imagen

 

 

Hampton Sides. Memphis (EE.UU.), 1962

Historiador, escritor y periodista estadounidense, conocido sobre todo por sus emocionantes historias de aventuras ambientadas en guerras o representando épicas expediciones de descubrimiento y exploración. Es autor de gran parte de las obras de no ficción más vendidas en los últimos años en los Estados Unidos: Americana, Hellhound on His Trail, Ghost Soldiers, Blood and Thunder. Sides es editor de la revista Outside y ha escrito para otros periódicos y revistas como National Geographic, The New Yorker, Esquire, Men’s Journal y The Washington Post. Su trabajo periodístico, recogido en numerosas antologías publicadas, ha sido nominado en diversas ocasiones para los premios más prestigiosos. Es miembro del consejo consultivo de la Conferencia de No Ficción Literaria de Mayborn. Sides ha sido invitado a dar conferencias en Columbia, Yale, Stanford, la Universidad Metodista del Sur, Colorado, el Centro Nacional Autry del Oeste Americano, la Embajada Americana en Manila, la Rehoboth Christian School y el Museo Nacional de la Segunda Guerra Mundial, entre otros lugares e instituciones. Ha aparecido como invitado en diversos canales y programas de televisión, como American Experience, Today Show, Book TV, History Channel, Fresh Air, CNN, CBS Sunday Morning, The NewsHour con Jim Lehrer, The Colbert Report, Imus in the Morning... Vive en Nuevo México con su esposa, Anne, y sus tres hijos.

 

 

 

Título original: In the Kingdom of Ice: The Grand and Terrible Polar Voyage of the USS Jeannette (2015)

 

© Del libro: Hampton Sides

© De la traducción: Miguel Marqués

Edición en ebook: agosto de 2019

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

28044 Madrid (España)

contacto@capitanswing.com

www.capitanswing.com

 

ISBN: 978-84-120830-8-8

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

En el reino del hielo

 

 

CubiertaLa era de la exploración estaba llegando a su fin, pero el misterio del polo norte permaneció. Los contemporáneos describieron el polo como el «objeto inalcanzable de nuestros sueños», y el impulso de llenar este último gran espacio en blanco en el mapa creció irresistible. En 1879 el USS Jeannette zarpó de San Francisco con multitudes animando y en medio de un frenesí de publicidad. El barco y su tripulación, capitaneados por el heroico George De Long, se dirigían a las aguas inexploradas del Ártico, llevando las aspiraciones de un país joven que quería ser la primera nación en alcanzar el polo norte. Dos años después de la terrible travesía, el casco del Jeannette resultó roto por una impenetrable franja de hielo, obligando a la tripulación a abandonar la nave en medio de torrentes de agua. Horas más tarde, el barco se había hundido por debajo de la superficie, dejando a los hombres a mil millas al norte de Siberia, donde se enfrentaron a una caminata aparentemente imposible, a través del infinito hielo, con los suministros mínimos. En todo momento, ante la ceguera de la nieve y el asedio de los osos polares, ante tormentas feroces y laberintos de hielo, la tripulación se rebeló ante la locura y la hambruna mientras luchaban desesperadamente por sobrevivir.
Llena de emocionantes e imprevisibles giros, En el reino del hielo es una fascinante historia de heroísmo y determinación en el lugar más brutal de la Tierra.

cover.jpg

Índice

 

 

Portada

En el reino del hielo

Prólogo

Parte I - Un gran espacio en blanco

01. Un escandaloso sábado de carnaval y muerte

02. «Non Plus Ultra»

03. El lord de la creación

04. Por ti me atreveré a cualquier cosa

05. Las puertas del polo

Parte II - El genio nacional

06. El motor del mundo

07. Satisfacción

08. El sabio de Gotha

09. «Pandora»

10. Tres años o la eternidad

11. A modo de alegre bendición

12. Segundas oportunidades

13. La Expedición Ártica Estadounidense

14. Lo que el hombre es capaz de hacer

15. El nuevo invasor

Parte III - Un maravilloso lugar en que aprender a ser paciente

16. Un callejón sin salida

17. «Nipped»

18. Entre las olas

19. Si por algún infortunio

20. Un delirio, una trampa

21. Para siempre, casi

22. Manos invisibles

Parte IV - No perdamos el aliento

23. En el solitario mar de hielo

24. La tierra descubierta

25. Novedades

26. Estertores de muerte

Parte V. El final de la creación

27. «Todos kaput»

28. Nil «desperandum»

29. El continente fantasma

30. Una segunda tierra prometida

31. Ocho preciosos días

32. El mundo conocido

33. Mares arbolados y terribles

Parte VI - El susurro de las estrellas

34. Catorce afortunados

35. Recuérdenme en Nueva York

36. Hasta mi último dólar

37. Una loca pantomima

38. Íncubo del terror

39. Una tiniebla blanca

40. Toda la nación rusa

41. Más que los centinelas a la mañana

42. Con un lúgubre lamento para siempre

Epílogo: Mientras haya un trozo de hielo que me mantenga en pie

Agradecimientos

Bibliografía

Sobre este libro

Sobre Hampton Sides

Créditos

En el reino del hielo

En el reino del hielo, tan lejos del mundo,

se eleva de un barco un quejido.

Batalla los témpanos y los remolinos,

retuércese en su adverso rumbo.

El hielo escarpado se rompe y estalla,

asfixia rabiando la amura,

los hombres exhaustos rezan y callan,

añoran su amor y su cuna.

El hielo está hambriento, aprieta más fuerte,

dispuesto a probar sus agallas.

La orden de mando clara restalla:

«¡Salve quien pueda su suerte!».

Alto en el mástil los vientos entonan

un aria fatal y luctuosa.

Ved cómo los marineros sollozan.

La brava corbeta zozobra.

Tan lejos los trajo; ahora descanse

en lo hondo y lo oscuro orgullosa.

Sobre el panteón ahora el cielo se abre,

la aurora lo pinta de índigo y rosa.

JOACHIM RINGELNATZ

«El hundimiento del Jeannette»

 

 

 

No todos tienen el privilegio [...].

Antes es necesario haber sufrido, haber

sufrido enormemente, haber adquirido cierto

conocimiento del dolor. Esa es la manera

de que los ojos se abran a su visión.

HENRY JAMES,

Retrato de una dama, 1881

(Penguin, 2015)

 

 

 

 

 

 

A mi hermano

Link Sides

(1957-2013)

 

 

 

 

 

 

LA TRIPULACIÓN DEL

USS «JEANNETTE»

OFICIALES DE LA ARMADA

Comandante George De Long

Segundo comandante Charles Chipp

Maestro John Danenhower, oficial de derrota

George Melville, ingeniero

Doctor James Ambler, médico

CIENTÍFICOS CIVILES

Jerome Collins, meteorólogo y corresponsal de The New York Herald

Raymond Newcomb, naturalista

SERVICIOS ESPECIALES

William Dunbar, piloto de banquisa

John Cole, contramaestre

Walter Lee, maquinista

James Bartlett, fogonero de primera clase

George Boyd, fogonero de segunda clase

Alfred Sweetman, carpintero

MARINEROS

William Nindemann

Louis Noros

Herbert Leach

Henry Wilson

Carl Görtz

Peter Johnson

Edward Starr

Henry Warren

Heinrich Kaack

Albert Kuehne

Frank Mansen

Hans Erichsen

Adolph Dressler

Nelse Iverson

Walter Sharvell

George Lauterbach

COCINERO Y CAMARERO

Ah Sam

Charles Tong Sing

CAZADORES Y TRINEÍSTAS ESQUIMALES

Alexey

Aneguin

Prólogo

Bautismo de hielo [1]

una neblinosa mañana de finales de abril de 1873, el bergantín-goleta a vapor Tigress abandonaba la bahía Concepción, en la provincia canadiense de Terranova. Abriéndose paso entre los témpanos y hielos flotantes de las costas de la península del Labrador, puso rumbo norte y partió en busca de los cazaderos de focas donde faenaría toda la temporada. A última hora de la mañana, el Tigress se topó con algo extraño: un esquimal solitario en un kayak trataba de llamar la atención de la tripulación agitando los brazos y gritando desaforadamente. El nativo atravesaba sin duda algún tipo de dificultad, pues no solían adentrarse tanto en las peligrosas aguas abiertas del Atlántico norte. Cuando el Tigress se acercó, el hombre gritó en un inglés apenas inteligible: «¡Vapor americano! ¡Vapor americano!».

Los tripulantes del Tigress, asomados a las bordas, intentaban sin éxito descifrar a qué se refería el esquimal. Justo entonces, la niebla se abrió y dejó ver, a media distancia, un témpano de perfil irregular sobre el que más de una quincena de hombres y mujeres, además de varios niños, parecían haber quedado varados. Al ver el buque, los náufragos rompieron en vítores y dispararon sus armas al aire.

El comandante del Tigress, Isaac Bartlett, ordenó que se botaran las lanchas. Cuando los rescatados —diecinueve en total— subieron a bordo, se hizo evidente que habían atravesado penurias sin parangón. Raquíticos, sucios y con algunos miembros congelados, dirigían a su alrededor una mirada perdida. Tenían los labios y dientes relucientes de grasa porque acababan de desayunar los intestinos de una foca.

—¿Cuánto tiempo llevan en el hielo? —les preguntó el comandante Bartlett.

El hombre de más edad, un estadounidense llamado George Tyson, dio un paso adelante y respondió:

—Desde el 15 de octubre.

Bartlett creyó no haber entendido. Habían pasado 196 días desde esa fecha. Ese grupo de personas, del que no sabían absolutamente nada, llevaba casi siete meses navegando a la deriva sobre aquella placa de hielo. El precario témpano había sido, en palabras de Tyson, una «balsa enviada por Dios».[2]

Bartlett continuó haciendo preguntas a Tyson y cuál fue su sorpresa cuando este le contó que el malhadado grupo viajaba a bordo del Polaris, un barco famoso en todo el mundo. (Ese era el «vapor americano» al que se refería el esquimal con sus gritos). Supuestamente, el Polaris, un poco agraciado remolcador a vapor y reforzado para navegar entre el hielo, iba a protagonizar la gran gesta polar estadounidense, financiada en parte por el Congreso con el apoyo de la Armada. Había zarpado desde New London, Connecticut, dos años antes. Tocó puerto en dos ocasiones rumbo a Groenlandia, pero jamás fue visto de nuevo.

Tras dejar atrás el paralelo 82, latitud jamás alcanzada por un navío hasta entonces, el Polaris quedó atrapado en el hielo frente a la costa occidental de Groenlandia. En noviembre de 1871, el líder de la expedición, un hombre visionario excéntrico y taciturno llamado Charles Francis Hall, oriundo de Cincinatti, murió en misteriosas circunstancias tras beber una taza de café que, según sus propias sospechas, alguien había envenenado. Tras la muerte de Hall, la expedición quedó descabezada y, nunca mejor dicho, perdió el norte.

La noche del 15 de octubre de 1872, la gran placa de hielo adyacente al Polaris sobre la que Tyson y otros dieciocho miembros de la expedición habían acampado provisionalmente se desgajó de la banquisa y quedó a la deriva en la bahía de Baffin. Los náufragos, entre los que había varias familias esquimales y un recién nacido, nunca pudieron regresar al Polaris. No tenían otra opción que sobrevivir sobre aquel témpano. Durante todo el invierno y toda la primavera flotaron hacia el sur, sin poder modificar el rumbo un ápice. Dormían en iglús y se alimentaban de focas, narvales, aves marinas y algún que otro oso polar. No tenían combustible con el que cocinar, así que durante su travesía no comieron más que carne cruda, vísceras y sangre. Eso cuando conseguían cazar algo.

Tyson afirmó que habían sido unos «locos afortunados».[3] Apiñados miserablemente sobre su menguante trozo de hielo, habían navegado a la deriva de un lado a otro, «como un volante de bádminton»,[4] en palabras del propio Tyson, surcando mares, chocando contra icebergs y soportando fuertes tempestades. Sorprendentemente, lograron sobrevivir todos los miembros de esa malhadada expedición. En total, habían recorrido 1.800 millas náuticas (unos 3.000 kilómetros).

Perplejo ante el relato de Tyson, el comandante Bartlett dio la bienvenida a los rescatados a bordo del Tigress y les sirvió bacalao con patatas y café caliente. El barco puso rumbo al puerto canadiense de San Juan de Terranova, donde un navío de la Armada estadounidense se encargó de trasladarlos directamente a Washington. Tyson y el resto de supervivientes revelaron, en un apresurado interrogatorio, que el Polaris, aunque con daños, seguiría posiblemente intacto, y que las otras catorce personas que formaban la expedición acaso habrían salvado la vida, guarecidas en el barco semihundido y atrapado en la banquisa, al norte de Groenlandia. Las autoridades navales, tras entrevistar separadamente a los supervivientes, concluyeron que en el Polaris se había producido una crisis de liderazgo desde el primer momento y que la tripulación había estado cerca de amotinarse. Dedujeron que, en efecto, Charles Hall podría haber sido envenenado. (Casi un siglo después, expertos forenses exhumaron su cuerpo y detectaron niveles de arsénico tóxicos en las muestras de tejido. Tyson, negándose, sin embargo, a dar nombres, puso antes de morir el grito en el cielo: «Quienes han frustrado y arruinado esta expedición no podrán escapar a su Dios»,[5] maldijo al parecer).

La ciudadanía estadounidense, impresionada por la desdichada historia de aquella expedición nacional y su rotundo fracaso, pedía que una segunda expedición regresara al Ártico en busca de supervivientes. Así, con el apoyo del presidente Ulysses S. Grant, la Armada no tardó en despachar un buque —el USS Juniata—, rumbo a Groenlandia, con el cometido de encontrar al maltrecho Polaris.

El Juniata era una corbeta acorazada que había vivido muchas batallas en el bloqueo del Atlántico, durante la guerra civil estadounidense. Todos los periódicos del país celebraron su partida de Nueva York, el 23 de junio de 1873, al mando del oficial Daniel L. Braine. La misión del Juniata en Groenlandia tenía todos los elementos necesarios para convertirse en noticia de alcance nacional: se esperaba un emocionante rescate y también la resolución del intrigante suceso, sobre el que planeaba la sombra de un asesinato. Un corresponsal de The New York Herald embarcaría en el Juniata en San Juan de Terranova para informar sobre la búsqueda. Debido en gran parte a la presencia a bordo de un periodista del Herald, la búsqueda del Polaris se convertiría en el asunto de mayor actualidad de finales del verano de ese año.

El segundo de a bordo era un joven teniente de navío procedente de Nueva York llamado George De Long. De veintiocho años y ojos verde azulado enmarcados por anteojos, De Long ansiaba hacer grandes cosas. Era un hombre voluminoso y de espalda ancha; pesaba noventa kilos. Oficial de la Academia Naval estadounidense, pelirrojo y de piel clara, portaba un astroso mostacho que se elevaba prodigiosamente por encima de las comisuras de su boca. Cuando tenía un momento para descansar, se le solía encontrar fumando una pipa de espuma de mar y enfrascado en un libro. La calidez de su sonrisa y la suavidad de sus carnosas facciones contrastaban con el agresivo perfil de su mandíbula, rasgo que llamaba la atención. De Long era un tipo decidido y arrojado, eficiente y concienzudo, y ambicioso hasta el ardor. Una de sus expresiones habituales, casi una muletilla, era: «Hágalo ahora mismo».[6]

De Long había navegado por gran parte del globo: Europa, el Caribe, América del Sur y toda la costa oriental de los Estados Unidos. Aunque conocía el Ártico, aquel viaje no le hacía especial ilusión. De Long estaba muy acostumbrado a los trópicos. Nunca se había interesado por la heroica búsqueda del polo norte, que preocupaba hasta casi el delirio a exploradores como Hall y despertaba un enorme interés en la ciudadanía. Para De Long, la expedición del Juniata a Groenlandia era una misión más.

No pareció causarle muy buena impresión San Juan de Terranova, donde el Juniata se aprovisionó de víveres y los carpinteros de ribera forraron la proa del buque con planchas metálicas para protegerlo del hielo que próximamente encontrarían. Cuando el Juniata alcanzó la aldea semihelada de Sukkertoppen, en la costa sudoccidental de Groenlandia, De Long escribió a su esposa: «Nunca en mi vida vi una tierra tan desolada y espantosa. Espero no quedarme jamás varado en un lugar dejado de la mano de Dios como este. [...] El “pueblo”, por llamarlo de alguna manera, consiste en dos casas y una decena de cabañas hechas de barro y madera. Entré en una de ellas y no me he dejado de rascar desde entonces».[7] [8]

De Long bebía los vientos por su esposa, Emma, una joven de origen franco-estadounidense nacida en el puerto francés de El Havre. No soportaba estar tan lejos de ella. Llevaban casados más de dos años, pero casi no se veían, pues las misiones de De Long apenas permitían a este pisar tierra firme. A la pequeña hija de ambos, Sylvie, apenas la había tratado. Los De Long poseían un pequeño apartamento en la calle 22 de Manhattan, aunque él casi no pasaba por allí. Emma afirmaba que su marido era un hombre «destinado a vivir separado de aquellos a quienes ama».[9] No podía hacer mucho al respecto de sus prolongadas ausencias: así era la vida de los oficiales de la Armada.

A veces, sin embargo, De Long soñaba con tomarse una excedencia y vivir otro tipo de vida junto a Emma y Sylvie, en el oeste del país o quizá en el campo, en el sur de Francia. Desde Groenlandia describió a Emma su fantasía: «No puedo evitar pensar lo felices que somos juntos. Cuando nos separamos, hago muchos planes. [...] Qué maravilloso sería viajar a algún lugar tranquilo de Europa y vivir allí un año... El departamento de la Armada no me importunaría con sus órdenes ni nos contrariaría ningún problema. Creo, amor mío, que cuando termine esta misión podré pedir una excedencia. ¿Qué te parecería pasar un año juntos en un lugar que no fuera muy caro, en el que pudiéramos comprar una casita? ¿Lo crees posible?».[10]

El desdén de De Long por el paisaje polar no tardaría en dulcificarse. El Juniata cruzó el círculo polar ártico y continuó su singladura rumbo norte, siguiendo la abrupta costa de la mayor isla del mundo. Algo había cambiado en De Long. El Ártico le empezó a intrigar cada vez más: su grandiosidad solitaria, los espejismos y extraños efectos de la luz, las paraselenes y los halos rojos como la sangre, la atmósfera espesa y neblinosa que magnificaba y alteraba los sonidos, produciéndole la impresión de estar bajo una gran cúpula. De Long notaba el aire rarificado. Le llamaba la atención la luz espectral que los grandes témpanos reflejaban sobre las nubes bajas en el horizonte, lo cual permitía a los pilotos del navío sortear aquellos. El paisaje se hacía cada vez más sobrecogedor: fiordos nevados, altos icebergs recién desgajados de los glaciares, el nítido entrechocar de la espuma gélida contra las paredes de hielo, focas oceladas observando desde agujeros en la banquisa, ballenas boreales resoplando en mitad de los canales de plomizas aguas. Era la naturaleza más salvaje que De Long había conocido hasta entonces y pronto cayó enamorado de ella.

A finales de julio el Juniata llegó a la isla Disko, situada frente a la costa groenlandesa a una latitud ya considerable. Disko es un pedazo de tierra batido por el viento, moteado de burbujeantes manantiales de agua caliente y rico en leyendas vikingas. Cuando De Long arribó a ella, su bautismo de hielo estaba por completarse. Ataviado de pies a cabeza de pieles y calzado con botas de foca, tenía ya tomado el pulso del Gran Norte. «Hemos embarcado doce perros de tiro —escribía— y este barco tiene por fin el aspecto apropiado. El casco está ennegrecido por la suciedad y la carbonilla, los perros se acurrucan junto a las pilas de carbón, las ovejas están amarradas en la proa, y a babor y estribor cuelgan la carne de ternera y los pescados. Ahora sí estamos preparados para llegar a cualquier sitio».

Conforme avanzaba rumbo norte, De Long fue obsesionándose cada vez más por el destino de Charles Francis Hall y su expedición. ¿Qué había salido mal? ¿Qué decisiones habían conducido a ese desenlace? ¿Dónde se encontraría el Polaris? ¿Habría supervivientes? Como oficial de la Armada, le interesaban las cuestiones relativas a la jerarquía, la disciplina y la motivación: cómo se organizaba una misión y por qué razones podía fracasar. Se sentía cada vez más absorto en aquel misterio, infinitamente más intrigante que los habituales quehaceres tediosos de la vida en la mar.

Algo más de un mes después, el 31 de julio, el Juniata llegaba a Upernavik, una diminuta aldea groenlandesa enterrada en el hielo, cuatrocientas millas náuticas al norte del círculo polar ártico. A partir de este momento se complica la trama de esta historia detectivesca y boreal. De Long y el comandante Braine desembarcaron para reunirse con un oficial llamado Krarup Smith, inspector de la Corona danesa en el norte de Groenlandia. El inspector Smith tenía algunas cosas interesantes que contar sobre Charles Hall, quien había hecho escala en Upernavik con su expedición dos años atrás, antes de desaparecer en el Ártico más remoto. El oficial danés no tenía idea de cuál podría ser el paradero del Polaris ni de si podrían encontrar supervivientes, pero ofreció un dato intrigante: el capitán Hall había presentido su propia muerte.

Cuando arribó a Upernavik, Hall era ya consciente de que en su tripulación había quienes disentían de él y concluyó que algunos hombres querían relevarlo. Tuvo la sensación de que jamás regresaría a casa de nuevo y moriría en el Ártico. Tan seguro estaba de ello que, por cautela, dejó al inspector Krarup Smith un fardo con valiosos documentos y objetos diversos.

Martin Maher, el periodista del New York Herald que también navegaba en el Juniata, relató que el inspector danés había «referido con considerable detalle aquel conflicto», en el que ciertos miembros de la expedición «se afanaron por enfrentar al resto de la tripulación con Hall».[11]

Según Krarup Smith, la expedición de Hall estaba condenada desde incluso antes de aventurarse entre los hielos. «Los oficiales y la tripulación del Polaris se sentían completamente desmoralizados —informó Maher—. El capitán Hall, parece evidente, sospechó y previó su muerte».[12]

El comandante Braine no se sentía muy cómodo con la idea de navegar a bordo del Juniata más allá de Upernavik. Pese a sus refuerzos de hierro, el buque no estaba realmente diseñado ni equipado para desenvolverse entre grandes masas de hielo. Cargaba, no obstante, con una embarcación más pequeña, a la que apodaban Little Juniata (Pequeña Juniata), más ágil y fácil de pilotar entre la confusión de témpanos e icebergs. Aparejada como una balandra, la Little Juniata tenía ocho metros y medio de eslora y estaba equipada con un pequeño motor de vapor y una hélice de tres palas. Braine dispuso que seis de sus hombres embarcaran en ella y continuaran la búsqueda rumbo norte durante otras cuatrocientas millas, a lo largo de la costa hendida de fiordos, hasta el llamado cabo York.

Esta segunda expedición, que según las estimaciones de Braine llevaría semanas, planteaba una empresa dudosa en el mejor de los casos. La Little Juniata parecía una embarcación temiblemente frágil, poco menos que un bote sin cubierta. La banquisa era capaz de aplastar flotas completas de balleneros y Braine sabía que no podía ordenar a nadie que emprendiera esa arriesgada misión: dependía de los voluntarios.

De Long fue el primero en alzar la mano. Se decidió en ese instante que él capitanearía la pequeña Little Juniata. El segundo de a bordo sería Charles Winans Chipp, un reservado y confiable graduado de la Academia de la Armada, proveniente del estado de Nueva York. Otros siete hombres decidieron unir su destino al de De Long, entre ellos un intérprete esquimal, un piloto de banquisa y Martin Maher, el periodista del Herald. El comandante Braine los despidió, no sin antes dejar unas instrucciones por escrito a De Long: «Aguardaré con gran interés su regreso a este buque. Se han prestado voluntarios a una arriesgada empresa».[13]

Dejaron atrás el Juniata el 2 de agosto, llevando consigo víveres para sesenta días y arrastrando un bote cargado con 1.200 libras de carbón (poco más de media tonelada). El pequeño motor de vapor traqueteaba y De Long enhebraba la ruta entre multitud de islas envueltas en niebla y pequeños icebergs a los que los marinos norteamericanos llamaban «gruñones» por el rumor que parecían emitir. Hicieron escala en algunos apartados asentamientos esquimales —Kingittoq, Tasiusaq— y, a continuación, se internaron en el vacío, esquivando verdaderas montañas de hielo flotante que hacían parecer a la Little Juniata una cáscara de nuez.

Maher escribió para los lectores del Herald que «jamás había visto paisajes tan grandiosos. [...] Contemplando los inmensos campos de hielo centelleando bajo el sol y los miles de enormes y escarpados icebergs que flotan ceñudos a través de la bahía de Baffin, uno queda asombrado por la majestad pasmosa de los elementos y se pregunta si es posible evitar ser aplastado y quedar hecho añicos».[14]

Al final, la Little Juniata quedó inmovilizada entre los témpanos y De Long se vio obligado en varias ocasiones a embestir el hielo para liberar la embarcación, astillando las placas de paloverde que reforzaban el casco. Los abrazaba una densa y gélida niebla y todo el aparejo de la embarcación estaba escarchado. «Acorralados por uno y otro costado, nos hallábamos en una coyuntura peligrosísima. Se cernía sobre nosotros la destrucción inminente —relataba Maher—. Abrimos con gran esfuerzo un paso de este a oeste y, tras una terrible lucha de doce horas encontramos de nuevo aguas abiertas».[15]

De Long no podía sentirse más satisfecho. Tanto él como el teniente Chipp estaban disfrutando la travesía, pues habían logrado superar todos los problemas aparecidos hasta entonces. «Nuestra embarcación es una belleza. Solo le falta hablar —escribió en una carta dirigida a Emma—. No te alarmes si no recibes noticias mías en un tiempo. Si por azares del destino quedamos encallados en el hielo todo el invierno, no oirás de mí hasta la primavera. Pero guarda el buen ánimo. Espero estar de regreso en el Juniata en quince días».[16]

Cuarenta millas al sur del cabo York, De Long ancló la Little Juniata junto a un gran iceberg para eliminar la escarcha formada en el depósito de agua dulce de la tripulación. De repente, empezó a resquebrajarse una columna de hielo que se alzaba sobre sus cabezas. Avistando el peligro, De Long ordenó levar anclas y alejar la embarcación, momentos antes de que cayese al mar un enorme bloque de hielo con un ensordecedor estruendo. Esto, a su vez, causó que el iceberg completo se bambolease y terminase volcando. De no haber dado De Long aquella orden, la Little Juniata habría sido destruida.

Hasta ese momento, De Long no había atisbado indicio alguno del Polaris ni de los posibles supervivientes. Dadas las dimensiones de aquel espacio salvaje cubierto de niebla, era quizá poco realista esperar otra cosa. Sin embargo, conforme avanzaba hacia el norte fue sintiéndose atraído por un misterio cada vez mayor. Cerca ya del paralelo 75, el Ártico se desplegaba ante él como un intrincado enigma. Jamás se había sentido tan vivo, tan presente en el momento. Se percató de que estaba convirtiéndose en lo que los científicos llaman un «pagófilo»: una criatura que es más feliz entre los hielos que en ningún otro lugar.

El 8 de agosto, la Little Juniata se vio envuelta por un denso banco de niebla. El mar se encrespaba por momentos y en cuestión de horas se desató una tempestad. La pequeña embarcación cabeceaba entre grandes olas sembradas de fragmentos de hielo. «En cada terrible zambullida, el mar inundaba la cubierta y nos caía encima un chaparrón de espuma, empapando todo lo que contenía la lancha. Achicábamos agua, pero no servía de mucho», escribiría De Long más tarde.[17]

La tormenta agitó peligrosamente las aguas, removiendo los témpanos. Además, arrancaba fragmentos de hielo de los icebergs que los rodeaban. La Little Juniata corría peligro de quedar hecha añicos en cualquier momento. «Recordarlo me hace temblar —dejó escrito De Long—. Diré únicamente que fue milagroso salir con vida».[18] Martin Maher narró para el Herald: «Las olas, furiosas como un animal fustigado, se estrellaban contra las montañas de hielo y arrancaban masas sólidas de pesado aspecto, que se zambullían en el agua con atronador estrépito. La destrucción de la embarcación y de todos los que navegábamos en ella parecía inminente. A todas luces, aquel terrible lugar sería el último que veríamos si aquellos sobrecogedores gigantes de hielo no dejaban de arrojar sus mortíferos proyectiles».[19]

La tempestad arreció durante treinta y seis horas, pero, de algún modo, la Little Juniata aguantó. Amainó por fin y De Long decidió continuar la travesía rumbo al cabo York. A proa se extendía una poco halagüeña llanura helada. «No estaba dispuesto a abandonar la misión sin luchar», escribiría más tarde. Sin embargo, el carbón se estaba agotando y sus hombres sufrían: estaban ateridos, calados hasta los huesos y hambrientos. Era imposible encender la caldera, pues tanto la leña como las astillas estaban empapadas. Uno de sus hombres, tras mantener un fósforo pegado a su cuerpo durante horas, fue capaz de prender una vela. Al poco tiempo, el motor de vapor chisporroteaba y se dejaba arrancar de nuevo.

La Little Juniata avanzó a duras penas entre los hielos durante una jornada completa, pero De Long vio que continuar la travesía era una insensatez. Se preguntó «hasta qué punto cabía poner en riesgo las vidas de los expedicionarios»[20] y afirmó que sentía una responsabilidad «nunca más deseada» para sí. Consultó con el teniente Chipp, a quien admiraba por su templanza y buen juicio y, el 10 de agosto, De Long hizo algo muy poco acostumbrado en él: tiró la toalla. «Continuar con la búsqueda de la tripulación del Polaris no tenía sentido», escribiría más tarde.[21] Habían recorrido más de cuatrocientas millas y superado el paralelo 75. A solo ocho millas del cabo York, la Little Juniata viró 180 grados.

(De Long no sabía, claro está, que los supervivientes del Polaris, catorce en total, habían sido rescatados en junio por un ballenero escocés que los llevó hasta Dundee, en Escocia. Los supervivientes, sin embargo, no regresarían a los Estados Unidos hasta ese otoño).

De Long pilotó la Little Juniata a través de campos de témpanos intermitentes, rumbo sur. Cuando se terminó el carbón, tuvo que improvisar y terminó alimentando la caldera con trozos de carne de cerdo.

Tras un viaje de ida y vuelta de más de ochocientas millas, la Little Juniata se reunió con su nave nodriza a mediados de ese mes. El capitán Braine, que casi había perdido las esperanzas de ver regresar la pequeña embarcación, recibió a De Long a bordo del Juniata como un héroe. «Toda la tripulación estaba fuera de sí por la emoción. Los hombres se encaramaron a la arboladura para saludarnos. Cuando trepé la escala, tan envuelto en pieles que apenas se me veía el rostro, me vitorearon como si hubiese regresado de entre los muertos. Estreché la mano al capitán y él tembló de pies a cabeza».[22]

El Juniata regresó a San Juan de Terranova y de allí continuó viaje de vuelta hasta Nueva York, donde fue recibido con gran fanfarria a mediados de septiembre. En el muelle, De Long esquivó a los periodistas y discretamente se escabulló para ver a su esposa y a su hija pequeña.

Su esposa notó inmediatamente que algo había cambiado. George había cumplido veintinueve años en Groenlandia, pero no se trataba de eso. Encontraba algo radicalmente distinto en él, un brillo nuevo en sus ojos, un ademán diferente. Como si hubiese contraído una fiebre: no dejaba de hablar del Ártico. Quería regresar a él. Desarrolló en los meses siguientes un vivo interés por las cartas y mapas de esa zona del mundo y por los libros que hablaban de ella. Se presentó voluntario para cualquier otra expedición de la Armada con destino a las latitudes boreales.

«La aventura lo había conmovido profundamente y no lo dejaba descansar —escribió Emma, quien empezó a sospechar que su año sabático en la campiña francesa, con el que George soñaba apenas empezada su aventura en Groenlandia, nunca se haría realidad—. El virus polar ha infectado la sangre de George para siempre».[23]

Una pregunta fundamental, que había impulsado a Charles Hall y a otros exploradores antes que a él, cautivaba ya a De Long: ¿podría el ser humano alcanzar el polo norte? Y ¿cómo sería ese lugar? ¿Sería posible llegar a través de vías marítimas abiertas? ¿Vivirían allí especies desconocidas de peces o mamíferos? ¿Estarían sus hielos habitados por monstruos? ¿Ocultarían quizá los restos de alguna civilización desaparecida? ¿O quizá un remolino gigante que lo tragase todo y comunicase con los intestinos del planeta, como muchos creían? ¿Deambularían por sus solitarios páramos mamuts lanudos u otras criaturas prehistóricas? ¿Qué otras maravillas naturales encontrarían por el camino? ¿O sería el polo quizá algo completamente distinto: una tierra exuberante atemperada por poderosas corrientes oceánicas?

Cuanto más reflexionaba sobre el problema del polo norte, contaba Emma, «más vivo era su deseo de encontrar una respuesta que saciara el ansia de conocimiento de todo el mundo. Regresó a Nueva York hechizado por el Ártico y sus misterios nunca dejaron ya de fascinarlo».[24]

[1] Mi estudio sobre el hallazgo de Tyson y su partida se nutre fundamentalmente de la versión dada por este en su libro Arctic Experiences, publicado en 1874. Otras fuentes de importancia fueron Weird and Tragic Shores, de Chauncey Loomis; Trial by Ice, de Richard Parry, y los artículos aparecidos en el New York Herald a lo largo de 1873.

[2] Tyson, Arctic Experiences, p. 230.

[3] Ibid., p. 310.

[4] Ibid., p. 322.

[5] Ibid., p. 232.

[6] Emma Wotton De Long, Explorer’s Wife, p. 54.

[7] Ibid., p. 70.

[8] Ibid., p. 71.

[9] Ibid., p. 58.

[10] Ibid., p. 85.

[11] New York Herald, 10 de septiembre de 1873.

[12] Ibid.

[13] George Washington De Long, The Voyage of the Jeannette, vol. 1, p. 14.

[14] New York Herald, 10 de septiembre de 1873.

[15] Ibid.

[16] Emma De Long, Explorer’s Wife, p. 74.

[17] George De Long, The Voyage of the Jeannette, vol. 1, p. 18.

[18] Ibid., vol. 1, p. 22.

[19] New York Herald, 10 de septiembre de 1873.

[20] George De Long, The Voyage of the Jeannette, vol. 1, p. 21.

[21] Emma De Long, Explorer’s Wife, p. 81.

[22] George De Long, The Voyage of the Jeannette, vol. 1, p. 22.

[23] Emma De Long, Explorer’s Wife, p. 89.

[24] George De Long, The Voyage of the Jeannette, vol. 1, p. 40.