LA CANCIÓN DE LA ESPADA

 

 

 

BERNARD CORNWELL

 

Título original: Sword Song

Diseño de la cubierta: Enrique Iborra

Primera edición: arzo de 2009

Primera edición en e-book: septiembre de 2017

© Bernard Cornwell, 2007

© de la traducción: Gregorio Cantera, 2009

© de la presente edición: Edhasa, 2009

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

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España

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ISBN: 978-84-350-4657-2

NOTA HISTÓRICA

La canción de la espada debe más a la ficción que las anteriores novelas protagonizadas por Uhtred de Bebbanburg. Nada refieren las crónicas de la época en cuanto a la captura de Etelfleda por los vikingos, de modo que la trama del relato es sólo producto de mi imaginación. Cierto es, sin embargo, que la hija mayor de Alfredo casó con Etelredo de Mercia, y que disponemos de muchos testimonios que dan fe de que tal matrimonio no fue un camino de rosas. Mucho me temo que no he tratado al Etelredo histórico con demasiada consideración, pero la ecuanimidad no figura entre las obligaciones primordiales de un escritor de novelas históricas.

Disponemos de una enorme riqueza documental sobre el reinado de Alfredo, gracias a que fue un rey entregado al estudio, que gustaba de dejar constancia escrita de cuanto acontecía. A pesar de eso, hay lagunas. Sabemos que sus ejércitos conquistaron Londres, pero aún sigue la polémica en torno al año en que la ciudad pasó a formar parte del reino de Wessex. Desde un punto de vista administrativo, la ciudad pertenecía a Mercia. Pero Alfredo era un hombre ambicioso: nunca se mostró dispuesto a que hubiese un rey de Mercia, territorio que consideraba bajo su férula. Con la caída de Lundene, dio comienzo la inexorable expansión hacia el norte que, tras la muerte de Alfredo, culminaría con la transformación del reino sajón de Wessex en lo que hoy conocemos como Inglaterra.

No obstante, gran parte del relato se asienta en hechos históricos. Hubo un ataque de los vikingos contra Rochester (Hrofeceastre), en Kent, que concluyó con una amarga derrota. Aquel desastre puso de manifiesto lo acertado de la política defensiva emprendida por Alfredo, consistente en rodear Wessex de fortalezas que, en realidad, eran otras tantas ciudadelas, defendidas por tropas del fyrd. Siempre cabía la posibilidad de que un caudillo vikingo decidiese invadir Wessex, aunque sus naves no solían desplazarse con máquinas para llevar a cabo un asedio, y cualquier tentativa en este sentido suponía la presencia de un enemigo temible a sus espaldas. Supongo que la obsesión que Alfredo tenía con el orden no fue ajena a la precisión extrema con que organizó este anillo defensivo. Por suerte, disponemos de una copia del siglo XVI de otra del siglo XI, realizada a partir del documento original, en que se describe la organización de tales fortalezas. Dicho documento, conocido como el Burghal Hildage, da fe de cuántos hombres se necesitaban en cada bastión, y cómo se reclutaban, proporcionando una idea precisa de aquel colosal despliegue defensivo. Se levantaron y amurallaron de nuevo antiguas ciudades arrasadas. Alfredo esbozó incluso los planos de algunas de ellas, de modo que en la actualidad, cuando nos damos una vuelta por las calles de Wareham, en Dorset, o de Wallingford, en Oxford, pasamos por calles que fueron trazadas por sus topógrafos y que permanecen inalteradas desde hace doce siglos, a pesar de las heredades y transmisiones patrimoniales.

Si bien los planteamientos defensivos de Alfredo constituyeron un éxito notable, no se puede decir lo mismo de sus avances ofensivos. No dispongo de ninguna prueba que atestigüe que Etelredo de Mercia estuviera al mando de la flota que atacó a los daneses en el río Stour, y dudo incluso que aquella incursión tuviera algo que ver con él. Aparte de eso, el relato se ciñe a la verdad histórica, y la expedición contra los vikingos, que comenzó con brillantez, acabó como el rosario de la aurora. Tampoco dispongo de testimonio alguno que me permita afirmar que Etelredo obligó a su joven esposa a pasar la prueba del agua amarga. Quien se sienta tentado a saber algo más acerca de aquella antigua e infame superstición, leerá con provecho las instrucciones divinas dictadas para tal ceremonia, tal y como se recogen en el Antiguo Testamento (Números, 5).

Cuando concluye La canción de la espada, a Alfredo todavía le quedan unos cuantos años de reinado. Etelfleda de Mercia alcanzará la gloria, y a Uhtred de Bebbanburg, personaje de ficción, inspirado en un hombre que existió en realidad y que fue uno de mis ancestros, le queda aún mucho camino por delante. A finales del siglo IX, Inglaterra no era más que un sueño que acariciaban unos pocos visionarios. Pero los sueños, como siempre terminan por descubrir mis personajes más mimados, acaban por convertirse en realidad, y Uhtred se dispondrá a vivir nuevas peripecias.

La canción de la espada está dedicada a Aukje,

con toda intención. Érase una vez...

TOPÓNIMOS

La ortografía de los topónimos en la Inglaterra anglosajona era una cuestión pendiente, carente de coherencia y en la que no había concordancia ni siquiera en cuanto al nombre. Londres, por ejemplo, podía aparecer como Lundonia, Lun-denberg, Lundenne, Lundene, Lundenwic, Lundenceaster y Lundres. Claro que habrá lectores que prefieran otras versiones de los topónimos enumerados a continuación, pero he preferido recurrir, por lo general, a la ortografía utilizada en el Oxford o en el Cambridge Dictionary of English Place-Names (Diccionario Oxford, o Cambridge, de topónimos ingleses) para los años más cercanos o pertenecientes al reinado de Alfredo el Grande, 871-899 d. C., aun reconociendo que ni esa solución es incuestionable. En 1956, Hayling Island se escribía tanto Heilicingae como H^glingaigg^. Tampoco yo he sido coherente: me he decantado por el vocablo Inglaterra en vez de Englaland, y he preferido Northumbria en vez de Noróhymbralond para que nadie piense que los límites del antiguo reino coinciden con los del condado en la actualidad. Así que esta lista, como la ortografía de los nombres que aparecen en ella, es caprichosa.

^scengum    Eashing, Surrey

Arwan    río Orwell, Suffolk

Beamfleot    Benfleet, Essex

Bebbanburg    Bamburgh, Northumberland

Berrocscire    Berkshire

Cair Ligualid    Carlisle, Cumbria

Caninga    isla de Canvey, Essex

Cent    Kent

Cippanhamm    Chippenham, Wiltshire

Cirrenceastre    Cirencester, Gloucestershire

Cisseceastre    Chichester, Sussex

Coccham    Cookham, Berkshire

Colaun    río Colne, Essex

Contwaraburg    Canterbury, Kent

Cornwalum    Cornualles

Cracgelad    Cricklade, Wiltshire

Dunastopol    Dunstable (en latín, Durocobrivis), Bedfordshire

Dunholm    Durham, condado de Durham

Eoferwic    York, Yorkshire

Ethandun    Edington, Wiltshire

Exanceaster    Exeter, Devon

Fleot    río Fleet, Londres

Frankia    Alemania

Fughelness    isla de Foulness, Essex

Grantaceaster    Cambridge, Cambridgeshire

Gyruum    Jarrow, condado de Durham

Hastengas    Hastings, Sussex

Horseg    isla de Horsey, Essex

Hothlege    río Hadleigh, Essex

Hrofeceastre    Rochester, Kent

Hwealf    río Crouch, Essex

Lundene    Londres

M^ides Stana    Maidstone, Kent

Medw^g    río Medway, Kent

Oxnaforda    Oxford, Oxfordshire

Padintune    Paddington, gran Londres

Pant    río Blackwater, Essex

Scaepege    isla de Sheppey, Kent

Sceaftes Eye    isla de Sashes (Coccham)

Sceobyrig    Shoebury, Essex

Scerhnesse    Sheerness, Kent

Sture    río Stour, Essex

Sutherge    Surrey

Suthriganaweorc    Southwark, gran Londres

Swealwe    río Swale, Kent

Temes    río Támesis

Thunresleam W^ced    Thundersley, Essex

W^ced    Watchet, Somerset

W^clingastr^t    calle Watling

Welengaford    Wallingford, Oxfordshire

Werham    Wareham, Dorset

Wiltunscir    Wiltshire

Wintanceaster    Winchester, Hampshire

Wocca's Dun    South Ockenden, Essex

Wodenes Eye    isla de Odney (Coccham)

PRÓLOGO

Negrura. Invierno. Noche gélida, sin luna.

Navegábamos por el Temes, mientras contemplábamos las estrellas que se reflejaban en las trémulas aguas que quedaban más allá de la proa erguida del barco. El río bajaba de las montañas crecido por el deshielo. Rebosantes, las rieras se despeñaban desde las altas tierras calizas de Wessex. En verano, sólo eran cauces secos pero, en aquel momento, las torrenteras se precipitaban por las verdes colinas abajo, iban a parar al río y seguían su curso hasta el mar lejano.

Nuestro barco, sin nada que lo identificase, bordeaba la ribera de Wessex. Al norte de aquellas aguas caudalosas, se encontraba Mercia. Nos dirigíamos río arriba, camuflados tras las ramas desnudas y combadas de tres sauces que plantaban cara a la corriente, gracias a una de ellas, que llevábamos amarrada a la embarcación con una maroma de cuero.

Éramos treinta y ocho los tripulantes de aquel barco anodino, una nave mercante que faenaba en la parte alta del Temes. El timonel se llamaba Ralla y estaba de pie a mi lado, con una mano en el gobernalle. Apenas podía verlo en la oscuridad, pero sabía que llevaba un jubón de cuero y una espada colgada de la cintura. Los demás íbamos con chalecos de cuero y cotas de malla, nos cubríamos con cascos y llevábamos escudos, hachas, espadas o lanzas. Aquella noche nos disponíamos a matar.

Sihtric, mi criado, permanecía en cuclillas junto a mí, mientras restregaba una piedra de amolar a lo largo de la hoja de su puñal.

-Dice que me quiere -afirmó.

-¡Qué te va a decir! -repuse yo.

Calló un momento; cuando continuó, parecía más animado, como si mi respuesta le hubiese infundido valor.

-¡Pero si ya debo de tener diecinueve o veinte años, señor!

-¿No serán dieciocho? -le comenté.

-¡Podría estar casado desde hace cuatro años, amo!

Hablábamos casi en susurros, aunque era una noche ruidosa. El río bajaba encrespado, el viento agitaba las ramas desnudas de los árboles; un animal nocturno se lanzó al agua, una raposa aulló como alma en pena y, en alguna parte, una lechuza ululó. El barco crujía. La piedra de Sihtric rechinaba al frotarla contra el puñal. Un escudo golpeaba contra la bancada de uno de los remeros. A pesar de los ruidos nocturnos, no me atrevía a hablar más alto; la nave enemiga iba delante de nosotros y los hombres que habían desembarcado habrían dejado centinelas a bordo. Vigías, que podían habernos avistado cuando navegábamos río abajo por la orilla de Mercia, y que, para entonces, pensarían que ya estábamos muy lejos, camino de Lun-dene.

-Vamos a ver, ¿por qué quieres casarte con una puta? -le pregunté a Sihtric.

-Porque es... -empezó a decir el muchacho.

-Es vieja -rezongué-, puede que haya cumplido incluso los treinta. Y tiene la cabeza a pájaros. ¡En cuanto ve a un hombre, Ealhswith se abre de piernas! Si mandaras formar a todos los que se han trajinado a esa furcia, dispondrías de un ejército suficiente para conquistar Britania -me di cuenta de que Ralla se reía con disimulo-. ¿También vos formáis parte de la cuadrilla, Ralla? -pregunté.

-Más de veinte veces, señor -repuso el timonel.

-Pero me quiere -insistió Sihtric, de mal talante.

-Lo que quiere es tu plata -repliqué-; además, ¿qué sentido tiene meter una espada nueva en una vaina correosa?

Es curioso: antes de una batalla, los hombres hablan de cualquier cosa menos de lo que se les viene encima. En una ocasión, estaba en un muro de escudos, observando la oscura amenaza de las resplandecientes espadas del enemigo, cuando oí cómo dos de mis hombres discutían acaloradamente sobre la taberna que mejor cerveza servía. El miedo flota en el aire como una nube, y hablamos de necedades, simulando que no hay nubarrones.

-Búscate una chica en sazón y joven -le aconsejé-. La hija de ese alfarero está en edad casadera. Debe de andar por los trece años.

-Es idiota -comentó Sihtric, de mal humor.

-¿Y tú cómo eres, si a eso vamos? -le pregunté-. ¡Te pongo plata en las manos y la dilapidas en el primer orificio que encuentras! La última vez que me fijé en ella llevaba el brazalete de plata que te di.

Arrugó la nariz, y no dijo nada. Era hijo de Kjartan el Cruel, un danés que había dejado preñada de Sihtric a una de sus esclavas sajonas. Era un buen muchacho, aunque bien mirado ya era un hombre. Un hombre que había participado en un muro de escudos, que había matado. Un hombre que se disponía a matar de nuevo aquella misma noche.

-Te encontraré una esposa adecuada -le prometí.

Fue entonces cuando oímos un grito. Un sonido lejano, casi imperceptible en la distancia, pero que rasgaba la oscuridad hablando de dolor y muerte hacia el sur. Voces y alaridos. Las mujeres chillaban, los hombres morían.

-¡Malditos sean! -exclamó Ralla, con un deje amargura.

-Son cosas que pasan -le espeté.

-Deberíamos. -empezó Ralla, pero prefirió guardar silencio.

Me imaginaba lo que iba a decir: que deberíamos habernos acercado al poblado y defenderlo, pero de sobra sabía cuál habría sido mi respuesta.

Le hubiera dicho que no sabíamos cuál era el sitio que los daneses pensaban atacar, y que, aun en el caso de haber estado al tanto, no habría acudido en su defensa. De haber estado seguros del lugar exacto, habríamos protegido la aldea. Hubiera desplegado a los hombres que venían conmigo por aquellos chamizos y, en el momento en que apareciesen los saqueadores, los míos habrían salido a la calle con espadas, hachas y lanzas, y habrían acabado con unos cuantos; pero, en la oscuridad, muchos más habrían huido y yo no quería que se me escapase ni uno. Quería liquidar a todos los daneses y hombres del norte, acabar con esos depredadores. Con todos, excepto uno, a quien enviaría al este para que divulgase por los campamentos vikingos asentados a orillas del Temes que Uhtred de Bebbanburg estaba dispuesto a plantarles cara.

-Pobres almas -musitó Ralla.

Hacia el sur, por entre la maraña de negras ramas, distinguí el resplandor rojizo de unas techumbres en llamas. El fulgor fue a más: se tornó tan intenso que iluminó el cielo invernal que se cernía sobre los árboles de un soto. El brillo se reflejaba en los cascos de mis hombres, bañando el metal de un lustre rojizo. Les ordené que se los quitasen para evitar que los vigías del enorme barco enemigo que llevábamos delante advirtiesen los destellos.

También me despojé del mío, rematado con un lobo de plata como cimera.

Mi nombre es Uhtred, señor de Bebbanburg y, en aquella época, era un señor de la guerra. Ése era yo, vestido con cota de malla y cuero, embozado en una capa y armado, joven y fuerte. La mitad de mi ejército iba a bordo del barco de Ralla; la otra mitad, a caballo, andaba por el oeste, a las órdenes de Finan.

Confiaba en que rondarían por aquellos parajes, esperándonos, velando en mitad de la noche. A nosotros, los del barco, nos había tocado en suerte lo más fácil, porque bastaba con que siguiésemos el curso del negro río hasta encontrarnos con el enemigo; Finan, en cambio, había tenido que guiar a sus hombres por tierra firme en una noche tan oscura. Pero yo confiaba en Finan. Allí estaría, nervioso, gesticulando, deseoso de empuñar la espada.

A lo largo de aquel interminable y húmedo invierno, no era la primera vez que intentábamos una emboscada en el Temes, pero sí la primera que pintaba bien. Ya en dos ocasiones me habían dicho que los vikingos habían conseguido sortear la brecha del puente desplomado de Lundene para saquear los feraces y apacibles villorrios de Wessex; en ambas ocasiones, recorrimos el río de arriba abajo y no encontramos nada. Pero esta vez habían caído en la trampa. Acaricié la empuñadura de Hálito-de-serpiente, mi espada, y toqué el martillo de Thor, el amuleto que llevaba colgado al cuello.

Ayúdame a matarlos a todos, le pedí a Thor, a todos menos a uno.

Debía de hacer mucho frío aquella larga noche. El hielo cubría los surcos que la crecida del río había dejado en los campos, pero no recuerdo notarlo. Sí que recuerdo, en cambio, el nerviosismo. Eché mano de nuevo de Hálito-de-serpiente, y me dio la sensación de que se estremecía. A veces me parecía que entonaba una canción, audible apenas pero penetrante. La canción del doble filo de su hoja que pedía sangre, la canción de la espada.

Nos abalanzamos sobre ellos y, más tarde, cuando todo hubo terminado, Ralla me comentó que no había dejado de sonreír ni un instante.

* * *

Por un momento, pensé que nuestra treta había fracasado, porque los saqueadores no regresaron al barco hasta que el alba apuntó por el este. Imaginé que sus centinelas nos habrían avistado, pero no fue así. Las ramas del sauce llorón debieron de camuflarnos, o el naciente sol invernal los deslumbró; el caso es que no nos vieron.

Nosotros, sí que los vimos. Vimos a unos hombres vestidos de cuero que tiraban de un grupo numeroso de mujeres y niños a través de prados inundados. Calculé que habría unos cincuenta asaltantes y un número no menor de prisioneros. Las mujeres debían de ser las chicas más jóvenes del pueblo arrasado; se las llevaban para retozar con ellas. Los niños estaban destinados al mercado de esclavos de Lundene para, desde allí, cruzando el mar, enviarlos a Frankia o más lejos aún. Igual que venderían a las mujeres, una vez que hubieran gozado de ellas. No estábamos tan cerca como para oír los sollozos de los cautivos, pero me los imaginaba. Hacia el sur, allí donde se apreciaban unas pequeñas lomas verdes al cabo de la llanura por la que discurría el río, una enorme columna de humo se alzaba sobre el pueblo quemado, tiznando el diáfano cielo invernal.

Ralla hizo un movimiento.

-Aguardad -le susurré, y se quedó quieto. Era un hombre de pelo gris, tal vez diez años mayor que yo, con unos ojos que no eran ya sino un resquicio después de tantos años de contemplar el sol refulgente en el mar. Era timonel, soldado y amigo-. Todavía no -dije en voz baja, mientras acariciaba otra vez a Hálito-de-serpiente y sentía la vibración del acero.

Confiados y contentos, los hombres iban dando voces. Hubo un griterío cuando metieron a empellones a los prisioneros en el barco. Les obligaron a agacharse en el frío pantoque para mantener la estabilidad de la embarcación, sobrecargada en esas aguas poco profundas por donde el Temes discurre entre riberas pedregosas, un tramo en el que sólo se aventuran los mejores y más arrojados marinos. Sólo entonces los guerreros subieron al barco. Llevaban con ellos el botín, espetones y calderos, arados, cuchillos y cualquier utensilio que pudiera ser vendido, fundido o utilizado. Sus risotadas eran estridentes, como corresponde a hombres que acababan de cometer una fechoría y esperaban enriquecerse a costa de sus prisioneros. Parecían alegres y despreocupados.

Mientras, Hálito-de-serpiente seguía cantando en la vaina con voz queda.

Escuché el estruendo del otro barco al introducir los remos en las escalameras. Y una voz de mando:

-¡En marcha!

La enhiesta proa del barco enemigo, coronada con la cabeza pintada de un monstruo, enfiló el río. Los hombres hacían fuerza con las palmas de los remos para sacar la nave de la orilla. La embarcación se puso en movimiento, arrastrada por la corriente de la avenida, hacia donde estábamos nosotros. Ralla me miró.

-¡Ahora! -grité-. ¡Cortad la maroma! -ordené, y Cerdic, que estaba a proa, cercenó la cuerda de cuero que nos ataba al sauce. Sólo disponíamos de doce remos, que se hundieron en el río a medida que saltaba entre las bancadas de los remeros, sin dejar de chillar-: ¡Que no quede ni uno! ¡Hay que matar a todos!

-¡Con fuerza! -rezongó Ralla, y los doce hombres tiraron de los remos para hacer frente a la corriente del río.

-¡Vamos a liquidar a esos hijos de puta! -volví a gritar, al tiempo que, de un brinco, me subí a la reducida tarima de proa donde había dejado el escudo-. ¡Hay que matarlos! ¡Acabemos con ellos! -chillé mientras me ponía el casco, embrazaba el escudo con la mano izquierda, acomodaba la pesada madera y rescataba a Hálito-de-serpiente de su vaina revestida de lana; ya no canturreaba: aullaba-. ¡A muerte! -seguía gritando yo-. ¡A por ellos! ¡Vamos a matarlos! -mientras los remos se acompasaban con mis voces. Delante de nosotros, el barco enemigo se escoraba por el río, como si, aterrorizados, los remeros hubieran olvidado la cadencia. No dejaban de vociferar, iban en busca de los escudos, trepaban por los bancos donde algunos trataban de seguir remando. Las mujeres chillaban; los hombres se estorbaban.

-¡Adelante! -gritó Ralla.

Nuestra embarcación camuflada apareció en el río, en el instante en que la corriente arrastraba el barco enemigo hacia nosotros. Su monstruosa cabeza tenía la lengua pintada de rojo, los ojos en blanco y enseñaba unos dientes como dagas.

-¡Ahora! -le indiqué a Cerdic, que lanzó el rezón que, con cadena y todo, fue a incrustarse en la proa del otro barco, al tiempo que tiraba del amarre para hundir las puntas del ancla en la cuaderna de la nave enemiga y acercarla a la nuestra-. ¡A por ellos! -grité, al tiempo que daba un salto para abordarlos.

¡La alegría de la juventud! Tener veintiocho años, ser fuerte y, además, un señor de la guerra. Todo eso forma ya parte del pasado, y sólo queda el recuerdo. Y, aunque la memoria falle, aún reconozco aquel arrojo.

El primer golpe que asestó Hálito-de-serpiente fue un tajo. En cuanto llegué al altillo de proa del barco enemigo, se lo propiné a un hombre que trataba de retirar el rezón; tan rápido y con tanta fuerza le di en el cuello que casi le rebané la cabeza: se le fue hacia atrás y un chorro refulgió en la claridad invernal. Su sangre me dio en la cara: yo era la muerte que había llegado con la mañana, muerte salpicada de sangre, con malla, capa y casco con cimera de lobo.

Ahora ya soy viejo, muy viejo. Apenas veo, los músculos se me han debilitado, meo gota a gota, me duelen los huesos, me siento al sol, me quedo dormido y, aun así, me despierto cansado. Pero recuerdo aquellas peleas, las viejas escaramuzas. Mi última esposa, una mujer tan necia como beata, que siempre anda gimoteando, se espanta cuando cuento estas cosas. Pero, ¿qué nos queda a los viejos sino eso? Una vez se me quejó y me dijo que no quería saber nada de cabezas que se caían hacia atrás poniéndolo todo perdido de sangre. Pero, ¿cómo, si no, hemos de preparar a nuestros jóvenes para las guerras que tendrán que librar? Me he pasado la vida peleando. Era mi destino, el destino de todos nosotros. Alfredo ansiaba la paz, pero ésta le daba la espalda, mientras no dejaban de llegar daneses y hombres del norte, y no tenía otra que batallar. Y cuando Alfredo murió y su reino ya era poderoso, llegaron más daneses y más hombres del norte, aparecieron los britanos desde Gales y los escoceses bajaron desde el norte dando alaridos. ¿Qué otra cosa puede hacer un hombre sino luchar por lo que es suyo, por su familia, su casa y su terruño? Veo a mis hijos, a sus hijos y a los hijos de sus hijos, y sé que también ellos tendrán que luchar, y que, mientras haya una familia que lleve el nombre de Uhtred y un reino en esta isla barrida por el viento, no dejará de haber guerra. No podemos acobardarnos ante la guerra. No podemos cerrar los ojos ante la crueldad, la sangre, el hedor, las bajezas o las alegrías que forman parte de ella, porque, nos guste o no, la guerra nos saldrá al encuentro. La guerra es el destino, y wyrd bid ful arad: el destino lo es todo.

De modo que, si me solazo en estas cosas, es para que los hijos de mis hijos sepan el destino que les aguarda. Mi mujer lloriquea, pero le obligo a escucharlas. Le explico cómo nuestra nave embistió de costado al barco enemigo, y cómo, de resultas del impacto, la proa de la otra embarcación quedó apuntando a la orilla sur. Eso era lo que pretendía, y Ralla había maniobrado a la perfección para conseguirlo. Nuestro barco estaba pegado al casco del navío con el que nos enfrentábamos; los remos daneses saltaron por los aires, cuando mis hombres lo abordaron, blandiendo espadas y hachas. Me quedé pasmado después del primer tajo; el hombre muerto había caído desde el altillo de proa y dificultaba el paso a otros dos que trataban de llegar hasta mí. Lancé un grito de desafío, y bajé de un salto para enfrentarme con ellos. Hálito-de-serpiente era letal. Era, y aún lo es, una magnífica espada, forjada en las tierras del norte por un herrero sajón que conocía bien su oficio. Utilizó siete barras, cuatro de hierro y tres de acero, las calentó y las moldeó con un martillo hasta convertirlas en una larga espada de doble filo, con unos surcos como la nervadura de una hoja. A fuerza de calentarlas al rojo vivo, entrelazó las cuatro barras de hierro blando y aquellas cenefas enroscadas se fijaron en el metal como espectrales volutas que evocaban el aliento flamígero y encrespado de un dragón, de ahí que le pusiese el nombre de Hálito-de-serpiente.

Un hombre de barba erizada empuñó un hacha frente a mí, que paré con el escudo levantado, mientras le clavaba las nervaduras de dragón en la barriga. Hice un movimiento rápido con la mano derecha para que la carne magullada y las tripas no se adhirieran a la hoja, la arranqué de un tirón, brotó un chorro de sangre y desplacé el escudo con el hacha clavada para protegerme y esquivar otra espada. Sihtric estaba a mi lado, y dirigía el puñal contra la entrepierna de mi nuevo adversario. El hombre chilló. Creo que yo también gritaba. Cada vez había más de los míos a bordo del barco; espadas y hachas centelleaban. Los niños lloraban, las mujeres gimoteaban, los saqueadores perdían la vida.

La proa del barco enemigo encalló en el lodo de la orilla, mientras la popa se mecía de un lado a otro a merced de la corriente. Al caer en la cuenta de que, si seguían a bordo, morirían, algunos de los asaltantes saltaron a tierra, lo que desencadenó el pánico. Cada vez eran más los que saltaban tratando de llegar a la orilla, cuando, por el oeste, apareció Finan. Una neblina evanescente cubría los prados cercanos al río, poco más que una madeja nacarada que se cernía sobre los charcos helados. Por allí aparecieron los briosos jinetes de Finan. Iban en dos filas, con las espadas alzadas como lanzas; Finan, el letal irlandés, sabía desempeñar su cometido; la primera hilera se situó a espaldas de los hombres que huían para cortarles la retirada; la segunda acosaba al enemigo que, al darse la media vuelta, se encontraba también de cara con la muerte.

-¡Acabad con ellos! -le grité-. ¡Que no quede ni uno!

Su respuesta me llegó con un ademán en forma de espada ensangrentada. Clapa, mi fornido danés, alanceaba a un contrario en la ribera del río. Rypere hincaba la espada en un hombre que se agachaba muerto de miedo. Sihtric tenía roja la mano con que sujetaba el puñal. Entre gritos incomprensibles, Cerdic agitaba un hacha, cuyo filo se hundió y atravesó el casco de un danés, rociando de sangre y sesos a los prisioneros aterrorizados. Creo recordar que yo acabé con otros dos, pero me falla la memoria y no estoy muy seguro. Sí recuerdo que empujé a un hombre hacia la cubierta;

cuando se volvió para plantarme cara, le clavé a Hálito-de-serpiente en la garganta, y contemplé su rostro desencajado, mientras sacaba la lengua entre la sangre que le manaba por sus dientes ennegrecidos. Cuando murió, bajé la espada y contemplé a los hombres de Finan: obligaban a los corceles a volver grupas para dirigirse contra el enemigo acorralado. Los jinetes daban tajos y cuchilladas a diestro y siniestro. Los vikingos gritaban y algunos hicieron ademán de rendirse. Un joven se agazapó junto a uno de los bancos de los remeros, arrojó el escudo y el hacha, y me suplicó con las manos levantadas.

-Recoge el hacha -le dije en danés.

-Pero, señor... -trató de decir.

-¡Hazlo! -le interrumpí-. ¡Y vela por mí cuando te encuentres en el salón de los muertos! -esperé hasta que se hizo con el arma, y permití que Hálito-de-serpiente recuperase su vitalidad. Así lo hizo, al instante y de forma compasiva, porque le rebanó la garganta de un solo y rápido tajo. Le miré a los ojos mientras expiraba, contemplé cómo se le escapaba el alma, pasé por encima de su cuerpo que se contraía, escurriéndose de la bancada de los remos hasta desplomarse, cubierto de sangre, en el regazo de una mujer joven que empezó a chillar como una histérica.

-¡Calla la boca! -le dije.

Miré con mal gesto a las mujeres y niños que gritaban o lloraban, acurrucados en el pantoque. Tomé a Hálito-de-serpiente con la mano con que sostenía el escudo, le arrebaté la cota de malla al moribundo y volví a dejarlo contra el banco.

Uno de los niños no lloraba. Era un chaval, de nueve o diez años, que no dejaba de mirarme, boquiabierto, y recordé cómo era yo a esa edad. ¿Qué estaba viendo aquel chico? Veía a un hombre enfundado en metal, porque había peleado con las baberas del casco abatidas. Se ve menos con esas planchas metálicas sobre las mejillas, pero confieren un aspecto mucho más terrorífico. El niño miraba a aquel hombre alto, con cota de malla, la espada ensangrentada, el rostro cubierto de metal, al acecho en una nave que traía la muerte. Me quité el casco y me sacudí el pelo al aire; luego, le acerqué el lobo metálico que lo coronaba.

-¡Cuídamelo, chico! -dije, al tiempo que dejaba a Hálito-de-serpiente en manos de la mujer que tanto chillaba-. ¡Lava la hoja en el río -le ordené- y sécala con la capa de alguno de los muertos!

Le entregué el escudo a Sihtric, estiré los brazos cuanto pude y alcé la cara al sol de la mañana.

Cincuenta y cuatro habían sido los saqueadores; aún quedaban dieciséis con vida. Eran nuestros prisioneros. Ninguno había logrado escabullirse de los hombres de Finan. Empuñé Aguijón-de-avispa, mi espada corta, más efectiva en la lucha de un muro de escudos, cuando los rivales se hallan tan cerca como las parejas de enamorados.

-Si alguna de vosotras -dije mirando a las mujeres- quiere matar al hombre que la haya forzado, ¡ahora tiene ocasión de hacerlo!

Dos mujeres clamaban venganza, así que puse en sus manos a Aguijón-de-avispa. Ambas descuartizaron a sus agresores. Una la hundió repetidas veces; la otra cortó; los dos tardaron en morir. Uno de los catorce hombres que quedaban no llevaba malla. Era el timonel del barco enemigo. Un hombre de pelo canoso, barba corta y ojos castaños, que me miraba con odio.

-¿De dónde habéis zarpado? -le pregunté.

En un primer momento, pensé que no iba a responderme, pero recapacitó y dijo:

-De Beamfleot.

-¿Y Lundene? -continué-. ¿Sigue la vieja ciudad en manos de los daneses?

-Sí.

-Sí, mi señor -le corregí.

-Sí, mi señor -repitió.

-En ese caso -le ordené-, irás a Lundene y, desde allí, a Beamfleot o a cualquier otro sitio, y les dirás a los hombres del norte que Uhtred de Bebbanburg es el señor del río Temes. Y les advertirás de que serán recibidos como les corresponde cuando lo deseen.

Aquel hombre conservó la vida. Le corté la mano derecha antes de dejarlo marchar para que nunca más pudiera blandir una espada. Encendí una hoguera y metí el muñón sanguinolento en las ascuas para cauterizar la herida. Se portó como un valiente. Pareció acobardarse en un primer momento, pero no se quejó al ver cómo le hervía la sangre mientras crepitaba la carne. Le envolví el brazo amputado en un trozo de tela que arranqué del jubón de uno de los muertos.

-Ahora, vete -le dije, señalando hacia donde fluía el río-, vete -y echó a andar hacia el este: si todo iba bien, sobreviviría al viaje y hablaría a todo el mundo de mi crueldad.

Matamos a todos los demás.

-¿Por qué los mataste? -me preguntó una vez mi nueva esposa, con una voz que revelaba el disgusto que le producía una descripción tan minuciosa de los hechos.

-Para que aprendiesen lo que es tener miedo, faltaría más -repuse.

-Los muertos no tienen miedo -replicó.

-Un barco zarpó de Beamfleot -le expliqué, armándome de paciencia- y nunca regresó. Otros hombres que pretendían saquear Wessex se enteraron de la suerte que había corrido aquella embarcación, y decidieron ir en busca de pelea a otro sitio. Maté a la tripulación de la nave para no tener que matar a cientos de daneses.

-Nuestro Señor Jesús te hubiera pedido que te mostraras compasivo -me respondió, con unos ojos abiertos como platos.

Es tonta.

Finan acompañó a los habitantes de la localidad de vuelta a sus hogares arrasados, donde cavaron tumbas para sus muertos, mientras los míos colgaban los cadáveres de nuestros enemigos de unos árboles cercanos al río. Desgarramos las ropas que llevaban puestas y, con ellas, hicimos cuerdas. Les quitamos las cotas de malla, las armas y los brazaletes. Les cortamos sus largos cabellos, porque quería calafatear los tablones de mis naves con el pelo de los enemigos muertos; luego, los colgamos, y sus pálidos cuerpos desnudos se mecieron al aire mientras los cuervos se daban un festín con sus ojos apagados.

Cincuenta y tres cuerpos pendían a la orilla del río. Una advertencia para quienes pretendieran imitarlos. Cincuenta y tres señales de que otros saqueadores podían encontrar la muerte si se aventuraban Temes arriba.

Después, regresamos a casa, llevándonos el barco de nuestros enemigos.

Mientras, Hálito-de-serpiente se adormeció en la vaina.

CAPÍTULO III

Llegamos a Coccham aquella misma noche y Gisela, que sentía tan poco aprecio por los cristianos como yo, saludó afectuosamente al padre Pyrlig, que se mostró con ella más galante de lo habitual, le dirigió cumplidos extraordinarios y jugó con nuestros hijos. Teníamos dos por entonces, y éramos afortunados, porque los dos vivían, al igual que su madre. Uhtred era mi hijo mayor. Tenía cuatro años, un pelo tan rubio como el mío y una carita decidida, de nariz chata, ojos azules y barbilla prominente. Mi hija, Stiorra, tenía dos años. Tenía un nombre extraño que, al principio, no me había gustado, pero Gisela me había rogado que le pusiésemos ese nombre y, como yo era incapaz de decirle que no a casi nada, mucho menos me habría opuesto a aquel nombre para mi hija. Stiorra significaba «estrella», y Gisela me perjuraba que ella y yo nos habíamos encontrado gracias a una buena estrella, bajo la cual había nacido nuestra hija. Así que me había acostumbrado a llamarla así, y había acabado por gustarme ese nombre tanto como quería a la niña, que tenía el pelo oscuro como su madre, cara alargada y sonrisa desdeñosa. Stiorra, Stiorra, le decía mientras le hacía cosquillas o le dejaba jugar con mis brazaletes. ¡Qué hermosa era Stiorra!

Jugué con ella la noche antes de partir con Gisela hacia Wintanceaster. Era primavera y el caudal del Temes ya había bajado, de modo que era posible contemplar las marismas de las orillas y el mundo era un estallido de verdor con el despuntar de las hojas. Los corderos primerizos daban sus primeros pasos titubeantes por los prados en los que pastaban las vacas, y el aire traía el murmullo de los cantos de los mirlos. Los salmones habían remontado el río y las trampas de sauce llorón que habíamos preparado nos proporcionaban alimento. Los perales de Coccham estaban cargados de brotes rodeados de una legión de camachuelos, que los niños se encargaban de ahuyentar para que pudiéramos disfrutar de los frutos en verano. Era una buena época del año, la estación en que el mundo se despereza y el momento en que Alfredo nos había invitado a su capital para asistir a los esponsales de su hija, Etelfleda, con mi primo, Etelredo. Aquella noche, mientras simulaba que mi rodilla era un caballo montado por mi hija Stiorra, pensé en mi promesa de entregar la ciudad de Lundene como regalo de bodas a Etelredo.

Gisela estaba hilando; se había encogido de hombros cuando le dije que no iba a ser reina de Mercia, y asintió muy seria cuando le aseguré que mantendría el juramento de lealtad que había prestado a Alfredo. Aceptaba el destino con mejor presencia de ánimo que yo. Según ella, el destino y aquella buena estrella nos habían unido, a pesar de que todo el mundo estaba empeñado en separarnos.

-Si mantienes el juramento que le hiciste a Alfredo -me preguntó de repente, impidiéndome jugar con Stiorra-, tendrás que echar a Sigefrid de Lundene.

-Así es -contesté, asombrado como tantas otras veces de la coincidencia entre lo que pensábamos ella y yo.

-¿Podrás hacerlo?

-Sí -repuse.

Sigefrid y Erik ocupaban todavía la antigua ciudad, y sus tropas custodiaban las murallas romanas que habían reconstruido con madera. Ningún barco podía ir Temes arriba sin pagar tributo a los dos hermanos. El derecho de tránsito tenía un importe tan elevado que los comerciantes habían buscado otras vías para llevar sus mercancías a Wessex y el tráfico fluvial se había interrumpido. Guthrum, el rey de Anglia Oriental, había amenazado a Sigefrid y Erik con declararles la guerra, pero tal desafío no había llegado a hacerse realidad. Guthrum no quería la guerra; sólo trataba de convencer a Alfredo de que hacía cuanto estaba en su mano para respetar los términos del tratado de paz. De modo que si había que echar a Sigefrid, serían los sajones de Wessex los encargados de hacerlo, y yo tendría que ponerme al frente de las tropas.

Ya había hecho mis planes. Había escrito al rey y éste, a su vez, había enviado mensajes a los ealdormen de los condados, y me había contestado que podía contar con cuatrocientos guerreros de verdad además de los hombres del fyrd de Berrocscire, una hueste de labradores, guardabosques y braceros, numerosa quizá, pero carente de preparación. Sólo dispondría en realidad de los cuatrocientos hombres armados, mientras nuestros informadores aseguraban que, en aquellos momentos, Sigefrid disponía de no menos de seiscientos en la antigua ciudad. Los mismos espías afirmaban que Haesten había regresado a su campamento de Beamfleot, que no estaba lejos de Lundene, y no tardaría en acudir en ayuda de sus aliados, al igual que los daneses de Anglia Oriental que no aceptaban que Guthrum se hubiese convertido al cristianismo y estaban deseando que Sigefrid y Erik comenzasen una guerra de conquista.

-El rey -me dijo Gisela, con delicadeza- querrá saber qué planes tienes.

-Si es así, se los expondré -contesté.

-¿Estás seguro? -me preguntó, no muy convencida.

-Pues, claro. Él es el rey.

Dejó la rueca en el regazo y me miró con el ceño fruncido.

-¿Vas a decirle la verdad?

-Claro que no -le aseguré-. Él será monarca, pero yo no soy ningún mentecato.

Se echó a reír, acompañada por las sonoras carcajadas de Stiorra.

-Me gustaría ir contigo a Lundene -continuó Gisela, melancólica.

-No puedes -le recordé.

-Ya lo sé -me contestó con una mansedumbre poco usual, al tiempo que se tocaba el vientre con la mano-. Es cierto que no puedo hacerlo.

Me la quedé mirando, durante largo rato, hasta que comprendí el alcance de la noticia que acababa de darme. La contemplé, sonreí y, luego, me eché a reír. Lancé a Stiorra a lo alto, de modo que su oscuro pelo casi rozó la techumbre ennegrecida por el humo.

-Tu madre está preñada -le dije a la pequeña, que gritaba encantada.

-Y la culpa la tiene tu padre -aseguró Gisela, muy segura de lo que decía.

Éramos muy felices.

* * *

Etelredo era primo mío, hijo de un hermano de mi madre. Natural de Mercia, aunque leal a Alfredo de Wessex desde hacía muchos años. Aquel día, en Wintanceaster, en la enorme iglesia que Alfredo había erigido, Etelredo de Mercia obtuvo la recompensa por su fidelidad.

Recibió como esposa a Etelfleda, la hija mayor de Alfredo y segunda de sus vástagos. Era una muchacha de cabellos dorados, con unos ojos resplandecientes del color del cielo en verano. Debía de tener unos trece o catorce años, la mejor edad para una chica casadera, y ya se había convertido en una jovencita espigada, muy derecha y de aspecto desenvuelto. Era tan alta como el hombre que iba a convertirse en su esposo.

Ahora, Etelredo es un héroe. Me cuentan cosas de él, aventuras que se explican en los salones sajones de toda Inglaterra, al amor de la lumbre. Etelredo el Osado, Etelredo el Guerrero, Etelredo el Leal. Cuando las oigo, me limito a sonreír, pero nunca digo nada, ni siquiera cuando me preguntan si es cierto que llegué a conocer a Etelredo. Claro que lo conocí, y es cierto que fue un guerrero antes de que la enfermedad lo paralizase hasta dejarlo postrado. Por supuesto que era osado, aunque sus más taimados mandobles consistían en pagar a bardos y atraerlos a su corte para que compusieran trovas que ensalzasen sus proezas. Cualquiera podía hacerse rico en la corte de Etelredo con tal de que desgranase unas cuantas palabras, como si fueran cuentas de un rosario.

Nunca fue rey de Mercia, aunque anhelaba serlo. Bien se encargó Alfredo de que así fuera, porque no quería que en Mercia hubiera rey. Quería que un hombre leal a él gobernase Mercia y se las ingenió para que tan fiel servidor dependiese del dinero que recibía de los sajones de Wessex, y Etelredo fue la persona que eligió para tal cometido. Recibió el título de ealdorman de Mercia y en todo, menos en el nombre, actuaba como rey, aunque los daneses del norte de aquel territorio nunca reconocieron su autoridad. Sí reconocían su superioridad, como yerno de Alfredo que era, razón por la que los thegns sajones del sur de Mercia lo aceptaron. Quizá no les convenciese el ealdorman Etelredo, pero sabían que bastaba una palabra suya para que las tropas sajonas de Wessex acudiesen a sofocar cualquier incursión danesa en el sur.

Así fue cómo un día primaveral, en Wintanceaster, un día luminoso y soleado, mientras los pájaros cantaban, Etelredo adquirió su posición. Entró muy ufano en la nueva y enorme iglesia construida por Alfredo, luciendo una amplia sonrisa en su rostro de barba pelirroja. Quizás, en sus fantasías, pensase que los demás le apreciaban, y seguramente había hombres que lo estimaban, pero yo no. Mi primo era de pocas luces, pendenciero y jactancioso, de mandíbula ancha y agresiva, y mirada desafiante. Doblaba en edad a la novia y, durante casi cinco años, había estado al frente de la guardia personal de Alfredo, un nombramiento que había recibido más por nacimiento que por sus dotes. Gracias a su buena estrella, había heredado unas tierras que se extendían por casi todo el sur de Mercia, lo que le había convertido en el noble más importante de aquellos territorios y, aunque me cueste aceptarlo, en el caudillo natural de aquellos tristes parajes. No tengo inconveniente en reconocer, sin embargo, que era un mierda.

Pero Alfredo nunca se dio cuenta. Estaba cegado con la extravagante devoción que le profesaba Etelredo, quien nunca estaba en desacuerdo con lo que decía el rey de Wessex. Sí, mi señor; no, mi señor; permitidme que vacíe vuestro orinal, mi señor, y tened la bondad de dejarme lamer vuestro regio culo, mi señor. Así era Etelredo y, como recompensa, recibió a Etelfleda.

La joven llegó a la iglesia al poco de haber hecho su entrada Etelredo; iba tan sonriente como el novio. Se notaba que estaba enamorada de verdad, transportada en una especie de éxtasis que traslucía su dulce y radiante rostro. Era una muchacha esbelta, que ya movía las caderas al andar. Tenía unas piernas largas y finas, y una nariguilla chata, sin cicatriz alguna de enfermedad. Llevaba un vestido de lino de color azul claro, con entrepaños bordados de santos con sus aureolas y cruces, y un cinturón de tela dorada, con unas borlas y unas campanillas de plata colgando. Se cubría los hombros con una capa de hilo blanco, que llevaba sujeta al cuello con un broche de cristal, y que arrastraba al andar sobre las hierbas que crecían entre las losas del pavimento. El pelo, tan rubio y brillante, lo llevaba enrollado en un moño que sujetaba con alfileres de marfil. Aquel día de primavera era la primera vez que lucía el cabello peinado, dejando al descubierto su largo y delicado cuello, símbolo de que era una mujer casada. Estaba realmente preciosa.

Mientras caminaba hacia el altar, vestido y adornado de blanco, cruzó una mirada conmigo, y en sus ojos, rebosantes de alegría, pareció brillar un fulgor renovado. Me sonrió, le devolví la sonrisa, y rompió a reír de felicidad, antes de seguir andando al encuentro de su padre y del hombre que iba a ser su marido.

-Parece que te tiene mucho cariño -comentó Gisela, con una sonrisa.

-Hemos sido amigos desde que era niña -contesté.

-Todavía lo es -añadió Gisela, en voz baja, mientras la novia se adelantaba hasta el altar, cubierto de flores y presidido por una cruz.

Recuerdo que pensé que Etelfleda iba a ser sacrificada en aquel altar, pero si así fuera, parecía la víctima propiciatoria más condescendiente del mundo. Siempre había sido una niña traviesa y revoltosa y estaba seguro de que se ponía furiosa al tener que someterse a la mirada de su amargada madre y a las rígidas normas de su padre. Veía el matrimonio como una forma de escapar de la devota y austera corte de Alfredo, y aquel día era tanta su felicidad que ella sola llenaba la nueva iglesia del rey. Me fijé en cómo lloraba Steapa, quizás el mejor guerrero de Wessex. Al igual que yo, le tenía mucho cariño a Etelfleda.

En la iglesia habría casi trescientas personas. Emisarios que habían llegado desde los reinos de Frankia, al otro lado del mar, al igual que de Northumbria, Mercia, Anglia Oriental y los reinos de Gales. Aquellos hombres, al igual que los curas y nobles, ocupaban sitios de honor, cerca del altar. Los ealdormen y otros potentados de Wessex estaban allí también, mientras que, alrededor del altar, había una negra bandada de curas y monjes. No presté demasiada atención a la misa, porque Gisela y yo estábamos colocados al final de la iglesia, y charlábamos con unos amigos. Sólo una vez un cura nos exigió silencio con gesto autoritario, pero ninguno nos dimos por aludido.

Hild, abadesa de un monasterio de Wintanceaster, estrechó a Gisela entre sus brazos. Gisela tenía dos buenas amigas cristianas. En primer lugar, Hild, quien en una ocasión abandonó las órdenes para ser mi amante, y la otra era Thyra, la hermana de Ragnar; con quien me había criado y a la que quería como a una hermana. Thyra era también danesa y había crecido adorando a Thor y a Odín, pero se había convertido al cristianismo y había dejado su país para irse al sur, a Wessex. Vestía como una monja. Un tosco hábito gris con capucha ocultaba su extraordinaria belleza. Un cíngulo negro rodeaba su cintura, tan delgada como la de Gisela, pero, en aquellos momentos, rebosante por la preñez. La acaricié suavemente con la mano.

-¿Otro? -le pregunté.

-Y no tardará mucho -me contestó Thyra. Había parido tres hijos, uno de los cuales, un chico, aún vivía.

-Tienes un esposo insaciable -dije, con severidad fingida.

-Es la voluntad de Dios -repuso Thyra, muy seria. La gracia que yo recordaba de su niñez se había esfumado después de la conversión, aunque lo más probable es que la hubiera perdido cuando los enemigos de su hermano la hicieron esclava en Dunholm. Sus captores la habían forzado y abusado de ella hasta volverla majareta. Aunque Ragnar y yo habíamos conseguido entrar en Dunholm para liberarla, fue su conversión al cristianismo lo que, de verdad, le salvó de la locura, hasta convertirla en aquella mujer apacible que me miraba tan seria.

-¿Cómo está tu marido? -le pregunté.

-Bien; muchas gracias -dijo, ruborizándose mientras hablaba. Thyra había encontrado el amor, no el de Dios, sino el de un buen hombre, y yo me alegraba.

-Como es natural, pondrás a la criatura el nombre de Uhtred, si es un chico -le dije, muy serio.

-Si el rey nos da su consentimiento -me contestó Thyra-, le llamaremos Alfredo y, si es una niña, se llamará Hild.

Lo que provocó que Hild diese un grito de alegría, Gisela les revelase que también estaba esperando y las tres se enzarzaran en una interminable discusión sobre recién nacidos. Me escabullí como pude y fui a ver a Steapa, con aquella cabeza y aquellos hombros que sobresalían por encima de los allí reunidos.

-¿Ya os habéis enterado de que voy a echar a Sigefrid y Erik de Lundene? -le pregunté.

-Algo había oído -me dijo, con su forma de hablar cachazuda.

-¿Vendréis conmigo?