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JOANNA MONCRIEFF

 

 

 

 

HABLANDO CLARO

 

UNA INTRODUCCIÓN

A LOS FÁRMACOS PSIQUIÁTRICOS

 

 

 

Traducción de MIKEL VALVERDE,

JOSÉ A. INCHAUSPE e INÉS MARTÍNEZ CIORDIA

 

 

 

 

 

Herder

 

 

 

 

Título original: A straight Talking. Introduction to Psychiatric Drugs

Traducción: Mikel Valverde, José A. Inchauspe e Inés Martínez Ciordia

Diseño de la cubierta: Stefano Vuga

Maquetación electrónica: José Luis Merino

 

© 2009, PCCS Books Ltd

© 2013, Herder Editorial, S.L., Barcelona

 

© 2013, de la presente edición, Herder Editorial, S. L.

 

ISBN: 978-84-254-3239-2

 

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los títulos del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

 

 

Herder

http://www.herdereditorial.com

 

 

Índice

 

 

Cubierta

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo a la edición española

1. El lugar de los tratamientos farmacológicos en psiquiatría

Objetivos

2. ¿Cómo funcionan los fármacos psiquiátricos?

¿Tratan enfermedades los fármacos psiquiátricos?

¿Hay alguna prueba de que los trastornos psiquiátricos estén causados por un desequilibrio químico?

Un modelo alternativo de la acción farmacológica: el modelo centrado en el fármaco

Pruebas a favor del modelo centrado en la enfermedad de la acción farmacológica

Consecuencias del uso a largo plazo del fármaco

3. Interpretando las pruebas sobre los fármacos psiquiátricos

Ensayos controlados y aleatorizados (ECA)

Problemas con los ensayos controlados y aleatorizados en los fármacos psiquiátricos

La influencia de los efectos inducidos por el fármaco

Desenmascaramiento

Efectos de abstinencia de la medicación

El análisis y la presentación de los ensayos

Los abandonos en los ensayos

La evaluación según el modelo centrado en el fármaco

4. Fármacos neurolépticos (también conocidos como «antipsicóticos» y tranquilizantes mayores)

¿Cómo funcionan?

Efectos de la retirada del fármaco

¿Viejos o nuevos antipsicóticos?

Pruebas a favor de su utilización

El uso a corto plazo en la psicosis y la esquizofrenia

El uso a largo plazo para prevenir la recaída

El uso a largo plazo para la supresión de síntomas

El uso de neurolépticos en otras situaciones

Efectos adversos frecuentes

¿Qué es lo inadecuado en el modo como se usan habitualmente los neurolépticos?

Sopesando cuándo usar neurolépticos

5. Antidepresivos

¿Qué efectos produce un antidepresivo?

Efectos de discontinuación

Pruebas de su utilidad

En un uso a corto plazo

En un uso a largo plazo

Los antidepresivos en la depresión severa

Efectos adversos frecuentes

Los antidepresivos tricíclicos – ATC

Los inhibidores de la monoaminooxidasa – IMAO

Los inhibidores de la recaptación de la serotonina – ISRS y fármacos similares

Los ISRS y el suicidio

¿Son útiles los antidepresivos?

6. El litio y otros fármacos usados para el trastorno maníaco-depresivo

La historia del litio

Los efectos inducidos por el litio y otros fármacos estabilizadores del ánimo

La historia del litio

La especificidad del litio

Pruebas sobre los efectos a largo plazo del litio y otros estabilizadores del ánimo

Efectos adversos

Pros y contras para el uso de fármacos en el trastorno maníaco-depresivo o trastorno bipolar

7. Los estimulantes

¿Qué efectos producen los estimulantes?

Pruebas de su utilidad

Consecuencias dañinas de su uso

La relación entre la prescripción de estimulantes y el abuso de drogas

Decidiendo cuándo usar estimulantes

8. Las benzodiazepinas

Evidencia de su utilidad

Dependencia

Otros efectos adversos

Considerando cuándo usar benzodiazepinas

9. Las consecuencias de un modelo centrado en el fármaco para entender los medicamentos psiquiátricos

Decidiendo cuándo pueden ser beneficiosos los fármacos psiquiátricos

Implicaciones para la teoría del desequilibrio químico de los trastornos psiquiátricos

10. Dejando los fármacos psiquiátricos

11. Reflexiones finales

Conclusiones

Apéndice

Tabla de fármacos

Glosario

Más información

 

 

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Sobre el discutido papel de los fármacos

psicoactivos en los cuidados de los pacientes

con psicosis y otros trastornos psicopatológicos

 

Jorge L. Tizón

 

 

La naturaleza del trastorno psicopatológico ha sido motivo de controversia desde que existen la psicología y la psiquiatría. Habitualmente las diversas tendencias, tanto populares como científicas, se han centrado en discutir —a menudo pelear— sobre su etiología, sobre sus causas. En ese sentido, técnicas de marketing y psicología social aplicadas de forma masiva, con indudable éxito comercial, han llevado a la situación actual de triunfo de una perspectiva a la cual hemos tildado de biologista desde hace más de treinta años.*

Pero se trata de una perspectiva que hoy está en crisis, tanto por los disparatados costes que la asistencia bajo su égida ha acarreado a la sociedad, como por el derrumbe o desenmascaramiento progresivo de sus presupuestos básicos. No obstante, esto no es óbice para que aún en muchos países «tecnológicamente avanzados» la tendencia biologista sea todavía la dominante.

Desde que en la década de 1950 Delay y Deniker hicieran públicas sus primeras reflexiones acerca de la acción de los neurolépticos, se ha propuesto que la causa de los trastornos psiquiátricos podría radicar en una anormalidad en los sistemas bio-químicos de transmisión del impulso nervioso. Un ejemplo sumamente popular, que durante años subyugó a la comunidad científica, fue la «hipótesis dopaminérgica de la esquizofrenia», la creencia en que la etiología de ese trastorno o esas experiencias y conductas son desequilibrios cerebrales en la distribución de dicho transmisor. Creencia —fe— hoy, por cierto, progresivamente abandonada, a pesar de los numerosos sacerdotes y los miles de millones de dólares que la apoyaron y difundieron.

Pero se trata tan solo de una muestra. La psiquiatría (oficialista), como especialidad médica que es, ha intentado justificar sus técnicas, su cientificidad y su posición dominante mediante la equiparación de las psicosis y, en general, de todos los trastornos mentales (e incluso el sufrimiento psicológico), con «enfermedades del cerebro» o «desequilibrios electroquímicos» del mismo. Esto produce una enorme ampliación de la perspectiva organicista de tales sufrimientos humanos: las conductas o representaciones mentales ya no son comunicaciones o señales, sino que se captan como «síntomas y signos». Y estos no se ubican dentro de una determinada estructura, patrón o encuadre comunicacional —o relacional, intersubjetivo, social o cultural—, sino que son vistos como parte de «síndromes (médicos)».

A su vez, los síndromes ya no se ven como agrupaciones de señales o síntomas o conductas que «corren juntos», según la etimología y definición del término médico, sino que se identifican con algo patológico y, por tanto, con «enfermedades». Estas supuestas enfermedades, además, ya no son tan solo desviaciones desadaptativas del desarrollo: suponen alteraciones cerebrales, bioquímicas, genéticas..., es decir, «seguras» alteraciones corporales. Y cuando, de forma reduccionista, se las califica de «alteraciones somáticas biológicamente determinadas» no se les aplica un modelo médico actual, sino uno de los más antiguos, el anatomo-infeccioso, que se apoya también en una teoría atrasada de la ciencia: el empirismo epistemológico.

Y tanto reduccionismo, ¿por qué y para qué? Pues porque al final de esa algarada, que deja por el camino jirones cada vez más amplios de la realidad, se intenta aplicar el modelo de terapia hoy predominante en la medicina a un contexto y unos trastornos no médicos. Un modelo que se halla tan abundantemente sesgado de empirismo que ha dado lugar a una perspectiva de la que hoy se quejan los consultantes, la comunidad, sus representantes, todo tipo de estudiosos, pensadores y organizadores sanitarios.* Es el modelo televisivo, unidimensional, de un síntoma-una enfermedad-un fármaco. Un modelo que, a su vez, elude una perspectiva más abierta, en la que no toda señal supone un síntoma, ni todo síntoma una enfermedad, ni, por supuesto, toda enfermedad un fármaco. Ello supondría un rechazo altanero, omnipotente y maníaco del resto de las terapias, en especial de las no farmacológicas: populares, psicoterapéuticas, rehabilitadoras, reeducadoras, fisioterapéuticas, alternativas, etc.

Sin embargo, y a pesar de las controversias y las críticas fundamentadas que ha sufrido tanto desde dentro como desde fuera de la propia disciplina, esta perspectiva reduccionista de la psicopatología y la psiquiatría se ha impuesto a lo largo de las últimas décadas. Como resultado, los psicofármacos no solo constituyen la base principal del tratamiento psiquiátrico actual, sino que son recetados a millones de personas por los médicos de familia, por otros profesionales e incluso por paraprofesionales, sin tener en cuenta sus limitaciones, sus costes, su poca utilidad cuando no se administran en tratamientos integrados, sus escasas repercusiones sobre la epidemiología comunitaria, sus efectos iatrogénicos, etc.

En la colección 3P hemos intentado, desde el principio, un replanteamiento de esa cadena de reduccionismos técnicos, teóricos y epistemológicos (conducta-comunicación-síntoma-enfermedad-fármaco). Por lo general, hemos publicado o traducido obras colectivas o de autores que intentaban paliar alguno de los primeros puntos de vista enunciados: el que tiende a ver las conductas (o representaciones mentales) no como comunicaciones, sino como síntomas y síndromes. Y no solo así, sino como síntomas y síndromes médicos, nosográficos: es verdad que existen niños y adultos hiperactivos, lo cual puede suponer un síndrome social, personal, cultural o psicológico; son personas que se mueven mucho, que necesitan estímulos continuos, que, por tanto, pueden perder parcialmente sus capacidades de concentración y atención. Pero ¿por qué esa agrupación de conductas, ese síndrome, ha de ser catalogado como algo médico?

El siguiente salto es decisivo: a esos síndromes médicos se los acaba catalogando como enfermedades. De esta forma, la depresión ha terminado siendo una «enfermedad», como la «psicosis», la «fobial social», las «crisis de pánico», el tdah o, por supuesto, la esquizofrenia. Pero aún falta un reduccionismo más: el último eslabón de la cadena consiste en reducir de forma unidimensional la terapia a fármacos, algo en lo que sí ha triunfado, de momento, esa perspectiva.

Sobre los modelos de tratamiento que tienen en cuenta otras posiciones psicológicas, sociales, culturales e incluso biológicas de las psicosis, hemos publicado ya varios volúmenes, desde el primero de la colección, titulado precisamente así, Modelos de locura.* Pero, gracias a las dotes como comunicadora de Joanna Moncrieff, presentamos aquí otro punto de vista ya no del tratamiento de las psicosis, sino de aquella parte más conocida (que no significa más importante) de dichos tratamientos: los psicofármacos. Aunque algunos tal vez no lo sepan, también ese componente del tratamiento integral de las psicosis está sujeto a discusión e, incluso, diatriba.

Este es el motivo para publicar un libro sobre el lugar que ocupan los tratamientos farmacológicos en la psicopatología y la psiquiatría modernas: necesitábamos una visión, por un lado, más global, menos sesgada y, por el otro, más clara —hablando claro—, menos hagiográfica, de esa parte indispensable de lo que suele llamarse el «arsenal» de la psiquiatría contemporánea.

Al lector, al estudioso o al familiar interesado, pues a todos esos grupos de población va orientado este volumen, si es un asiduo de nuestra colección, tal vez le sorprenda que en este caso se trate de un libro de psicofarmacología general, y no de «psicofarmacología de las psicosis», como correspondería en una colección de Psicopatología y psicoterapia de las psicosis (3P). Pero nos han decidido a introducirlo en nuestra colección al menos tres razones o motivaciones. En primer lugar, que a los pacientes con psicosis, a diferencia de otros muchos en nuestros medios, se les suele aplicar prácticamente todos los tipos de fármacos psicoactivos de los «arsenales» modernos: neurolépticos, antidepresivos, «eutimizantes», ansiolíticos, etc. Por tanto, un libro que presente «a las claras» el conjunto de psicofármacos será de gran importancia para el tratamiento de los pacientes con psicosis, al tiempo que también es útil para que lo consulten todos los profesionales y pacientes que consumen o pueden consumir cualquier tipo de psicofármacos, desde luego.

La segunda razón para publicar el libro de Joanna Moncrieff en nuestra colección 3P es que, en el imprescindible replanteamiento que hoy necesita la «burbuja farmacológica» de la medicina actual, la psicofarmacología de las psicosis es un ejemplo paradigmático y un ámbito de observación que hay que tener muy en cuenta. Se trata de uno de los campos en los cuales las desmesuras de determinada psiquiatría, tal vez aprovechando el impacto arrasador causado por la irrupción de algunas psicosis y por el estigma social que conllevan, se ha lanzado a «tumba abierta» de forma más clara y llamativa: uso combinado de varios psicofármacos sin que se conozcan aún a fondo sus interacciones farmacológicas; megadosis; tratamientos unidimensionalmente farmacológicos; uso de fármacos que, en ocasiones, han tenido que ser retirados a los seis meses de su lanzamiento al mercado; psicofarmacologización masiva de la infancia; ensayos farmacológicos con grandes posibilidades de ser falseados o incluso resultar tan solo «virtuales», como ya hace años mostraron Woods, Ziedonis y colaboradores*; aplicación de psicofármacos en la infancia sin haber sido estudiado su uso para estas edades, etc.

El biologismo extremo de la terapéutica psiquiátrica habitual se ha convertido así en el paradigma de los reduccionismos que hoy atenazan a una medicina ideologizada, que se ciñe a lo biológico y se despreocupa de las repercusiones comunitarias y sociales de sus prácticas.* El biologismo psiquiátrico ha mostrado ya cómo pueden estrecharse las perspectivas y segarse futuros: la auténtica «monoterapia» promovida por el poder económico de Big Pharma ha llevado a tal unidimensionalización del pensamiento psiquiátrico que, por un lado, esos tratamientos resultan hoy disparatadamente costosos para la comunidad mientras que, por el otro, generan un profundo rechazo por parte de la población, de otros profesionales* e incluso de muchos psiquiatras, como por ejemplo, la propia Joanna Moncrieff*. Y también por parte de asociaciones, redes y grupos de investigación. Como ejemplos, baste citar la Critical Psychiatry Network que la misma Moncrieff fundó, la ISPS (International Society for the Psychological and Psychosocial Treatments of Psychosis), etc.

Como decíamos, esa perspectiva unidimensional, de reduccionismo biologista, está provocando un rechazo cada vez más amplio. Pero, al tratarse de un asunto de poder (que no científico), algunos creemos que ya no podrá ser modificada desde dentro, por los propios técnicos y científicos de nuestras disciplinas, sin el impacto renovador del movimiento social, de la comunidad organizada que se oponga a tanto disparate derrochador, omnipotente e iatrogénico.

La tercera razón para incluir un libro sobre «psicofarmacología general» es que, sin embargo, un uso prudente, razonado y relacional de algunos de esos psicofármacos imprescindibles (tal vez veinte), probablemente seguirá siendo un recurso útil para la psiquiatría y la psicopatología, tanto en la actualidad como en el futuro. De ahí que pensáramos que una perspectiva clara y actualizada de los mismos podría ser de gran utilidad, tanto para nuestros lectores habituales como para otros practicantes o usuarios de la psicofarmacología. Una consecuencia de esa clarificación, deseada también por la propia autora de este volumen, es que el libro pueda servir a familiares y profanos no solo para conocer mejor los psicofármacos, sino para poder preguntar y dialogar sobre ellos con sus referentes clínicos de forma más informada, segura y, por tanto, autónoma.

Ahí es donde el libro de Joanna Moncrieff nos pareció de especial utilidad. Por un lado, porque proviene de una especialista en psicofarmacología, con experiencia en la investigación en este campo; por el otro, porque se trata de una autora y un libro en el cual se aprecian la claridad y calidad expositivas, y que parte, además, de posturas teóricas y éticas también más claras de lo habitual en nuestros medios. Ante todo, porque son posturas mantenidas desde una actitud abierta y no de falsa prudencia. Una falsa prudencia que hoy, con los desatinos en los que incurre la psicofarmacología tanto popular como psiquiátrica, es un apoyo a la lenidad, si no venalidad.* Joanna Moncrieff no cae en la habituales actitudes de muchos de nuestros profesores de medicina, y habla claro de la situación y del enfoque de la práctica psiquiátrica actual y, por tanto, de los fármacos y su uso. En ese sentido, mención aparte merecen los primeros capítulos de este libro, que proporcionan una visión sintética y explicativa de la situación actual de la psicofarmacología: el lugar de los fármacos en la psiquiatría moderna, una perspectiva farmacológica sobre su funcionamiento, los problemas y desviaciones de los ensayos psicofarmacológicos actuales, etc.

Las comunicaciones de la doctora Moncrieff, además, poseen el valor adicional, al menos para algunos, de no refugiarse en una supuesta postura «ateorética» (como los difusores de las clasificaciones DSM y algunas asociaciones psiquiátricas, tanto nacionales como internacionales). Al contrario, Moncrieff nos describe su perspectiva teórico-técnica «basada en el fármaco» que contrapone al modelo teórico-técnico «centrado en la enfermedad». Se puede estar de acuerdo con ella o no, pero sus razonamientos parten de bases incuestionables: al dar por hecho que los problemas psiquiátricos son «enfermedades», por lo general se asume que la mayor parte de los fármacos utilizados en psiquiatría funcionan revirtiendo total o parcialmente el proceso subyacente. Como la profesora Moncrieff recuerda, el nombre de los fármacos psiquiátricos refleja tal suposición: se piensa que los «antipsicóticos» actúan sobre la anormalidad biológica que produce los síntomas de las psicosis o la esquizofrenia; se cree que los «antidepresivos» revierten la base orgánica de la depresión; que los «estabilizadores del ánimo» rectifican el proceso causante de las fluctuaciones anormales del humor; que los «ansiolíticos» intervienen en los mecanismos biológicos del origen de la ansiedad o el «estrés». Es el modelo de la psicofarmacología que la profesora Moncrieff denomina «centrado en la enfermedad».

Para creer en ese modelo, se suele partir de otra creencia previa, también basada tal vez en la fe, tal vez en la ignorancia, pero no en las pruebas de que disponemos: tal modelo de la acción de los psicofármacos «centrado en la enfermedad» es similar al modelo patofisológico con el que se suele explicar la acción de los fármacos en el resto de las disciplinas médicas. Sin embargo, en la medicina actual, en realidad son pocos los fármacos que actúan sobre la etiología de una enfermedad, sobre su causa última. En primer lugar, porque esta a menudo no es una causa única, sino una composición compleja de factores de riesgo y vulnerabilidades, muchos de ellos inaccesibles al fármaco, más aún cuando la enfermedad ya se ha declarado. En segundo lugar, porque la mayor parte de los fármacos actúan tan solo revirtiendo total o parcialmente un segmento del proceso patobiológico que produce los síntomas de la enfermedad, no sus causas «últimas».

Una consecuencia sumamente relevante de la acción de esas «creencias» no apoyadas en pruebas es que la mayor parte de la investigación sobre fármacos psiquiátricos no se orienta hacia la descripción del tipo de intoxicación que estos producen y sus efectos, una perspectiva más amplia y menos sesgada que podría dar lugar a interesantes replanteamientos. En su lugar, los estudios de investigación asumen «ingenuamente» que los fármacos revierten un proceso subyacente; por eso, intentan «medir» los «síntomas» de la «enfermedad» y determinar sus variaciones. Cualquiera de los cambios (positivos) observados se asume como un cambio en «la enfermedad», y no en las emociones, sentimientos, pensamientos, fantasías o relaciones de los sujetos. Por tanto, las alteraciones mentales obvias producidas por la mayor parte de los fármacos psicoactivos se ignoran o, como mucho, son calificadas como «efectos secundarios» o «daños colaterales» inevitables.

En resumen: muchos terapeutas pensamos que los psicofármacos existen, lo que obliga a estudiar cómo usarlos; por el contrario, las «enfermedades psiquiátricas», hoy en día, son entelequias supuestamente ateoréticas para nada basadas en las pruebas. No podemos fundamentar en ellas nuestra asistencia psiquiátrica y psicopatológica. Desde una perspectiva incluso más amplia, diríamos que para un modelo asistencial actualizado, que en otros muchos lugares y otros muchos autores designamos como la «asistencia centrada en el consultante en tanto miembro de la comunidad» (ASCC),* los fármacos o drogas psicoactivas deben ser resituados en función del «para qué» y el «para quién». Es decir, en función de los efectos deseados e indeseados que producen, y en función del «consultante» (que no «enfermo») en cuanto miembro de una comunidad y una cultura determinadas; en función de una organización social determinada.

Por eso, Joanna Moncrieff, autora entre otros trabajos del revelador libro The Myth of the Chemical Cure, rechaza el modelo de prescripción y uso de los psicofármacos «centrado en la enfermedad», carente de evidencias que lo apoyen. En su lugar propone redefinir la relación entre el paciente y el prescriptor, valorando de forma más realista los probables riesgos y beneficios del consumo de medicamentos psiquiátricos, y teniendo en cuenta también que su capacidad para mejorar la vida de las personas es limitada.

Una consecuencia directa: este libro de farmacología es mucho más claro de lo habitual en la reseña de los llamados «efectos secundarios» de las drogas psicoactivas. Pero no solo por su actitud crítica y combativa, sino por un tipo de actitud también más consecuentemente científica y, por tanto, teórica, que parte de la consideración estrictamente farmacológica que antes mencionábamos: todas las drogas psicoactivas, y entre ellas, las que llamamos «psicofármacos», producen estados de intoxicación cerebral. Sus efectos tienen que ver con esa intoxicación del SNC y no con supuestas y míticas «reequilibraciones de desequilibrios electroquímicos» o con más míticas aún «restituciones químicas de enfermedades químicas». Aquí, Joanna utiliza el término «intoxicación» en su sentido más estrictamente farmacológico y médico. Cualquier intoxicación puede poseer un rango incluso beneficioso para el sujeto y, desde luego, un rango no dañino (piénsese en el alcohol en nuestras sociedades mediterráneas) y, en el otro extremo, puede alcanzar rangos y dosis dañinas para el cerebro, para otros sistemas o funciones del organismo, o para el individuo al completo.

En ese sentido, por ejemplo, la doctora Moncrieff, al igual que Delay y Deniker, se muestra sumamente renuente a hablar de «antipsicóticos», como de forma acrítica hacemos en nuestros medios. Algunos consideramos que tales fármacos «antipsicóticos» son tan solo entes virtuales, generados por la fantasía comercial de algunas empresas. Lo que sí existen son los neurolépticos, es decir, fármacos capaces de generar neurolepsia, sedación mayor (etimológicamente, fármacos capaces de «apoderarse del sistema nervioso»). Ahora bien: si pensáramos en neurolepsis, en sedación mayor, entenderíamos mejor algunos de los efectos beneficiosos de estos fármacos y podríamos contraequilibrarlos con algunos de sus efectos negativos (que no secundarios), propios de la otra cara de la «intoxicación nerviosa» que, como drogas psicoactivas, producen: por ejemplo, el aplanamiento emocional y cognitivo, los trastornos metabólicos o los trastornos motores y psicomotores.

Como director de la colección y como prologuista quiero darme el gusto de mencionar aquí la destacada contribución a la publicación en castellano de este libro de Mikel Valverde, José A. Inchauspe e Inés Martínez Ciordia. Ellos son los que me advirtieron de su interés y, generosamente, ofrecieron su traducción del volumen, que ya venían considerando en su práctica clínica diaria. Una traducción más que notable por su calidad y nivel científico, que han enriquecido con tablas, como la «Tabla de fármacos, por principio activo, vida media, clase de fármaco, y nombres comerciales» y otras, así como con acotaciones, adaptaciones y traducciones culturales más que ajustadas a lo largo del todo el libro.

Tanto ellos como nosotros, desde la colección 3P, desearíamos que este libro sirviera para colaborar en el auténtico «choque de realismo» que requiere hoy en día el uso masivo de psicofármacos en muchos de nuestros equipos psiquiátricos. Pero para ello necesitamos una perspectiva más integrada, realista y honesta de las características de tales moléculas. Si no, seguiremos encerrados en un «sueño de la razón», como nos advertía Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828), pero un «sueño» bien diferente del que, según algunas teorías, se produce en la «locura»: sería nuestro sueño-engaño, no el sueño-delusión de nuestros consultantes.

 

 

1. El lugar de los tratamientos farmacológicos en psiquiatría

 

 

Fármacos de diversos tipos constituyen la base principal del tratamiento psiquiátrico moderno, y lo son desde los años cincuenta del siglo pasado.* A la mayor parte de las personas que reciben asistencia psiquiátrica se les receta algún tipo de fármaco psiquiátrico, y con frecuencia varios. Los médicos de familia recetan estos fármacos a millones de personas que se consideran pacientes con trastornos psiquiátricos o psicológicos. De hecho, su ingesta constituye el eje de la totalidad de los servicios psiquiátricos. La relación entre los profesionales de la salud mental y los usuarios de los servicios se suele articular en torno a la medicación. Por ejemplo, los profesionales pasan buena parte de su tiempo persuadiendo a la gente de que tome medicación que no desea, retocando las dosis si algo va mal, añadiendo fármacos y cambiando su pauta de administración. Los problemas de los pacientes por lo general se atribuyen a que no toman medicación, o a que lo hacen en dosis reducidas, aun cuando haya otras explicaciones perfectamente plausibles. En muchos casos no hay indicios claros de que las personas mejoren más con medicamentos que sin ellos.

La publicidad dada a la mejoría que producen medicamentos psiquiátricos, como el Prozac o el Rubifen, y la idea de que las personas con problemas psiquiátricos padecen de «desequilibrios químicos» ha convencido a muchas personas de que necesitan fármacos para poder sentirse normales. Es decir, la presión para prescribir fármacos psiquiátricos ya no solo procede de los profesionales, sino también de potenciales pacientes convencidos de que sufren de un trastorno cerebral y de que los medicamentos ofrecen una solución a sus dificultades. Esto ha sido de gran ayuda a la industria farmacéutica, que ha visto subir las ventas de antidepresivos vertiginosamente desde principios de la década de 1990; y las ventas de «estabilizadores del ánimo», «antipsicóticos» y estimulantes siguen el mismo camino. Los medicamentos psiquiátricos se han convertido en un éxito de ventas, contribuyendo de forma importante a los beneficios de la industria farmacéutica.

Incluso antes de la década de 1950, los fármacos, en especial los sedantes, eran ampliamente utilizados tanto en los hospitales psiquiátricos como con los pacientes ambulatorios. Sin embargo, recibían poca atención porque generalmente se los consideraba solo un medio de control químico.1 2 Eran procedimientos como la terapia electroconvulsiva (tec), la lobotomía y la terapia de coma insulínico, junto con las intervenciones psicosociales, los que se consideraban tratamientos importantes en esa época. No obstante, durante los años cincuenta y sesenta se introdujeron nuevas clases de fármacos en psiquiatría y la perspectiva acerca de cómo funcionaban cambió paulatinamente esta disciplina. Los fármacos pasaron a ser vistos no solo como inductores de estados mentales toscos pero útiles de sedación y apatía, como otros medicamentos más antiguos, sino que se pensó que actuaban revirtiendo las enfermedades mentales subyacentes.

La naturaleza del trastorno psiquiátrico ha sido controvertida desde que existe la psiquiatría. La profesión psiquiátrica, como parte de la profesión médica, ha intentado siempre justificar su rol dominante mediante la afirmación de que la locura y el sufrimiento psicológico son esencialmente lo mismo que otros problemas médicos como el cáncer de pulmón o intestinal. Pero siempre han existido, tanto dentro y fuera de la psiquiatría, diversas explicaciones y enfoques. La perspectiva de la alteración psiquiátrica como una enfermedad del cerebro o del cuerpo fue rechazada sin cesar por algunos de los destinatarios de los cuidados psiquiátricos, y en la década de 1960 el movimiento antipsiquiátrico expuso objeciones filosóficas y políticas al concepto de trastorno psiquiátrico como enfermedad médica.3 También se ha discutido cómo se ayudaba mejor a los pacientes.

En los momentos fundacionales de la psiquiatría la perspectiva psicosocial conocida como «tratamiento moral» fue muy respetada. Se basaba en la idea de que la gente podía aprender a controlar su comportamiento contando con una guía adecuada. Fue pionero un asilo ideado y dirigido por cuáqueros llamado «el Refugio de York», en Inglaterra. El psicoanálisis, otras formas de psicoterapia, las intervenciones sociales y las perspectivas psicológicas han competido o han sido practicadas junto con la psiquiatría biológica en algún momento de la historia de la psiquiatría.

No obstante, desde hace varias décadas la visión biológica de los problemas psiquiátricos se ha consolidado. Del mismo modo que se sabe que los síntomas del asma, por ejemplo, se producen al tensarse las vías respiratorias del pulmón, se asume que un problema etiquetado como condición psiquiátrica, como la depresión o la esquizofrenia, está causado por procesos localizados en el cerebro. Esta visión de la naturaleza de los trastornos psiquiátricos ha ayudado a justificar la expansión de la prescripción de tratamientos con fármacos a personas con toda clase de dificultades psiquiátricas. El cambio de hipótesis, que afirma que los fármacos actúan revirtiendo la enfermedad subyacente, ha ayudado a consolidar la noción de que los trastornos psiquiátricos están causados por defectos biológicos concretos.

Algunas veces es indudable que el desarrollo de un mercado para ciertos fármacos ha conformado nuestra visión sobre la naturaleza de los trastornos psiquiátricos, y que ha llegado incluso a crear algunos nuevos. Por ejemplo, el concepto moderno de «depresión» no fue enteramente aceptado hasta el desarrollo de la idea de un fármaco antidepresivo.4 Antes de la aparición de los fármacos que se consideran antidepresivos (pero que actúan de formas muy diferentes, como se explicará en el capítulo 5) se entendía la depresión como una condición grave pero rara, que por lo general se encontraba solo en personas con severos trastornos maníaco-depresivos o en la vejez. Cuando se sugirió por primera vez la existencia de fármacos antidepresivos, las compañías farmacéuticas se dedicaron a popularizar el punto de vista de que la depresión es un trastorno frecuente que no solo se halla en los hospitales psiquiátricos, sino en muchos otros entornos. Además, sugirieron que con frecuencia no era reconocida como tal. Más recientemente, como el psiquiatra David Healy ha documentado, el concepto de depresión se amplió con objeto de crear un gran mercado para los antidepresivos ISRS (inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina) como el Prozac.5 Las compañías farmacéuticas han promocionado condiciones psiquiátricas poco conocidas anteriormente como el «trastorno de ansiedad social», el «trastorno de pánico», el «trastorno explosivo intermitente», el «trastorno de compra compulsiva» dentro de sus esfuerzos para comercializar sus productos. De este modo, la industria farmacéutica ha colaborado en transformar en enfermedades psiquiátricas problemas que antes eran vistos como propios de situaciones sociales o interpersonales y que en algún caso ni siquiera se habrían considerado problemas.

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