La cámara verde

Martine Desjardins

 

 

Traducción del francés a cargo de

Luisa Lucuix Venegas

 

 

019

 

 

Martine Desjardins nació en 1957 en Mont-Royal, un barrio de Montreal. Dio el salto a la fama en 1997 con su primera novela, «Le Cercle de Clara». En 2005 obtuvo el Premio Ringuet de la Academia de las Letras de Quebec por «L’Evocation». Su novela fantástica «Maleficium» (2009) le granjeó el Premio Jacques-Brossard de Ciencia Ficción y Fantasía, galardón que ha obtenido de nuevo en 2017 gracias a «La cámara verde», su quinta novela («Un estilo cincelado, teñido de poesía y brío humorístico», Les libraires), considerada su mejor obra hasta el momento.

 

 

 

Título original: La chambre verte

 

Edición en ebook: junio de 2018

 

© Martine Desjardins y Éditions Alto, 2016

Copyright de la traducción © Luisa Lucuix Venegas, 2018

Copyright del prólogo © Alan Hollinghurst, 2013

Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2018

Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid

 

www.impedimenta.es

 

Diseño de colección y dirección editorial: Enrique Redel

Maquetación: Nerea Aguilera

Corrección: Susana Rodríguez

Composición digital: leerendigital.com

 

ISBN: 9788417115432

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

 

 

 

 

Para Lucie, Louis, Élise, Michèle y Mireille,

en recuerdo de nuestros padres.

 

 

 

 

 

«El que tenga oídos, que oiga.»

MATEO 11, 15

 

 

 

 

 

Una saga familiar gozosamente gótica, galardonada con el prestigioso Premio Jacques-Brossard. Una de las más divertidas novelas canadienses de los últimos años.

 

 

 

 

 

"Un lenguaje perfecto, robusto y extraordinariamente rico en matices."

Lettres québécoises

 

 

"Este libro es una delicia para todos los amantes del estilo gótico y el humor negro."

Impact Campus

 

 

 

La cámara verde

 

 

CubiertaTodas las casas tienen sus pequeños secretos, pero algunas los protegen con más ahínco que otras. Durante años, los de la familia Delorme han sido celosamente custodiados por las robustas paredes de su hogar, una mansión gótica de Mont-Royal, que oculta tras sesenta y siete cerraduras las historias más perturbadoras. Sin embargo, todas ellas saldrán a la luz con la irrupción de la intrigante y hermosa Penny Sterling, incluyendo el misterio de la habitación abovedada conocida como «la cámara verde»: el espeluznante cuerpo de una mujer momificada que sujeta entre sus dientes un ladrillo con una moneda en su interior. Una moneda que, probablemente, formara parte de ese patrimonio que desapareció con tres generaciones de los Delorme, en un torbellino de venganza, muerte y desgracia.

cover.jpg

 

Índice

 

 

PORTADA

LA CÁMARA VERDE

PRÓLOGO

I. PLANTA BAJA

II. PLANTA DE ARRIBA

III. SÓTANO

EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

ÍNDICE

SOBRE ESTE LIBRO

SOBRE

CRÉDITOS

PRÓLOGO

Estaba segura de que terminarían encontrando el cadáver. Después de todo, son concienzudos ujieres. ¿Acaso no les ha valido su minuciosidad, llevada hasta el ensañamiento, la reputación de ser los más temibles de su profesión? Aunque en un principio albergué mis dudas, estas se disiparon en el momento en que los vi adentrarse por la senda tortuosa que lleva a mi escalinata. Muy pocos se atreven a aventurarse por el laberinto de callejones sin salida, glorietas y urbanizaciones en semicírculo que surcan nuestra ciudad dormitorio y que protegen nuestros secretos de las intrusiones del vulgum pecus mucho mejor que el cercado que nos rodea. Menos aún son los que consiguen abrirse camino hasta mi ubicación sin tener que preguntarles a los vecinos que pasean a sus perros, quienes, por cierto, prefieren hacerse los locos antes que embarcarse en una serie de indicaciones confusas e intermi­nables.

Nuestra avenida, lo reconozco, no es la más fácil de encontrar, porque es la más corta del Enclave,[1] y mide en su totalidad lo que una sola manzana de casas. Debe esta imperfección al descabellado plano de nuestra ciudad, que un diligente urbanista, en un delirio monárquico, trazó sobre las líneas entrecruzadas de la bandera del Reino Unido. Para llegar a ella, hay que encontrar primero uno de los dos bulevares que la atraviesan en diagonal y alcanzar el centro sin perderse, girar a la izquierda tras la oficina de correos, cruzar el puente que franquea la vía del tren, pasar por delante de la estación, seguir la rosaleda, rodear el gran parque hasta llegar a la ferretería, girar a la derecha tras la pastelería y, cuando se alcanza la bifurcación, doblar finalmente en la primera esquina de la calle para tomar un camino sombreado por los arces. Me erijo al final de esa avenida, en el lado sur, en una parcela colindante con una de las seis sucursales bancarias del Enclave, con las que, debido a mi particular arquitectura, a menudo se me confunde.

Igual que algunos hombres sienten una curiosidad inexplicable por las vías del tren o los puentes, Louis-Dollard Delorme, mi venerable fundador, tuvo siempre una devoción sin límites por los bancos. Su más anhelado deseo era que su residencia privada rivalizase en opulencia con las construcciones de las grandes instituciones de la Place d’Armes y, para conseguirlo, le dio al arquitecto encargado de realizar los planos de su casa una lista detallada de sus especificaciones: en la fachada, quería dos historiadas puertas de bronce, seis columnas corintias y un tímpano que enarbolara los escudos de la familia; en el centro de la vivienda, un atrio de mármol coronado por una cúpula acristalada; haciendo las veces de recibidor y a modo de patio de operaciones, un gran vestíbulo con techo artesonado; sin olvidar una cámara acorazada, blindada a prueba de robos. El exorbitado presupuesto, sin embargo, se impuso rápidamente a sus ambiciones, obligándole a renunciar a la cúpula, al mármol y al bronce, así como al artesonado. De su proyecto inicial solo conservo cuatro columnas sin capiteles en la escalinata, un amago de frontispicio decorado con un castor esculpido en madera, dos ventanillas de metal dorado en la entrada, un modesto mostrador de depósitos y, por supuesto, la cámara acorazada que se agazapa en el espesor de mis cimientos.

Los ujieres no se dejaron intimidar por tan poca cosa. Tendrían que haber visto con qué sangre fría tomaron posesión del lugar tras destrozarme la puerta. Primero expulsaron a las tres hermanas Delorme, que se habían parapetado en sus dormitorios. Como estas se resistían entre bramidos y amenazas inútiles, las inmovilizaron y las arrastraron fuera; una tarea más que sencilla para ellos, puesto que las solteronas llevaban meses alimentándose exclusivamente a base de té y biscotes Melba. Y, en cuanto mis suelos se libraron de aquella molesta presencia, procedieron a inspeccionarme para constatar que ya se me había despojado de casi todos mis muebles. Sin que les retrasaran lo más mínimo las sesenta y siete cerraduras que acerrojan mis puertas, mis armarios, mis cajones, mis baúles y mis compartimentos, apenas tardaron unas horas en elaborar el metódico inventario de los vestigios de mi pasado, valerosos objetos que ahora luchan solos contra el eco de las habitaciones desiertas: el frasco de Postum vacío sobre el manto de la chimenea, el programa del hipódromo Blue Bonnets perdido entre las páginas de la guía telefónica, la calculadora Olivetti, el horario de trenes disimulado bajo el forro de un sombrero, el trozo de jabón Cuticura aplastado en el fondo del cesto de la ropa sucia, el maletín de pesca verde metálico, la estola de piel de ratón apolillada, los guantes de fregar de caucho amarillo abandonados sobre el borde del fregadero, el frasco de vainilla escondido bajo un colchón, la vieja mesa de picnic herrumbrosa, los huesos de gato calcinados en el incinerador de basura, el trozo de rosbif reseco tras el calorífero, las gomas elásticas de cartero enrolladas en los pomos de las puertas… No se les escapó ningún detalle.

Al no haber encontrado nada de valor ni en la planta de arriba ni en la planta baja, cuando descendieron al sótano se hallaban en un estado febril. Como lobos de caza al final de un largo invierno, me removieron las entrañas sin miramientos, saltaron los arcos de los candados a golpes de martillo, rebuscaron hasta en mi vieja carbonera. Así fue como encontraron, disimulada tras el depósito de fueloil, la puerta de la cámara acorazada. Esta puerta de acero blindado, de ocho centímetros de espesor, no tiene ni pomo ni cerradura ni bisagras a la vista. Ni una palanqueta habría podido forzarla. Les eché una mano accionando el mecanismo de apertura, cuyo secreto solo yo conozco, haciendo que la puerta girara sobre sus goznes mal engrasados al primer empuje. La cámara exhalaba un acre olor a humo mezclado con los vapores etílicos de los billetes nuevos. Los ujieres se precipitaron al interior, seguros de haber encontrado por fin el famoso escondrijo en el que, según los rumores, los Delorme ocultaban su fortuna.

Aunque es cierto que aquí era donde antes se guardaba el dinero, de este, claro está, no quedaba rastro alguno. La estancia de paredes verdosas estaba tan desnuda como la celda de una prisión, excepto por una masa informe, aunque humana, desplomada sobre el manto de cenizas que recubría el suelo. Creía que los ujieres vomitarían el almuerzo sobre la marcha, pero subestimé enormemente la resistencia gástrica de aquellas dos rapaces. A pesar de que, según llegarían a confesar, jamás habían hecho un descubrimiento tan macabro a lo largo de sus numerosos años de experiencia, no mostraron señal alguna de espanto. Se limitaron a sacar su cuadernillo y a añadir el dato siguiente al final del inventario:

CADÁVER DE MUJER, de uno sesenta de altura, edad indeterminada, ataviada con vestido de lunares blancos sobre fondo azul de punto de seda y calzada con zapatos de cordones de cuero azul marino. El cuerpo parece momificado. Sin duda ha estado preservado de la descomposición por el perfecto aislamiento de la puerta de acero. La piel presenta el mismo aspecto negro y burilado que el suavizador de un barbero. Los cabellos, despeinados, son de color ceniza. Bajo los párpados entreabiertos, observamos que los ojos se han vuelto opacos. Tiene los labios callosos y, entre los dientes, aprieta fuertemente un ladrillo de arcilla roja, de factura artesanal, roído por algunos sitios. Tres de sus incisivos están rotos, y los caninos, fracturados.

Si se hubieran tomado la molestia de liberar el ladrillo del aprisionamiento de las mandíbulas y lo hubieran fundido, habrían encontrado en el interior una moneda de plata deslustrada, muy antigua, con la efigie de la reina Victoria desgastada de tanto frotarla. Es el único tesoro digno de ese nombre aquí. Y el mismo que, hace más de ochenta años, sembró en el corazón de los Delorme el germen de su propia destrucción.

[1]. Bajo este sobrenombre se adivina la acomodada Ville Mont-Royal, ciudad de la periferia de Montreal y hoy prácticamente fusionada con la misma. (Todas las notas son de la traductora.)

i

PLANTA BAJA