Título: Fumando Espero

E-Book: Sandra Rossi Brito / Javier Toledo Prendes // 

Edición: B. Medina 

Dirección artística y diseño de cubierta: 

Alfredo Montoto Sánchez / 

Diagramación: Yuliett Marín Vidiaux / 

Imagen de cubierta: Sobre una fotografía de Herb Ritts.


© Jorge Ángel Pérez, 2003

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2011

  Primera edición: 2003

  

ISBN 978-959-10-1942-4

 

Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas / 

Obispo 302, esquina a Aguiar / 

La Habana, Cuba. 

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Una imaginación fuerte engendra sus

propios acontecimientos.

Montaigne

Ay, ¿qué es este guirigay que suena?

Qué lucha inútil. Dejen de evocar al

fantasma, que lo van a traer a la vida.

Eneida

 

Para Virgilio,

el más grande de mis héroes

 

El día que me quieras

Tales eran las dimensiones de mi ombligo que el médico usó término griego para definir el mal que me aquejaba: onfalitis, señora, su hijo sufre una onfalitis.

Dos días llevaba en este mundo y desde ya me convertí en atracción para el vecindario y en motivo de discordia entre el médico y mamá. Su hijo sufre una onfalitis, aseguró el médico a mi madre, haciéndola sentir culpable: «El cuer­po del bebé debió ponerse en contacto con gérmenes de su vulva, señora, toda la zona pélvica puede estar infectada». Dos horas duró el careo. Dos horas de confrontación y es­clarecimiento. Mamá, severísima, increpando al médico por sospechar la existencia de gérmenes en su vulva, defendien­do su pulcritud como gato boca arriba, porque ella era lim­pia, la más limpia, y nunca sintió un escozor, ni siquiera una ligera molestia; jamás, fuera del aseo, llevó un dedo a sus partes, nada que denunciara la existencia de tal enferme­dad. «Pregúntele a mi marido y observe a mis hijos. Tres partos sin la necesidad de un médico. Cada vez recibió la comadrona niños sanos y rozagantes».

¿Qué Parca dictó tan horribles presagios a este cuerpo? Yo hipando tras el llanto, quejoso por la inflamación, por el dolor, y exhibiendo un ombligo atroz y desproporcionado. Tan grande era la superficie infectada, tan roja y caliente, que el médico usó un término griego en lugar de referir que padecía de inflamación en el ombligo. Onfalitis, señora, su hijo padece de una onfalitis, y mamá empecinada en desacreditar al médico: «La tijera estuvo lista desde va­rios días antes del nacimiento: afiladísima y desinfecta­da». Se encargó ella misma de la asepsia. Tan empeñada estaba mamá en que la tripa fuera separada de mi cuerpo con el mismo objeto con que zanjaron la de mis herma­nos, que no dejó a nadie trabajar por ella. Los quince días previos al parto los ocupó sacando filo a ambas ho­jas de la tijera, para dejarla más tarde entre borbotones de agua hirviente. ¿Qué bacteria era capaz de soportar una hora de calor y burbujeo? El alumbramiento ocurrió en Mantua el 8 de agosto de 1912.

Nunca he dudado de la molestia de las Parcas ante el empeño aséptico de mi madre y por su devoción hacia la tijera que cortaría la tripa de mi ombligo. ¿Con qué hebras tejieron, entonces, mi destino? Dice mamá que chillé como un cerdo en el instante en que su matador le atraviesa el corazón con un cuchillo afilado. Gimoteando yo mi dolor y reídas Las Parcas por su venganza. Tan desgarrador era mi llanto que mamá me tomó en sus brazos llamándome Cucú. «Cucusito de mamá, pobre el niño al que le duele el ombliguito que cortó una bruja destripadora, no llore más mi Cucú, mamá lo va a curar». Mi hermana Eneida creyó, al escucharla, que mi nombre era Cucú, siempre tuvo muy buen oído y para entonces ya hablaba. Aunque me registraran el día del bautismo con el nombre de Virgilio, no he consegui­do que Eneida me llame de otra forma, para ella siempre he sido Cucú. Tan en serio tomó los comentarios de mi madre que odió en lo adelante a la comadrona, dando como única razón el abuso que cometiera al cortar la tripa de mi ombli­go con una tijera larga y muy afilada. «Al menos pudo haberte lavado un poco, Cucú, ¡estabas tan sucio!»

Después sí que me lavaron bien, y como mamá se negó a seguir los remedios que recomendara el médico, me emba­durnaron la parte donde hicieran el corte con una loción: Ombligo de Venus, el aceite que hacía que sanara pronto y que no creciera. Según la comadrona, si no se unta Ombligo de Venus el tejido intenta crecer, regenerándose, igualito a la estrella de mar cuando le arrancan una de sus puntas. Parece que mi dosis de Ombligo de Venus fue exacta y bue­nos los masajes. A pesar de la infección de mis primeros días tengo un ombligo precioso, un ligero hundimiento en la parte baja de mi abdomen.

No recuerdo nada de ese día ni de los que sucedieron más cercanos. Por más que intento no consigo ver el rostro de la comadrona pidiendo a mamá que pujara, no percibo sus manos atrapando mi cuerpo ni cortando diestra el cor­dón. Creo en la importancia de ese instante, sobre todo por el énfasis que puse en los chillidos, al menos eso me conta­ron. Cualquier cosa puede ser trascendente, solo depende del énfasis. El corte de mi ombligo y su infección fueron trascendentes, pero no puedo detallar mucho, no consigo insistir, el énfasis se pierde en el intento. Me pregunto si sería capaz de mantener el interés de algún lector sobre este evento. El corte de mi ombligo y una enfermedad provoca­da por Las Parcas durante doscientas páginas sería dema­siado retórico y carente de acciones.

Si me lo propongo puedo lograrlo, quizá haciendo co­nexiones entre mi ombligo y los de otros. El de Visnú sería una buena elección; el ombligo al que le crece la flor de loto de donde sale Brahma. Me apena que del mío no salga nada. A veces sí, cuando me descuido puede llenar­se de una costra negra; húmedo el polvo, se va pegando al huequito. Si persisten en el abandono podría dar vida a un vegetal.

¿Qué tal si me dibujara a mí mismo sobre un papel, como si fuera el individuo de Da Vinci en Las proporciones del hombre? Será buenísimo, de esa manera conseguiré cierta conformidad con mi cuerpo y sus proporciones, pero creo que esa simetría en mí resultaría inexacta. Observando mi ombligo he comprobado que está más cerca de la pelvis que en el resto de los humanos, que la distancia de la cabeza al ombligo es mayor que la que existe del ombligo a los pies. Soy un hombre desproporcionado, definitivamente asimétrico. Talento tengo, y mucho, cómo podría negárseme la certeza de la existencia de mis aptitudes si soy inteligente. Sin embargo, es mi propia inteligencia la que me obliga a comparar el talento que poseo con mi fealdad. Soy feo y excelente poeta. Estoy seguro de que futuras generaciones quedarán admiradas con mis versos, pero yo no estaré para mirarlo, para disfrutar de sus encantamientos. Soy poeta per­durable y pobre mortal. Soy asimétrico. ¿Será también culpa de Las Parcas, de la enfermedad que provocaron el día de mi nacimiento y que el médico definiera con término griego?

Conozco lo que me han contado mi madre y mi hermana Eneida. Me gustaría que me asistieran, fluidísimas, esas imá­genes, las imágenes siempre ayudan. Soy un voyeur que precisa de un resquicio por donde entrarle a las cosas. Un detalle mínimo puede despertar mi imaginación, su ausencia me anula. Si tuviera una foto sería distinto. Un retrato de la comadrona cortando el ombligo mientras mamá, con los la­bios recogidos hacia delante y en círculo, parezca pronun­ciar: Cucú. Mucho me ayudan las fotos, me encantan. He dedicado largas horas a la contemplación de fotos familia­res. Como soy hombre de tradiciones, un espíritu atávico me anduvo rondando. Las conversaciones con mi hermana y las fotos fueron el centro de mi existencia. Ese atavis­mo me anuló durante un tiempo. En cada retrato intenté encontrar una explicación de los sucesos trascendentes de mi vida y de las vidas de los míos. Tengo uno que me encanta. Mi hermana y yo sentados en una poltrona, casi desnudos: ella con un blúmer, yo con un calzoncillo. En la foto, como si hiciera un pequeño giro, quedó mirándome a los ojos; algu­nas veces, cuando la observo, tengo la sensación de que me increpa y que está molesta con mi comportamiento, en otras ocasiones su expresión celebra mis actos, sus ojitos brillan admirados y me sonríe. Cuando debo solucionar un asunto, cuando dos posibilidades me asedian y mi hermana de car­ne y hueso no está delante, pregunto a la de la foto. Si sus ojos brillan, si en los labios consigo notar una sonrisa, tomo una determinación contraria a la que tomaría en el caso de que la notara seria y con ademán increpante. Si he roto con algunas costumbres y ciertos atavismos, no puedo abando­nar este. En careo con la foto tomé decisiones en múltiples ocasiones. Ahora recuerdo, al descubrir mis largos y delga­dos dedos flexionándose sobre las teclas de esta máquina de escribir, una decisión importante.

Aunque tuve a Eneida parada frente a mí en incontables circunstancias, aunque la consultara una y mil veces mirán­dola a los ojos, fue el retrato el que me llevó finalmente a tomar una determinación. Me pregunto cuál de Las Parcas se posó en la foto, cuál de ellas ocupó el lugar de los ojos de mi hermana para hacerme viajar a Buenos Aires.

Mucho he mentido o evasivas han sido mis respuestas a quienes se interesaban por los motivos que me obligaron a marcharme. Aún hoy se empeñan en asegurar que la única razón que me impulsara al exilio, a pasar frío en Buenos Aires cuando en La Habana se morían de calor, fue la penuria de mi bolsillo; miseria de espíritu tienen quienes se limitan a dar esta como única razón. Una beca y la pobreza literaria de la ciudad me sirvieron para dar el salto y eso comuniqué a todos como pretexto. No faltó quien intentara persuadir­me. «Si buscas una verdadera vida literaria el lugar es Pa­rís». Quizá tuvieran razón, pero antes no había estado en el viejo continente para caminar cerca del Palais Royal, nunca pude sentarme y alargar la mano, para alcanzar una taza en el café de la Regence. No vi a Mayot jugar al ajedrez ni me interesó tal juego; soy apasionado a los naipes como las viejas damas francesas, sin embargo me hubiera gustado ver a Mayot en aquella sala de la Regence desafiando a Diderot. El escritor iba cada tarde a jugar una partida y a cumplir con la escritura de El sobrino de Rameau. En su lugar tuve la sala de ajedrez del Café Rex en la calle Co­rrientes; qué extrañas relaciones guardan las salas de aje­drez con la escritura. Tuve el café Rex, y en lugar de Diderot, a un conde polaco exiliado en Buenos Aires: Witold se lla­maba, y su apellido era Gombrowicz. Pero ninguna de esas razones me llevó a la letrada ciudad del sur. Yo, Virgilio, mentí, intrigué, realicé pequeñas y grandes maniobras con tal de llevar a buen fin un proyecto, mi obsesión.

De esta obsesión poco conocía la Eneida. Algo le conté a punto de partir, también a mi amigo Pepe, bajo juramento de absoluta discreción. Quedaron espantados al enterarse de que el motivo de mi viaje a Buenos Aires tenía que ver con la presencia en la ciudad de cierto aragonés, de nombre Pedro Ara, attaché cultural de la embajada española en Argentina y famoso embalsamador, tanto que alguna vez le encargaron la restauración de la momia de Lenin sin que aceptara. Escuché hablar de él e incluso pude ver la foto de una de sus obras: el busto embalsamado de un mendigo. Era maravilloso, y al verlo quedé absorto; la atracción que en mí produjo me obligó a guardar cama durante varios días; no alcanzaba a pensar en otra cosa, ni siquiera la lectura ayudó a que apartara mi pensamiento de tal asunto; fiebre, sudores y la imagen del mendigo, resultaron mi única com­pañía. El viejo embalsamado parecía presto a cumplir con sus faenas de mendicante, que en cualquier momento, ata­viado con sus ropas raídas, saldría a la calle. Pedro Ara, sin duda, era un eternizador, el más importante de los que yo hubiera oído hablar.

Abandoné la cama exclusivamente para buscar un fotó­grafo: quería hacerme retratar junto a una calavera, un pri­mer plano donde aparecieran el cráneo y mi cara detrás. Completada mi solicitud, inicié una comparación. En una mano tomé la foto donde aparecía el mendigo en lo alto de un pedestal; la que consiguiera de mí el fotógrafo lindante al cráneo, en la otra. En el retrato que encargué se apreciaba lo que más tarde sería yo mismo: hueso despoblado, ama­rillento y compacto calcio que llegarían también a descom­ponerse, y no sería más que granitos de calcio batidos por el viento. Aparecían en el retrato mi presente y mi futuro. Entendí lo que me quitaba el sueño, la causa de mis preocu­paciones: estaba obsesionado con la trascendencia, o me­jor, con la eternidad física, y digo mejor porque la trascendencia significa la aceptación de un pasado y un fu­turo, y yo quería que el primer predicamento de mi cuerpo estuviera en la existencia fuera del tiempo, que no tuviera un pasado ni un después, que siempre me nombraran en pre­sente. ¿De qué serviría la permanencia de mis versos? ¿Para qué ser un grande de la poesía, admirado rapsoda, si mi cuerpo podía ser volatilizado por un ligero vientecillo? Yo no deseaba tan solo la eternidad que podían aportarme los versos, añoraba verme convertido en materia incorruptible.

No volví a separarme de las fotos, apetecía la eternidad del mendigo. En momentos de duda consulté el retrato de mi infancia, indagué en la mirada de Eneida cuando fue pre­ciso decidirme. Antes realicé una prueba, y esa prueba con­tundente terminó por aclararme algunas dudas. En la má­quina de escribir coloqué ambas fotos: la del mendigo y la mía con la calavera. Encerrado en mi cuarto movía los de­dos golpeando los pulsadores. A la izquierda el retrato donde aparezco con la calavera, y a la derecha el mendigo eterno en su pedestal. Cada golpe en las teclas tratando de llenar el blanco de las páginas hacía que se desplazara el rodillo con mi foto girando junto a la página, alejándose cada vez más a la izquierda. En el instante de apretar la palanca la imagen del mendigo conseguía el centro: la eter­nidad lo asistía. Encerrado en mi cuarto, acompañado por aquellas fotos, un cigarrillo humeante y mi máquina de es­cribir, tuve la certeza de que asistía a un evento singular: estaba consiguiendo la permanencia de mis páginas y de­bía asegurar la de mi cuerpo.

Siempre he pensado en grande. Ubicada a la izquierda mi mortalidad, la alejaba. No la negué, no intenté esconder­la, era ella, la angustia de saberme mortal, lo que me haría escribir mis mejores versos. Serían ellos los que me pon­drían frente al embalsamador.

Como mi cara estaba por encima del cráneo era la pri­mera en perderse con los giros del rodillo, la calavera emergía airosa, la muerte física me perseguía, la desaparición de mi cuerpo se volvía evidente. Sin embargo, cuando el mendigo era tragado por el rodillo permanecía el pedestal, también perpetuo. Solo los eternos, los incorruptibles inmortales, tie­nen la venia de descansar sobre un zócalo. Aquel que fue menesteroso alcanzó más apostura, su pobreza se transfor­mó en garbo y una columna sostenía su donaire, mientras yo, pobre mortal, no sería más que puro hueso descarnado.

Eso fue solamente el inicio. Las visitas a Flora la manicura completaron mi idea fija. Adoro estas manos con las que escribí excelsas páginas. Son, por suerte, la parte más hermosa de mi cuerpo. Cada semana visité a Flora, ella notó la belleza de mis manos, adoraba las ajenas. «Las tu­yas, Virgilio, son las más hermosas». Su casa, con cuadros de pintores famosos donde resaltaba esa parte del cuerpo, era un santuario de manos. Gustaba infinitamente de El ca­ballero de la mano al pecho, el cuadro del Greco; de este mismo pintor tenía otra reproducción: San Ildefonso escri­biendo. Según ella, el mismo amaneramiento del santo era el que imaginaba en los instantes de mi escritura. Sobre su mesita de trabajo tenía un Buda javanés absolutamente des­nudo, que con las uñas de una mano limpiaba las de su con­traria. Cierto día me esperó con una sorpresa: «Desde ahora tú serás la amante de Ludovico Sforza», y mostró displicen­te La dama del armiño colgando de una pared; la cara no era la misma que pintara Leonardo, no eran los ojos de la duquesa, ni la boca pequeña, ni su larga nariz. Transforman­do cada rasgo, ella misma trazó mi cara en el lugar de la de Cecilia Gallenari. Yo era La dama del armiño; el pelo ceñi­do y abierto al centro hacía resaltar la estructura abombada de mi cabeza; del cuello me colgaba un aderezo de perlas y los senos eran apenas perceptibles. Flora sonrió cuando me detuve a observar asombrado la mano que acariciaba al animalito, y miré también las mías: eran idénticas. Leonardo había admirado la belleza de unas que eran sinónimas de las mías. La visión de esas manos, los comentarios de Flora, me llevaron al recuerdo de Maxime du Camp visitando a su amigo Flaubert. Maxime no había reparado antes en las manos de su amigo, ni siquiera en tiempos de amistad glo­riosa, en los instantes en que entregaba Madame Bovary a la Revue de Paris. Tenía conciencia de la grandeza de la novela pero nunca la relacionó con las manos del autor. No percibió su excelencia hasta aquellos días de amistad lastimada, hasta aquel día en que lo visitara en su casa de Ruan. Ese día imaginó a Flaubert escribiendo; sujeta la pluma hundiéndola en el tintero, luego al papel blanquísi­mo en el que tatuaría cada suceso memorable de la nove­la. Conmovido las miró por largo rato y debió de quedar perplejo imaginando el instante en que Flaubert describe la agonía y la muerte por envenenamiento de madame Bovary. Años después hablaría de tal encuentro.

Supongamos que acababa de releer la novela, que frente a él recordara el instante en que Carlos descubre las manos de Emma manipulando las agujas para coser unas almohadillitas. Emma se pincha y sale sangre de su dedo, lo lleva a la boca, chupa la sangre, vuelve a manipular la aguja para volver a pincharse, vuelve a chupar para cortar el sangramiento, para que Carlos descubra esas manos, para que lo sorprenda la blancura de esas uñas brillantes y de agudas puntas, más limpias que los marfiles de Dieppe y cortadas en forma de almendras. ¿Eran bellas las manos? No para Carlos Bovary. No tenían la palidez que lo habría deslumbrado, demasiado enjutos los dedos. ¿Acaso mira­ba Flaubert sus manos para describir las de Emma? ¿Eran sus dedos flacos o regordetes? ¿Describiría la forma que repudiaba para una mujer? ¿Será que al mirar las suyas des­cribió las opuestas? El caso es que lo que más disfrutó de Emma el médico fueron los ojos que, aunque pardos, pare­cían negros. Lo que más gustó a Carlos fueron los ojos de la hija de Rouault, sin embargo se detiene más en las manos, las describe minucioso, con tanta pomposidad y fineza que el lector cree en el deslumbramiento que sufrirá luego con los dedos. Pero no, no gustó de sus manos a pesar de dete­nerse en ellas en ese primer encuentro, como en ninguna otra parte del cuerpo. ¿Cuál habría sido el modelo de belle­za de manos al que aspiraba Flaubert? ¿Serían entonces sus manos, las mismas que impresionaron a Du Camp, merecedoras de ser embalsamadas? ¿Podría la visión de las mías inquietar a alguien del mismo modo en que impresiona­ron a Maxime las de Flaubert? La emoción de Flora tenía que ver con su oficio de manicura, con la belleza que supo­nía en mis dedos, con el placer que sentía al pedirme que me sentara frente a ella y cortar las cutículas, emparejar las uñas, bañarlas con un tenue brillo. «Para que sean tan limpias como los marfiles de Dieppe», observaría después de mi comen­tario de esa tarde. Pero yo quería más, no me conformé con saber del deslumbramiento de Flora por la tersura de mi piel, quería a miles de Du Camp extasiados con mis dedos, que los asociaran con los instantes en que en la soledad de mi cuarto me entregaba a la escritura. La mano en la frente dando vida a una historia; en el pecho, apaciguando el dolor de un personaje, quería a una Eneida du Camp, a un Pepe du Camp, a un Lezama du Camp. ¿Habría reparado Lezama alguna vez en mis manos? ¿Se habría preguntado cómo manipulaba el lápiz, cómo oprimía las teclas? Duda­ba, y de tal duda salieron mis deseos de hacer eternas mis dos manos. ¿Qué hacer? Pregunté a Eneida. Mi hermana sonrió consentidora.

Esas fueron, lo confieso ahora, las causas que me lleva­ron a Buenos Aires. Nadie como Pedro Ara podía conse­guir esa eternidad. Mis manos volverían a La Habana embalsamadas, escoltadas por páginas brillantes. Siempre anhelé que fueran exhibidas dentro de una urna en la Socie­dad Económica de Amigos del País. Mi infinitud desafiante debía colmar la paciencia de todos mis enemigos y la impa­ciencia de mis admiradores. Lezama sería de los primeros en verlas. Imaginaba su vasto cuerpo subiendo las empina­das escalinatas, jadeando por el asma. He alucinado con la posibilidad de mirarlo por un huequito en el instante en que se detiene ante mis manos embalsamadas, protegidas por el cristal de la urna. Abajo una nota: «Manos del reputado». Reputado, palabra que me gusta, es definitoria. También po­dría decir: célebre, influyente, glorioso, renombrado, ilustre, pres­tigioso, famoso. Esa es mejor, famoso, porque eso soy yo, un escritor famoso, divino: eterno. Las manos del grafómano, las más excelsas manos de la literatura cubana, con las que escri­biera tantos poemas, y obras de teatro, y cuentos, y novelas. Mis manos, desprendidas del cuerpo, un poco más allá de las muñecas, blancas sobre un cojín rojo. Soñaba con su reacción y lo imaginaba boquiabierto y sudoroso. Algo incrédulo, se agacha para reconocerlas. «Son las mismas», dirá. Recorre el curso de mis venas, por donde no circula más la sangre, Pedro Ara las llenó de algunas sustancias raras. Con trabajo se inclina para estar más seguro y mira a través del cristal. «Son ellas, son ellas», grita descompuesto. Yo sonriendo desde el otro mundo, porque las manos que garantizaron mi tras­cendencia están ahora allí, incorruptibles ante sus mortales ojos, tan mortales como sus metáforas, porque eso sí, mis metáforas son táctiles; las suyas, ópticas.

Mi Buenos Aires querido

Buenos Aires, 4 de noviembre de 1946.

 

Monsieur Pepe:

 

Te supongo molesto por mi silencio; han sido días acia­gos. Llegué el 24 de febrero, que si en Cuba es una fecha de alboroto, también lo fue aquí esta vez. La estrepitosa mu­chedumbre que colmó las calles no celebraba el Grito de Baire, sino la victoria de Perón en las elecciones. Debo con­fesarte que tuve gran miedo, la chusma diligente, como diría la queridita Gertrudis, gritaba, coreaba consignas peronistas. Una de ellas me asustó tremendamente: a coro vociferaban «Alpargatas sí, libros no», imagínate que yo llevaba un tomito en las manos: Boecio, De la consolación por la filosofía, y casi me lo trago, estuve a punto de deglutirlo de un bocado. ¿Puedes imaginar lo que es esto? Un desorden total; cuan­do la gentuza toma el poder hay que temer por todo. Han pasado meses y apenas me atrevo a salir a la calle, temo que descubran en mi cara mis filiaciones literarias y me linchen. Hasta el señor Borges ha quedado mal parado, lo echaron de su puesto de director de la biblioteca y le asignaron un simpático trabajito, él que aprendió a leer antes que a cami­nar, él que mientras succionaba la teta materna leía, en in­glés, claro, La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, ahora inspecciona pollerías. Me sonrojo imaginan­do a Borges ante el cloqueo incesante, una multitud de ani­malitos plumíferos cagando a diestra y siniestra, pero bueno, querido, este es el fervor de Buenos Aires.

Aunque han pasado unos mesecillos debo contarte los pormenores del viaje, que no fueron pormenores, más bien por mayores. La tripulación del barco era magnífica, una re­cua de bestias que para qué te cuento, prefiero que sufras ima­ginando cuerpos alemanes, ingleses, sevillanos, rusos de Odesa disidentes del comunismo llenos de tatuajes; todo el viejo continente con los torsos descubiertos, mostrando músculos. Solo permanecían completamente vestidos los tres chinos que se encargaban de la limpieza, y fue mejor así, al menos a mí no me conmueven esos cuerpos amarillos y esmirriados. El otro que permanecía completamente vesti­do y eternamente de gala era el capitán del barco, siempre dando órdenes y cerrado hasta el último botón. Las estre­llas de su charretera se encargó de limpiarlas Caroline, cincuentona inglesa dueña de un condado en Kent y cuyo marido es propietario de varios frigoríficos en Argentina. Ella misma me contó que su familia es muy antigua; el con­dado fue reconocido durante el primer reinado de la casa Lancaster. Cuando no ocupaba su tiempo en las atenciones al capitán conversaba conmigo. Sentados en la cubierta, y después de mi observación sobre el impecable uniforme que nada dejaba entrever, la inglesa se despachó; es nuestra cos­tumbre creer que actitudes como estas son propias única­mente de las mujeres del Caribe; tonterías, la condesa perdió toda compostura y bajo aquel sol ardiente me contó cómo lo despojaba del uniforme con el pretexto de lustrar los botones y las condecoraciones. La mujer, cuando viaja sola, llena su equipaje de «Blanco España». No te contaré las maravillas que me dijo del hombre, ni de las atenciones que ella le prodigó. El caso es que la cerrada vestimenta y las ob­servaciones de la condesa me tuvieron ocupado todo el tiempo.

El barco atracó en el puerto de Valparaíso el día 23, y al siguiente tomamos un avión a Buenos Aires. En el aero­puerto me esperaba Matilde, hija de una catalana amiga de Flora la manicura. Fue esta última quien me recomendó que escribiera a la joven. Aunque la carta llegó dos horas antes de que aterrizara el avión, allí estaba ella esperándome. Es monísima y tiene inclinaciones por la literatura, le apasio­nan los libros de viaje, pero la pobrecilla no ha podido via­jar hasta ahora; eso si descontamos el viaje que la trajo hace quince años de Barcelona a Buenos Aires. Flora y su madre se conocieron en la ciudad Condal y montaron un pequeño salón de belleza para damas; la madre de Matilde se ocupaba del pelo y Flora de las uñas; según la primera, el salón se llenaba de señoras que en la noche exhibían trajes y peinados en el Gran Teatro del Liceo, la otra me contó que, a falta de clientas, tomaron un barco en el puerto de Barce­lona; Flora se bajó en La Habana, la peluquera y Matilde siguieron hasta Buenos Aires.

A mi llegada, Matilde me recomendó vivir en una pen­sión de la calle Mansilla casi esquina a Pueyrredón. Allí vi­ven ella y su madre, quien como ha seguido con pocos clientes se la pasa peinando a su hija; la muchacha lee a Marco Polo y la peluquera se empeña en desenredar el cabello de la lectora. Una distorsión del camino del peine puede provo­car una hecatombe; desmesurados escándalos arma Matilde si la progenitora lastima su cráneo con el peine. Lo peor es que se ofenden en catalán, y esa lengua, Pepe, no es de mi incumbencia.

La dueña de la pensión es una francesa, jura que noble. Más cierta es su pasión por la lectura. Una novela de madame de la Fayette ayuda a su casi perenne vigilia: La princesa de Clèves, varias veces la he visto pasar sin descanso alguno de la última a la primera página. Los más viejos en la pen­sión hablan del sempiterno hábito de la señora. Desde el belvedere en que culmina la casa vigila la entrada de cada uno de los inquilinos, a quienes llama con nombres de per­sonajes de la novela. Ella es la princesa de Clèves, y hasta mi llegada estuvo compungida por la ausencia de un inquili­no al que le sentara el título de duque de Nemours. Puedes imaginar lo tarada que es, compararme a mí con esa beldad. Lo cierto es que me gustaría ser la duquesa de Valentinois, sus intrigas y carácter insidioso me seducen. A decir ver­dad, en esta pensión son muchos los que merecieran ser comparados con la duquesa, son unos cuantos los que me disputarían el título, uno de ellos es Pedro, a quien yo apodo Pedro, el de Jesús. Con tanto miedo de salir a la calle y que me linchen los peronistas paso el tiempo compitiendo con la dueña de la pensión: pongo nombretes a los inquilinos. A Pedro la señora lo llama Caballero de Guisa, como un per­sonaje que pretendía a la protagonista de su novela preferi­da. Te cuento. Resulta que Pedro para mi sorpresa es cubano, nació en un pueblo de la provincia de Las Villas, San José del Jumento, donde se dedicaba a labores detectivescas, y fueron tales los embrollos que armó, que tuvo que salir huyendo. La casa donde vivía fue cerrada por algunos de sus afectados, quienes se habían puesto de acuer­do para quemarlo dentro. Pero el detective, sabedor de su carácter lioso y de los problemas que podía traerle, cons­truyó una salida secreta. El olor a tabla quemada y las lla­maradas lo llevaron a escurrirse por ella. Fue a dar a la Sierra Maestra, y en el poblado de Guisa estableció su resi­dencia. Allí estuvo hasta que recibió la visita de un amante despechado. Madariaga había sido abandonado por su amante, Jorgelina viajó a la Argentina con Anselmo Poitiers y hasta allí lo siguió Pedro. Madariaga pagó su pasaje en avión y le dio una cantidad inicial que iría creciendo con el avance de las investigaciones. El detective, con solo llegar a Buenos Aires, conoció que Jorgelina había viajado a Capi­lla del Monte, un precioso lugar en las sierras de Córdoba situado en las faldas del cerro Uritorco, el que, cuentan, es visitado por marcianos. Hasta allí viajó el detective y se echó todo a perder, las investigaciones quedaron inconclusas. Lle­gado a Capilla, el detective descubrió que Jorgelina la Cu­bana acampaba en la cima del Uritorco, desde allí miraba el valle de Punilla y la sierra que lo rodeaba. Pedro calzó botas y, cargando enseres de alpinista, se dispuso a escalar el ce­rro. No había alcanzado los primeros ochenta metros cuan­do entre la espesura divisó un cuerpo desnudo, negro y musculoso, sentado como un Buda. El negro blandía su arma, una morronga cabezona que desvió al detective de su proyecto. Aquella estatua de ébano emitía señales a los extraterrestres que suponía merodeando el cerro; movien­do el prepucio, cubría y descubría la cabeza refulgente. El brasileño Jesús Carvalho creía que los destellos luminosos que emitía su glande al descubrirse llamarían la atención de los marcianos. Confundido y feliz se mostró al descubrir a Pedro escondido tras un árbol. «Un marciano», gritó al ver el cuerpo larguirucho, ataviado de alpinista y lleno de instru­mentos: había amarrado grampones a sus botas de goma y llevaba en las manos dos armellas que clavaría en la monta­ña en caso de necesidad, un Piolet, especie de pico con una estructura puntiaguda detrás, sogas de nylon, martillos, un libro de Jacques Malbat donde contaba su experiencia en el ascenso al Mont-Blanc y un poema de Reina María Rodríguez dedicado al más alto de Los Alpes. El pobre Jesús Carvalho quedó encantado con el atuendo y el instru­mental del detective, ya no cubano sino marciano a los ojos del brasileño. Pedro no perdió oportunidad, se acercó lento y se dejó caer en la torre luminosa, el negro no cabía en sí de gozo, había conseguido a un marciano.

El cubano se las agenció para convencer al negro de que tenía una labor importante que realizar en la Tierra, exacta­mente en Buenos Aires. Ambos se fueron a vivir a la pen­sión de Mansilla. Jesús, para conseguir la atención de Pedro, no cesaba de excitarse; quería que fuera siempre un faro erguido que deslumbrara al marciano para que un día lo montara en su nave y se lo llevara al planeta Marte. Luego de aquellos escarceos amorosos, Pedro terminaba hundién­dose en el faro negro. Jesús, incontenible, le gritaba: «Pe­dro, tú eres mío, mío y de nadie más», a lo que respondía el detective con movimientos desenfrenados de cintura y un discurso incontenible sobre la libertad y el individuo. Mu­chas veces he escuchado la misma controversia. El atezado engarza a Pedro por detrás, se une a él mientras le asegura que su cuerpo, su alma, todo, le pertenecen. «Tú eres mío, coño, mío y de nadie más». El cubano, entre gemidos y movimientos grotescos, asegura que la libertad es absoluta, ilimitada, y que no permite condiciones, que uno de sus de­rechos como marciano libre es la elección. «No creas, ne­gro brasileño, retinto rico y pingúo, que porque te deje unir momentáneamente a mi cuerpo a través del culo, significa ello una pérdida de mi libertad», y continúa: «¡Ay, papi, se­gún Santo Tomás el libre albedrío es la causa de todo mo­vimiento, porque el hombre, mediante el libre albedrío, se determina a obrar!» «¡Ay, papi, si no fuera libre no me po­dría sentar encima de tu rica pinga!» «¡Ay, papi, la libertad es absoluta, dame más, papi, coño, papi, la libertad se origi­na en los átomos, qué rico, papi! No me hagas esclavo, que solo la esclavitud aleja a los hombres de la libertad, de la pinga, pero dame más, papi, y no me niegues tu pinga, tu leche, dame tu morronga, coño, que la libertad es hacer lo que a cada cual le parezca». «La libertad, coño, es tenerte dentro». Todo eso dice sin que el negro deje de recordarle que él, Pedro, le pertenece, es por ello que cada vez que la princesa de Clèves lo llama caballero de Guisa, yo acoto: Pedro, el de Jesús.

El cuarto contiguo está ocupado por otros dos marico­nes, ya sé que estarás pensando que esta casa es una jaula, una gran pajarera, y llevas razón. A estas dos las llamo «Las esdrújulas enfermas». El primero de ellos, Mácula, es un maricón enfermo de vitiligo, la profusión de manchas o la despigmentación me llevó a nombrarlo de ese modo. Mu­cho me simpatiza, es un espíritu noble. Siempre quiso ser modisto, incontables veces se ofreció en la casa de Paco Jamandreu, que es costurero famoso y la gran sociedad ar­gentina solicita sus servicios; las Ocampo, cuando no les queda tiempo para hacer un encargo a la casa Dior, visitan a Jamandreu. El hombre es un grande de la moda y una loca despiadada; llegó a pedirle a Mácula que se tiñera, que co­loreara las zonas despigmentadas de su piel si quería al me­nos pulir el suelo de su casa de modas. Imagínate cómo llegó ese día a la pensión de la señora Clèves. Fue ella mis­ma quien le recomendó a Mácula cierto ungüento, consis­tente en unir tierra de alguna zona tropical argentina, Jujuy escogió Mácula, con hielo de Ushuaia. Podrás imaginar que el pájaro encargó el hielo, pero cuando llegó a Buenos Ai­res era agua. La dueña de la casa dijo que no importaba, que uniera ambos elementos y esparciera la mezcla por las zonas dañadas. Común es ver a Mácula en las tardes, des­nudo, llenando su cuerpo manchado con el bálsamo que le recomendaron. Él mantiene las esperanzas en una pronta curación, jura que cuando esté sano viajará a París para emplearse en las casas Dior o Chanel. Ojalá suceda, pero no espero lo mejor.

aquellos que dicen: Y con repentino vuelo/ que lo arrebata, canoro,/ como una pavesa de oro/ cruza la gloria del cielo.

El muchacho comió goloso. Fécula ofreció la cama para el descanso, podía darle masajes en los pies, él dijo que no hacía falta, que el baño lo había compuesto, que Perón es­peraba por ellos en la plaza, pero se quedó dormido tal como deseaba el pájaro. Alelado lo contemplaba, con los anteriores había sido más fácil, pero este era bien arisco, además escuchó hablar muchas veces del espíritu bravío de los machos de Avellaneda. No podría contenerse todo el tiempo, la contemplación no era su fuerte. Rodrigo ronca­ba, no sintió el primer tanteo en la portañuela, de ahí el entu­siasmo de Fécula, la resolución de sacársela. En ese empeño lo descubrió el revolucionario. Se levantó indignado, rabio­so agarró una tranca, el palo surcó el vacío y golpeó recio la frente de Fécula, que quedó inconsciente, tirado en el suelo, y no pudo volver a la plaza, no consiguió ver a Juan Domin­go Perón hablando al pueblo desde un balcón de la Casa Rosada, tuvo que ser asistido de inmediato por los médi­cos. Desde hace unos meses exhibe un tumor en la frente, un promontorio que es la risa secreta de todos en la pen­sión, tan grande que parece una papa, por eso lo nombro Fécula. Él no abandona su filiación peronista, las movi­lizaciones del Partido son constantes y de vez en cuando con­sigue traer algún descamisado a casa. Aún lleva consigo el retrato del diario, el de las patas en la fuente, también circu­ló la figura de los otros dos muchachos cercanos a Rodrigo; temeroso de que sean de Avellaneda, espera reconocerlos en las manifestaciones y escurrirse. Estas «esdrújulas enfer­mas» ocupan el cuarto más cercano al mío. Hay más inqui­linos, pero si te cuento de todos se haría demasiado extensa esta carta. Algunos pasan pocas semanas y luego se mar­chan a otro lugar sin que consigan despertar mi interés. De los otros te contaré en próximas cartas.

Así andan las cosas, querido Pepe, pero ese es el fervor de Buenos Aires, en estos asuntos empleo el tiempo. Hasta ahora no he podido dar con Pedro Ara, al parecer ha esta­do ocupadísimo, pero una noticia trajo la paz a mi cuerpo. Acabo de leer en la prensa que Manuel de Falla murió ayer, su hermana lo encontró en la cama, el pobrecito no pudo concluir la «Atlántida», pieza que escribe hace mil años. En la nota de prensa se confirman los rumores de que Pedro Ara viajará hasta Alta Gracia para embalsamar el cadáver del músico. Supongo que si el cadáver hace escala en Bue­nos Aires para embarcar hacia España, mi embalsamador lo acompañe. Allí estaré yo, esperándolo. Ya te contaré de nuestro encuentro.

 

Ahora te abraza fervorosamente,

tu Virgilio.