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BREVIARIOS
del
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

33

HISTORIA DE LA LITERATURA LATINA

Historia de la
literatura latina

por
AGUSTÍN MILLARES CARLO

Fondo de Cultura Económica

MÉXICO

Primera edición, 1950
Segunda edición, 1953
Tercera edición, 1962
Cuarta edición, 1976
   Cuarta reimpresión, 2014
Primera edición electrónica, 2016

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

A LA MEMORIA DE DON PEDRO URBANO GONZÁLEZ
DE LA CALLE

ADVERTENCIA PRELIMINAR

El libro que presentamos a la consideración del lector es un resumen de la historia de la literatura latina, desde sus orígenes hasta la caída del Imperio de Occidente. Con objeto de completar el cuadro, hemos consignado, en brevísimo apéndice, los autores más importantes que florecieron entre el aludido acontecimiento histórico y las postrimerías del siglo VIII.

Reducir a compendio materia tan vasta y compleja, de modo que no se omitiese nada esencial y procurando dar idea clara de los principales fenómenos operados en el campo de las letras latinas, no era tarea fácil. Hemos procurado llevarla a cabo con la mayor diligencia, aspirando a que este trabajo no desmerezca dentro de la interesante y prestigiosa serie de Breviarios que publica el Fondo de Cultura Económica.

Antes del índice de capítulos figura una relación de los más importantes tratados de carácter general, de las colecciones de textos y de los repertorios de traducciones españolas. La bibliografía de los géneros se ha indicado en el texto, por vía de nota.

México, D. F., mayo de 1950

ADVERTENCIA A LA SEGUNDA EDICIÓN

En esta segunda edición hemos corregido erratas e inexactitudes, y añadido algunos detalles que juzgamos de interés.

La bibliografía, en la cual no hay referencias a los autores incluidos en el apéndice, ya que éste constituye un todo independiente, aparece dividida en dos partes: A. BIBLIOGRAFÍA GENERAL, que comprende: 1) Obras de conjunto; 2) Colecciones de textos, y 3) Traducciones al español. B. BIBLIOGRAFÍA PARTICULAR, es decir, la referente a los autores estudiados en el texto. Va ordenada cronológicamente, y de ella hemos excluido, salvo en contados casos y en obsequio a la brevedad, los trabajos aparecidos en revistas, así como las ediciones parciales de textos.

Dada la índole elemental de nuestro trabajo, esta bibliografía no aspira —inútil es decirlo — a sustituir a los grandes repertorios, sino solamente a proporcionar una guía a quienes deseen completar las noticias que sólo sucintamente se apuntan en el cuerpo de nuestra obra.

Para una información más detallada el lector podrá recurrir a L’année philologique. Bibliographie critique et analitique de l’antiquité gréco-latine (Paris, Société d’Édition Les Belles Lettres), que desde 1924 viene publicando Mlle. Juliette Ernst bajo la dirección del ilustre latinista J. Marouzeau, ex profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de París. Los años 1914-1924 fueron objeto de dos volúmenes de recapitulación bajo el título Dix années de philologie classique; para los años 1924 y siguientes la publicación se sucede regularmente, aun a pesar de la guerra última. El tomo XVIII, preparado por Mlle. Ernst, que se refiere a 1947 y completa la bibliografía de los años anteriores, se publicó en 1949. El tomo XIX apareció en 1950. El XX (1949) es de inminente publicación. Puede verse también la International Bibliography of Historical Sciences, edited for the International Committee of Historical Sciences (Lausana), cuyo volumen XIX, correspondiente al año 1950, acaba de ver la luz.

México, D. F., julio de 1953

ADVERTENCIA A LA TERCERA EDICIÓN

Para corresponder a la favorable acogida dispensada por el público a este libro, nos hemos esforzado por completarlo en diversos pasajes y, en especial, por poner al corriente —dentro del criterio que presidió a su primera redacción— la parte bibliográfica.

En relación con L’année philologique antes mencionado, téngase presente que los volúmenes publicados hasta ahora, de que tenemos noticia, son 27, y que en ellos se incluye la bibliografía clásica hasta 1957. La fecha del último es 1959 (París, Les Belles Lettres).

De positiva utilidad son las dos obras siguientes: Bibliografía de los estudios clásicos en España (1939-1955), redactada por un grupo de estudiosos y publicada con motivo del Primer Congreso Español de Estudios Clásicos, Madrid, 1956 (Publicaciones de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, I), y Orientamento bibliografico per lo studio della letteratura latina, de Lydia Pedroli, Roma, Ausonia, 1960.

Maracaibo, octubre de 1961

ADVERTENCIA A LA CUARTA EDICIÓN

Se han corregido las erratas advertidas, y con intento de completar la bibliografía, hemos puesto a contribución, entre otros, los dos trabajos siguientes: nuestros “Apuntes para una bibliografía de los estudios clásicos en España y América Latina”, publicados en el Anuario de Filología de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad del Zulia, I (Maracaibo, 1962), pp. 173-307, y la fundamental Bibliografía de los estudios clásicos en España (1956-1965). Madrid, Sociedad Española de Estudios Clásicos, 1968.

México, octubre de 1974.

I. INTRODUCCIÓN

1

AUN cuando gran parte de la producción literaria de los romanos sea indudablemente fruto de la imitación de modelos griegos, y carezca por ello, hasta cierto punto, de originalidad, su estudio ofrece positivo interés, no sólo por los indudables méritos propios que posee y por el poderoso aliento creador de muchos de sus autores, sino por haber sido el vehículo que trasmitió a las naciones de Europa el conocimiento de la antigua cultura helénica, convirtiéndose, al difundirla entre ellas, en uno de los principales factores de la moderna civilización.

2

La religión romana, menos formalista de lo que suele afirmarse, con su culto a los dioses manes, sus variadas y sugestivas fiestas rústicas y su preocupación por los augurios, prodigios y sueños, no podía por menos de halagar la imaginación del pueblo. Por otro lado, toda una serie de leyendas misteriosas e impresionantes, que los poetas del siglo de Augusto pusieron a contribución y que el propio Tito Livio no quiso excluir del cuadro de su historia, rodeaban los orígenes de la vida de Roma. Y, sin embargo, nada de eso logró cristalizar en manifestaciones épicas ni produjo una epopeya como la que Niebuhr intentó reconstruir en el siglo XIX. Práctico por excelencia y con marcada predilección por la vida pública, no se nos aparece el pueblo romano en los primeros siglos de su historia, a pesar de condiciones poéticas innatas y de la existencia de esas aludidas leyendas autóctonas, como el más adecuado para crear una literatura propia, ni llegó a sentir la necesidad de poseerla hasta que las conquistas de la Magna Grecia (en la primera mitad del siglo III a. C.) y de Sicilia (en la segunda mitad de la misma centuria) estrecharon los lazos que desde la época de los Tarquinos tenía con los griegos del Asia Menor.

3

Frente a la tesis de la existencia de una rama itálica del indoeuropeo, integrada por el latín, de una parte, y el oscoumbro, de otra, predomina hoy la opinión de que ambos grupos lingüísticos son independientes. El latín era hablado por los habitantes del Lacio, estrecha faja de tierra situada al sur de la desembocadura del Tíber. Al grupo oscoumbro pertenecían los samnitas de la Italia meridional, los pelignios, cuya capital era Corfinium, los umbros, marsos, vestinos, marrucinos, sabelios y volscos. La lengua osca nos es conocida por inscripciones y por datos aislados de escritores latinos y griegos, sobre todo gramáticos y lexicógrafos. Los textos más importantes son la Tabula Bantiana o ley municipal de Bantia (Apulia), en caracteres latinos, y de la umbra tenemos noticia por las Tabulae Eugubinae, de carácter religioso, que datan de un siglo o dos a. C. Fueron descubiertas en 1444 en la ciudad de Iguvium, hoy Gubbio, y están formadas por siete tablas de bronce, cinco de ellas en caracteres etruscos y dos en caracteres latinos.

Si se tiene en cuenta que en época muy remota el dominio oscoumbro se extendía hasta las cercanías de Roma, y que más tarde los sabinos, pueblo osco, se establecieron en el Mons Palatinus, dentro de la antigua ciudad, no será extraño comprobar la existencia en la lengua de Roma de no pocos vocablos pertenecientes a los idiomas umbrooscos, como bos, buey; lupus, lobo, y muchas palabras con f medial, frente a b latina (bufalus, junto a bubalus; sifilare, al lado de sibilare), o con l, propia del osco, junto a d, propia del latín y de origen indoeuropeo (lacrima y dacruma; lingua y dingua), o con l, procedentes del etrusco, del celta, del griego y del germánico. La primera de estas lenguas aparece completamente aislada entre las de la antigua Italia y sin ninguna conexión con ellas. El origen del pueblo que la hablaba es sumamente oscuro. No parecen los etruscos, desde luego, pertenecer a la familia indoeuropea, y la tradición recogida por Heródoto y confirmada por las investigaciones de Schachermeyr, les hace procedentes del Asia Menor. Es casi seguro que Tarquino Prisco, Servio Tulio y Tarquino el Soberbio, que reinaron en la segunda mitad del siglo VII a. C., fueron monarcas de origen etrusco. La civilización de este pueblo fuerte, activo, constructor y guerrero, ejerció extraordinaria influencia sobre la vida latina, especialmente en el aspecto religioso y en lo tocante a algunos conocimientos técnicos de arquitectura y geodesia, y hubo un momento, hacia las postrimerías del siglo IV a. C., en que la juventud romana buscaba una instrucción superior en las escuelas de Etruria, como más tarde había de hacerlo en las de Grecia.1 Por otra parte, los versos fesceninos, de que más adelante hablaremos, parecen ser de origen etrusco, y la misma procedencia puede atribuirse a ciertas palabras del léxico, como histrio, comediante; persona, máscara teatral, y otras.

Con la rápida romanización de los galos, que irrumpieron en el norte de Italia hacia fines del siglo VI o comienzos del V a. C., penetraron en el vocabulario latino buen número de palabras celtas, como sagum, sayo; braca, braga; lancea, lanza; alauda, golondrina; cervesia, cerveza; currus, carro, etcétera.

El pueblo griego, que a partir del siglo VIII a. C. había fundado importantes colonias en el sur de Italia (Magna Grecia), irradió desde esta comarca su influencia sobre la península, enseñó a sus naturales el alfabeto2 y mantuvo con ellos un contacto activísimo.

Recibió, finalmente, el latín, palabras de procedencia germánica en los primeros siglos de la era cristiana, como consecuencia de las relaciones, principalmente militares y comerciales, entre germanos y romanos.

Superadas las dificultades que entorpecieron su vida interna durante todo el siglo V, Roma comienza su política de conquista, que había de culminar en la unificación de Italia bajo su hegemonía, con la toma de Veyes (396 a. C.), y la sucesiva sumisión de latinos, ecuos, sabinos y otros pueblos. Y así que pasó el peligro en que los galos celtas, capitaneados por Breno, pusieron los destinos de la ciudad, y el pueblo samnita fue definitivamente vencido en 290 a. C., se emprendió la conquista de la Magna Grecia y de su ciudad más importante, Tarento, cuya rendición en el año 264 había de traer consigo, como veremos, consecuencias trascendentales en el campo literario.

Podemos decir, en resumen, que entre todas las lenguas itálicas fue el latín la única que supo crear una literatura, cuyo apogeo coincidió con el último siglo de la República y los comienzos del Imperio, etapa esta última de la historia de Roma que hasta la invasión de los bárbaros en el siglo V d. C. abarcaba todos los países ribereños del Mediterráneo —Mare Nostrum— y se extendía por el este hacia la frontera dácica —o Rumania—, y por el norte hasta el Rin y Gales. De modestos principios, el idioma latino, al extenderse por toda Italia, desplazó, en el curso de la edad imperial, al osco y al umbro, e incluso a otras modalidades de tipo latino distintas del romano. Quedó sola, pues, la lengua de Roma, que desde Italia se extendió a toda la parte occidental del imperio. Durante la Edad Media fue éste el idioma de la Iglesia y de la ciencia en Occidente.

4

En una de sus modalidades, la que se ha convenido en denominar latín vulgar, tuvieron origen las lenguas romances, románicas o neolatinas. Ese latín, no sustancialmente distinto del literario, pero sí más variado, libre y susceptible de transformación, no se escribió deliberadamente, pero puede en parte reconstruirse acudiendo al estudio de las inscripciones, al examen de ciertos textos, obra de escritores poco correctos de época avanzada, y, sobre todo, a la comparación entre sí del vocabulario de las lenguas romances. Éstas, como es sabido, pueden repartirse en cuatro grandes grupos, que yendo de occidente a oriente son: el ibérico, el galo o francés, el itálico y el dácico.

5

La historia de la literatura latina, tal como vamos a examinarla en estas páginas, se divide del modo siguiente:

1) La literatura latina durante los cinco primeros siglos de Roma.

2) Época arcaica: 240-88 a. C.

3) Época de Cicerón: 88-44 a. C.

4) Época de Augusto: 44 a. C.-14 de la era cristiana.

5) El siglo I de la era cristiana: 14-117.

6) Los siglos II y III.

7) Los siglos IV y V. Desde Constancio y Galerio hasta la caída del Imperio de Occidente (476).

II. LA LITERATURA LATINA DURANTE LOS CINCO PRIMEROS SIGLOS DE LA HISTORIA DE ROMA

1

LAS MANIFESTACIONES poéticas correspondientes al largo periodo que se extiende desde los orígenes hasta el año 240 a. C., son, o de carácter religioso, o de índole profana. A las primeras pertenecen dos textos importantes, aunque de muy difícil y dudosa interpretación: los Carmina Saliaria y el Carmen fratrum Arvalium. Los Cantos de los Salios eran himnos que los sacerdotes de Marte, encargados de la custodia de los sacros escudos (ancilia), uno de los cuales, según la tradición, había caído del cielo, entonaban con acompañamiento de danzas durante las solemnes procesiones de marzo y octubre. De antigüedad muy remota, como se echa de ver por el empleo de ciertas formas gramaticales, sólo nos han llegado algunos restos conservados por Varrón,1 pero en estado tan defectuoso e inseguro, que no se puede sacar de ellos gran provecho. Los Carmina Saliaria resultaban ya ininteligibles para los romanos de la época clásica. El Canto de los Arvales, descubierto en 1777, antiquísimo también, era recitado por la hermandad rural así llamada en las fiestas consagradas a la Dea Dia, divinidad campestre, a fin de impetrar de ella una óptima cosecha. Se nos ha conservado, en mejores condiciones que el de los Salios, grabado en una tabla de mármol que contiene las actas del colegio de los Arvales correspondientes al año 218 de la era cristiana:

Enos, Lases, iuvate

neve lue rue Marmar sins incurrere in pleoris, etc.

Se hace aquí indudablemente mención de los Lares, con el fonetismo primitivo de esta palabra (Lases), y del dios Marte (Mars), que aparece bajo la forma Marmar. En realidad, el texto, a causa de las alteraciones que experimentó en su trasmisión, resulta ininteligible.

La poesía de índole profana era de contenido muy diverso. Existían cantos que se ejecutaban en los banquetes de familias patricias, en alabanza de sus antepasados, ya solos, ya con acompañamiento de flauta; neniae o cánticos fúnebres, destinados a exaltar los méritos de algún personaje fallecido; cantos burlescos, que los soldados, con libertad excesiva a veces de palabra, improvisaban con ocasión de los triunfos militares; cantos de amor, cantilenas infantiles, canciones de cuna, etc. De todo esto, nada, por desgracia, ha llegado a nosotros.

Tampoco ha corrido mejor suerte la poesía fescenina, a que aluden Virgilio2 y Horacio.3 Su nombre deriva, muy probablemente, de Fescennium, localidad del sur de Etruria, donde el género debió de florecer particularmente. En cuanto a su contenido y estructura, tratábase, al parecer, de la representación dialogada en versos saturnios de una acción real, y más tarde, de un argumento de carácter ficticio. Los improvisados actores eran campesinos, que con ocasión de las grandes festividades rurales, como las dedicadas a Tellus (la Tierra) y a Silvano, se disfrazaban, pintarrajeábanse el rostro, e incluso lo cubrían con groseras máscaras de corteza. La mordaz libertad de estos versos, que desde el campo no tardaron en penetrar en la ciudad, llegó a tales excesos, que la Ley de las Doce Tablas tuvo que prohibirlos. Después de la aparición de otros géneros menos primitivos, la poesía fescenina persistió sólo como un número de diversión en las bodas.

Transformación del género anterior, mediante la adición regular de la música y de la danza mímica a la parte hablada fue la satura,4 cuyos orígenes parecen remontar al año 364 a. C., en que con ocasión de una terrible peste que asolaba la ciudad de Roma, se decidió instituir públicamente juegos escénicos al lado de los que, desde época antigua, tenían lugar en el Circo. Actores o histriones procedentes de Etruria ejecutaban danzas mímicas al son de la flauta, aunque sin palabras. La juventud romana imitolos pero añadiendo a la música y al baile los versos fesceninos. El género resultante de esta fusión no desapareció después de la introducción del drama regular, imitado de Grecia, sino que vino a formar el exodium, especie de pieza graciosa con la que se ponía fin a la representación escénica.

Importantes son, más que desde el punto de vista poético, para el estudio de la versificación y de la lengua, algunas inscripciones en verso pertenecientes a la época que nos ocupa. Citemos como ejemplo el epitafio de Lucio Cornelio Escipión (cónsul en 259, censor en 258 a. C.), que se compone de dos partes: un titulus antiguo pintado con minio sobre un fragmento de sarcófago, descubierto en 1780 en las afueras de la porta Capena, cerca de la Via Appia (hoy en el Museo del Vaticano), y un carmen más reciente, en versos saturnios, grabado sobre la parte anterior de otro sarcófago, hallado en 1614 (Museo Barberini).

Las composiciones poéticas a que nos hemos anteriormente referido aparecen escritas en versos saturnios, es decir, en el metro nacional romano más antiguo, del que aún encontramos ejemplos a principios de la época siguiente en la traducción latina de la Odisea por Livio Andrónico, y en el Bellum Poenicum de Nevio.

Por algunos el saturnio se ha considerado como un verso basado no en la cantidad, sino en la sucesión más o menos regular de sílabas tónicas y átonas. La coexistencia, empero, de dos tipos distintos de versificación desde los comienzos mismos de la literatura latina no parece probable. Más generalizada está la teoría que considera al saturnio como un verso asinárteto compuesto de dos miembros separados por una diéresis principal y con tres tiempos fuertes en cada uno de ellos. Delante de la diéresis se admiten el hiato y la sílaba indiferente, pero no la elisión. La aliteración, adorno poético frecuentemente usado en la poesía arcaica, y la rima en el saturnio no son raras.

2

En el transcurso de este remoto periodo, podemos comprobar, por testimonios diversos, la existencia entre los romanos de ciertas actividades en el campo de la oratoria, de la jurisprudencia y de la historia. Cicerón, que nos ha dejado en el Brutus una interesante reseña de la elocuencia romana, alude conjeturalmente a las cualidades oratorias del primer cónsul Lucio Bruto y del dictador Marco Valerio. Por otra parte, las laudationes funebres, destinadas por las familias nobles a exaltar las glorias de sus difuntos, y a las que aluden el gran orador romano y el historiador Tito Livio, debían de representar un género especial y muy antiguo de elocuencia.

Con la difusión de la escritura, las normas jurídicas fueron gradualmente adquiriendo un carácter definido y más seguro, hasta que, en los promedios del siglo V a. C., codificose el derecho consuetudinario en las Leyes de las Doce Tablas, monumento de capital importancia, no sólo desde el punto de vista de su contenido (procedimientos y derecho público, derecho penal y sagrado y derecho privado en sus diversos aspectos), sino en lo que concierne a su estilo, conciso y cortante. En el año 451 una comisión de 10 miembros fue encargada (decemviri) de redactar el “código” romano. Fruto de su trabajo fueron 10 tablas, a las que se añadieron luego dos más (449), constituyéndose así la mencionada compilación legal, fons omnis publici privatique iuris,5 que conocemos por citas de autores posteriores.

Por lo que respecta a la historia, es indudable que algunos de los trabajos que eran misión propia de ciertas clases sacerdotales, particularmente del colegio de los pontífices, prepararon el camino a los analistas del periodo siguiente. Nos referimos, no sólo a los fasti, en los que junto a la indicación de los días en que era permitido o no administrar justicia, se hacían constar ciertas noticias de carácter histórico, astronómico y religioso, sino a las tabulae dealbatae (tablas blanqueadas), en las que el pontífice máximo consignaba los nombres de los cónsules y de otros magistrados, así como los acontecimientos memorables del año, tanto de índole civil como religiosa. Y fuera del cuadro de los tres géneros aludidos, recordemos los libros rituales, los relativos a la administración pública, los tratados oficiales de alianza, etcétera.