Esta es para Kristy Ba­rrett, una her­mo­sa abe­ji­ta por den­tro y por fue­ra.

Capítulo 1

Me des­pier­to cuan­do una mano ro­dea mi cin­tu­ra, pe­gán­do­me de pies a ca­be­za con­tra una piel ca­lien­te por el sue­ño. Sus­pi­ro y me aco­mo­do con­tra la fa­mi­liar fi­gu­ra de mi ma­ri­do, en­ca­jan­do las nal­gas con­tra su pel­vis, ab­sor­bien­do su ca­lor. Will es una es­tu­fa cuan­do duer­me, y yo siem­pre ten­go frío en al­gu­na par­te del cuer­po. Esta ma­ña­na es en los pies, que des­li­zo en­tre sus cá­li­das pan­to­rri­llas.

—Tie­nes los de­dos de los pies con­ge­la­dos. —Su voz re­tum­ba en la ha­bi­ta­ción a os­cu­ras, y el so­ni­do vi­bra en mi in­te­rior. Al otro lado de las cor­ti­nas to­da­vía está ama­ne­cien­do; ese mo­men­to vio­le­ta que tin­ta el ins­tan­te en­tre el día y la no­che, una me­dia hora an­tes de que co­mien­ce a so­nar el des­per­ta­dor—. ¿Es que se te han que­da­do fue­ra de la man­ta?

Es­tá­ba­mos a prin­ci­pios de abril, pero mar­zo to­da­vía no ha­bía ce­di­do su he­la­do con­trol. Du­ran­te los úl­ti­mos tres días, un cie­lo plo­mi­zo ha­bía des­car­ga­do llu­via y el gé­li­do vien­to ha­bía traí­do tem­pe­ra­tu­ras por de­ba­jo de lo nor­mal. Los me­teo­ró­lo­gos pre­de­cían que nos que­da­ba por lo me­nos otra se­ma­na con este cli­ma, y Will era la úni­ca alma en Atlan­ta que daba la bien­ve­ni­da al frío, abrien­do las ven­ta­nas de par en par. Su ter­mos­ta­to in­terno se­ña­la­ba siem­pre una mar­ca pró­xi­ma a las lla­mas.

—Eso es por­que in­sis­tes en dor­mir en un iglú. Creo que ten­go to­das las ex­tre­mi­da­des con­ge­la­das.

—Ven aquí. —Des­li­za los de­dos por mi cos­ta­do para acer­car­me to­da­vía más con la mano—. Voy a ha­cer­te en­trar en ca­lor.

Nos que­da­mos du­ran­te un tiem­po en có­mo­do si­len­cio, con su bra­zo apre­ta­do al­re­de­dor de mi cin­tu­ra y la bar­bi­lla apo­ya­da en el hue­co de mi hom­bro. Will tie­ne la piel hú­me­da por el sue­ño, pero no me im­por­ta. Es­tos mo­men­tos los ate­so­ro más que otros, cuan­do nues­tros co­ra­zo­nes y nues­tra res­pi­ra­ción es­tán sin­cro­ni­za­dos. Re­sul­tan tan ín­ti­mos como ha­cer el amor.

—Eres mi per­so­na fa­vo­ri­ta del mun­do mun­dial—me mur­mu­ra al oído, y yo son­río. Son las pa­la­bras que he­mos ele­gi­do en lu­gar de los con­ven­cio­na­les «te quie­ro» y para mí sig­ni­fi­can mu­cho más. Cada vez que las dice, las sien­to como una pro­me­sa. Para mí es lo más y siem­pre será así.

—Tam­bién eres mi per­so­na fa­vo­ri­ta.

Mis ami­gas me ase­gu­ran que esto —la co­ne­xión que sien­to con mi ma­ri­do— no va a du­rar para siem­pre. Di­cen que cual­quier día de es­tos el fue­go que­da­rá di­lui­do por la co­ti­dia­ni­dad, y que pron­to me daré cuen­ta de que exis­ten otros hom­bres. Que me ru­bo­ri­za­ré y mis la­bios bri­lla­rán por ex­tra­ños sin nom­bre y sin ros­tro que no son mi ma­ri­do, y que me ima­gi­na­ré que me to­can en lu­ga­res a los que solo él tie­ne ac­ce­so. Mis ami­gas lo lla­man «la mal­di­ción del sép­ti­mo año», pero yo ape­nas me pue­do ima­gi­nar tal cosa, por­que hoy hace sie­te años y un día que Will me puso la alian­za, y lo úni­co que sien­to es de­seo por él.

Me tiem­blan los pár­pa­dos cuan­do su con­tac­to sus­ci­ta un hor­mi­gueo in­di­cán­do­me que es muy pro­ba­ble que lle­gue tar­de al tra­ba­jo.

—¿Iris? —su­su­rra.

—¿Mmm?

—Me he ol­vi­da­do de cam­biar los fil­tros del aire acon­di­cio­na­do.

Abro los ojos de gol­pe.

—¿Qué?

—He di­cho que me he ol­vi­da­do de cam­biar los fil­tros del aire acon­di­cio­na­do.

Me rio.

—Es lo que me ha pa­re­ci­do ha­ber oído. —Will es un bri­llan­te in­for­má­ti­co con cier­tos ras­gos de TDA; su ce­re­bro está tan aba­rro­ta­do de in­for­ma­ción y da­tos, que tien­de a ol­vi­dar­se de las co­sas más pe­que­ñas… Solo que por lo ge­ne­ral no es cuan­do va­mos a man­te­ner re­la­cio­nes se­xua­les. Lo atri­bu­yo a que lle­va un tiem­po inusual­men­te ocu­pa­do con su tra­ba­jo y al he­cho de que está a pun­to de ir a una con­fe­ren­cia de tres días en Flo­ri­da, por lo que la lis­ta de ta­reas es mu­cho más lar­ga de lo ha­bi­tual—. Pue­des ha­cer­lo el fin de se­ma­na, cuan­do es­tés de vuel­ta.

—¿Y si hace ca­lor an­tes?

—No está pre­vis­to. Aun­que así fue­ra, los fil­tros pue­den es­pe­rar un par de días.

—Y es pro­ba­ble tam­bién que tu co­che ne­ce­si­te un cam­bio de acei­te. ¿Cuán­do fue la úl­ti­ma vez que lo lle­vas­te?

—No lo sé.

Will y yo he­mos di­vi­di­do las ta­reas do­més­ti­cas de una for­ma or­ga­ni­za­da te­nien­do en cuen­ta lo que se nos da me­jor a cada uno. Au­to­mó­vi­les y man­te­ni­mien­to de la casa son cosa suya, y la co­ci­na y la lim­pie­za, mía. Nin­guno de los dos le da la me­nor im­por­tan­cia a esta di­vi­sión. En la uni­ver­si­dad apren­dí a ser fe­mi­nis­ta, sin em­bar­go, el ma­tri­mo­nio me hizo ser prác­ti­ca. Y ha­cer la­sa­ña me re­sul­ta más sen­ci­llo que lim­piar ca­na­lo­nes.

—Acuér­da­te de com­pro­bar los re­ci­bos de man­te­ni­mien­to, ¿vale? Es­tán en la guan­te­ra.

—Vale. Pero ¿por qué esta an­sia re­pen­ti­na por las ta­reas? ¿Ya es­tás abu­rri­do de mí?

Noto cómo se ex­tien­de por su cara lo que sé que es una son­ri­sa.

—Qui­zá esto es lo que lla­man sín­dro­me del nido en to­dos esos li­bros so­bre el em­ba­ra­zo.

La ale­gría ex­plo­ta en mi pe­cho al re­cor­dar lo que es­ta­mos ha­cien­do —lo que qui­zá ya he­mos he­cho— y me giro ha­cia él.

—No pue­do es­tar em­ba­ra­za­da to­da­vía. Solo lo he­mos in­ten­ta­do ofi­cial­men­te vein­ti­cua­tro ho­ras.

Una vez ano­che, an­tes de la cena, y des­pués dos ve­ces más. Qui­zá he­mos sido un tan­to en­tu­sias­tas en nues­tra pri­me­ra se­sión ofi­cial para te­ner un bebé, pero debo ale­gar en nues­tra de­fen­sa que era nues­tro aniver­sa­rio, y Will es un ga­na­dor nato.

Sus ojos bri­llan sa­tis­fe­chos. Si hu­bie­ra es­pa­cio en­tre no­so­tros, pro­ba­ble­men­te es­ta­ría gol­peán­do­se el pe­cho con los pu­ños.

—Es­toy se­gu­ro de que mis chi­cos son bue­nos na­da­do­res. Ya de­bes es­tar em­ba­ra­za­da.

—Lo dudo mu­cho —re­pli­co, a pe­sar de que me sien­to un poco ma­rea­da al es­cu­char sus pa­la­bras. Will es la par­te prác­ti­ca de nues­tra re­la­ción, quien man­tie­ne la ca­be­za fir­me, y tam­bién es el op­ti­mis­mo per­so­ni­fi­ca­do. No le he di­cho que ya he he­cho los cálcu­los per­ti­nen­tes. Que he rea­li­za­do un es­tu­dio de mi ci­clo, que he con­ta­do los días des­de mi úl­ti­mo pe­río­do, que me he des­car­ga­do una apli­ca­ción para el mó­vil, y que es muy pro­ba­ble que ten­ga ra­zón. Ya po­dría es­tar em­ba­ra­za­da.

—La ma­yo­ría de la gen­te se re­ga­la algo de lana o de co­bre en su sép­ti­mo aniver­sa­rio. Tú me has dado es­per­ma.

Él son­ríe, pero con ner­vio­sis­mo, y me mira de esa for­ma que tie­ne de mi­rar cuan­do ha he­cho algo que no de­be­ría ha­ber he­cho.

—No es lo úni­co.

—Will…

El año pa­sa­do, ante su in­sis­ten­cia, fun­di­mos to­dos nues­tros aho­rros y una par­te sig­ni­fi­ca­ti­va de los in­gre­sos men­sua­les en la hi­po­te­ca de una casa. Pero ¡me­nu­da casa! Es la casa de nues­tros sue­ños, de es­ti­lo vic­to­riano, con tres dor­mi­to­rios, en una ca­lle tran­qui­la pró­xi­ma a In­man Park, con un gran por­che y car­pin­te­ría ori­gi­nal. En cuan­to tras­pa­sa­mos la puer­ta, Will de­ci­dió que te­nía que ser nues­tra, in­clu­so aun­que eso sig­ni­fi­ca­ra que la mi­tad de las ha­bi­ta­cio­nes es­ta­rían va­cías en un fu­tu­ro pró­xi­mo. Por lo que este iba a ser un aniver­sa­rio sin re­ga­los.

—Lo sé, lo sé, pero no he po­di­do evi­tar­lo. Que­ría com­prar­te algo es­pe­cial. Algo que te hi­cie­ra re­cor­dar siem­pre este mo­men­to, cuan­do to­da­vía es­tá­ba­mos los dos so­los. —Se gira, en­cien­de la lám­pa­ra y coge una pe­que­ña caja roja del ca­jón de la me­si­lla de no­che. Me la ofre­ce con una son­ri­sa—. Fe­liz aniver­sa­rio.

In­clu­so yo re­co­noz­co una pie­za de Car­tier cuan­do la veo. En esa tien­da no hay una mota de pol­vo y todo cues­ta más de lo que po­de­mos pa­gar. No me mue­vo para abrir­la, por lo que Will aprie­ta el cie­rre con el pul­gar y le­van­ta la tapa para re­ve­lar tres ban­das en­tre­la­za­das, una de ellas ro­dea­da con fi­las de pe­que­ños dia­man­tes.

—Es el Tri­nity. Oro rosa por el amor, ama­ri­llo por la fi­de­li­dad y blan­co por la amis­tad. Me gus­tó el sim­bo­lis­mo… tú, yo y el bebé que ven­ga. —Par­pa­deé para des­ha­cer­me de las lá­gri­mas, y Will me le­van­tó la bar­bi­lla con un dedo para que lo mi­ra­ra a los ojos—. ¿Qué te ocu­rre? ¿No te gus­ta?

Paso un dedo por en­ci­ma de las bri­llan­tes pie­dras blan­cas, que des­ta­can so­bre el cue­ro rojo. La ver­dad es que no po­dría ha­ber ele­gi­do nada me­jor. El ani­llo es sen­ci­llo, so­fis­ti­ca­do, im­pre­sio­nan­te… Jus­to lo que hu­bie­ra ele­gi­do yo mis­ma si tu­vie­ra todo el di­ne­ro del mun­do, algo que no ten­go.

Y, sin em­bar­go, de­seo que­dar­me con este ani­llo, no por­que sea her­mo­so o caro, sino por­que Will lo ha com­pra­do pen­san­do en mí.

—Me en­can­ta, pero… —Nie­go con la ca­be­za—. Es de­ma­sia­do. No po­de­mos per­mi­tir­nos…

—No es de­ma­sia­do. No para la ma­dre de mi fu­tu­ro hijo. —Saca el ani­llo de la caja y me lo des­li­za en el dedo. Lo sien­to frío y pe­sa­do, y en­ca­ja a la per­fec­ción, pe­gán­do­se a mi piel por en­ci­ma del nu­di­llo como si es­tu­vie­ra he­cho para mi mano—. Dame una hija que se pa­rez­ca a ti.

Dejo va­gar la mi­ra­da por los pla­nos y án­gu­los de la cara de mi ma­ri­do, de­te­nién­do­me en mis par­tes fa­vo­ri­tas. La fina ci­ca­triz que atra­vie­sa su ceja iz­quier­da. El pe­que­ño bul­to en el puen­te de la na­riz… La an­cha y cua­dra­da man­dí­bu­la, y sus la­bios, car­no­sos, he­chos para be­sar. Sus ojos es­tán som­no­lien­tos y tie­ne el pelo des­pei­na­do, la bar­bi­lla ás­pe­ra por la bar­ba in­ci­pien­te. De to­dos sus há­bi­tos y es­ta­dos de áni­mo, de to­das las fa­ce­tas su­yas que he lle­ga­do a co­no­cer, esta es la que más ado­ro, cuan­do se mues­tra tierno, de buen co­ra­zón, achu­cha­ble.

Le son­río en­tre las lá­gri­mas.

—¿Y si es un niño?

—Pues se­gui­re­mos in­ten­tán­do­lo has­ta que lle­gue mi niña. —Se in­cli­na para be­sar­me de for­ma lar­ga y per­sis­ten­te, apre­tan­do los la­bios con­tra los míos—. ¿Te gus­ta el re­ga­lo?

—Me en­can­ta. —Se­pa­ro el bra­zo de su cue­llo, lo le­van­to, y ad­mi­ro los dia­man­tes por en­ci­ma de su hom­bro—. Es per­fec­to, y tú tam­bién.

Son­ríe.

—Qui­zá de­be­ría­mos apli­car­nos una vez más an­tes de que ten­ga que irme, por si aca­so —dice.

—El vue­lo sale den­tro de tres ho­ras.

Pero ya ha po­sa­do los la­bios en mi cue­llo y di­bu­ja un ras­tro por mi man­dí­bu­la. Su mano ya se ha des­li­za­do cada vez más aba­jo.

—¿Y qué?

—Está llo­vien­do. Ha­brá mu­cho trá­fi­co.

Me hace ro­dar so­bre la es­pal­da y apri­sio­na mi cuer­po con­tra la cama con el suyo.

—En­ton­ces será me­jor que nos de­mos pri­sa.

Capítulo 2

La ma­trí­cu­la en la Aca­de­mia Lake Fo­rrest, la ex­clu­si­va es­cue­la de en­se­ñan­za obli­ga­to­ria del ba­rrio re­si­den­cial de Atlan­ta don­de tra­ba­jo como orien­ta­do­ra y pro­fe­so­ra, su­po­ne la frio­le­ra de 24.435 dó­la­res al año. Con­si­de­ran­do una in­fla­ción del cin­co por cien­to, tre­ce años en este sa­gra­do re­cin­to cues­ta más de cua­tro­cien­tos mil dó­la­res por niño, y eso an­tes de que pon­ga un pie en un cam­pus uni­ver­si­ta­rio. Nues­tros alum­nos son hi­jos de ci­ru­ja­nos, di­rec­ti­vos, ban­que­ros y em­pre­sa­rios, de pre­sen­ta­do­res de no­ti­cias y de­por­tis­tas pro­fe­sio­na­les. Son una pri­vi­le­gia­da tri­bu de éli­te, y el gru­po de ni­ños más jo­di­do que uno pue­da ima­gi­nar.

Em­pu­jo las puer­tas do­bles de en­tra­da poco des­pués de las diez, un par de ho­ras más tar­de de lo que mar­ca mi ho­ra­rio —por cul­pa de «uno» no tan ra­pi­di­to con Will y de un cla­vo en el neu­má­ti­co de ca­mino a la es­cue­la— y re­co­rro el pa­si­llo al­fom­bra­do. El edi­fi­cio está tran­qui­lo, rei­na ese tipo de si­len­cio que solo se dis­fru­ta cuan­do los alum­nos es­tán en cla­se, aga­za­pa­dos de­trás de sus fla­man­tes Mac­Books. He lle­ga­do en me­dio de la ter­ce­ra hora, por lo que no es ne­ce­sa­rio que me apre­su­re.

Cuan­do do­blo la es­qui­na no me sor­pren­de en­con­trar a un par de jó­ve­nes es­pe­ran­do en el pa­si­llo, de­lan­te de la puer­ta de mi des­pa­cho, con las ca­be­zas in­cli­na­das so­bre sus dis­po­si­ti­vos elec­tró­ni­cos. Los alum­nos sa­ben que apli­co una po­lí­ti­ca de puer­tas abier­tas y la uti­li­zan a me­nu­do.

Y lue­go sa­len más del aula, inun­dan­do el pa­si­llo en­tre chi­lli­dos. La alar­ma que cap­to en sus to­nos hace que se me que­den pe­ga­das las sue­las a la al­fom­bra.

—¿Qué ha pa­sa­do? ¿Por qué sa­len de cla­se?

Ben Whee­ler le­van­ta la vis­ta del iP­ho­ne.

—Aca­ba de es­tre­llar­se un avión. Es­tán di­cien­do que ha des­pe­ga­do de Har­ts­field.

El te­rror se ex­tien­de por mi pe­cho y me de­tie­ne el co­ra­zón. Me apo­yo en una ta­qui­lla para no per­der el equi­li­brio.

—¿Qué avión? ¿A dón­de iba?

El chi­co en­co­ge sus hue­su­dos hom­bros.

—No se co­no­cen de­ma­sia­dos de­ta­lles.

Voy de­pri­sa ha­cia mi des­pa­cho, pa­san­do en­tre un gru­po de es­tu­dian­tes, y me co­lo­co de­trás del es­cri­to­rio.

—Va­mos… Va­mos… —su­su­rro mien­tras mue­vo la mano so­bre el ra­tón, arran­can­do al equi­po del modo hi­ber­na­ción en el que está. En la ca­be­za me dan vuel­tas los de­ta­lles que pue­do re­cor­dar so­bre el vue­lo de Will. Aho­ra mis­mo lle­va en el aire más de trein­ta mi­nu­tos, es po­si­ble que esté so­bre­vo­lan­do al­gún lu­gar cer­ca de la fron­te­ra con Flo­ri­da. No pue­de ha­ber­se es­tre­lla­do el avión en el que via­ja. Es de­cir, ¿cuán­tas pro­ba­bi­li­da­des hay? Del ae­ro­puer­to de Atlan­ta des­pe­gan mi­les de avio­nes cada día, y nin­guno se cae. Sin duda, todo el mun­do está a sal­vo.

—Se­ño­ra Grif­fith, ¿está bien? —me pre­gun­ta Ava, una alum­na de se­gun­do, des­de la puer­ta. Sus pa­la­bras ape­nas son per­cep­ti­bles por el ru­gi­do que re­sue­na en mis oí­dos.

Des­pués de lo que me pa­re­ce una eter­ni­dad, se abre el na­ve­ga­dor del in­ter­net y es­cri­bo la di­rec­ción de la CNN con los de­dos rí­gi­dos y tor­pes. Y lue­go em­pie­zo a re­zar: «Por fa­vor, Dios, por fa­vor. Que no sea el vue­lo de Will».

Las imá­ge­nes que inun­dan la pan­ta­lla unos se­gun­dos des­pués son ho­rri­bles. Irre­gu­la­res tro­zos de un avión des­tro­za­do por una ex­plo­sión, un cam­po car­bo­ni­za­do sal­pi­ca­do por res­tos humean­tes. El peor tipo de ac­ci­den­te, uno de esos en los que no so­bre­vi­ve na­die.

—Po­bre gen­te… —su­su­rra Ava jus­to por en­ci­ma de mi ca­be­za.

Una olea­da de náu­seas me que­ma la par­te pos­te­rior de la gar­gan­ta mien­tras me des­pla­zo ha­cia aba­jo, has­ta ver los de­ta­lles del vue­lo. Li­berty Air­li­nes, vue­lo 23. Suel­to el aire con un fuer­te sil­bi­do, y el ali­vio me de­rri­te los hue­sos.

Ava me pone una mano sua­ve­men­te en­tre los omó­pla­tos.

—¿Se­ño­ra Grif­fith? ¿Qué le ocu­rre? ¿Pue­do ha­cer algo?

—Es­toy bien. —Las pa­la­bras sa­len en­tre­cor­ta­das y ja­dean­tes, como si mis pul­mo­nes to­da­vía no se hu­bie­ran re­cu­pe­ra­do. Sé que de­be­ría sen­tir­me mal por los pa­sa­je­ros del vue­lo 23 y sus fa­mi­lias, por esa po­bre gen­te que ha aca­ba­do des­me­nu­za­da en­ci­ma de un cam­po de maíz de Mis­sou­ri, por los ami­gos y pa­rien­tes que es­tán ha­cien­do lo mis­mo que he he­cho yo, bus­car en in­ter­net y re­des so­cia­les para en­con­trar esas te­rri­bles imá­ge­nes, pero solo pue­do sen­tir ali­vio. Un hon­do ali­vio que me re­co­rre como si es­tu­vie­ra dis­fru­tan­do los efec­tos de un in­ten­so, rá­pi­do y su­bli­me Va­lium.

—No era el avión de Will.

—¿Quién es Will?

Me cu­bro am­bas me­ji­llas con las ma­nos y res­pi­ro hon­do para ale­jar el pá­ni­co, aun­que no lo con­si­go del todo.

—Mi ma­ri­do. —To­da­vía me tiem­blan los de­dos, sien­to el co­ra­zón ace­le­ra­do, no im­por­ta las ve­ces que me diga a mí mis­ma que no era el avión de Will—. Está ca­mino de Or­lan­do.

Ava abre los ojos como pla­tos.

—¿Ha pen­sa­do que su ma­ri­do es­ta­ba en ese avión? ¡Por Dios! No me ex­tra­ña que es­tu­vie­ra a pun­to de des­ma­yar­se.

—No iba a des­ma­yar­me, es que… —Me puse la mano en el pe­cho y res­pi­ré hon­do una vez más para lim­piar todo el aire de mis pul­mo­nes—. Solo para que cons­te en acta, mi reac­ción ha es­ta­do a la al­tu­ra de la si­tua­ción. Un mie­do tan in­ten­so como el que yo he ex­pe­ri­men­ta­do, pro­du­ce una fuer­te des­car­ga de adre­na­li­na, a la que el cuer­po tie­ne que res­pon­der. Pero ya es­toy bien. Es­ta­ré bien.

Ha­blar de ello en voz alta, ex­po­nien­do mi res­pues­ta fi­sio­ló­gi­ca en tér­mi­nos cien­tí­fi­cos, hace que se re­la­je un poco el nudo que ten­go en el pe­cho y que los la­ti­dos que atrue­nan en mi ca­be­za dis­mi­nu­yan has­ta que solo que­de un seco gol­pe oca­sio­nal.

«Gra­cias a Dios no era el avión de Will».

—¡Eh, no es­toy juz­gán­do­la! He vis­to a su ma­ri­do. Está muy bueno. —Deja la mo­chi­la en el sue­lo y se hun­de en la si­lla que hay en el rin­cón, cru­za las pier­nas, que ex­po­nen de­ma­sia­da piel para las re­glas que mar­ca el cen­tro so­bre el uni­for­me. Como cual­quier otra chi­ca de la es­cue­la, Ava se en­ro­lla la fal­da a la cin­tu­ra has­ta con­se­guir que el do­bla­di­llo al­can­ce la al­tu­ra desea­da. Cla­va los ojos en mi mano de­re­cha, que sigo apre­tan­do con­tra mi pe­cho pal­pi­tan­te—. Pre­cio­so ani­llo, por cier­to. ¿Es nue­vo?

Dejo caer la mano so­bre mi re­ga­zo. No me ex­tra­ña que Ava note que lle­vo esa sor­ti­ja. Es muy pro­ba­ble que tam­bién sepa lo que cues­ta. Ig­no­ro el cum­pli­do y me cen­tro en la pri­me­ra fra­se que ha di­cho.

—¿Cuán­do has vis­to a mi ma­ri­do?

—En su per­fil de Fa­ce­book. —Son­ríe—. Si me des­per­ta­ra a su lado to­das las ma­ña­nas, yo tam­bién lle­ga­ría tar­de a tra­ba­jar.

Le lan­zo una mi­ra­da de ad­ver­ten­cia.

—Por mu­cho que dis­fru­te de esta con­ver­sa­ción, ¿no de­be­rías es­tar en cla­se?

Aprie­ta los la­bios en un mohín. In­clu­so cuan­do frun­ce el ceño, Ava es una chi­ca pre­cio­sa. Su be­lle­za po­see una nota do­lo­ro­sa e in­quie­tan­te. Gran­des ojos azu­les, lo­za­na piel de me­lo­co­tón, bri­llan­tes y lar­gos ri­zos cas­ta­ños. Tam­bién es in­te­li­gen­te, y per­ver­sa­men­te di­ver­ti­da cuan­do quie­re. Po­dría te­ner a cual­quier chi­co de la es­cue­la… y lo tie­ne. Ava no es exi­gen­te, y si hago caso a sus pu­bli­ca­cio­nes de Twit­ter, es fá­cil de con­quis­tar.

—Es­toy ha­cien­do pe­llas —dice, es­cu­pien­do las pa­la­bras en un tono ge­ne­ral­men­te re­ser­va­do a los ni­ños más pe­que­ños.

Le brin­do mi son­ri­sa de psi­có­lo­ga, ama­ble y sin pre­jui­cios.

—¿Por qué?

Sus­pi­ra y pone los ojos en blan­co.

—Por­que es­toy evi­tan­do que­dar­me en el mis­mo es­pa­cio ce­rra­do que Char­lot­te Wil­banks para no te­ner que res­pi­rar el mis­mo aire que ella. Me odia, y per­mi­ta que le ase­gu­re que el sen­ti­mien­to es mu­tuo.

—¿Por qué crees que te odia? —pre­gun­to, aun­que ya sé la res­pues­ta. Char­lot­te y Ava fue­ron ami­gas ín­ti­mas, y su dispu­ta es lar­ga y está muy bien do­cu­men­ta­da. Lo que ha pro­vo­ca­do ese odio du­ran­te to­dos es­tos años ya está ol­vi­da­do, en­te­rra­do de­ba­jo de un mi­llón de tuits ofen­si­vos y de mal gus­to, que dan un nue­vo sig­ni­fi­ca­do a la ex­pre­sión «chi­ca mala». Y, por lo que he vis­to en Twit­ter, su úl­ti­ma riña gira en torno a su com­pa­ñe­ro Adam Nigh­tin­ga­le, el hijo de la le­yen­da de la mú­si­ca country Toby Nigh­tin­ga­le. El fin de se­ma­na pa­sa­do vi al­gu­nas imá­ge­nes de Ava y Adam be­su­queán­do­se en un bar de zu­mos.

—¿Quién sabe? Ima­gino que por­que soy más gua­pa. —Se mira el es­mal­te de sus uñas per­fec­tas, una capa de gel de bri­llan­te co­lor ama­ri­llo que pa­re­ce ha­ber sido pin­ta­da ayer mis­mo.

Como a la ma­yo­ría de los chi­cos de esta es­cue­la, los pa­dres de Ava le han dado todo lo que ha desea­do. Un fla­man­te de­por­ti­vo, via­jes en pri­me­ra cla­se a lu­ga­res exó­ti­cos, una Ame­ri­can Ex­press pla­tino, y su ben­di­ción. Pero man­te­ner a su hija sa­tis­fe­cha con re­ga­los no es lo mis­mo que ofre­cer­le su aten­ción, y si les tu­vie­ra sen­ta­dos ante mí, les ani­ma­ría a dar­le un ejem­plo me­jor. La ma­dre de Ava es miem­bro de la jet set de Atlan­ta, con una ad­mi­ra­ble ca­pa­ci­dad de mi­rar ha­cia otro lado cada vez que el pa­dre de Ava, un afa­ma­do ci­ru­jano plás­ti­co co­no­ci­do en la ciu­dad como «El chi­co de oro de las te­tas», se de­di­ca a ton­tear con una chi­ca con la mi­tad de su edad, algo que ocu­rre a me­nu­do.

Me han en­se­ña­do que a los ado­les­cen­tes hay que edu­car­los con he­chos y pa­la­bras, pero mi tra­ba­jo me ha mos­tra­do que no es lo mis­mo en­se­ñar que edu­car, y son los he­chos los que cuen­tan. En es­pe­cial cuan­do hay ca­ren­cias. Cuan­to más des­or­de­na­da es la vida de los pa­dres, peor es­tán los hi­jos. Es así de sim­ple.

Pero tam­bién creo que to­dos, in­clu­so los peo­res pa­dres y los ni­ños más in­adap­ta­dos, tie­nen al­gu­na cua­li­dad que los re­di­me. Ava es así por­que no pue­de evi­tar­lo. Sus pa­dres la han he­cho ser de esa for­ma.

—Es­toy se­gu­ra de que si lo me­di­ta­ras un poco, po­dría ocu­rrír­se­te al­gu­na ra­zón me­jor por la que Char­lot­te…

—Toc, toc… —El jefe de es­tu­dios de se­cun­da­ria, Ted Raw­lings, aca­ba de apa­re­cer en el um­bral. Alto, del­ga­do, con el pelo ri­za­do y os­cu­ro; Ted me re­cuer­da a un ca­ni­che, se­rio y pre­su­mi­do, aun­que sin la­ci­tos. Debe de te­ner cien­tos de pren­das ho­rri­bles con te­má­ti­ca es­co­lar que a mí me pa­re­cen ri­dí­cu­las, pero de al­gu­na ma­ne­ra lo­gra re­sul­tar en­can­ta­dor. La que lle­va pues­ta hoy es una ca­mi­sa de po­liés­ter en bri­llan­te co­lor ama­ri­llo es­tam­pa­da con ecua­cio­nes de fí­si­ca—. Su­pon­go que te has en­te­ra­do del ac­ci­den­te del avión.

Asien­to mo­vien­do la ca­be­za mien­tras miro de reojo las imá­ge­nes que ten­go en la pan­ta­lla. Po­bre gen­te. Po­bres fa­mi­lias.

—Al­guien de la es­cue­la co­no­ce­rá a al­guno de los pa­sa­je­ros del avión —in­ter­vie­ne Ava—. Es­pe­ren y ve­rán.

Esas pa­la­bras ha­cen que me baje un es­ca­lo­frío por la es­pal­da por­que sé que tie­ne ra­zón. Atlan­ta es una ciu­dad gran­de, pero a la vez pe­que­ña, don­de no exis­te una gran se­pa­ra­ción en­tre los círcu­los so­cia­les. La po­si­bi­li­dad de que al­guien re­la­cio­na­do con la es­cue­la esté co­nec­ta­do de al­gu­na for­ma con una de las víc­ti­mas no es pre­ci­sa­men­te pe­que­ña. Su­pon­go que lo úni­co que po­de­mos ha­cer es es­pe­rar que no se tra­te de un miem­bro de la fa­mi­lia o un ami­go ín­ti­mo.

—Los alum­nos es­tán ner­vio­sos —co­men­ta Ted—. Es com­pren­si­ble, por su­pues­to, pero hace que re­sul­te di­fí­cil que po­da­mos con­se­guir que tra­ba­jen hoy en el aula. Sin em­bar­go, con tu ayu­da, me gus­ta­ría uti­li­zar esta tra­ge­dia como una opor­tu­ni­dad para que to­dos apren­da­mos algo. Crear un en­torno se­gu­ro para que nues­tros chi­cos pue­dan ha­blar so­bre lo que ha pa­sa­do y ha­cer pre­gun­tas al res­pec­to. Y si la se­ño­ri­ta Camp­bell tie­ne ra­zón, y al­guien de Lake Fo­rrest ha per­di­do a un ser que­ri­do en el ac­ci­den­te, es­ta­re­mos en po­si­ción de pro­por­cio­nar el apo­yo mo­ral ne­ce­sa­rio.

—Me pa­re­ce una idea mag­ní­fi­ca.

—Ex­ce­len­te. Me ale­gro de po­der con­tar con­ti­go. Voy a pro­po­ner una reunión en el au­di­to­rio, y tú y yo se­re­mos los que lle­ve­mos el peso de la dis­cu­sión.

—Por su­pues­to. Dame un par de mi­nu­tos para re­com­po­ner­me, y allí es­ta­ré.

Ted da un gol­pe­ci­to con los nu­di­llos en la puer­ta an­tes de sa­lir. Aho­ra que la cla­se de Li­te­ra­tu­ra ha sido can­ce­la­da de for­ma ofi­cial, Ava re­co­ge la mo­chi­la y re­bus­ca en el in­te­rior du­ran­te unos se­gun­dos mien­tras yo hago lo mis­mo en el ca­jón del es­cri­to­rio.

—Ten­ga —me dice, sol­tan­do un pu­ña­do de mues­tras de ma­qui­lla­je so­bre la mesa. Cha­nel, Nars, YSL, MAC—. No quie­ro ofen­der­la, pero creo que las ne­ce­si­ta más que yo. —Sua­vi­za sus pa­la­bras con una ce­ga­do­ra son­ri­sa.

—Gra­cias, Ava. Pero dis­pon­go de mi pro­pio ma­qui­lla­je.

Pero Ava no re­co­ge las mues­tras. Se ba­lan­cea, cam­bian­do el pie de apo­yo, mien­tras re­tuer­ce la co­rrea de la mo­chi­la con una mano. Se muer­de el la­bio al tiem­po que se mira los za­pa­tos Ox­ford del uni­for­me, ha­cién­do­me sos­pe­char que de­ba­jo de toda esa fan­fa­rro­ne­ría e iro­nía, po­dría ha­ber una chi­ca tí­mi­da—. Me ale­gro mu­cho de que no se tra­te del avión en el que va su ma­ri­do.

En esta oca­sión, el ali­vio me atra­vie­sa con len­ti­tud, en­vol­vién­do­me en su ca­lor como hizo esta mis­ma ma­ña­na el cuer­po de Will. Se asien­ta so­bre mí como el sol en la piel des­nu­da.

—Yo tam­bién.

En cuan­to se va, cojo el te­lé­fono y bus­co el nú­me­ro de Will. Sé que no po­drá res­pon­der du­ran­te una hora más o me­nos, pero ne­ce­si­to oír su voz, in­clu­so aun­que sea gra­ba­da. Me re­la­jo al es­cu­char su sua­ve y fa­mi­liar so­ni­do.

«Este es el bu­zón de voz de Will Grif­fith…»

Es­pe­ro a que sal­te el pi­ti­do hun­di­da en la si­lla.

—Hola, ca­ri­ño, soy yo. Sé que to­da­vía es­tás en el aire, pero aca­ba de es­tre­llar­se un avión que des­pe­gó de Har­ts­field y du­ran­te quin­ce se­gun­dos ate­rra­do­res he pen­sa­do que po­día ha­ber sido el tuyo, así que ne­ce­si­ta­ba… No sé, com­pro­bar por mí mis­ma que es­tás bien. Aun­que sé que te va a pa­re­cer una ton­te­ría, llá­ma­me en cuan­to ate­rri­ces, ¿vale? Los chi­cos de la es­cue­la es­tán un poco asus­ta­dos con el asun­to, así que va­mos a ha­cer una reunión en el au­di­to­rio. Pero te pro­me­to que res­pon­de­ré a la lla­ma­da. Bueno, ten­go que col­gar, ha­bla­re­mos pron­to. No te ol­vi­des de que eres mi per­so­na fa­vo­ri­ta del mun­do mun­dial.

Guar­do el mó­vil en el bol­si­llo y voy ha­cia la puer­ta, de­jan­do las mues­tras de ma­qui­lla­je de Ava en­ci­ma de es­cri­to­rio, don­de ella las ha sol­ta­do.

Capítulo 3

Sen­ta­do a mi lado en el es­ce­na­rio del au­di­to­rio, Ted se pasa la mano por la cor­ba­ta para ali­sar­la an­tes de di­ri­gir­se a la sala, lle­na de alum­nos de se­cun­da­ria.

—Como to­dos sa­béis, el vue­lo 23 de Li­berty Air­li­nes, que des­pe­gó del Ae­ro­puer­to In­ter­na­cio­nal Har­ts­field-Jack­son con des­tino a Seattle, Wa­shing­ton, se ha es­tre­lla­do hace poco más de una hora. Se da por muer­tos a los cien­to se­ten­ta y nue­ve pa­sa­je­ros. Hom­bres, mu­je­res y ni­ños, per­so­nas como no­so­tros. Os he­mos con­vo­ca­do aquí para que po­da­mos ha­blar de ello en gru­po, de for­ma sin­ce­ra y abier­ta, sin pre­jui­cios. Tra­ge­dias como esta nos ha­cen ser muy cons­cien­tes de los pe­li­gros que en­tra­ña nues­tro mun­do, de nues­tras vul­ne­ra­bi­li­da­des, de lo frá­gil que pue­de ser la vida. Esta sala es un es­pa­cio se­gu­ro para que po­da­mos ha­cer pre­gun­tas, llo­rar o lo que sea ne­ce­sa­rio para su­pe­rar el pro­ce­so. Lo que aquí se diga, aquí se que­da.

Cual­quier otro jefe de es­tu­dios man­ten­dría a los ni­ños un rato en si­len­cio y lue­go les di­ría que vol­vie­ran a cla­se. Sin em­bar­go, Ted sabe que una ca­tás­tro­fe tie­ne prio­ri­dad fren­te a una ex­pli­ca­ción de cálcu­lo, y es por eso por lo que todo —sea bueno o malo— lo con­si­de­ra una opor­tu­ni­dad para en­se­ñar algo di­fe­ren­te a los alum­nos. Y ellos lo agra­de­cen.

Ob­ser­vo a los tres­cien­tos y pico chi­cos que es­tu­dian se­cun­da­ria en la aca­de­mia Lake Fo­rrest, y por lo que pue­do ver, se di­vi­den casi al cin­cuen­ta por cien­to en­tre los que se sien­ten so­bre­co­gi­dos por las imá­ge­nes de un avión en el que qui­zá via­ja­ba al­gu­na per­so­na co­no­ci­da, y los que se ale­gran de que ha­ya­mos can­ce­la­do las cla­ses de la tar­de. Su char­la ex­ci­ta­da re­sue­na en el es­pa­cio como si fue­ra una ca­ver­na.

—¿Esto es una es­pe­cie de te­ra­pia de gru­po? —dice una chi­ca, y su voz se dis­tin­gue de to­das las de­más.

—Bueno… —Ted me lan­za una mi­ra­da in­te­rro­ga­ti­va y me hace una se­ñal con la ca­be­za. Si hay un te­rreno en el que los alum­nos de Lake Fo­rrest se sien­ten có­mo­dos es en el de la te­ra­pia, ya sea de gru­po o no. Nues­tros chi­cos son de esas per­so­nas que lle­van el nú­me­ro del psi­có­lo­go en­tre los de mar­ca­ción rá­pi­da del mó­vil—. Sí. Exac­ta­men­te igual que una te­ra­pia en gru­po.

Aho­ra que sa­ben lo que se ave­ci­na, los alum­nos se re­la­jan, cru­zan los bra­zos y se hun­den en los có­mo­dos asien­tos acol­cha­dos.

—He oído por ahí que fue­ron te­rro­ris­tas —gri­ta al­guien des­de el fon­do de la sala—. Que el ISIS lo ha reivin­di­ca­do.

Jo­nat­han Van­der­beek, uno de los alum­nos del úl­ti­mo cur­so, a pun­to de gra­duar­se por los pe­los, se da la vuel­ta en uno de los asien­tos de pri­me­ra fila.

—¿Quién te ha di­cho eso, Sa­rah Pa­lin?

—Ky­lie Jen­ner aca­ba de re­tui­tear­lo.

—Ge­nial… —re­so­pla Jo­nat­han—. Por­que las Kar­das­hian son ex­per­tas en se­gu­ri­dad na­cio­nal —aña­de con iro­nía.

—Vale, vale… —in­ter­vie­ne Ted, in­ten­tan­do res­ta­ble­cer el or­den con un par de to­ques en el mi­cró­fono—. No va­mos a mag­ni­fi­car la si­tua­ción re­pi­tien­do ru­mo­res y con­je­tu­ras. He es­ta­do vien­do las no­ti­cias y, sal­vo el he­cho cons­ta­ta­ble de que se ha es­tre­lla­do un avión, no hay más no­ti­cias al res­pec­to. No se sabe por qué se cayó, ni quié­nes es­ta­ban en su in­te­rior cuan­do ocu­rrió. Has­ta que no se ha­yan pues­to en con­tac­to con los fa­mi­lia­res… —esas tres úl­ti­mas pa­la­bras «con los fa­mi­lia­res» re­so­na­ron en la sala como una bom­ba. Flo­ta­ron en el aire, ar­dien­tes y pe­sa­das, du­ran­te un par de se­gun­dos—, debo aña­dir, para to­dos, que exis­ten me­dios mu­cho más creí­bles y fia­bles que Twit­ter, ¿de acuer­do?

Lle­gó una risa des­de la pri­me­ra fila.

Ted mue­ve la ca­be­za a modo de ad­ver­ten­cia.

—Aho­ra, a la se­ño­ra Grif­fith le gus­ta­ría de­ci­ros al­gu­nas co­sas, lue­go mo­de­ra­rá un de­ba­te al res­pec­to. Mien­tras, es­ta­ré al tan­to de la pá­gi­na de la CNN en el por­tá­til y, en cuan­to haya nue­va in­for­ma­ción, in­te­rrum­pi­ré la char­la y la lee­ré en voz alta para que to­dos ten­ga­mos los mis­mos da­tos. ¿Os pa­re­ce?

Los alum­nos asien­ten con la ca­be­za. Ted me pasa el mi­cró­fono.

Me gus­ta­ría po­der de­cir que me pasé las ho­ras si­guien­tes mi­ran­do el mó­vil, es­pe­ran­do una lla­ma­da de Will, pero se­ten­ta y seis mi­nu­tos des­pués de los he­chos, cuan­do solo lle­vá­ba­mos diez de de­ba­te y unos quin­ce an­tes de que la com­pa­ñía aé­rea hi­cie­ra la pri­me­ra de­cla­ra­ción ofi­cial, la CNN in­for­ma que el equi­po fe­me­nino de la­cros­se de la Aca­de­mia de Se­cun­da­ria Wells, los die­ci­séis miem­bros que lo com­po­nen y los en­tre­na­do­res, for­man par­te de las cien­to se­ten­ta y nue­ve víc­ti­mas. Al pa­re­cer iban de ca­mino a un tor­neo.

—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo es po­si­ble? Si per­di­mos con­tra ellas la se­ma­na pa­sa­da.

—Eso fue la se­ma­na pa­sa­da, idio­ta. Lo aca­bas de de­cir tú mis­ma. Lo que sig­ni­fi­ca que han te­ni­do tiem­po de so­bra para su­bir­se a un avión an­tes de esta ma­ña­na.

—La idio­ta eres tú. Me re­fie­ro a que no­so­tros per­di­mos y ganó Wells, por eso es­ta­ban en el avión esta ma­ña­na. Echa cuen­tas.

—Un mo­men­to —in­ter­ven­go mien­tras las pa­la­bras re­so­na­ban en el au­di­to­rio. Lo me­jor era de­te­ner la dis­cu­sión an­tes de que se in­ten­si­fi­ca­ra más—. La in­cre­du­li­dad es una reac­ción nor­mal ante la muer­te de un ami­go o co­no­ci­do, pero la ira y el sar­cas­mo no son bue­nos me­ca­nis­mos de de­fen­sa. Es­toy se­gu­ra de que es algo que sa­be­mos to­dos los que es­ta­mos aquí.

Los chi­cos in­ter­cam­bian mi­ra­das de arre­pen­ti­mien­to y se hun­den más pro­fun­da­men­te en los asien­tos.

—Mi­rad, en­tien­do que es fá­cil es­con­der­se de­trás de emo­cio­nes ne­ga­ti­vas en lu­gar de en­fren­tar­se a la re­la­ción que man­te­nía­mos con nues­tros ami­gos y com­pa­ñe­ros de es­tu­dios —aña­do en un tono más sua­ve—. Pero está bien que os sin­táis con­fu­sos, tris­tes, sor­pren­di­dos o, in­clu­so, vul­ne­ra­bles. Son reac­cio­nes nor­ma­les ante una no­ti­cia tan im­pac­tan­te. Man­te­ner una dis­cu­sión abier­ta y sin­ce­ra al res­pec­to, nos ayu­da­rá a en­fren­tar­nos a nues­tros sen­ti­mien­tos. ¿Bien? Aho­ra, apues­to algo a que Ca­ro­li­ne no es la úni­ca que ha re­cor­da­do la úl­ti­ma vez que vio a las ju­ga­do­ras de Wells. ¿Quién más es­tu­vo en ese par­ti­do?

Una tras otra, se al­zan va­rias ma­nos, y los alum­nos co­mien­zan a ha­blar. La ma­yo­ría de las fra­ses no son de­ma­sia­do re­le­van­tes, «en el cam­po», «en el par­ti­do», pero está cla­ro que las chi­cas es­tán asus­ta­das por la pro­xi­mi­dad de las víc­ti­mas, en es­pe­cial las que jue­gan al la­cros­se. Si hu­bie­ran ga­na­do ese par­ti­do, si Lake Fo­rrest se hu­bie­ra cla­si­fi­ca­do para ese tor­neo, nues­tras alum­nas po­drían ha­ber es­ta­do en ese avión. El de­ba­te man­tie­ne ocu­pa­da mi men­te has­ta jus­to des­pués de la una, cuan­do lo in­te­rrum­pi­mos para rea­li­zar un al­muer­zo tar­dío.

Mien­tras los chi­cos sa­len de la sala, saco el mó­vil del bol­si­llo. Frun­zo el ceño al ver que la pan­ta­lla si­gue va­cía. Will ha ate­rri­za­do hace más de una hora y to­da­vía no me ha lla­ma­do, no me ha en­via­do nin­gún men­sa­je de tex­to ni nada de nada. ¿Dón­de dia­blos se ha me­ti­do?

Ted me pone la mano en el an­te­bra­zo.

—¿Va todo bien?

—¿Qué? ¡Oh, sí! Es­toy es­pe­ran­do una lla­ma­da de Will. Co­gió un vue­lo a Or­lan­do esta ma­ña­na.

Ted abre mu­cho los ojos y sus me­ji­llas vi­bran de pura sim­pa­tía.

—Bueno, eso ex­pli­ca la ex­pre­sión des­en­ca­ja­da que te­nías cuan­do me acer­qué a tu des­pa­cho. De­bes ha­ber­te lle­va­do un buen sus­to.

—Sí, y la po­bre Ava tuvo que so­por­tar­me. —Mue­vo el mó­vil en el aire, en­tre no­so­tros—. Voy a ver si con­si­go lo­ca­li­zar­lo.

—Por su­pues­to, por su­pues­to.

Me bajo del es­ce­na­rio, me di­ri­jo ha­cia el pa­si­llo cen­tral y mar­co el nú­me­ro de Will an­tes de atra­ve­sar las puer­tas do­bles. Lake Fo­rrest está con­fi­gu­ra­do como un cam­pus uni­ver­si­ta­rio, con me­dia do­ce­na de edi­fi­cios cu­bier­tos de hie­dra re­par­ti­dos por un cam­po de hier­ba, y em­pie­zo a re­co­rrer el ca­mino de lo­sas que con­du­ce al que al­ber­ga la es­cue­la se­cun­da­ria. La llu­via ha ce­sa­do, pero el cie­lo si­gue cu­bier­to de nu­bes plo­mi­zas mien­tras el vien­to he­la­do da gé­li­dos la­ti­ga­zos so­bre mi piel. Me arre­bu­jo en el jer­sey y subo con ra­pi­dez la es­ca­le­ra has­ta la puer­ta, es­toy em­pe­zan­do a em­pu­jar­la cuan­do vuel­ve a sal­tar el bu­zón de voz de Will.

«¡Mal­di­ción!».

Mien­tras es­pe­ro el tono, me re­cri­mino in­te­rior­men­te. Me digo que no es ne­ce­sa­rio que me preo­cu­pe. Que exis­te una ex­pli­ca­ción sen­ci­lla para el he­cho de que no me haya lla­ma­do to­da­vía. Du­ran­te los úl­ti­mos me­ses su tra­ba­jo ha sido muy es­tre­san­te y no ha dor­mi­do bien. Qui­zá esté echan­do una sies­ta. Y debo te­ner en cuen­ta que es un hom­bre que se dis­trae con fa­ci­li­dad, el tí­pi­co aman­te de la tec­no­lo­gía in­ca­paz de cen­trar­se en una sola cosa. Lo ima­gino mar­can­do mi nú­me­ro pero sin lle­gar a ha­cer la lla­ma­da. Co­deán­do­se con los pe­ces gor­dos asis­ten­tes al con­gre­so en la pis­ci­na del ho­tel, ig­no­ran­do el te­lé­fono que zum­ba en la bol­sa. O qui­zá, sim­ple­men­te, se ha que­da­do sin ba­te­ría. O se ol­vi­dó el mó­vil en el avión. Me creo cada una de esas co­sas y casi sa­bo­reo la ale­gría.

—Hola, ca­ri­ño —digo a la lí­nea, tra­tan­do de re­pri­mir la preo­cu­pa­ción para que no se trans­mi­ta a mi voz—. Solo que­ría com­pro­bar y ase­gu­rar­me de que todo va bien. Aho­ra de­be­rías es­tar en el ho­tel, pero su­pon­go que has te­ni­do al­gu­na di­fi­cul­tad en re­cep­ción o algo así. De to­das for­mas, cuan­do ten­gas un se­gun­do, llá­ma­me. El ac­ci­den­te me ha pues­to de los ner­vios y ne­ce­si­to es­cu­char tu voz, ¿vale? A ver si ha­bla­mos pron­to. Si­gues sien­do mi per­so­na fa­vo­ri­ta.

Una vez en el des­pa­cho, me di­ri­jo di­rec­ta­men­te al or­de­na­dor y en­tro en el pro­gra­ma de co­rreo elec­tró­ni­co. Will me en­vió hace me­ses los de­ta­lles de ese con­gre­so, pero ten­go más de tres mil co­rreos en la ban­de­ja de en­tra­da y el sis­te­ma de or­ga­ni­za­ción no es nada bueno. Tras una pe­que­ña bús­que­da, en­cuen­tro el que es­toy bus­can­do.

De: w.grif­fith@app­sec-con­sul­ting.com

Para: iris­grif­fith@la­ke­fo­rres­ta­ca­demy.org

Asun­to: RE: Cy­ber­se­gu­ri­dad para asun­tos crí­ti­cos: cum­bre de in­te­li­gen­cia vir­tual.

¡¡Echa un vis­ta­zo a esto!! El jue­ves soy el ora­dor prin­ci­pal. Solo es­pe­ro que na­die se duer­ma, tal y como te ocu­rre a ti cada vez que te ha­blo del tra­ba­jo.

Be­sos!

Will M. Grif­fith

In­ge­nie­ro de soft­wa­re

App­Sec Con­sul­ting Inc.

Me es­tre­mez­co de ali­vio y me sien­to casi fe­liz. Las pa­la­bras es­tán aquí mis­mo, en blan­co y ne­gro. Will se en­cuen­tra sano y sal­vo en Or­lan­do.

Hago clic en el ar­chi­vo ad­jun­to y se abre el pro­gra­ma com­ple­to del con­gre­so. La char­la de Will está pre­vis­ta a me­dia ma­ña­na, lo pone jus­to al lado de su tra­yec­to­ria en ges­tión de ries­gos de ac­ce­so a re­des. En­vío el do­cu­men­to para im­pri­mir des­pués de apun­tar el nom­bre del ho­tel don­de se desa­rro­llan las con­fe­ren­cias en un post-it, y lue­go lo te­cleo en el na­ve­ga­dor para bus­car el nú­me­ro de te­lé­fono. Es­toy co­pián­do­lo cuan­do, de re­pen­te, sue­na mi mó­vil, y la cara de mi ma­dre apa­re­ce en la pan­ta­lla.

Una pun­za­da de in­quie­tud me atra­vie­sa el pe­cho. Mi ma­dre es lo­go­pe­da es­pe­cia­lis­ta en ni­ños, por lo que sabe qué es tra­ba­jar en un en­torno es­co­lar. Sabe que mis días son una lo­cu­ra y ja­más me mo­les­ta en ho­ra­rio de tra­ba­jo a me­nos de que se tra­te de un tema de vida o muer­te. Como aque­lla vez que mi pa­dre co­gió un ba­che en la ca­rre­te­ra con la rue­da de­lan­te­ra de la bi­ci­cle­ta y sa­lió vo­lan­do so­bre el as­fal­to has­ta ate­rri­zar con tan­ta fuer­za que se rom­pió la cla­ví­cu­la y el cas­co se le par­tió lim­pia­men­te por la mi­tad.

Ra­zón por la que me apre­su­ro a res­pon­der a su lla­ma­da.

—¿Qué ha pa­sa­do?

—Oh, ca­ri­ño… Aca­bo de ver las no­ti­cias.

—¿So­bre el ac­ci­den­te? Sí, lo sé. Lle­va­mos tra­tan­do el tema du­ran­te todo el día con los alum­nos. Es­ta­ban bas­tan­te asus­ta­dos.

—No, no se tra­ta de eso. Bueno, no exac­ta­men­te… Me re­fe­ría a Will, que­ri­da.

Algo en la for­ma en la que lo ha di­cho, con cui­da­da pie­dad y ro­tun­di­dad, ex­po­nien­do, sin pre­gun­tar so­bre Will, me eri­za cada pelo del cuer­po.

—¿Qué le ha pa­sa­do?

—Bueno, para em­pe­zar, ¿dón­de está?

—En Or­lan­do, en un con­gre­so. ¿Por qué?

La in­ten­si­dad del sus­pi­ro que suel­ta mi ma­dre ante el al­ta­voz me per­fo­ra el tím­pano, y adi­vino todo lo que ha es­ta­do con­te­nién­do­se.

—¡Oh, gra­cias a Dios! Sa­bía que no po­día ser tu Will.

Su res­pues­ta se ve en­te­rra­da por la brus­ca in­te­rrup­ción de un alumno.

—El se­ñor Raw­lings me ha di­cho que le co­mu­ni­que que aca­ban de ha­cer pú­bli­ca una lis­ta de nom­bres. —Gri­ta las pa­la­bras como si no es­tu­vie­ra sen­ta­da aquí, a me­tro y me­dio de dis­tan­cia, y ha­blan­do por te­lé­fono. Si­seo por lo bajo para que se ca­lle y le hago una seña con la mano.

—Mamá, em­pie­za de nue­vo. ¿Quién no po­día ser mi Will?

—El Wi­lliam Matt­hew Grif­fith que es­tán di­cien­do que via­ja­ba en ese avión.

Un «No es mi ma­ri­do» sur­ge des­de lo más pro­fun­do de mi in­te­rior, des­de al­gún lu­gar en­te­rra­do y pri­mi­ti­vo. En el mo­men­to del ac­ci­den­te, mi Will es­ta­ba en un avión dis­tin­to, in­clu­so vo­la­ba en otra lí­nea aé­rea. Y aun­que no fue­ra así, Li­berty Air­li­nes me ha­bría lla­ma­do ya. No ha­brían dado su nom­bre sin ha­ber no­ti­fi­ca­do los he­chos a su es­po­sa —es de­cir a mí—, su per­so­na fa­vo­ri­ta del mun­do mun­dial.

Pero an­tes de que pue­da ar­gu­men­tar cual­quie­ra de esas co­sas ante mi ma­dre, mi mó­vil emi­te un pi­ti­do que in­di­ca que está en­tran­do otra lla­ma­da, y las pa­la­bras que apa­re­cen en mi men­te me de­tie­nen el co­ra­zón.

«Li­berty Air­li­nes».

Capítulo 4

Cuel­go a mi ma­dre con mano tem­blo­ro­sa y atien­do la lla­ma­da.

—¿Sí? —Ten­go un nudo en la gar­gan­ta, por lo que la voz me sale ron­ca y dé­bil.

—Hola, ¿po­dría ha­blar con Iris Grif­fith?

Sé por qué me está lla­man­do esta mu­jer. Lo sé por la for­ma en la que dice mi nom­bre, por su tono, cui­da­do­sa­men­te neu­tro, por su for­mal se­rie­dad, y con­ten­go el alien­to.

Sé que se equi­vo­ca. Will está en Or­lan­do.

—Will se en­cuen­tra en Or­lan­do —me oigo de­cir.

—Per­dón…, ¿es­toy ha­blan­do con Iris Grif­fith?

¿Qué ocu­rri­ría si di­je­ra que no? ¿Pon­dría fin eso a las pa­la­bras que sé que me va a de­cir esta mu­jer? ¿Col­ga­ría y lla­ma­ría a la es­po­sa del otro Wi­lliam Matt­hew Grif­fith?

—Sí, soy Iris Grif­fith.

—Se­ño­ra Grif­fith, mi nom­bre es Ca­rol Man­ning y lla­mo en nom­bre de Li­berty Air­li­nes. Su nú­me­ro apa­re­ce como con­tac­to de emer­gen­cia de Wi­lliam Matt­hew Grif­fith.

«Will está en Or­lan­do. Will está en Or­lan­do. Will está en Or­lan­do».

—Sí. —Me su­je­to el es­tó­ma­go con un bra­zo—. Soy su es­po­sa. —Soy su es­po­sa. Lo soy, en pre­sen­te.

—Se­ño­ra, la­men­to pro­fun­da­men­te te­ner que in­for­mar­le que su ma­ri­do era uno de los pa­sa­je­ros del vue­lo 23 que cu­bría el tra­yec­to en­tre Atlan­ta y Seattle. Se pre­su­me que no ha ha­bi­do su­per­vi­vien­tes. —So­na­ba como un ro­bot, como si es­tu­vie­ra le­yen­do un guión. Es como si Siri es­tu­vie­ra lla­mán­do­me para de­cir­me que mi ma­ri­do ha muer­to.

Me de­jan de fun­cio­nar to­dos los múscu­los, y me de­rrum­bo. Mi tor­so cae ha­cia de­lan­te so­bre mi re­ga­zo, me do­blo por la mi­tad como una rama rota. El im­pac­to me gol­pea como una ra­cha de vien­to mien­tras suel­to un pro­fun­do ge­mi­do.

—Sé que esto su­po­ne una enor­me con­mo­ción, y le ase­gu­ro que Li­berty Air­li­nes está aquí para apo­yar­la cuan­do lo ne­ce­si­te. He­mos ha­bi­li­ta­do un nú­me­ro te­le­fó­ni­co y una di­rec­ción de co­rreo elec­tró­ni­co ex­clu­si­vos para que pue­da po­ner­se en con­tac­to con no­so­tros en cual­quier mo­men­to del día o la no­che. Ade­más, ha­brá ac­tua­li­za­cio­nes re­gu­la­res en nues­tra pá­gi­na web: www.li­bert­yair­li­nes.com.

Si dice algo más, no lo oigo. Se me cae el mó­vil al sue­lo y allí mis­mo, en me­dio de mi des­or­de­na­do des­pa­cho, con la puer­ta lle­na de alum­nos que me mi­ran con los ojos abier­tos como pla­tos, me des­li­zo de la si­lla y so­llo­zo, apre­tán­do­me la boca con am­bas ma­nos para aho­gar el so­ni­do.

Dos enor­mes za­pa­tos irrum­pen en mi cam­po de vi­sión.

—¡Oh, Iris! Aca­bo de en­te­rar­me. Lo sien­to mu­cho.