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Tim Wu Abogado estadounidense, profesor en la Escuela de Derecho de Columbia y colaborador de opinión en The New York Times. Es un académico experto en industrias de medios y de tecnología, especializado en leyes antimonopolio, derechos de autor y telecomunicaciones. Wu fue seleccionado entre los «100 abogados más influyentes de Estados Unidos» por The National Law Journal en 2013, así como en «Político 50» en 2014 y 2015. Además fue nombrado una de las cincuenta personas del año por la revista Scientific American en 2006 y uno de los cien graduados más influyentes de la Universidad de Harvard por la revista 02138 en 2007. Su libro The Master Switch fue nombrado entre los mejores libros de 2010 por las revistas The New Yorker, Fortune, Publishers Weekly y otras. De 2011 a 2012, fue asesor de la Comisión Federal de Comercio y de 2015 a 2016 fue asesor de la Oficina del Fiscal General de Nueva York, donde inició una exitosa demanda contra Time-Warner Cable por publicidad falsa de sus velocidades de banda ancha. En 2016, Wu se unió al Consejo Económico Nacional en la Casa Blanca de la administración Obama para trabajar en política de competencia. Ha ganado dos veces el Premio Lowell Thomas por escribir sobre viajes y en 2017 fue nombrado miembro de la Academia Americana de Artes y Ciencias. Está casado con Kate Judge, también profesora de Derecho de Columbia, y tienen dos hijas.

 

 

 

Título original: The Attention Merchants:
The Epic Scramble to Get Inside
Our Heads (2017)

 

© Del libro: Tim Wu

© De la traducción: Paula Zumalacárregui Martínez

Edición en ebook: marzo de 2020

 

© Capitán Swing Libros, S. L.

c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid

Tlf: (+34) 630 022 531

28044 Madrid (España)

contacto@capitanswing.com

www.capitanswing.com

 

ISBN: 978-84-121355-8-9

 

Diseño de colección: Filo Estudio - www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz

Composición digital: leerendigital.com

 

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Comerciantes de atención

 

 

CubiertaEn un momento en que el acceso a la información es prácticamente ilimitado, nuestra atención se ha convertido en un producto fundamental para el mercado. ¿Sentimos que desafían nuestra atención? Los negocios de Occidente dependen de ello. En casi cada momento de nuestras vidas, nos enfrentamos a un aluvión de mensajes, incentivos publicitarios, marcas, redes sociales y otros esfuerzos para captar nuestra atención. Pocos momentos o espacios cotidianos permanecen intactos por los «comerciantes de atención». Pero Tim Wu sostiene que esta condición no es simplemente el subproducto de innovaciones tecnológicas recientes, sino el resultado de más de un siglo de crecimiento y expansión de las industrias que se nutren de la atención humana. Desde el nacimiento de la publicidad hasta la explosión de la web móvil; de la invención del correo electrónico a los monopolios de atención de Google y Facebook; desde Ed Sullivan hasta marcas famosas como Oprah Winfrey, Kim Kardashian y Donald Trump, el modelo de negocio básico de los comerciantes de atención no ha cambiado: desvío gratuito a cambio de un momento de nuestra consideración, que a su vez es vendido al anunciante con la oferta más alta.

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Índice

 

 

Portada

Comerciantes de atención

Introducción. Así están las cosas

Parte I. Maestros de centelleantes modernidades

01. Los primeros comerciantes de atención

02. El alquimista

03. Por el rey y por el país

04. Generar demanda, publicidad científica y lo que quieren las mujeres

05. La revolución de Lucky Strike

06. No con una explosión, sino con un lamento

Parte II. La conquista del tiempo y el espacio

07. La invención del horario de máxima audiencia

08. El príncipe

09. El control absoluto de la atención o la locura de las masas

10. Pico de atención, estilo estadounidense

11. El preludio de una rebelión atencional

12. El gran rechazo

13. Coda a una revolución atencional

Parte III. La tercera pantalla

14. El correo electrónico y el poder del «echar un vistazo»

15. Invasores

16. La atracción de AOL

Parte IV. La importancia de ser famoso

17. El establecimiento del complejo industrial-celebridad

18. El modelo Oprah

19. El panóptico

Parte V. No nos la van a volver a colar

20. El reino de los contenidos: así es como se hace

21. Aquí viene todo el mundo

22. El auge del ciberanzuelo

23. El sitio en el que había que estar

24. La importancia de ser microfamoso

25. La cuarta pantalla y el espejo de Narciso

26. Internet toca fondo

27. Una retirada y una rebelión

28. ¿Quién manda aquí?

Epílogo. El témenos

Agradecimientos

Sobre este libro

Sobre Tim Wu

Créditos

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En 2011, el distrito escolar de Twin Rivers, en el centro de California, tuvo que afrontar una situación complicada. Aunque nunca había sido pudiente, se vio profundamente afectado por la crisis inmobiliaria de principios de la década de 2000 y el colapso financiero del Gobierno estatal. Para la década siguiente, los colegios estaban recortando no solo en actividades extraescolares, sino también en ciertas necesidades básicas, como la calefacción. Un día, en invierno, un alumno publicó una fotografía del termostato de la clase, que marcaba cuarenta y cuatro grados Fahrenheit (unos 6,7 grados centígrados).

Así estaban las cosas cuando una empresa llamada Education Funding Partners contactó con el consejo de Twin Rivers. EFP ofrecía una manera tentadora y novedosa de ayudar a resolver los problemas financieros del distrito por medio de lo que llamaban «el poder de los negocios para transformar la educación pública». La empresa, que actuaría como corredor de bolsa, prometía procurar al distrito hasta quinientos mil dólares anuales de inversión privada. Y, según recalcaron, sus servicios no tendrían coste alguno. «Dado que EFP se financia exclusivamente gracias a aportaciones empresariales, en el fondo lo que hace es prestar servicio a los distritos de forma gratuita», explicaba la oferta.

A cambio de esa generosidad gratuita, el consejo realmente no tenía que hacer nada. Solo debía entender algo: que los activos con los que contaban de por sí los colegios eran más lucrativos que cualquier actividad para recaudar fondos. Esos activos, en resumidas cuentas, eran los propios alumnos, a quienes la educación obligatoria convertía en público prisionero. Si los colegios podían captar su atención con el fin de educarlos, ¿por qué no vender parte del pastel para mejorar la experiencia educativa? Lo que proponía EFP, más concretamente, era que Twin Rivers permitiera la presencia de publicidad empresarial dentro de los colegios. Más aún —explicaba EFP—, uniría a los estudiantes de Twin Rivers con los de otros distritos escolares de todo el país para apelar a marcas más importantes y con bolsillos más llenos (las de la lista Fortune 500).

EFP prometía al distrito dinero gratis, pero su oferta a los anunciantes empresariales era igual de seductora: «Abriremos las puertas de los colegios», decía, y prometía «acceso de verdad y un engagement o vinculación profunda por parte del público del entorno escolar». Los anunciantes llevaban tiempo codiciando tener acceso directo a los jóvenes, que son muy impresionables y más influenciables. Establecer una relación cordial con Coca-Cola o con McDonald’s a edades tempranas puede proporcionar beneficios que duren toda la vida o, como se dice en el sector, «dirigir las decisiones de compra y generar conciencia de marca». En definitivas cuentas, eso era lo que EFP brindaba a sus clientes: «un sistema sin parangón para entablar relación con el mercado del sector educativo»; es decir, la oportunidad de moldear a los consumidores del futuro.

Twin Rivers no tardó en empezar a entenderlo. «Necesitamos ser innovadores con respecto a los bienes que tenemos y descubrir cómo atraer más ingresos», afirmó una portavoz. En otras regiones del país, la posibilidad de abrir los colegios a la publicidad comercial había suscitado un debate público. No ocurrió así en Twin Rivers, donde los administradores parecieron asumir como un deber la firma del acuerdo, que tuvo lugar en 2012. «Con la crisis económica, los estudiantes confían en que encontremos, ahora más que nunca, la forma de sacar el máximo partido a nuestros recursos», aseguró el director ejecutivo. EFP, por su parte, prometió que todos los mensajes serían «responsables» y «educativos». Y así fue como se abrieron de par en par las puertas de los colegios.

Twin Rivers no es más que uno de los numerosos distritos escolares de los Estados Unidos —sobre todo, de zonas pobres o de clase media— para los que vender el acceso a sus alumnos se ha convertido en una de las fuentes principales de ingresos. Algunos colegios cubren de anuncios las taquillas de los estudiantes o el suelo de los pasillos. En Florida, un consejo aprobó un acuerdo para poner el logo de McDonald’s en los boletines de calificaciones (quien sacara buenas notas se ganaba un Happy Meal). En los últimos años, muchos colegios han instalado en los pasillos pantallas enormes que combinan anuncios internos y publicidad. El lema del proveedor de una de las pantallas reza así: «Lleva a tu colegio a la era digital: tiene ventajas para todos».

Lo que quizá resulte más escandaloso sobre la introducción de publicidad en los colegios públicos es que no ha despertado ninguna controversia en los agentes implicados, sino que se ha entendido como una solución lógica. Existe la creencia de que los acuerdos resultan ventajosos para todos: reportan unos ingresos que habría sido casi una irresponsabilidad rechazar. Sin embargo, las cosas no han funcionado siempre de esa manera. Hubo un tiempo en que, debido a la costumbre o a las limitaciones tecnológicas, muchos ámbitos de la vida —el hogar, la escuela y sus correspondientes interacciones sociales— eran sagrados y estaban resguardados de la publicidad y del comercio. No obstante, a lo largo del último siglo hemos aprendido a aceptar una situación muy diferente, según la cual en la medida de lo posible se explotan comercialmente casi todos los ámbitos de la vida. Como adultos, no estamos casi nunca en una posición inalcanzable; siempre tenemos cerca algún tipo de pantalla; rara es la vez que no se apela a nosotros o se nos vende. Desde esta perspectiva, lo único que está haciendo la administración escolar es dar a los alumnos una lección de realidad al exponerlos a lo que, al fin y al cabo, es normal para los adultos, pero ¿de dónde ha venido esta normalidad? Y ¿hasta qué punto es normal?

Este libro explica cómo se ha llegado a la situación actual, que es la consecuencia del espectacular e impresionante auge de una industria que hace un siglo apenas existía: la de los comerciantes de atención. Desde sus inicios, la industria de la atención, en sus múltiples variantes, ha exigido y acaparado cada vez más horas de nuestra vida, siempre a cambio de nuevas ventajas y distracciones, por medio de un gran acuerdo que ha transformado nuestra vida. En el proceso, tanto a nivel social como a nivel individual, hemos aceptado una experiencia vital que está mediada en todas sus dimensiones (económica, política, social y cualquiera otra que se te pueda ocurrir) de una manera nunca vista en la historia de la humanidad. Y, aunque al considerar cada acuerdo por separado pueda parecer que todo el mundo gana, la suma de todos ellos ha llegado a ejercer una influencia más ambigua pero muy profunda en nuestro modo de vida.

¿Quiénes son exactamente estos comerciantes de atención? La industria es relativamente reciente. Su origen se remonta al siglo XIX, cuando se crearon en Nueva York los primeros periódicos que dependían por completo de la publicidad, y cuando en París un nuevo tipo de arte comercial, deslumbrante, captó por primera vez la atención de la gente por la calle. Sin embargo, el auténtico potencial de este modelo de negocio que transforma la atención en ingresos no se entendería del todo hasta principios del siglo XX, cuando los responsables de la propaganda de guerra británica —y no las entidades comerciales— descubrieron el poder de la atención de las masas. Los Gobiernos siguientes —por lo menos, en Occidente— pusieron freno al uso de tales métodos debido a las desastrosas consecuencias de la propaganda en las dos guerras mundiales. La industria, sin embargo, se dio cuenta de lo que se podía lograr al cautivar la atención de la gente, y desde entonces lo ha considerado un recurso valioso y ha pagado por ello sumas aún mayores.

Aunque el comercio de la atención consistiese al principio en operaciones primitivas e individuales, el juego de cosechar la atención humana y de revendérsela a los anunciantes se ha convertido en una parte fundamental de nuestra economía. Utilizo una metáfora agrícola porque la atención se considera en líneas generales un artículo de consumo, como el trigo, las tripas de cerdo o el petróleo. Las industrias actuales llevan mucho tiempo dependiendo de la atención para impulsar las ventas, y las industrias que nacieron en el siglo XX acuñaron con ella una moneda de cambio. Empezando por la radio, todos los nuevos medios de comunicación alcanzaron viabilidad comercial revendiendo la atención que lograban captar a cambio del contenido «gratuito» que ofrecían.

Como veremos, la estrategia decisiva ha consistido desde el principio en tratar de localizar el tiempo y los espacios que hasta ese momento se encontraban aislados de la explotación comercial y en recoger los pedazos y luego las migajas sin cosechar de nuestra conciencia. Hace no tanto se pensaba que las familias jamás tolerarían que la radiodifusión se entrometiera en su casa. A una generación anterior le habría parecido increíble que, sin cobrar y sin ni siquiera protestar demasiado, se utilizasen las redes sociales para reclutar a nuestra red de familiares, amigos y colegas para que contribuyan a vendernos cosas. Ahora, sin embargo, la mayoría de nosotros llevamos encima dispositivos que están buscando constantemente la manera de comercializar las partículas más diminutas de nuestro tiempo y de nuestra atención. De esta manera, poco a poco, lo que antes era escandaloso se fue normalizando y nuestra forma de vida se fue plegando cada vez más a la lógica del comercio, pero de una forma lo suficientemente gradual como para que ya no percibamos nada extraño.

Este libro comparte con El interruptor principal, mi libro anterior, el objetivo básico de mostrar la influencia que la ambición económica y el poder ejercen sobre la manera en la que vivimos nuestra vida. Al igual que en ese otro libro, quiero plantear al comienzo esa eterna pregunta cargada de cinismo: «¿Y a mí qué más me da el auge de los comerciantes de atención? ¿Por qué debería importarme?». Pues sencillamente porque esta industria, que se dedica precisamente a influir en nuestra conciencia, puede definir por completo cómo vivimos nuestra vida (y, de hecho, lo hace).

No es casualidad que vivamos en una época aquejada de una sensación generalizada de crisis de la atención —por lo menos, en Occidente—, plasmada en la expresión Homo distractus, una especie con una limitadísima capacidad de atención a la que se conoce por consultar sus dispositivos compulsivamente. ¿Quién no se ha sentado a leer un correo electrónico, se ha terminado sumiendo en un mar de anuncios, picando un clickbait o ciberanzuelo tras otro, y ha emergido moviendo la cabeza de un lado para otro preguntándose cómo ha podido pasar tanto tiempo?

Aunque admitamos que muchos de nosotros estamos permanentemente distraídos, que pasamos demasiado tiempo en las redes sociales o viendo la televisión y que, en consecuencia, consumimos más publicidad de la que podría sernos de alguna utilidad, los cínicos podrían empeñarse en hacer la pregunta siguiente: «Pero ¿acaso no hemos elegido vivir así?». Claro que sí: somos nosotros los que hemos cerrado ese ambicioso trato por voluntad propia —o hasta cierto punto— con la industria de la atención, y disfrutamos de los beneficios. Sin embargo, es fundamental que comprendamos a la perfección las condiciones de ese trato. Sin duda, algunos de los productos que recibimos diariamente a cambio de nuestra atención, como noticias, entretenimiento de calidad o servicios ventajosos, nos salen a cuenta. Otros, en cambio, no. El auténtico propósito de este libro no es tanto convencer al lector de una cosa ni de otra, sino ayudarle a que vea las condiciones con claridad y, de ese modo, a que exija tratos que reflejen la vida que desee vivir.

Además, la historia demuestra que no nos encontramos para nada en una situación de indefensión al negociar con los comerciantes de atención. A nivel individual, tenemos el poder de no hacer caso, desconectarnos y apagar. En determinados momentos a lo largo del siglo pasado, la industria ha exigido demasiado sin reportar grandes beneficios, e incluso ha abusado de la confianza pública con absoluto descaro. En esas ocasiones, el trato propuesto por los comerciantes de atención se ve amenazado por cierta sensación de «desilusión», que puede dar lugar a una «rebelión» en toda regla si la gente se siente lo suficientemente agraviada. Durante esas rebeliones —a lo largo del siglo pasado se produjeron varias—, los comerciantes de atención y sus colaboradores del sector publicitario se han visto obligados a ofrecer un nuevo trato, a modificar los términos del acuerdo. De hecho, es posible que ahora mismo estemos viviendo una época semejante, al menos en aquellos sectores de la población que han decidido «cortar el cable» (es decir, dejar de pagar las suscripciones televisivas para empezar a consumir contenidos a través de Internet), evitar los anuncios o desconectar de la tecnología. La verdad es que esta es una época propicia para pensar detenidamente en lo que podría suponer recuperar la conciencia colectiva.

En última instancia, lo que está en juego no es ni nuestro país ni nuestra cultura, sino la naturaleza misma de nuestra vida. El uso que demos al limitadísimo recurso de nuestra atención condicionará esa vida hasta un nivel en el que muchos de nosotros quizá prefiramos no pararnos a pensar. Como observó William James, tenemos que pensar que, cuando lleguemos al final de nuestros días, la experiencia de nuestra vida equivaldrá a aquello a lo que hayamos prestado atención, ya sea por defecto o por elección propia. Aunque no terminemos de ser conscientes de ello, corremos el riesgo de vivir una vida que nos pertenezca mucho menos de lo que nos imaginamos. El objetivo de las páginas siguientes es ayudarnos a entender con mayor claridad cómo se ha llegado a alcanzar este acuerdo y las implicaciones que tiene para todos nosotros.

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Desde el auge del capitalismo, se sabe que captar la atención de alguien puede hacer que esa persona se desprenda de algo de dinero. Antes de eso, ya había espectáculos de pago, como el teatro moderno. Sin embargo, a finales del siglo XIX —anteayer, como quien dice— las primeras industrias centradas verdaderamente en captar la atención seguían siendo embrionarias, aunque para entonces los artículos impresos, como los libros o la prensa seria, se habían convertido, como los espectáculos en directo, en carnaza para obtener beneficio.

Entre la década de 1890 y la de 1920 surgieron los primeros medios de cosechar la atención a escala colectiva y de dirigirla con un propósito comercial gracias a lo que hoy en día conocemos, en sus múltiples variantes, como publicidad. En sus comienzos, la publicidad resultó tan revolucionaria como la desmotadora de algodón: era el motor de conversión que, con eficacia extraordinaria, transformaba el metálico de la cosecha de atención en un producto industrial. Como tal, esa atención no solo se utilizaba, sino que se revendía, y aquí es donde empieza nuestra historia.