lupita Tovar y la “fiera” potosina Lupe Vélez. Al igual que otros talentosos latinoamericanos o españoles, siempre se vieron condenados a trabajar dentro de los límites de estos clichés, o asumir algún otro papel racializado. La activista de los medios Dee Dee Halleck presentó en 1995 un documental con fragmentos cinematográficos titulado The Gringo in Mañanaland: A Musical que deconstruye muchas de las imágenes de México y de otras naciones “latinas” indeterminadas, creadas por Hollywood. En especial, en la primera etapa del cine, antes del advenimiento del cine sonoro, muchos de los elementos de esta filmografía, incluyendo algunos con los títulos más enigmáticos, hoy se han perdido, al igual que, de hecho, la mayoría del cine mudo, víctima de las cintas de nitrato inflamables, del almacenamiento inadecuado, de la venta de cintas para su destrucción para conseguir unos centavos de plata por las copias, y de la falta de esfuerzos de preservación. Salvo por un descubrimiento inesperado, nunca tendremos la oportunidad de ver la versión de la historia de La Malinche, The Woman God Forgot (1917), narrada según la óptica de C. B. DeMille. También se ha perdido la secuencia de baile coreografiada e interpretada por Rosa Roland (luego llamada Rosa Covarrubias, nacida en Los Ángeles y criada en la cercana ciudad de Azusa) para el melodrama protofeminista de Lois Weber What do Men Want? (1921). Luego Roland pasó a formar parte del renacimiento cultural mexicano y contribuyó con fotografías que ilustran las etnografías pop de Miguel Covarrubias Island of Bali (1937) y Mexico South (1946).

¿Las buenas cercas hacen buenos, o al menos mejores, vecinos?

Dos cambios internacionales consecutivos alteraron el contexto y contenido de las representaciones californianas de México; así mismo, desestabilizaron el equilibrio anterior que se debatía entre el romanticismo paternalista y el clima reinante de racismo, entre la celebración del censurado legado “español” de la región y las campañas de repatriación, la discriminación en la
vivienda y la educación de calidad inferior. El primero de estos cambios políticos, casi cien años luego de la apropiación de más de un tercio del territorio mexicano por parte de los Estados Unidos, se dio cuando el gobierno estadounidense sintió que era imperativo convertirse en un “buen vecino”. Con el surgimiento del fascismo en Europa y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, las exigencias internacionales hacían que la solidaridad en el hemisferio fuese una prioridad. Las directivas de Washington lograron lo que las protestas de los diplomáticos latinoamericanos nunca pudieron: una reconstrucción radical de la imagen de Latinoamérica en Hollywood. Desaparecieron los arteros “greasers”, los ardientes amantes latinos y los bandidos. En su lugar llegaron los “buenos vecinos”, preparados para dejar atrás los conflictos en nombre de la solidaridad en el hemisferio.

Juárez (William Dieterle, 1939) se constituye como un intento torpe de manejar la política exterior a través del cine.15 Falló tanto en el contexto estadounidense como en el mexicano. Lázaro Cárdenas autorizó a realizar un estreno destacado en el Palacio de Bellas Artes, la primera película que recibió tal honor, pero la respuesta fue, en el mejor de los casos, tibia. La Prensa la condenó de “caricatura” diseñada para “engañar a los bobos y a aquellos sin amor genuino por México”. Últimas Noticias se quejó de que el Juárez de la película llevaba consigo un retrato de Lincoln a todos lados, como si fuera una imagen de su novia. Gran parte del público aparentemente se identificó con los intrusos europeos, Maximiliano y Carlota, más que con el héroe que le daba título al filme.16

Se convocó a los talentos más grandes de Hollywood en un esfuerzo por promover la causa de la unidad panamericana. El fracasado proyecto de Orson Welles Pan American planeaba incluir My Friend Bonito —también conocido como Bonito, the Bull, de Norman Foster—, basada en una historia del documentalista Robert Flaherty, y adaptada por el novelista Foster y John Fante.17 La segunda unidad de producción comenzó a rodar antes de que Welles y su prometida, Dolores del Río, salieran “volando a Río” a filmar el funesto capítulo brasileño. Estas imágenes no se lanzaron comercialmente hasta 1993, como parte del documental It’s All True (1993).