Diáspora alude a personas e ideas en movimiento. La historia de la humanidad entendida como una incesante itinerancia en la que los contactos, las transferencias y las conexiones políticas, económicas y culturales se convierten en los grandes protagonistas.

Diásporas que cruzan fronteras y las fronteras como límite, pero también como centro y origen de nuevas formas de entender el mundo.

La colección Diásporas asume esa dispersión como una oportunidad para ensanchar los confines del conocimiento, en un esfuerzo por comprender la complejidad de los procesos históricos y sociales en un tiempo, el nuestro, marcado por las migraciones, las mezclas y el intercambio de hombres e ideas.

Esta publicación fue realizada con el apoyo del Fondo Sectorial de Investigación para la Educación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología.

Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de su legítimo titular de derechos.

Primera edición producida en coedición entre

Bonilla Artigas Editores y El Colegio de México: 2017

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Ilustración de portada: Xul Solar, Tapiz [fragmento], ca. 1919.

ISBN: 978-607-8450-90-9 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN: 978-84-16922-44-4 (Iberoamericana)

ISBN ePub: 978-607-8560-00-4

Edición para ePub por Bonillas Artigas editores

Hecho en México.

Contenido

A manera de presentación

Seríamos blancos y pudiéramos ser cubanos: raza, nación y gobierno en el Caribe hispano

José Antonio Piqueras

Raza y construcción nacional. México, 1810-1910

Tomás Pérez Vejo

Entre microscopios y crisoles. Raza y nación en el Sur

Patricia Funes

La raza como teoría viajante: discursos antropológicos a ambos lados del Atlántico a principios del siglo XX

Joshua Goode

Racismo, genocidio y nación: el dilema de América Central

Marta Elena Casaús Arzú

El indigenismo mexicano: gestación y ocaso de un proyecto nacional

Rodolfo Stavenhagen

La racialización de un orden moral. “Sentidos comunes” en la Colombia de la primera mitad del siglo XX

Marta Saade Granados

Raza e inmigración: algunas reflexiones a partir del caso argentino

Fernando J. Devoto

Nuestra raza y las otras. A propósito de la inmigración en el México revolucionario

Pablo Yankelevich

Crear brasileños

Jeffrey Lesser

Colaboradores

Sobre los coordinadores

A manera de presentación

El papel de la raza en la vida política del mundo contemporáneo resulta complejo y contradictorio pero difícil de soslayar. Al margen de casos obvios como los varios genocidios de las primeras décadas del siglo XX, culminados con el holocausto judío y continuados por otros más recientes en diferentes regiones del mundo, la raza ha estado presente de una u otra forma y con mayor o menor dramatismo en muchos de los procesos y debates políticos de la modernidad. Presencia paradójica si consideramos la pulsión igualitaria que aparentemente ésta tuvo desde sus orígenes ilustrados, culminada con la Revolución francesa y su Déclaration des Droits de l´Homme et du Citoyen. No los derechos de un pueblo, una nación o una raza sino los del hombre abstracto, expresión de una humanidad que se quiere e imagina única.

Una voluntad universalista que es, sin embargo, necesario matizar. Por un lado, porque la propia tradición ilustrada se muestra, respecto al problema de la raza, menos unívoca de lo que una primera aproximación podría hacer suponer; por otro, porque esta universalidad de la declaración de la Asamblea Nacional Constituyente francesa va a ser cuestionada desde muy pronto tanto por la contrarrevolución como por la propia tradición liberal-democrática hija de la revolución.

La idea de una humanidad dividida naturalmente en razas con diferentes cualidades físicas, morales e intelectuales forma también parte del bagaje ilustrado, al menos con la misma fuerza y peso que el de una humanidad única. El influyente Linneo, sobre cuya relevancia en el pensamiento ilustrado nada mejor que la afirmación de Rousseau de que no conocía hombre más grande en la tierra, divide la humanidad en cuatro grandes razas, cada una con sus propias características físicas, morales y, para lo que aquí nos interesa, políticas. Así mientras la raza blanca, Homo europeus, se rige por leyes; la amarilla, Homo asiaticus, lo hace por opiniones; la cobriza, Homo americanus, por la rutina; y la negra, Homo afer, por lo arbitrario.

Parece obvio, a partir de esta clasificación, que sólo la raza blanca, la única regida por leyes, tenía derecho a una vida política civilizada y, en última instancia, al pleno ejercicio de sus derechos políticos. Problema al que, en el plano práctico, la propia Revolución francesa se vería muy pronto enfrentada, como antes la norteamericana, con la guerra de independencia en Haití y el reconocimiento de derechos políticos a los negros de la isla. Resuelto en un primer momento, en consonancia con los principios generales de la Declaración de 1789, el asunto fue rápidamente reconducido hacia una versión más restrictiva. Aunque aquí habría que considerar no sólo el problema de la raza sino el del nacimiento de nuevas formas de organización política de tipo colonial y el enfrentamiento entre los derechos de los individuos y los de los territorios. Nunca, en todo caso, la imaginería de la Revolución volvería a recrearse en la orgullosa imagen del Ciudadano Belley a la sombra de Raynal, pintado por Girodet en 1797. Ser ciudadano y de una raza distinta a la blanca se volvió, pasado el primer entusiasmo revolucionario, en algo que quizás podía ser posible pero no habitual ni, menos todavía, deseable.

La evolución posterior, con el desarrollo de un nuevo tipo de racismo de raíz darwinista-spenceriana, no hizo sino agravar el problema dando argumentos para la supuesta existencia de razas superiores e inferiores, definidas a partir de los diferentes y supuestos estadios evolutivos en los que se encontraba cada raza, a las que se asignó derechos políticos diferenciados en función de esta escala evolutiva.

Sin embargo, la objeción más radical a la universalidad de los derechos políticos en función de la raza, no vino del tronco central del pensamiento ilustrado sino de una extraña deriva de éste. En el contexto de desacralización ilustrada, la legitimación tradicional del poder, de marcado carácter religioso, acabó encarnando en un proceso tortuoso y de enorme complejidad: en la nación, entendida como una comunidad natural de raza, lengua y cultura. La nación como el único sujeto legítimo y deseable de la vida política. Este es el sermón que Herder, al fin un pastor protestante, predicaría a los pueblos de habla alemana a lo largo de las últimas décadas del siglo XVIII y que cristalizaría en el romanticismo prolongando su influencia a lo largo de todo el siglo XIX y buena parte del XX.

Una idea, la de que la humanidad está dividida naturalmente en naciones, cada una con sus propias características étnico-culturales, permeó el pensamiento occidental desde fechas muy tempranas y no siempre desde la tradición revolucionaria, a pesar de la posterior identificación entre liberalismo y nacionalismo. Una de las críticas más tempranas y radicales a la universalidad de la vida política sería obra de un contrarrevolucionario francés de primera hora, Joseph de Maistre, quien se burlará de la ya citada declaración de la Asamblea Constituyente francesa afirmando que los revolucionarios de 1789 habían hecho una Constitución para el hombre, pero que él que había viajado por toda Europa, había encontrado franceses, alemanes, ingleses, y algunos decían que hasta existían los persas, venenosa alusión a Montesquieu y sus Lettres persanes, pero nunca al hombre del que hablaban los revolucionarios.

La humanidad no era una, sino que estaba dividida en naciones, cada una con características y formas de ser únicas, plantas de la naturaleza las había llamado Herder, en cuya definición la raza tenía un papel fundamental y determinante. Unas naciones convertidas en sujeto único de ejercicio del poder, de los derechos y de la vida política en general. Será este extraño conglomerado romántico-liberal el que estará en la base de la forma de entender lo político durante la mayor parte del siglo XIX y buena parte del XX y del que no se librarán ni siquiera los liberales más radicales, como el influyente Stuart Mill para quien el gobierno representativo sólo sería posible en comunidades con un sentimiento previo de nacionalidad, fuese éste consecuencia de la raza, la religión, la geografía, la lengua, una historia compartida o la suma de algunos de ellos, con la raza jugando un papel hegemónico. No es que la raza formase parte de la política, sino que era el fundamento de la política misma.

En este contexto general de racialización de la vida pública y de los debates políticos, común al conjunto del mundo Atlántico, la América ibérica ofrece algunos rasgos sino peculiares sí diferenciados por su mayor intensidad. Sociedades, a diferencia de las del lado europeo del Atlántico, definidas por su carácter multirracial, blancos, indios, negros y las múltiples mezclas entre ellos, con las marcas de la diferenciación racial y social impresas en los rostros. No era lo mismo construir ciudadanos a partir de poblaciones cuya heterogeneidad era sólo jurídica, que hacerlo a partir de aquellas otras comunidades en las que a la diferencia jurídica se añadía la biología. Sociedades en las que, también a diferencia de las europeas, los debates migratorios fueron muy tempranos, coetáneos de hecho al de su formación como Estados-nación. Una especie de gigantesco laboratorio en el que se experimentaron y debatieron, antes que en ninguna otra parte del mundo algunos de los grandes temas del debate racial contemporáneo: las relaciones entre raza y nación, el reconocimiento de derechos políticos homogéneos a razas distintas, la convivencia de razas consideradas superiores e inferiores, la necesidad de políticas migratorias que privilegiasen a unos inmigrantes en detrimento de otros.

Las respuestas fueron complejas, variables en el tiempo y el espacio y de consecuencias contradictorias. Si por un lado llevaron a una racialización extrema de la vida pública, con la raza como categoría de análisis y de percepción social prácticamente hasta nuestros días; por otro, condujo a uno de los más tempranos y generalizados reconocimientos de derechos políticos universales de todo el planeta.

El objetivo de este libro, de acuerdo con esta complejidad, no es el de ofrecer una respuesta unívoca sino contribuir a la comprensión de las múltiples aristas de las relaciones entre raza y política en el espacio hispanoamericano. No se trata de un estudio general sino de análisis de casos concretos que permiten entender algunas de las principales variables en la relación entre raza y política.

Desde mediados del siglo XIX, a un mapa étnico dibujado sobre comunidades de blancos, indígenas y negros junto a vastas zonas mestizas; se sumaron corrientes migratorias de Europa, Medio Oriente y Asia, fue entonces que la incontenible mezcla agudizó las tensiones entre el clamor por un segregacionismo exclusivista y la utopía de la integración. La heterogeneidad étnica fue valorada como el principal escollo en la construcción de un nuevo orden político puesto que la nación, en tanto soporte de ese orden, resultaba amenazada por una amplia y compleja diversidad social y cultural.

Los textos reunidos en este libro atienden a este problema para dar cuenta de proyectos y estrategias políticas, de debates en la opinión pública, de guerras y sistemas normativos, y de reflexiones e investigaciones que colocaron a la raza como la variable explicativa de las dificultades para cimentar una identidad nacional. La tarea de tejer imaginarios en torno a un pasado común, capaz de afianzar un relato nacional, fue un esfuerzo político que se inició apenas rotos los vínculos con España y Portugal en las primeras décadas del siglo XIX y que continuó, con intensidades diversas, hasta bien entrada la pasada centuria. El peso de la negritud en Cuba y Brasil, así como la potente presencia indígena en México y el área andina obligaron al diseño de dispositivos para acortar la distancia entre la anómala diversidad racial hispanoamericana y un modelo ciudadano de matriz blanca y europea. La apuesta blanqueadora encaramada en los diversos proyectos inmigratorios que fomentaron las élites ilustradas, no siempre alcanzaron los resultados esperados. En la mayoría de los casos, los deseados flujos migratorios no pasaron de ser frágiles goteos incapaces de alterar de manera significativa la composición étnica de las poblaciones nacionales. Y en aquellas pocas sociedades donde fue mayor la potencia de esos flujos, los prejuicios sobre los países de origen y las propias condiciones sociales de los inmigrantes despertaron alertas sobre los peligros de una apuesta que había confiado demasiado en la potencia civilizadora de los extranjeros.

La decena de ensayos que dan cuerpo a este libro revisan y contrastan experiencias nacionales y regionales a lo largo de los siglos XIX y XX. De este modo, discursos racistas y prácticas políticas se abordan en los ejemplos de Cuba, República Dominicana y Puerto Rico donde la negritud de matriz esclavista resultó interceptada por la expansión imperial norteamericana que terminó por definir la suerte de las últimas colonias españolas en América. El negro como problema también es motivo de análisis en las aproximaciones a Colombia y Brasil. En la primera, en tanto desafío a un orden moral criollo empeñado en enaltecer las raíces hispanas de una nación que sólo se podía imaginar blanca; y en el segundo, desde los discursos racializados de una ensayística médica fuertemente influida por el positivismo de cuño darwinista spenceriano. Por otra parte, la persistente presencia indígena y sus derivas hacia posturas interesadas en afianzar la exclusión o en fomentar su integración al cuerpo de la nación se proyectan en distintos ensayos dedicados a indagar las experiencias de México, Centroamérica y Bolivia. Y, por último, la reflexión política y las tensiones sociales que generó la llegada de inmigrantes extranjeros se advierten en los casos de Argentina, Brasil, Colombia y México.

Estudios y prácticas médicas y antropológicas, junto a reflexiones generadas en el campo de la sociología y el derecho, nutrieron diagnósticos políticos tratando de explicar las enfermedades sociales que aquejaban a las naciones hispanoamericanas. La diferencia étnica era el problema, y en ella el marcador racial fue central, sobre todo porque aquella diferencia habitaba en las grandes mayorías a las que se debía gobernar y civilizar. Las estrategias fueron tan diversas como los resultados. De ello también da cuenta este libro subrayando los contrastes con que se procesa la extranjería en los casos de Argentina, Brasil y México, así como marcando las distancias entre los dispositivos indigenistas ideados en México a partir de la Revolución de 1910, y el exterminio de poblaciones indígenas en Guatemala en el contexto de la guerra civil que asoló aquel país a lo largo de tres décadas.

Raza y política a manera de una urdimbre hecha de juicios políticos y prejuicios étnicos, de marcos legales y prácticas sociales, de saberes académicos y estrategias políticas. Urdimbre sobre la que se asentaron sociedades en las que la heterogeneidad fue la norma que desestabilizó un orden político que por reclamarse nacional exigía unidad y sobre todo uniformidad. En suma, a la luz de esta tensión debe valorase este libro que aspira a contribuir a un debate en el camino por entender y explicar la complejidad de los procesos de construcción nacional en Hispanoamérica.

Para la elaboración de este libro hemos contraído diversas deudas que queremos reconocer y agradecer. En primer lugar, con la Dra. Clara E. Lida y la Cátedra México-España de El Colegio de México que generosamente apoyaron la realización de un seminario en 2015 donde se presentaron versiones preliminares de los trabajos que ahora se publican. En segundo lugar, con el Conacyt que ha hecho posible esta publicación a través del financiamiento al Proyecto de Investigación “Nación y Extranjería en México: normas y prácticas de la política migratoria 1910-1946”. Claro está que este libro no hubiera sido posible sin el trabajo y la generosa colaboración de todos los autores. Por último, reconocemos a Erika Pani, directora del El Centro de Estudios Históricos y a Gabriela Said, directora de publicaciones de El Colegio de México su ayuda para la realización de las actividades y los trámites que han hecho posible esta publicación. A Luis Sandoval agradecemos el apoyo en las tareas de edición de los textos, y a Rosy Quirós su siempre eficiente ayuda en asuntos administrativos y logísticos.

Tomás Pérez Vejo

Pablo Yankelevich