«Esta es mi primera misión.

Quiero grabar todo el proceso.

El cerebro humano es muy complicado.

Mientras pasa el tiempo pudieras engañarte a ti mismo».

 

F. J.

 

1. Animales en cautiverio

 

Cómo me convertí en amanuense es algo que nadie sospecha. Piensa, y su mano afeminada acaricia la madera de la mesa. A su izquierda, los volúmenes marcados con una faja ancha de cartulina verde en la que consta el año de cada uno de ellos.

Poco a poco va levantándose para hacer sus ejercicios diarios, consistentes en cuclillas de poca inclinación, brazos dibujando una rueda en la pared, mentón al pecho y ligeros trotes por el pasillo circular. Después se pone los espejuelos y comienza a copiar.

En este día los párrafos que escribe son parcos o muy simples, de tema relacionado con el ciclo reproductivo de los animales en cautiverio. Una insignificancia, si asume los manuscritos que en diecinueve años ha ido acumulando. Quizás por eso sonríe con amargura fingiendo estar feliz. Algo a lo que está acostumbrado.

Su apariencia es francamente ambigua, sobre todo cuando fuma. Escribe: En el territorio los animales se comportan de una extraña manera en la hora del anochecer (casi todos, pues algunos mamíferos prefieren esta hora para copular), ¿pudiera ser un hábito mantenido desde que vivían solos en la Tierra?

Al anotar esta pregunta tiene la sensación de haberla escrito decenas y decenas de veces. Es una sensación opresiva. Deja el lápiz y los espejuelos sobre la hoja para secar el sudor de su frente. Recuerda que ayer escuchó a cierta voz inquirir: ¿Y a ti quién te lo dijo? Era una pregunta que ocurría lejos, pero ese dato no le restó ni un ápice de importancia, ¿se trataría acaso de una indirecta para despojarlo de su concentración?

Mueve la cabeza como si el aire estuviera pesado a su alrededor. Mastica espuma, saliva justificada por la duda, provocada por la tensión. Hace tiempo las hojas en blanco lo desesperan, más aún si el asunto ha sido copiado infinitas veces, con cambios en las nomenclaturas, en las cifras, o en algún sitio que debe ser eliminado o sustituido por otro.

Su manía de limpiarse las manos con insistencia penitencial no ha variado. Cree que ya no podrá dejarla sin que ello signifique un notable atraso en el trabajo.

Escribe: Los animales en cautiverio se adaptan con facilidad a las normas que induce el hábitat. Y este debe estudiarse con detenimiento en cada tipo, pues varía mucho.

Si el tema se mantuviera así. Presiente que dentro de muy poco va a encontrarse con detalles que lo complicarán, algo como: El hábitat que se estudie en cada caso debe contemplar el origen verdadero de la especie social, para poder tener resultados alentadores.

Y él volverá a creer en las paradojas, tan caras a los meses febriles de la juventud, ese principio en el que buscaba estar a tono con la comprensión. Y de nuevo fracasará.

Siente la respiración unida sin pudor al texto que se agranda. Piensa en la virtud del silencio mientras su respiración parece provenir de cada tono de los manuscritos amontonados. Es el suyo un aliento cargado de pausas: la rítmica de los entredichos, la de los subterráneos de una prosa sin metáforas verdaderas, la honda de los párrafos inciertos. Él escribe planos que a sí mismos se agotan mientras el grafito se pega a la hoja. Cierta torpeza se recrudece al inhalar los polvillos que sueltan los folios del estante. Haría falta cambiar esa habitación, pero la sola idea de pensarlo lo pone de mal humor.

Por un momento olvida el tema y gira ciento ochenta grados para mirar por el cristal la pared de ladrillos de la casa de al lado. No sabe quiénes viven detrás, el incesante flujo de palabras le impide socializarse. Con frecuencia la observa, fija su vista en los intersticios que el viejo cemento ofrece al muro, tornándolo frágil construcción. En esos instantes vuelve a tener una noción cabal de su desarrollo como amanuense, de su destreza al tomar cada mañana el lápiz, afilarle la punta, poner a su alcance otros útiles: lupa, goma de borrar, regla, diccionarios. Cada cosa a su tiempo. Y sentir que el grafito es su sangre, derramada día a día.

Hoy ha amanecido muy nervioso, sin razones aparentes. Torna a su costumbre de examinar las dos visiones de sus manos. Los dorsos hacia arriba le permiten admirar la dureza de la edad, las palmas hacia arriba muestran suavidad, ofrenda, como si dos fuegos distintos las animaran. Así se demora más de lo que puede, y se sorprende de pronto agitándose para obligarse a escribir: El hábitat puede crearse, no tiene necesariamente que estar dado por la naturaleza.

Termina el rasgo de la a y está seguro de haber escrito un parlamento surrealista, ¿puede crearse?, ¿pero qué se han puesto a pensar los otros sin tener en cuenta la lógica? ¿Y él?, ¿cómo puede justificar estas frases? Sonríe, él no tiene que justificar las frases de los manuscritos que se colocan en la estantería de la izquierda, él solo justificará los del estante de cedro de la derecha, con sus paneles limpios, con sus nombres marcados, de color rojo fresa. Lee algunos: «Aventura sin paisaje», «El círculo que se expande», «Aguas de la sobrevida», «Oro, cúpula y resplandor». Una alegría infinita rompe el silencio: se está riendo, se ríe solo, como siempre, como casi nunca, solo; qué bellos son los títulos del panel en la derecha, parecen trampas, pero nada más son esquemas de la belleza interior, manipulaciones de la virtud, pequeños ejercicios para adormecer el instinto, máculas para que todo el mundo se equivoque. Todavía es cercana la hora en que vinieron a inscribir la habitación, y los otros preguntaron: ¿Qué guarda aquí? Y él, inocente de perder el tiempo detrás de esas palabras, contestó: Ahí todo es basura, todo, todo. Su voz temblaba por las ganas de reír de miedo, sabiendo que nunca podrá hacerlo. En su lugar, añadió: Están los que sirven, clasificados, mírenlos, van desde el 1 hasta el 11 520. Y su mano afeminada, la derecha, indicó los estantes a la izquierda, justo debajo de la lámpara de doble tubo y luz lechosa. Los otros sacaron sus notas y persiguieron datos toda la tarde, bajando y subiendo las copias de muchos números. Es cercana esa tarde y su recuerdo aumenta las ganas de reír. Su madre hubiera dicho: Te advierto que cometes un error al reírte en voz alta. Era tan ocurrente, ¿cómo puede uno reírse en voz alta si la risa no tiene voz? Pero ella lo hubiera dicho, está seguro, sí, y lo hubiera hecho levantando el dedo índice. Después de todo él prefiere que su madre ya no esté, que no levante el índice ni sepa que él es un amanuense, un amanuense vulgar, afeado por los años, sin tentaciones fuera del espacio de las palabras, escondido bajo su nombre.

2. El Mono de la Tinta

La caja metálica de los borradores está vacía. Ha trabajado dieciséis horas seguidas y su cuerpo le pide un descanso infinito que por ahora le está prohibido. Podrá dárselo, pero no en este momento en que la tarde cae sobre el cemento gastado, haciendo una rara fusión de luz y oscuridad. La emergencia que lo llevó a tal estado de fatiga es la copia de numerosos trabajos sobre la arquitectura urbana, un asunto tan abigarrado y fatal como el mensaje que le enviaron pidiéndoselo.

Ha escrito tanto que le duelen los dedos y tiene calambres en la mano que, con gesto femenino, lleva a su boca el cigarro. Tendrá que preguntarse antes de dormir si logró reflejar lo más importante de ese aspecto de la vida civil. Ha descrito arquitrabes, bajantes, áticos, arcos, nidos de tejas. Ha reproducido con palabras la irregularidad de las losas y de los azulejos, los materiales deformes de las construcciones coloniales, el ambiente ruinoso de los soportales. Asume sin expectativas este cansancio que lo hace lagrimear como si estuviera apenado. Nunca podrá imaginar con acierto para qué hace falta informar con detalles una situación que puede verse, e incluso ser analizada por un especialista, no por él, que es solo un niño sobre el cual crece un hombre de mediana edad.

Se acerca a los folios que recién ha terminado, los va pasando bajo su mirada que escruta los signos de una buena redacción. Indiscutiblemente buena, bien adjetivada, sin estridencias, segura, firme, incapaz de disimular su pericia. Es experto en los grafemas. Seguro que heredó esta habilidad, ya que no tiene conciencia de haberla adquirido. Nada más duda en una frase hermosa porque la hermosura lo asusta. La subraya. Sabe que lo obligará a sentarse de nuevo para volver a copiar íntegra la página en que aparece, pero es en vano que trate de ordenarse, hace muchos años perdió el dominio que de forma habitual las personas ejercen sobre sí, para él la orden proviene siempre de las palabras, y en esta frase hay algo molesto: la estructura es bastante estable en el caso de los muros. El mayor problema aparece al cubrir un espacio creado entre dos muros.

La fatiga doble, la que proviene del trabajo y la que acaba de nacer con la lectura de la frase, lo inclinan sobre su mesa, contemplativo. Casi en cámara lenta busca el paño amarillo, limpia con él los espejuelos y se los coloca sobre las orejas para analizar otra vez la maldita frase y descubrir qué es lo que molesta. Después de media hora de análisis llega a la conclusión de que se trata de las palabras bastante estable, porque no cree que sea una definición seria, bastante estable, ¿no será mejor sustituirlas por aparentemente estable?, o satisfactoriamente estable, no, será mejor poner necesariamente estable o mejor será que la cambie por extrañamente estable, no, hay demasiada repetición del sonido es, ex. Aunque deplora su pésimo estado de selección, el enorme agotamiento que siente le impide pensar con urbanidad y lo obliga a acostarse, a dejar sobre la mesa el folio lleno de señas arquitectónicas.

La cama está en la misma habitación, justo frente a la mesa donde todo pierde su aspecto. Desde su nueva perspectiva horizontal, la mesa y su carga le parecen un animal mitológico, quizás sea el Mono de la Tinta, el que esperaba sentado, con una mano sobre la otra, a que las personas que escribían terminaran, para beberse la tinta y quedar tranquilo.

Sonríe por la figuración, sería tan gracioso y terrible que lo visitara un día ese Mono de la Tinta y se bebiera de un trago todos los folios, de izquierda a derecha, para dejarlo a él destrozado sucumbiendo a Las Horas. Constituiría una catástrofe verdadera y total, los sueños a la boca del Mono, las pesadillas a la boca del Mono, y las tensiones a la boca del mismo Mono. Pero él no escribe con tinta porque la tinta no se borra, y su principal función de amanuense es cambiar, mudar, volver a poner. Tranquilo, ahora que el animal que no soñó se aleja rápido de sus ideas, se vira de espaldas a la mesa y aún le queda tiempo para meditar un poco en la frase que debe ser modificada.

3. Las grúas

Soñó con grúas que levantaban toda la ciudad, desde la raíz que pudo ver entera y parecía una trama formada por cuchillos, teas carbonizadas, espejos rotos, fragmentos de cabezas humanas, lanzas oxidadas, balas de cañón, garrotes, sogas. Una fantástica argamasa que las grúas elevaban contra el cielo, no para ser trasladada, sino para ser triturada por enormes bocas que descendían desde el sol. Un sueño que a lo mejor está relacionado con esa búsqueda de imágenes urbanas.

Por haberse pasado la noche de pie, con el cuello echado hacia atrás para mirar bien el desentrañamiento de la ciudad, padece dolores en todo el cuerpo, en especial en la nuca y los ojos. No debió ponerse a pensar mientras buscaba el sueño, debió dormirse igual que hacen los inocentes, pero él es casi todo menos un inocente. ¿Alguna vez fue cándido? Quizás en los años en que su madre lo vigilaba a cada hora, tratando de hacer de él lo que ella ya no era. Nunca se alcanza a saber cuál es el día, el minuto en el que uno deja de ser esto para convertirse en esto otro. Jamás se sabe el punto del mapa personal en que dejamos de participar de una circunstancia para involucrarnos en otra.

Por encima de esas memorias están los años que lleva solo, escribiendo. Tiene la edad de cuarenta y ocho, ¿qué más hay que saber a esa edad? Su pregunta callada demanda una respuesta que los labios marcan: Nada. Y se incorpora, dispuesto a frotarse los ojos con un poco de agua helada que, previsor, guarda en el refrigerador americano. Mientras las manos acarician con fuerza sus párpados, recupera las frases que sin remedio ni demora debe ahora mismo cambiar para concluir el caso de la arquitectura urbana. Es: la estructura es bastante estable en el caso de los muros. El mayor problema aparece al cubrir un espacio creado entre dos muros. No le gusta el haber repetido la palabra muro, sin embargo, es necesario para la comprensión de la idea, lo que sí debe suplir es: bastante estable, y entonces respirar satisfecho.

Ya tuvo suficiente con las alternativas de ayer, busca en el diccionario algunas variantes que, sin poner en peligro la intención, resuelvan la incongruencia. Cree que la palabra bastante no debe ser utilizada para argumentar, porque pocas cosas resultan ir bien con bastante: bastante amor, bastante odio, bastante calma, no son combinaciones que comuniquen de manera correcta. Bastante calor, bastante lluvia, bastante hambre, bastante negación, bastante sumisión, bastante información, bastante fe, bastante, bastante, bastante.

Decidido, toma la goma de borrar y deja de ver bastante. En su lugar va a poner otra palabra, pues si no, el blanco dejado podría interpretarse como un descuido, lo sabe. Camina un poco por el pasillo circular que lo trae y lleva desde y hacia la pequeña cocina. En su andar tropieza varias veces con la maceta de vicarias, y es en ese obstáculo donde empieza a descubrir la naturaleza del vocablo que falta. Siempre se muestra sorprendido por los sistemas de relaciones que obran sin afinidad aparente. Choca de nuevo el pie contra el recipiente de las vicarias y surgen diversas posibilidades: debatiblemente estable en el caso de los muros, inciertamente estable, discutiblemente estable, difícilmente estable, controvertiblemente estable, extremistamente estable…, de repente se acuerda de los consejos de su profesor Mauricio Peña: Casi siempre las frases se resuelven quitando palabras, no añadiéndolas. Sabio profesor de lingüística. Tranquilizado por la instruida voz que viene del pasado seguro, se lava los dientes con lentitud, se mira al espejo, y halla varios granitos en su cara blanquísima por efecto de la sombra. Se peina hacia atrás, saca algunos pelitos para el área de la frente, se unta perfume barato, acorde con su mísero salario de amanuense, y va hasta la hoja que espera desde anoche por una palabra. Su mano femenina coge el lápiz amarillo, de corteza tierna, y escribe: la estructura es estable en el caso de los muros. Queda bien. Toma el párrafo completo para estar seguro de que era esa la palabra que en la noche le molestaba, y para su sorpresa sigue percibiendo disgusto.

Se sienta, porque esta circunstancia no puede seguirse de pie, hay que relajar al menos las piernas, lastimadas un poco a causa de la maceta de vicarias. Frunce la boca en su típico gesto de concentración. Con las manos asentadas sobre la madera, revisa, no el párrafo en cuestión, sino la página completa. ¿Qué puede molestarme que no se muestre?, ¿qué invisibilidad alimenta este texto?, ¿pudiera tratarse de un adjetivo, de una coma, de un acento?, ¿pudiera haber aquí una palabra mal escrita? Lee en voz alta, pero no tan alta que sea oída por los otros, alta solo para sí. El sonido de su voz se ha modificado en estos años, y a veces hay en él una dulzura que le recuerda a aquella actriz de los años cincuenta, Audrey Hepburn. Incluso en la hora de disponer un nombre para su posible descendencia, pensó en ella, en Audrey, pero no lo eligió porque en el mundo hispano es muy difícil creerle a alguien con ese nombre.

Le pone cotas a su distracción fílmica para seguir mirando el conjunto de palabras que forman lo que en otro tiempo llamaría «composición». No se decide a dar el paso necesario para determinar qué le molesta, más bien disfruta la angustia de este registro al mover sus ojos de lado a lado y luego al centro. Antes de asumir el acto del descubrimiento, quiere saber si logró explicar algún asunto válido sobre el urbanismo; revisa cada grupo de palabras y queda satisfecho, algo vivo se siente en las páginas, algo que rastrea los edificios urbanos.

Piensa de nuevo en Audrey al gesticular asintiendo. Ella lo hace más o menos igual en la película Desayuno con diamantes. A lo mejor es un gesto común. Vuelve a la página, obediente, para averiguar qué pasa. Lee las palabras separadas, somete a examen los artículos, pasa revista a las subordinadas, chequea hasta los márgenes, pero es inútil, y en el momento en que va a desistir como otras muchas veces, cuando va a abandonar la contienda a sabiendas de que en el papel algo no está bien, la ve, es la palabra muro la que lo irrita de manera inevitable. Su espesor, sí, porque las palabras tienen espesor, cada una de ellas es capaz de sostener en su estructura una imagen o un olor o un sabor o una indiferencia. A pesar de sentir alivio por la captura, sé que no puedo variarla, pues se trata de una de esas palabras esenciales que hay que dejar ahí, que se tienen que quedar ahí, junto a las otras, contaminándolas con su dominio.

Marca el volumen con el número 11 521, lo coloca en el estante de la izquierda, en el que la madera comienza a resentirse por varios lugares, y sale a la calle para hacer su compra de la semana: café, pan, granos amarillos, azúcar, sal, cigarros, y algún pedazo mínimo de carne de puerco. Afuera, vuelve a pensar en las grúas que levantan la ciudad desde sus raíces. 

4. Los lápices amarillos

 

Está comiendo y suena el teléfono. Va inquieto a descolgarlo: ¿Sí? Escucha lo que alguien le dice, pero como se distrae acariciando el cable enrollado y las teclas, puede no ser importante. Sin embargo, al volver a la mesa, recoge lo servido y lo guarda en el refrigerador americano, grande, lleno de extrañas figuras creadas por el orín.

Tiene preparada su máquina de escribir, que es la herramienta apropiada para los textos del estante de la derecha. La limpió con un paño rociado de alcohol, puso unos calces a las letras a, h, l y b porque se hunden y no marcan. También le pasó un cepillito al papel que envuelve el rodillo, y lo observó lo suficiente para saber que de él no brotarán inmundicias al escribir. Todo por gusto. Afila las puntas de tres lápices amarillos y busca en las gavetas los diccionarios: RAE, sinónimos e inglés, para sin descansar los dos bocados que ingirió, perderse en otro trabajo.

Hay un considerable calor, su camisa está empapada de sudores pero no se la quita, abre los dos botones de arriba y con un papel se abanica recostado a la pared, mirando la limpieza de sus manos. Por muy sorprendente que pueda parecer, a él a veces le gusta sudar, sudar mucho y luego sentir el sudor enfriarle el cuerpo. Antes no era así, por el contrario, le daba picazón el más mínimo contacto con el sudor, mas los tiempos pasan y transforman los gustos; tampoco soportaba la arena de la playa en su cuerpo, y ahora le daría lo mismo. Lo sabe sin que le haya pasado, hace tanto tiempo que no va a la playa, que si no fuera por ciertas fotos pensaría que no la conoce. Ese es uno de los valores de las fotos: preservar el conocimiento.

Enciende un cigarro y hace que el humo vaya directo a los pulmones, pase por la garganta hasta arrancar de ella el grito, la nota, el miedo. Fumar es una de sus obsesiones más intensas. Lo disfruta por encima del comer o bañarse. Fumar le da ganas de vivir leve, sin cordeles atándolo, sin gravedad. Cuando el cigarro no es más que un centímetro de papel quemándose, va a la cocina y lo apaga con un poco de agua, para echarlo después en el cubo de la basura.

Son pasadas las tres de la tarde. La luz trasciende en el cemento gastado que ve por el cristal, podría decir que es una tarde cualquiera de jueves, pero tiene un presentimiento, algo punzante y doloroso le oprime las costillas y le quita saliva de la boca. Hay una sombra entremetida en su hilvanar de símbolos. Sacude la cabeza y hace que su cuello se mueva hacia ambos lados para tratar de aliviarse. Entonces se sienta definitivo ante la mesa, saca dos hojas blancas de un fólder y escribe: Las posibilidades de producir azúcar de remolacha aumentan, ya que la temperatura necesaria para su crecimiento es de ventiún grados. Los aportes de abono logran aumentar la calidad del cultivo de esta planta.

Cambia sus espejuelos por la lupa y busca en el diccionario de la Real Academia hasta encontrar la palabra, entonces continúa: la calidad del cultivo de esta planta quenopodiácea, de la clasificación Beta vulgaris. si bien este tipo de azúcar se extrae de las raíces de la remolacha, nuestros especialistas aprovechan al máximo sus residuos, un ejemplo de ello es la melaza, que se utiliza como alimento del ganado, no para el consumo humano debido a la dificultad existente en todo el mundo para purificarla.

Sigue llenando las hojas de palabras. Cuando se acaban, abre el fólder en busca de más. Las dobla con habilidad para quitarles el pegajoso orden que las fábricas les imprimen. Son de tamaño normal, quizás un poco más alargadas que las que él prefiere, pero el mensajero lo abastece con el tipo de hojas que encuentra. Las mira de nuevo y escribe: la melaza negra tiene distintos usos, todos aprovechados en la industria.

Hace una pausa al darse cuenta de que los tres lápices han perdido sus virtudes y la noche entra en la casa. Para buscar otros enciende las luces. Saca sus cajitas regaladas por el amigo que no vive cerca, cuenta los lápices con precaución, quisiera trazarse un plan que defina el tiempo que ellos pueden cubrir, haría un extraordinario plan si esto fuera factible, y, a pesar de saber que no se puede, los cuenta como si preparara un método maestro, una fiscalización de lo que posee contra lo que gasta. Da lo mismo, si se acaban tiene que buscar más en alguna parte de la complicada trama urbana.

De niño pensaba que los lápices eran un complemento indispensable para dar cabida a estudios desagradables o cuentas atrasadas, nunca para estarlos contando, guardando, cuidando. La vida es una misma y varias, en esta de él los lápices han girado hasta quedar en el centro de la rueda del destino. Lo sabe. Hace tiempo que lo sabe. Coge uno solo y lo inicia con un bisturí, dejándole la punta tan fina que semeja una aguja de cosido manual.

La maestra que tuvo en la primaria se hubiera burlado ahora de él, si pudiera verlo, que no puede, porque voló en un avión hace años y sabe Dios en qué parte del mundo se desvive por despreciar a sus alumnos. A él no solo lo mortificó, sino que a la aflicción le añadió una tortura clásica: encerrarlo en el clóset estrecho y bajo donde se guardaban los útiles de limpieza y las cajas de tizas y los borradores. Sus pies no querían tocar el piso húmedo de aquella celda escolar, se colgaba del tubo de metal en que los profesores ponían las carteras. Antes de que lo despacharan, ya él había tenido que ceder, parándose en aquella pocilga educativa. Menos mal que no lo puede ver, febril, rodeado de lápices con puntas que se desbaratan. En realidad él tampoco quiere verse mucho para no reconocer que ha envejecido como su padre, con la misma constancia, aunque diferentes en el procedimiento.

Se aproxima a la mesa con el nuevo lápiz, y se queda un momento pensando en dos protagonistas de su destino: la madre y el padre, que nunca le enseñaron a decir no, oiga no, mire no, que no, le dije que no, no insista, no voy a hacerlo, no lo haré, no quiero hacerlo, no me mire, no me toque, no me vigile, no me atemorice, no me atosigue, no me tense, no me imponga, no me dirija, no, no, no. No le enseñaron porque quizás ellos mismos nunca lo aprendieron.

Pero estos no son años para elucubrar sino para trabajar sin descanso. Se sienta, su mano femenina toma el lápiz como si fuera una batuta, y escribe: la remolacha, cuando se cultiva de forma extensa… Es ese el instante en que se lleva las manos al pecho, abatido por el dolor, desarticulado por la falta de aire, viendo cómo se desdibuja la mesa. 

5. Escribano de agua

 

Un ataque de pánico semeja el umbral de la muerte. Si toda alegría puede transformar un cuerpo, el pánico lo puede destruir, aniquilar, demostrar al soma elemental y a la mente viciosa que nada es nada frente a él. Así se siente ahora acostado en su cama. Sabe que muchas personas no creen en el dispararse de la sangre ante el tigre del espanto, y eso es una desventaja: padecer una enfermedad que no puede medirse con un termómetro, ni con un esfigmo, ni con un análisis; una enfermedad que él mismo se produce, quién sabe bajo cuáles pormenores que el cerebro recoge y convierte en fantasma.

A duras penas logró ponerse de pie y respirar para llegar a la cama. Porque cuando sucede, el corazón impulsa tanta sangre que nada puede sustraerse a su bramar. Todo se detiene, menos la sangre que borbotea incesante desde el corazón hacia los brazos, hiela las manos, congela la cabeza, llena de hormigas las piernas y los pies. Si pudiera predecir el ataque, cree que saldría a la calle para no asustarse solo. Aunque soportar a la gente a mi alrededor tampoco debe ser muy fácil.

El médico que lo atiende le ha aconsejado anotar las descripciones de los momentos de pánico, y ya guarda varias, todas incongruentes. Ahora no tiene fuerzas para ponerse a comentar que en el momento terrible escribía sobre el cultivo extenso de la remolacha. Ni tiene fuerzas, ni cree que el manuscrito trate solo de un cultivo. Comienza a repasar las anteriores coyunturas: cuando tocó el pasamanos de la escalera en el edificio Maltés, cuando encendió la luz de la cocina el día de su cumpleaños, cuando miró los ojos del mensajero que vino a recoger el texto sobre los desórdenes climáticos, cuando aquel sacerdote le dijo que no había lugar en el cielo para los amanuenses y luego se rió aparatoso, cuando a su lado una mujer cayó al piso sin que pareciera haber tropezado, en el salón de barbería, al ver nadar a los pececillos en la pecera del acuario, esa fue la primera vez que creyó que iba a morir; sin embargo, los peces, fríos e indiferentes, le resultan tan inofensivos en su recuerdo que no comprende para nada el efecto sufrido.

Pero sabe que es cierto, que le falta el aire, sabe que el pecho le parece una bola de nieve desviándose en los caminos interiores del cuerpo, sabe que las pupilas se le dilatan, que en esos instantes no habría quién lo salvara. Lo sabe. Es consciente del daño que a sí mismo se hace al acoger en sus venas al miedo, esa alimaña. Lo más desconcertante es el modo en que se retira, en que deja el campo al raciocinio como si este lo hubiera vencido.

Tendrá que dejar estas ideas y sobreponerse para terminar el trabajo del azúcar de la remolacha, los que esperan no quieren saber nada de dolores físicos o mentales, ellos gozan de buena salud, al menos eso imagina.

Se apoya en la cama y coge su vaso metálico para beber agua. El vaso tiene un color que seguro prefieren las adolescentes, es una versión del malva, con tenues varillas de verano. Siempre que se retira el pánico, cree volver del más allá, levitar en estado de gracia, como si le hubieran perdonado un pecado mayor, y al mismo tiempo su cuerpo delgado se pone fláccido, débil.

De forma paulatina va librándose del mal, si bien posee una idea muy vaga de las necesidades básicas a priorizar. No sabe si lo primero es vomitar, y si lo segundo, más complejo, sería ir a sentarse en el inodoro, permanecer allí hasta que no quede ningún ingrediente moralmente tóxico en su organismo. Por otra parte, tose, se rasca los ojos y se marea. Daría las copias de su estante de la derecha por un minuto de salud total, las daría, aunque se quedara trunco, inmóvil.

Las horas pasan sin que decida qué hacer. Flota en una contemplación que incluye olas de colores que sus ojos recrean en las paredes y en el viejo estante; también las persigue en la sábana con que se tapa, a pesar de un calor asfixiante de treinta y tres grados. Su respiración es aún la de un náufrago recién llevado a la arena, sacado de las profundidades verdes del mar. El agua, piensa, es una muestra del poder de Dios. Y ante su nombre, empequeñece abatido por las culpas, las del pasado y las de hoy mismo, un tema recurrente en su travestida personalidad. Siempre cree que, si recurriera al exorcismo, los rezos se sucederían durante más de dos meses, durante los cuales su boca seguiría susurrando: Llena eres de gracia, el Señor es contigo. Prefiere la oscura invocación de los Señores del Templo del Agua, ese elemento que arrasa o disuelve todo, como en el caso de los hombrecitos de lodo que ahora imagina arrastrándose por las ciudadelas. Al visualizar la palabra ciudadela, vuelven a chocarle los muros, y se da cuenta de que el tiempo pasa sin que él pueda dirigirse a la mesa para seguir con su encargo.

Necesitaría una mano para darle la de él y levantarse despacio, a la manera del enfermo que es, si no cómo puede entender esas olas irisadas que sus ojos mueven por el cuarto sin poder interrumpirlas, gobernarlas ni modularlas.

Coloca el vaso en su mesita, que está llena de colores, y oprime la sábana con gesto desesperado. Es el cansancio que no debe vencerlo. Pero lo vence. Se retiran poco a poco las ondas matizadas de verdes, rojos, amarillos, negros, y sus ojos al fin se cierran para soñar o para morir, igual que el príncipe, enlutado, resentido, obsesionado, porque el problema es de nuevo decidir entre oponerse o soportar, sufrir o lastimar, quedarse tendido en su cama o ir de prisa a trabajar, ir de prisa a los campos de remolacha hoy y mañana.

6. Pieles rojas

 

Elucubra: La piel es una forma más del deseo de vivir entre los otros, integra el afán de parecernos al prójimo, de descubrir si logramos escondernos de él, y ocultar así nuestras perplejidades íntimas.

No va a trabajar en nada que tenga que ver con eso, solo tiene ganas de improvisar sobre la piel sin que nadie se lo pida. El mensajero estuvo ayer a recoger la copia de los azúcares de remolacha. No la había terminado ni la terminará hoy, con este intenso sol que entra por las ranuras y se difumina a través del cristal.

Se observa las venas, las arterias, las marcas infantiles, los recodos de la piel en las coyunturas. Un mundo elástico bajo el que los órganos y las células diminutas trabajan a favor o en contra, como él.

En su piel hay pigmentaciones blancas y rosadas, propias de las personas que permanecen a la sombra. Y hay lunares en el cuello, en las manos, junto a la ceja izquierda; el de la ceja lo acerca al retrato donde la madre exhibe sus quince años. Es un lunar provocativo, transgresor. Pero él no se parece a su madre, incluso ella tenía la piel oliva.

Mira en su espejo, con interés, el lunar, quiere pensar que nunca va a causarle disgustos, porque ha oído decir que los lunares suelen traer desgracias. Este parece tan bonito, tan baladí.

Se recrimina por estar pensando como una mujer, le ocurre desde que comenzó su trabajo de amanuense. A veces le preocupan los cambios que viene experimentando, ese mismo discurrir femíneo a la hora de las contemplaciones, o los gestos que se van cargando dentro de sí dándole la impresión de estar programado para un renacer.

Una manera de romper el hilo del pensamiento desagradable es yéndose a desayunar algo que puede estar entre la limonada fría y el té caliente. Con el dinero que gana no consigue atraer a ningún revendedor de los que seguro visitan el barrio; tampoco está disponible como sus vecinos, que a toda hora entran y salen. Los oye. Escucha sus tirones de puertas, sus pasos con chancletas y tacones, sus jadeos en medio de la noche; los escucha reír, palmotear, gritar, chasquear, a menudo se involucra desde su soledad en ese jolgorio, y le pesa privarse de un poco de sencillez en su trabajo agónico, para el que tiene que comportarse con el mimetismo de un ser bicéfalo. Pocas veces ha cruzado palabras con alguno de ellos, y nada más fija al señor que se gana muy bien la vida tocando melodías con una hoja de álamo en los lugares turísticos que él ni siquiera ha visto en una postal. No le interesan. ¿Cómo habrían de interesarle?

Mira hacia los estantes y pugna por salvarse de las inevitables preguntas de siempre: ¿qué puedo hacer para negarme?, ¿qué puedo hacer para dedicarme?, ¿qué puedo hacer si logro terminar esta suplencia de mí mismo?

Interrogantes que no revierten su incómoda posición porque ya está muy lejos de los inicios, de aquellos meses en los que gozaba la copia de cualquier legajo, creyendo haber encontrado una definición para su aletargado instinto de coleccionar palabras. Entonces se asomaba a un libro como los niños a un pozo, veía signos, huellas, tramas, redes, círculos de honor y tarántulas pegajosas formadas por conjuntos de sinónimos. Una verdadera proeza fue hallar la primera línea, que es el origen de todo. Aquella línea gris que su recuerdo no puede borrar. Así es, las proezas a veces terminan en ese vacilante ejercicio dentro de una habitación de tres por cinco metros, oscura, donde su piel se funde y confunde con los colores de las paredes.

Él apenas puede disfrutar un rato de aire libre. Y ahora tal vez menos, debe un encargo atrasado, las remolachas. Ellas solas pueden hacerle perder el sueño de esta noche. Quién lo diría, uno las ve así, con su amorfa estructura rojo cardenal, las puede uno echar a rodar por el piso, cortarlas en pedazos, hervirlas, masticarlas y sentir el jugo que baja a refrescar, exprimirlas contra una olla, sacarles lo que parece sangre y es condición; sí, uno puede destruir sus cuerpos, pero las remolachas escritas son otra cosa, escritas pierden su insensible existencia, escritas pueden rebelarse, no crecer en la tierra, pueden incluso cambiar los conceptos económicos de un país si todas sus letras forman las palabras de sus nombres, remolacha o betabel.

Si la escribo, aumentan los peligros de manera vertiginosa. Le sucede a todas las cosas que se escriben: cambian su valor, se desentumen, brotan, penetran, dan giros, crecen, se amplifican, se dispersan, son volutas, hachas, dioses.

En este punto de mi vida creo que la escritura depende del candor y del control en el oficio. No se pueden olvidar los misterios a la hora de escribir, pero tampoco puede uno dejarse llevar hasta las puertas del mismísimo infierno por escribir una palabra. ¿Soy yo quien piensa así? Dios mío, más me vale acabar de una vez con el endemoniado tema de esta verdura de verano, de esta raíz; desde que lo solicitaron no hago otra cosa que atrasarme.

Escribe: Como otras plantas, la remolacha (betabel) almacena energía para su crecimiento. Estos nutrientes se aprovechan recolectando la raíz engrosada. La Beta vulgaris, variedad cicla, difiere de la Beta vulgaris, variedad crassa, en…

Termina, le arden los ojos, y ha encontrado una semejanza entre su piel y la tela fibrosa que envuelve las raíces de las remolachas. El bombillo de la lámpara de mesa le parece un sol eterno que va con él hasta el baño y persiste mientras inclina el jarro para echarse toda el agua en la cara. 

7. Los caudillos del deseo