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Índice

Cubierta

Siete pasos más tarde

Nota preliminar y agradecimientos

(entrada al libro)

(siete rosas más tarde)

(del perfume a la naftalina, del tiempo en los dedos)

(tiempo de color, tiempo sonoro)

(campana, tambor, metrónomo, reloj, corazón)

(el rayo latente)

(el reloj, siete pupilas más tarde)

(el gallo, el grillo, la vela y la bombilla)

(huellas)

(fechar en piedra)

(el auspicioso día)

(dos veranos y dos inviernos)

(los escalofríos de las estaciones)

(querido marzo)

(los astros fijos)

(el quinto sol)

(germinal)

(siete días más tarde)

(en la silla de bronce)

(intrusos del tiempo)

(los claros del tiempo)

(la posibilidad de una hora)

(tercera aguja incandescente)

(un órgano llamado reloj)

(los zahoríes del tiempo)

(lentitud, rapidez del tiempo)

(diábolo del tiempo)

(hice, he hecho, hacía, habré hecho)

(endelantre)

(érase una vez)

(el último promontorio de los siglos)

(la vida es una estación)

(los días de nuestra edad)

(las cinco en sombra de la tarde)

(procesión de hormigas)

(todo tiene su tiempo)

(aquel que es solo huésped)

(la séptima habitación)

Bibliografía

Obras de Menchu Gutiérrez publicadas en Ediciones Siruela

Créditos

Siete pasos más tarde

Nota preliminar y agradecimientos

El primer capítulo de este libro está en deuda de gratitud con mis queridos amigos, los cineastas Stephen y Timothy Quay, quienes declaran que a sus películas no se entra por la puerta sino por una trampilla.

Esta obra no pretende ser un ensayo erudito ni exhaustivo sobre las metáforas del reloj o sobre las distintas maneras de contar el tiempo en la literatura, y desde sus primeras líneas defiende un compromiso esencialmente creativo y poético.

Por fidelidad a ese espíritu y para aligerar una lectura que de otro modo se vería lastrada por la referencia a las fuentes de los textos citados, esta información queda recogida al final del libro. El origen de todas las citas resulta fácilmente reconocible en la bibliografía, y cuando no es así este se especifica. Por otro lado, soy responsable de las traducciones cuyos títulos aparecen en inglés o francés.

Mi gratitud a la dirección del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, donde leí algunos fragmentos de este libro en forma de conferencia, bajo el título de Los claros del tiempo.

Agradezco también la generosidad de Selma Ancira y de Víctor Andresco, quienes me ayudaron a encontrar una cita perdida en un laberinto de cuadernos, y la de Marta Sánchez Escorial, a quien debo numerosos claros de paz durante la escritura de esta obra.

A la memoria de mi padre, a quien veo reflejado en la esfera del reloj, y a Pedro, porque sabe silenciarlo con sus palabras.

(entrada al libro)

A un libro, como a una casa, puede entrarse por la puerta principal o por una puerta trasera. Hay sin duda autores que entran por las ventanas, otros que utilizan el tiro de la chimenea, y otros más que, arriesgando su vida, se sirven de los desagües. Hay autores que, como los roedores o algunos insectos, encuentran un agujero, una grieta en el muro, y libros que comienzan en la boca de un buzón, adosado a su fachada, en el que alguien ha depositado una carta. Existe también un autor que elige la trampilla.

Al igual que las densas cortinas de un teatro esconden una abertura que el público no es capaz de distinguir —una fractura en esa secuencia de ondulaciones que recuerda a las dunas de un desierto— la trampilla es madera que se separa del suelo de madera, una puerta horizontal que comunica con el secreto.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? No recordamos haber abierto ninguna puerta al libro; porque, sin duda, la cubierta de un libro no es la puerta real de la casa del libro; a lo sumo una verja que permite ver el jardín que la rodea, y de la cual el título no es sino una pálida contraseña de acceso.

¿Y cómo introducirnos en un libro cuyo protagonista es el tiempo o nuestra forma de decir el tiempo? ¿Cómo nos introduciríamos en una casa que hubiera sido derribada o en la que encontraríamos el umbral de una puerta desaparecida entre sus ruinas?

Abordar el lenguaje del tiempo, con nuestra humanidad a cuestas, es estar dispuesto a contar todos los números y envolverlos, uno a uno, en papel de seda.

Mientras descansa su cuello en el signo del infinito, el poeta intenta reconocer en el desierto la porción de arena que llena, alternativamente, cada uno de los embudos del reloj de arena, o, en la corriente del río, la cantidad de agua que ocupa y desaloja una clepsidra; otra forma de devolver arena y agua al desierto y al río.

Decimos in medias res —en medio del camino— como si pudiéramos separar pasado y futuro, como si pudiéramos sumar y restar con los números del calendario, o con el viscoso material del recuerdo. En medio del camino, como si pudiéramos hacer balance del tiempo, del mismo modo en que se concibe la urbanización de un terreno, o se decide el diseño de un jardín; en medio del camino, como si ese punto fuera el lugar de una elección y elegir fuera posible.

Es preciso rendirse a la evidencia: no hay una entrada única, existe una suma infinita de entradas y ninguna de ellas puede ser desechada.

(siete rosas más tarde)

En el jardín donde caen las ciudades del tiempo

algo va a florecer

siete rosas más tarde,

pero nosotros no sabemos pronunciar su nombre.

Para Paul Celan, entonces, existió un tiempo que no se contaba por días sino por rosas. Siete rosas más tarde... Una semana de siete rosas. La flor debía de levantarse y ponerse como un sol en su horizonte; la excepcional semana se mediría quizá con el delicado minutero de su fragancia. La rosa convertida en unidad de tiempo, un espacio-tiempo creado por siete rosas al que solo es posible acceder a través de la puerta de la poesía.

Escuchamos una risa profunda y prolongada. Esa risa acompaña a quien sabe romper la ilusión del tiempo, y contarla y contarlo de otra manera.

Para convencer a Gilgamesh de su condición de mortal, demostrándole que no es capaz de mantenerse despierto durante siete días y siete noches, Uta-napisti le pone una prueba. Siete días y siete noches fue el tiempo que duró el diluvio. Si Gilgamesh no puede vencer al sueño, tampoco podrá escapar de la muerte. Este es el calendario que Uta-napisti inventa para demostrarle que ha dormido durante toda una semana: la mujer cuece siete panes, uno cada día, que poco a poco se secarán e irán volviéndose rancios.

¡Venga, cuece el pan de cada día;

sus rebanadas diarias se las dejas a su cabecera

y, los días que se pase durmiendo,

se los marcas en la pared!

Ella coció pan;

sus rebanadas diarias se las dejó a su cabecera

y, los días que se pasó durmiendo,

se los marcó en la pared.

Su primera rebanada ya estaba reseca;

la segunda, correosa;

la tercera, húmeda;

la cuarta se había puesto blanquecina: una torta;

la quinta había enmohecido;

la sexta estaba recién hecha;

la séptima, aún en las brasas.

Lo tocó, y se despierta el hombre.

Como Celan —siete rosas más tarde—, podríamos decir siete panes más tarde, y, junto a la visión y el olor, sentir un sabor y una textura que hablan del tiempo.

El paso del tiempo puede también sentirse en el reloj del paladar. Y así lo explicaba el maestro del té: «La primera taza humedece mis labios y la garganta; la segunda rompe mi soledad; la tercera penetra en mis entrañas removiendo mil pensamientos extraños; la cuarta me produce un ligero sudor y todas las pesadumbres de la vida se evaporan a través de los poros de mi piel; con la quinta me purifico; la sexta me transporta al reino de los inmortales; la séptima... ¡Ah, la séptima!».

Pero el maestro no podía seguir bebiendo; tampoco había palabras que pudiesen transmitir lo que sentía...

Del primer sabor al séptimo sabor, viajamos en el tiempo.

Un paladar adiestrado reconoce las horas de ahumado de un pescado, el tiempo del humo, las huellas que este ha dejado en la carne. Un paladar que ha vivido mucho y ha padecido la escasez reconoce en el sabor rancio la enfermedad del sabor, la medida exacta de tiempo que nunca debió transcurrir, el tiempo en contra de la sazón, de la muerte fijada por la orden del paladar. Esa continuidad del sabor más allá de lo permitido es vivida como el decaimiento extremo de una vejez que nos duele contemplar: como al anciano que no encuentra consuelo en cama alguna.

En contraste, el sabor ácido, que un vecino granjero de H. D. Thoreau describía como «de arco y flecha», parece anular toda idea de extensión del tiempo, de duración; ser puro presente.

El filósofo norteamericano escribía sobre unas manzanas dulces, cogidas del árbol durante el paseo y que, de pronto, en el estudio, tenían un sabor tan tosco que hasta una ardilla o un arrendajo las habrían rechazado. «Estas manzanas han sido expuestas al viento, a las heladas y a la lluvia hasta que han absorbido las cualidades del tiempo o de la estación, y por eso están sazonadas, y nos penetran, nos muerden o nos impregnan con su espíritu». Por eso hay que comerlas en sazón, al aire libre.

Qué bella expresión, «en sazón»: la estación ha entrado en la fruta, que se convierte en su representación.

«Para apreciar los sabores silvestres y acres de estas frutas de octubre es necesario respirar el aire frío de octubre y de noviembre [...]. Lo que es agrio en casa una caminata vigorizante lo vuelve dulce. Algunas de estas manzanas deberían llevar la etiqueta “Para comer en el viento”».

El signo del otoño cambia en la percepción del poeta francés Francis Ponge, cuyo paladar es invadido por la melancolía al contemplar la maceración de las hojas muertas en el agua de lluvia: «Al final, el otoño no es más que una tisana fría».

Profundas emociones marcan el calendario de nuestro paladar de manera indeleble: la primera vez que tuvimos hambre, esta fue saciada por la leche materna. En nuestra memoria, la leche siempre está tibia, como si acabara de salir de la ubre de la vaca, e incluso, aunque no seamos conscientes de ello, del pecho materno. El reloj del paladar se pone en marcha con el sabor del calostro, el primer sabor, con el que fuimos amamantados, y todos los sabores posteriores guardan una deuda con él.

El olor del pan que se cuece en el horno, indisociable de su sabor, pone en marcha un reloj y un calendario. El aroma bondadoso, que se va construyendo lentamente, circula por el reloj del olfato infantil, y queda también grabado en el calendario de la emoción, dispuesto a ser despertado cada vez que se repita el ritual de la cocción.

Fernando Pessoa recordaba las meriendas infantiles en una quinta portuguesa, la llegada de la bandeja con el té y las tostadas, el sabor asociado a un tiempo feliz: «Dame esto otra vez, tal cual era, con el reloj tictaqueando al fondo, y guárdate para ti todos los Dioses. ¿Qué es para mí un Olimpo que no sabe a las tostadas del pasado? ¿Qué tengo yo que ver con unos dioses que no tienen mi reloj antiguo?».

Casi podemos escuchar el tic-tac del reloj, soldándose en movimiento a los crujidos del pan tostado dentro de la boca del niño.

De la misma forma, el sabor de un pedazo de magdalena, mojada en una taza de té, que cierto día Marcel Proust se lleva a la boca despierta unas coordenadas precisas de su memoria y pone en marcha un gigantesco reloj, cuyas manecillas giran en sentido inverso. Aquel sabor hace que el recuerdo de un acto repetido muchas veces durante su infancia leve anclas y ascienda a la superficie del presente con todo lo que estaba adherido a él.

Se trata del mismo sabor que tenía el pedazo de magdalena que, cuando era niño, su tía le ofrecía cada mañana de domingo, después de mojarlo en su infusión de té o de tila.

«... cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo».

La reconstrucción de un recuerdo exige la restauración de los andamios temporales en los que este se sustenta. Después del saboreo de la magdalena, y antes de que esta fuera tragada y descendiera al estómago para su digestión en forma de alimento, se diría que el sentido del gusto llevó a cabo su propia digestión del tiempo.

(del perfume a la naftalina, del tiempo en los dedos)

El día de mercado de los pueblos, asignado durante años a un día fijo de la semana, que gira alrededor de una comarca, como en un reloj espacial, queda también asociado a los sabores y olores de sus mercancías, que cambian a lo largo de los meses del año.

Las rutas marítimas se abren,

abril, mayo, y el exquisito

junio, que va chorreando miel.

El poeta Tomas Tranströmer coloca al mes de junio en el paladar y lo llena de dulzor y de una textura que parece escurrirse por la lengua y desbordarla en una fiesta para el sentido del gusto.

Un sabor estaba asociado a cada estación en la antigua China: el de la primavera era agrio; el del verano, amargo; el sabor del otoño era acre y el del invierno, salado.

Por su parte, la primavera olía a moho; el verano, a quemado; el olor del otoño era fétido y el del invierno, hediondo.

¿Por qué renunciarían al perfume de las flores en primavera? ¿Tienen los olores elegidos un recorrido más largo? ¿Se dilatan más en el tiempo? ¿Nos cuesta más desprendernos de ellos, tal vez por la muerte que parecen portar consigo?

Los campos se fertilizan con las hojas muertas, con los frutos no cosechados del árbol, con el excremento animal: lo que se desecha regresa a la rueda de la vida en forma de alimento. La elección de estos olores está tocada por la muerte: frente al efímero placer del perfume, parece preferirse el recordatorio de la caducidad.

Lucrecio reflexionaba sobre la lentitud de los olores, que no podían viajar tan lejos como el sonido o la voz, por no hablar de las imágenes «que hieren las pupilas y provocan la visión. El olor, en efecto, es tardo en su andar y errabundo, y perece fácilmente, desgarrado a jirones, en las auras del aire».

El olor de la persona que ha dejado de ser y que continúa vivo en su ropa. El armario convertido en la casa donde todavía podemos comunicarnos con ella, sin palabras, a través del olfato: el olor puesto en pie.

Poco después de la muerte de su hermana, Mukai Kyorai, discípulo y amigo de Matsuo Bashō, decidió airear la ropa de verano de esta. En aquel mismo momento, recibió el poema que su maestro había escrito en su memoria:

Airear la ropa

de alguien que ha dejado de ser:

limpieza de otoño.

Frente al olor efímero de la rosa, que desearíamos consolidar en la magia del perfume, verdadero espejismo de un jardín, el olor del haiku es un perfume que pervive en la escritura y promete no evaporarse nunca.

«Es este todavía el dominio de los chopos cuyo olor a hojas muertas en los prados de octubre, amargo, astringente, que recuerda a veces al de un barniz cuando se está secando, es el olor típico del Otoño del Valle». Estas palabras de Julien Gracq nos suben por la nariz, y nos llevan hasta el pincel que arrastra suavemente el barniz por la superficie de un mueble de madera.

Ese olor astringente, ese olor que se va siempre, como el aroma de la rosa, no importa cuánto tiempo la mantengamos apretada contra la nariz y aspiremos en un rápido y ansioso bucle; ese aroma que no puede quedarse porque su naturaleza está ligada al tiempo.

Cuando el escritor japonés Junichirō Tanizaki se refería a la pátina ennegrecida que dejan sobre un objeto los dedos humanos, con el paso de las generaciones, esta pátina retiene la vida del objeto de una forma muy distinta a la del barniz, que parece preservarlo del paso del tiempo en un brillante cofre. La resina es también una cosecha del tiempo, expresión fluida de un reloj oculto en el árbol.

Por su parte, la cera aplicada al mueble de madera, día tras día, despierta al mismo árbol que fue abatido para su fabricación, le rinde un tranquilo homenaje en un ritual luminoso y fragante promovido por el tacto de una mano enamorada de la acción de frotar en el tiempo.

Marcel Proust escribía sobre los hoteles provincianos en los que, las vidas de personas tan distintas a la suya han dejado su impronta en forma también de olor. De qué forma este puede espolear una imaginación con su tesoro de tiempo.

Hoteles provincianos «... donde las habitaciones conservan un olor a cerrado que el aire libre va a lavar, aunque no lo borra, y que la nariz aspira cien veces para llevarlo a la imaginación, que se encanta con él, que lo hace posar como un modelo para intentar recrearlo en ella con todo lo que contiene de pensamientos y de recuerdos; donde por la noche, cuando abres la puerta de tu habitación, tienes la sensación de violar toda la vida que ha permanecido esparcida allí, tomarla osadamente de la mano cuando, cerrada ya la puerta, te adentras hasta la mesa o hasta la ventana...».

El olor tiene tal entidad que posa como un modelo de carne y hueso; y establece una íntima relación con un artista del tiempo. Qué distinto al olor «incubado», negativo, del que huye Josep Pla. Algunas páginas del autor catalán hacen referencia a esa categoría de olor que equivale a una presencia, a un volumen que ocupa un espacio, ahogándolo.

Cuenta el escritor cómo su madre, obsesa de la limpieza, ventilaba las habitaciones de la casa a todas horas, independientemente de la temperatura que hiciese en el exterior. Eso hizo que el escritor se acostumbrara a un aire fresco e inodoro, y desarrollara una pituitaria extremadamente sensible. No podía soportar las habitaciones cerradas, las habitaciones en las que había habido gente, aquellos olores por los que había pasado el tiempo o en los que el tiempo parece incubar la muerte como el del tabaco enfriado o los restos de comida en un plato: «... el olor de aire ya respirado, devastado, saqueado, descompuesto, el olor de ex-aire que flotaba en la iglesia, me ha hecho salir rápidamente».

Su perspicaz olfato retrata el olor de las estaciones en el Ampurdán: cuando llega el calor a la región, la gente huele a lana de cordero; mientras que, en el frío invierno, huele a humo de leña verde de pino. En el otoño, «la estación de los buenos olores», los campos y los árboles huelen a almendra tierna y a hierbabuena picante.

«Una cosa fuerte es ir a las horas de sol al final de la playa a olfatear el agua de una gran charca —agua del mar y agua de lluvia mezcladas— y aspirar el olor de las algas que se descomponen y de la arcilla que da olor de especies y de toda la mezcla aireada y putrefacta...».

Este recuerdo desagradable para Pla contrasta con el recuerdo que el olor de las algas de Venecia pone en marcha en el poeta ruso Joseph Brodsky.

A su llegada a esta ciudad, en una noche desapacible, y antes de que la oscuridad le permita discriminar cualquier imagen, se siente invadido por una felicidad absoluta, y ese profundo sentimiento le es comunicado a través de un olor. El olor a algas, como a otros el olor del heno recién cortado o el de algunas frutas, le comunica con su infancia. Pero, cómo, si su infancia no fue feliz, este olor puede acarrearle tanta felicidad.

«Siempre he creído que la fuente de esta atracción se encontraba en otro lugar, más allá de los confines de la biografía, más allá de la configuración genética, en algún lugar del hipotálamo en el que se almacenan los recuerdos de nuestros ancestros sobre su reino natal, de, por ejemplo, el mismo ictio que desencadenó esta civilización».

Los olores se adhieren a las paredes reales y soñadas y a los calendarios que cuelgan de estas. Así, el olor del pasado provocaba en Zbigniew Herbert una original fantasía: decía el poeta polaco que Siena olía a tubo de escape y comentaba que era una lástima que no existiesen restauradores de olores, como restauradores de muros derruidos; pensaba en lo agradable que sería pasear por la ciudad más medieval de Italia, «envuelto en una nube del Trecento».

El olor se queda para decir algo, aunque no todos podamos descifrarlo.

Para muchos animales el reloj se encuentra en su olfato. El perro cuenta el tiempo en los caminos del bosque y sabe que el ciervo pasó por allí a las cinco o que a las diez su lejano antepasado el lobo vertió orina en la ortiga; el collar de excrementos de la cabra se rompió a las doce, y cada cuenta negra y brillante lleva asociado un tiempo al cronómetro atómico de su hocico.

En el viejo almacén reconocemos un olor antiguo, la mezcla amortiguada de muchos olores que se han ido depositando en las baldas y en las paredes como un polvo invisible, un olor asentado en el que perviven y mueren todos los olores al mismo tiempo: olores tenues, que parecen especiar el gran olor, y olores fuertes, que, antes de unirse al todo, parecían estar dotados de espinas y crear a su alrededor un cordón de seguridad.

Por el contrario, la pastilla de naftalina que se colocaba en el armario para proteger la ropa durante las estaciones en las que esta no se utilizaba, y daba muerte a cualquier olor personal o perfume, anestesiaba también cualquier idea de un tiempo concreto, cualquier fecha, y disolvía todas las horas en un espacio remoto: la naftalina se convertía en el Érase una vez de los olores irreconstruibles, cuyo reverso sería el perfume.

Se decía que Mahoma amaba más los perfumes que los alimentos. Días después de su marcha, su fragancia persistía adherida a las paredes de la casa en la que se había detenido. ¿Cuántos días? ¿Quiénes podrían contarlos en esa clase de rastro? ¿Quizá aquellos que habían quedado prendados de sus palabras, esa clase de palabras profundas que no envejecen?

Otra clase de rastro puede actuar como una reliquia a la que el sentido del tacto pudiera devolver la vida.

Para los habitantes de Nueva Guinea las huellas formaban parte del individuo —las pisadas dejadas en el camino, el molde o el resto de calor en un asiento recién abandonado— y tocarlos significaba estar de nuevo en contacto con la persona que los había creado. Las madres colocaban a sus bebés en las huellas de los hombres sabios para que extrajeran su conocimiento a través del tacto.

En un cuento popular de la isla Kiwai se cuenta la historia de un guerrero que huye de sus enemigos. Encontrándose ya fuera del alcance de sus perseguidores, estos arrojan sus flechas a las huellas que ha ido dejando en el camino con el fin de herirlo.

Poderoso reloj el del tacto que los ciegos manejan con maestría, y que cuenta con precisión la edad con sus dedos adiestrados. La ceguera intensifica el poder conocedor del tacto, y un ciego puede leer en las nervaduras de la hoja de un árbol que aún no han ganado relieve en la superficie, anticipar esa emergencia antes de que el otoño, al secar el verde, deje a la vista esos canales, como las venas cada vez más visibles en las manos de la persona que envejece.

También el anciano que ha atesorado un calendario casi infinito de tactos sostiene un reloj en sus manos. Y el cadáver parece un espejo en el que se refleja la ausencia de los sentidos: ausencia de la vista, del olfato, del oído, del gusto o del tacto, de los distintos relojes que gobernaban el cuerpo.

Desde un no lugar en el que se añora el tiempo perdido, llegan las palabras de Fernando Pessoa:

¡Las flores, las flores que he vivido allí! Flores que la vista traducía a sus nombres, al conocerlas, y cuyo perfume el alma aprehendía, no de ellas, sino en la melodía de sus nombres [...]. Flores cuyos nombres eran, repetidos en secuencia, orquestas de perfumes sonoros [...]. Árboles cuya voluptuosidad verde ponía sombra y frescor en como eran llamados [...]. Frutos cuyo nombre era un clavar de dientes en el alma de su pulpa [...]. Sombras que eran reliquias de antaños felices ¡Oh, horas multicolores! Instantes-flores, minutos-árboles, ¡oh tiempo detenido en espacio, tiempo muerto de espacio y cubierto de flores, y del perfume de flores, y del perfume de nombres de flores!

(tiempo de color, tiempo sonoro)

«Octubre es el mes de las hojas pintadas». H. D. Thoreau había considerado recoger una hoja de cada árbol, de cada arbusto o de cualquier hierba, en el momento en el que estas alcanzan su tono más brillante, reflejar las transiciones que se producen a partir del color verde en un libro de ilustraciones que se titularía Octubre o colores de otoño y que mostraría las distintas formas de virar al marrón, al amarillo y, sobre todo, al rojo —el color de los colores del otoño—, un color ligado a nuestra sangre. Un cuaderno que equivaldría a pasear por los bosques, solo con pasar sus páginas. Pensaba que un pueblo no estaba completo si no tenía árboles que señalaran las estaciones, y que estos eran tan importantes para sus habitantes como la torre del reloj.

«El espectro del color en las hojas es casi infinito, y comunica también casi tantos estados de ánimo como la vida: la gradación del color más pálido al más intenso, la gradación que concluye en el rojo encendido nos recuerda al madurar de una fruta, ver la vida entera de un color ante nosotros, como un niño y un anciano en un mismo árbol [...] breve convivencia entre lo que dice adiós y lo que acaba de llegar [...] la luz parece moverse, avanzar: así se perciben las cosas aparentemente quietas, cuando la temperatura las empuja a un nuevo clima, a una nueva estación. NADA SE DETIENE, así el color como la vida...».

En el color hasta ahora firme de las hojas se empieza a percibir un titubeo, el parpadeo de una llama verde condenada a extinguirse en el color amarillo. Pero nos resistimos a aceptar el final y, como cigarras del reloj, cantamos a los colores del verano.

Las palabras de Julien Gracq parecen girar alegremente en el cielo: «Colores del buen tiempo, como si en él desplegara sombrillas».

Tras el espectáculo festivo de estas sombrillas multicolores, que hacen pensar en unos fuegos artificiales del frescor, el verdadero frío llega para poner orden y silencio: después de una nevada, su poder aislante e individualizador divide el mundo entre el negro y el blanco, y el gris impregna los escasos espacios que estos colores han dejado desatendidos.

Cuando Liu Xie escribía «el cambio de las cuatro estaciones es muy profundo en el color de las cosas», el color afecta al mundo animado y al mundo inanimado: «La primavera y el otoño se suceden como el yin, melancólico, y el yang, gozoso. El color de las cosas se mueve y el corazón se mece con él [...]. El año muestra el color de las cosas, que tienen diferentes apariencias. Los sentimientos mudan siguiendo el color de las cosas, y el lenguaje brota siguiendo los sentimientos».

Tampoco la niebla es uniforme nunca, y la literatura china refleja los sutiles cambios de color que experimenta con el paso de las estaciones. En primavera es más ligera y difusa que durante el verano, cuando se adensa y se tiñe de un azul verdoso, un color que en otoño vira al rojo, mientras que en invierno se vuelve oscuro y parece dormir.

Cualquiera que haya vivido en la costa habrá percibido cómo el frío y el calor transforman el color del mar y habrá aprendido a reconocer otra clase de calendario en él.

También el río es reflejo de las estaciones. Quien lo observa es testigo de la formación de los colores que cada una de ellas coloca en la superficie del agua. El color se queda en los árboles o los juncos de las orillas y el río sigue su curso, acarreando solo agua, llevándose la esencia y el secreto del reflejo a otro lugar. Seguir la corriente, seguir ese río hasta la desembocadura, quizá esa sería la única forma de escapar del tiempo.

Para algunos sinestetas —las personas para quienes dos sentidos están ligados de manera inseparable— los días de la semana y también los meses del año evocan un color: el lunes es rojo; el martes, amarillo índigo, al igual que puede serlo el mes de diciembre o el mes de marzo. Los días se suceden unos a otros, como los números, como los meses, como los años, y el color barre el tiempo. Del mismo modo, los vitrales de las catedrales encienden de un color cada hora del día, según se encuentre el sol más o menos alto en el cielo, a un lado u otro de sus naves, y marcan la hora de púrpura o azul cobalto. El poeta Paul Claudel reflexionaba sobre ese color del vidrio que oponía resistencia a la luz y que transformaba el «instante» en «duración», ayudándonos, por medio de una suerte de retardo, a meditar sobre el tiempo.

Sin embargo, ningún color será exactamente igual a otro en la paleta de la naturaleza, y la combinación de la hora, de la luz y de la emoción hará que el color sea siempre irrepetible. El color de la hora es siempre diferente, y, por mucho que se repitan las condiciones de humedad o sequedad en el aire, que acabe de amainar una tormenta junto al mar y se hayan despejado completamente las nubes, el rayo verde al que hemos confiado un deseo nunca será el mismo; tampoco la luz que nos concede un deseo sin que se lo hayamos pedido volverá.

Por otro lado, los pasos de danza que la aurora boreal ejecuta en el cielo no ocupan jamás el mismo lugar; la luz que asciende o desciende por la corteza del árbol nada tiene que ver con la obediente linterna que utilizamos para iluminar un camino o una casa en la oscuridad; el color se mezcla en una paleta en la que el pincel que barre el rojo o el amarillo está hecho de emoción y crea nuevos colores para los cuales es preciso también inventar nuevas palabras.

Decimos «verdinegro», «verdigrís», «velarte», «verdoso» y, de alguna manera, estamos admitiendo una derrota. Intentamos también describir un viaje del color y lo montamos en un verbo, decimos «amarillear», de modo que un reloj se pone en marcha en la palabra para describir la caducidad; decimos «reverdecer» y el verde regresa de un sueño que ha durado parte del otoño y del invierno; «blanqueamos» la ropa para regresar a un blanco inicial, a un pasado del color, describiendo viajes en el tiempo.

Sin embargo, por más que intentemos fijar la combinación de colores que se funden en la fachada de piedra o de cristal de un edificio, es mejor que no sucumbamos al espejismo de la fotografía: el color nunca regresará. Aunque pudiéramos descomponer el «rosicler» del cielo en infinitos fotogramas, y apoderarnos de la sinuosa fórmula de este color de colores, nunca podríamos reproducirlo porque cada átomo de color tiene su propia temperatura emocional, y los ojos que ahora empiezan a lagrimear mañana serán otros.

Podríamos decir que siempre es el primer día de un color, que el color nace con cada amanecer.

El sol poniente

de primavera pisa

la cola del faisán montaraz.

En este haiku de Yosa Buson el silencio inmediatamente anterior al sonido se comunica con el color: al pisar el sol poniente la cola del faisán, no solo los colores del cielo y las plumas se mezclan en la paleta del horizonte, sino que el faisán abre el pico y sentimos en el oído el anticipo de un graznido antes de ser emitido.

El ojo ve el resplandor del relámpago y, a la espera del sonido del trueno, el oído pone en marcha su cronómetro, tiempo indisolublemente unido a una distancia, que también cubre el oído sin moverse.

En El libro de la perfecta vacuidad se cuenta la historia de una mujer que, de viaje a un país remoto, toca el samizen para pagar su habitación en una posada. El profundo sonido de su instrumento se enreda en las vigas del techo y sigue sonando durante varios días después de su partida, hasta el punto de que los inquilinos piensan que la mujer no ha abandonado el lugar.

«La música es tiempo sonoro», decía Émile Cioran.

Y esta música ¿está indisolublemente ligada al tiempo desde el comienzo del mundo o se originó más tarde como medicina del hombre? ¿Es el tiempo un castigo circular que se ejecuta en el oído, como un acúfeno del que fuera imposible escapar y que la música aplacaría?

Cada uno de los doce tubos de bambú o jade que dan los distintos tonos de la escala musical china se corresponden con los doce meses del año.

Para Boecio, la música del mundo no la producía solamente el movimiento de los astros; también la sucesión de las estaciones, todos los movimientos cíclicos y ordenados de la naturaleza: «lo que el invierno contrae, la primavera desata, el verano diseca y el otoño madura».

Los tonos musicales, por tanto, se repetirían de forma cíclica, en el orden de un calendario sonoro que parece asociarse al frío, al calor o a la humedad que envuelven un bulbo bajo tierra, queman o enmohecen las hojas.

Nuestros sentidos cuentan el tiempo con sus propios relojes acres, hediondos, rojos, amarillos, suaves o ásperos, y también el tiempo se cuenta en el oído y puede ser grave como el sonido de la campana o punzante como un minutero de acúfenos.

Escribía Su Dongpo:

Solo oigo la campana, fuera de la niebla

y no veo el templo, dentro de la niebla.