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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 JoAnn Vest. Todos los derechos reservados.

MENTIRAS OCULTAS, Nº 56 - julio 2017

Título original: Attempted Matrimony

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2003.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-001-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

A Gloria Dalton le temblaba la voz cuando abrazó cariñosamente a Nicole.

—Es un banquete de bodas estupendo. Y tú la novia más bella del mundo.

—Gracias, tía Gloria.

—Casi puedo ver al pobre Gerald, correteando como un gallito y proclamando a todo el mundo, orgulloso, que eres su hija… Malcomb es un hombre magnífico. Un triunfador. Y además tierno, amable y considerado. Eso, en estos días, es una rareza.

—Estoy de acuerdo —convino Janice Dalton, reuniéndose con su madre y con Nicole—. El último soltero rico y encantador que quedaba en Shreveport, y tú te lo has llevado. Mala suerte la mía…

Nicole la tomó del brazo, riendo.

—Ya, como si tú hubieras estado dispuesta a sentar la cabeza por un hombre…

—Hey, siempre cabe la posibilidad.

—Espero vivir lo suficiente para verlo —terció Gloria.

—Acabas de hablar como una madre —repuso Janice, sonriente. Pero la sonrisa se borró de su rostro tan pronto como se retiró Gloria—. ¿Qué te pasa? —le preguntó a su prima, mirándola preocupada.

—Bueno, acabo de casarme, ¿no?

—Por eso mismo. ¿Se puede saber dónde está esa expresión de felicidad que caracteriza a toda recién casada?

Allí estaba Nicole, en medio del elegante club universitario, con una media sonrisa cosida a la boca y deseando que Janice no la conociera tan bien. Habían crecido juntas y, además de primas, eran las mejores amigas del mundo. Y ello a pesar de lo muy distintas que eran.

—¿Por qué no habría de estar feliz?

—No sé. Puede que te preocupe que acabas de comprometerte solemnemente a dormir con un mismo hombre durante el resto de tu vida. Yo que tú estaría aterrada.

—Bueno, me he comprometido a compartir mi vida con un hombre que me ama, ¿no?

—Eso mismo es lo que acabo de decir yo. Aunque debo admitir que, puestos a atarse de esa manera, el impresionante y distinguido doctor Malcomb Lancaster es el mejor candidato.

—Me alegro de que lo apruebes.

—Lo apruebo. Además, no le queda ningún familiar vivo… lo que quiere decir que no tendrás que soportar suegros ni cuñados. ¿Te das cuenta de la suerte que tienes?

—Estoy seguro de que si los padres de Malcomb estuvieran vivos, serían unos suegros encantadores.

—Vuelvo a mi pregunta original. ¿Qué es lo que pasa?

—Nunca te das por vencida, ¿verdad?

—Solo si tengo algo que ganar con ello.

Nicole suspiró y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la estaba oyendo.

—Ya sé que suena ridículo, pero tengo la extraña sensación de que algo malo va a suceder. Todo me parece demasiado bonito, demasiado maravilloso para que pueda ser verdad.

—Nicole, eso son tonterías —le puso una mano en el hombro—. Lo que tienes que hacer es concentrarte en tu luna de miel y hartarte de hacer el amor con tu marido en alguna preciosa isla griega.

Nicole se disponía a replicar algo mientras recorría la sala con la mirada, con la esperanza de ver a Malcomb. Le habría gustado que hubiera estado en aquel momento, a su lado, reconfortándola con su sonrisa. Pero sus reflexiones se vieron interrumpidas por un estrépito de copas rotas, seguido de una exclamación. Era la voz de su hermano.

—Oh-oh. Oh-oh. Oh-oh —estaba repitiendo Ronnie, una y otra vez.

La música seguía sonando, pero las parejas habían dejado de bailar para contemplar la escena. Recogiéndose el vestido de satén, Nicole se dirigió apresurada hacia su hermano autista.

—Por favor, sigan bailando. Y no lo toquen —les dijo con el tono más tranquilo que fue capaz de adoptar.

La multitud se abrió para dejarla pasar. El piso más alto de la enorme tarta de bodas se había caído sobre la mesa, derribando de paso las copas de brindis, cuyos pedazos estaban dispersos por el suelo. Al parecer, Ronnie debía de haber tropezado con la mesa, o quizá, fascinado por la tarta, había querido tocar el piso más alto. A sus veintiún años, era bajo y muy flaco; casi parecía más un desgarbado adolescente que un hombre. Sus habilidades sociales eran prácticamente inexistentes y, en las situaciones tensas o incómodas, su comportamiento resultaba imprevisible. En aquel instante se estaba balanceando hacia delante y hacia atrás, con gesto ausente, ensimismado.

Alguien le pisó la cola del vestido. Nicole se volvió para desengancharla, pero cuando terminó de hacerlo, Malcomb ya había llegado junto a Ronnie. Al principio suspiró aliviada, imaginándose que se haría perfectamente cargo de la situación. Pero al instante se le heló la sangre en las venas al escuchar su voz estridente, furiosa.

—Mira lo que has hecho con la tarta de bodas, Ronnie —agarrándolo del pescuezo, le acercó la cara a la masa de nata y helado que manchaba el mantel de lino rosa.

Ronnie manoteó, impotente, mientras intentaba librarse de Malcomb. Abriéndose paso entre los presentes, Nicole estalló de manera automática. Eso era algo que no podía soportar.

—¡Suelta a mi hermano! —le ordenó con voz temblorosa, pero firme—. Yo me encargo de esto.

Malcomb la miró. Sus ojos oscuros tenían un insólito brillo de furia. Por un segundo, Nicole temió incluso que fuera a golpearla a ella. Fue como si algo extraño e incomprensible la desgarrara por dentro.

—Tranquilicémonos. Solo ha sido un pequeño accidente. No pasa nada —intervino su tío John, tranquilizador.

La sala estaba sumida en un completo silencio, únicamente turbado por el rítmico chirrido de los zapatos de Ronnie mientras seguía balancéandose hacia atrás y hacia delante, con las manos en los oídos.

Era una situación absurda, como una pesadilla que se hubiera impuesto a la realidad. Luego, con la misma rapidez con que había surgido, aquel mal sueño empezó a diluirse. Malcomb fue relajando los músculos de su rostro, y sus labios ensayaron una tentativa sonrisa.

—Tienes razón, John. No pasa nada —apoyó una mano sobre el hombro de Ronnie, con gesto tranquilizador—. Es solo una tarta, Ronnie. No importa. Lamento haberme enfadado contigo.

Ronnie seguía con las manos en los oídos, pero ya no se balanceaba tanto, como si la tensión se hubiera aflojado. Malcomb se acercó entonces a Nicole, le tomó las manos entre las suyas y la miró. La ciega furia que antes había oscurecido sus pupilas había desaparecido, pero persistía una frialdad, una dureza extraña. Nicole tuvo la sensación de estar mirando a un desconocido a los ojos.

—Lo siento, Nicole. Solo quería que este día fuera tan perfecto como mi amor por ti. Supongo que perdí los estribos. ¿Podrás perdonarme?

El ambiente de la sala había cambiado de pronto. Podía percibirse un movimiento de empatía y de comprensión hacia la actitud de Malcomb. Todo el mundo parecía dispuesto a perdonar y a olvidar. Y Nicole se dijo que ella debería sentir lo mismo. Solo que algo duro y escalofriante parecía ahogarla por dentro.

—Necesito estar un momento a solas con Ronnie —le susurró, tensa.

—Lo entiendo, querida. Cuando me necesites, llámame.

Y se reunió con los demás, que lo acogieron con los brazos abiertos, comprensivos. Nicole pensó que, a pesar de sus palabras, a pesar de que Malcomb había declarado que estaba a su disposición… jamás en toda su vida se había sentido tan sola. Se quedó con Ronnie, hablándole con susurros hasta que logró alejarlo de la tarta estropeada, hasta una apartada esquina, donde pudieran estar tranquilos.

Quizá la culpa fuera suya, por haber llevado a Ronnie al banquete de bodas. Sabía que su hermano solamente se sentía cómodo con una rutina familiar, establecida, repetitiva. Aun así, parecía haberse dado cuenta de que aquella boda, aquel trastorno de su rutina, era algo muy importante para ella. Y Nicole había dado por supuesto que él había querido formar parte de la misma.

—Te he estropeado la tarta. Te he estropeado la tarta —estaba balanceándose de nuevo, con la mirada perdida.

Le dolía verlo así. Ansiaba tan desesperadamente poder penetrar aquella opaca neblina que parecía aislarlo del resto del mundo…

—Tú no has estropeado nada, Ronnie. Así me gusta más la tarta. Con esas rosas de nata desperdigadas por el mantel. Así está más graciosa.

—Rosas graciosas, ¿eh?

—Sí, rosas graciosas.

Le dio un abrazo y él se lo devolvió, incómodo. Nicole se alegró. Nunca como en aquel momento había necesitado tanto que la abrazaran.

—¿Estáis bien, chicos?

Era su tío, que los miraba con expresión preocupada. John era el hermano más joven de su padre, y se parecía tanto a él que, en vida de Gerald, más de una vez los habían confundido. Y sin embargo, eran completamente distintos. John era tranquilo y despreocupado, mientras que el senador Gerald Dalton había sido un hombre autoritario y a la vez carismático, capaz de cambiar el clima de toda una sala con su simple presencia.

—Sí —respondió.

—¿Malcomb pierde la paciencia tan a menudo?

—Nunca lo había visto ponerse así antes.

—Bien —repuso su tío, claramente aliviado—. Entonces no deberíamos preocuparnos. Las bodas suelen poner un poco nerviosos a los novios.

—Y a las novias también.

—Seguro —le rodeó los hombros con un brazo—. Tratar a Ronnie a veces es difícil, sobre todo para la gente que no lo conoce, o que no está acostumbrada a él. Estoy seguro de que Malcomb es un buen hombre. Y, desde luego, te quiere mucho.

—Lo sé.

Sí, lo sabía. Además, ya era la señora de Malcomb Lancaster. Los votos matrimoniales ya habían sido contraídos. Los papeles habían sido firmados. Ya no quedaba lugar para las dudas.

—Rosas graciosas —dijo una vez más Ronnie.

—Sí. Rosas graciosas.

Pero entonces, ¿por qué no tenía ninguna gana de reírse?

1

 

Diez meses después

 

Nicole hojeó los titulares del Shreveport Times mientras se tomaba su segunda taza de café. El nuevo alcalde se enfrenta con los primeros obstáculos serios. Ninguna pista sobre el caso del asesino en serie.

—Parece que la policía ha llegado a un callejón sin salida con ese caso —le comentó a Malcomb, que acababa de entrar en la cocina.

—Tres mujeres asesinadas en un lapso de ocho meses —repuso, ajustándose el nudo de la corbata—. Y la policía no tiene la menor pista. Eso dice muchas cosas, ¿no te parece?

—A mí solo me dice que ese tipo todavía anda suelto.

—Ya. Y que es más listo que la policía.

—No creo que sea listo. Debe de ser un loco, un trastornado. La verdad es que todo esto resulta bastante aterrador. Podría ser cualquiera. Y podría estar en cualquier parte.

—Yo no me preocuparía. Por lo que sabemos, esas mujeres tal vez incluso se lo merecían.

—¿Cómo puedes decir algo así? Nadie se merece que lo asesinen.

—Tienes razón. Probablemente eran unas santas —replicó, irónico—. Y simplemente se equivocaron con los clientes que enganchaban a la salida de algún bar de mala reputación —se inclinó para darle un beso en el cuello.

Le gustaba el aspecto de Malcomb por las mañanas: limpio, derrochando seguridad y confianza en sí mismo. Con su pelo rubio corto, cuidadosamente peinado. Tenía el mismo aspecto del hombre de quien se había enamorado. Solo que las apariencias engañaban.

—Será mejor que te lleves un impermeable cuando salgas —le dijo, deteniéndose para servirse una taza de café, solo y bien cargado—. En las noticias han dicho que se acerca un frente de lluvias. Y que estará aquí hacia media mañana.

—Hoy no tengo que salir a ningún sitio.

—¿No era hoy cuando ibas a trabajar de voluntaria en el centro de Red River?

—Mañana. Hoy pensé que podría hacer esa sopa de marisco que tanto te gusta para la cena de esta noche.

—Oh, no te tomes la molestia, cariño. Ya cenaré algo en el hospital. Me pasaré la mayor parte del día en el quirófano, y además tengo varios pacientes en la Unidad de Cuidados Intensivos. Como muy pronto, estaré de vuelta a eso de las diez —esbozó una sonrisa condescendiente, como si le hubiera leído el pensamiento—. Ya sabes que preferiría quedarme aquí, contigo. Pero también sabes que estás casada con un cirujano del corazón…

—Ya —repuso. Aunque no había sido así cuando lo conoció. Ni siquiera durante sus dos primeros meses de casados—. Quizá llame a Janice, por si quiere comer conmigo.

—Yo creía que se había ido otra vez de vacaciones.

—Fue a Dallas para comprar algo para su boutique. Pero sí, tienes razón. Probablemente no haya vuelto todavía.

—De todas formas, no creo que te convenga mucho su compañía, ahora que ya eres una mujer casada. Es una poco… alocada.

—Solo estaba hablando de salir a comer…

—Cierto, pero tengo la sensación de que a Janice le gustaría causarnos problemas. Creo que está celosa de que tú y yo nos tengamos el uno al otro, mientras que ella sigue sola, como siempre.

Nicole se abstuvo de decirle que rara vez Nicole estaba sola. Además, si alguien estaba celoso, era ella, y no su prima. Janice disfrutaba llevando su negocio. Era Nicole la que no encontraba un cauce adecuado a sus energías. Vaciló, nada deseosa de entablar una discusión aquella mañana. Pero, al final, decidió arriesgarse.

—Estoy pensando en matricularme en la universidad para el próximo semestre —lo informó mientras se levantaba para dejar su plato en el fregadero. No era la primera ocasión que sacaba el tema, y siempre que lo había hecho, Malcomb se había molestado. La expresión de su rostro le indicó que esa vez no iba a ser distinto. Al oír que rezongaba algo, añadió—: Bueno, tú ya sabías que yo quería licenciarme de profesora cuando me pediste que me casara contigo, y que tenía intención de enseñar a niños autistas. El hecho de que estuviera estudiando no parecía molestarte tanto en aquel entonces.

—Pero dejaste los estudios cuando nos comprometimos.

—Sí, para tener tiempo suficiente para preparar la boda, irnos de luna de miel y acostumbrarme a mi nueva vida. No pretendía interrumpirlos para siempre.

Malcomb la fulminó con la mirada, por encima del borde de su taza de café.

—¿Es esto un castigo por quedarme a trabajar hasta tan tarde?

—No —detestaba la manera que tenía siempre de enfocarlo todo en él, en su persona. Además, por mucho que se esforzaba, no lograba comprender su renuencia a que continuara sus estudios, sobre todo cuando tenía tan poco tiempo para dedicárselo a ella—. Llevamos diez meses casados. Ya es hora de que piense un poco en mi vida.

—¿Tan rápido te has cansado ya de nuestra vida, corazón? —le preguntó, arqueando las cejas.

—Por supuesto que no. Pero yo necesito más cosas.

—Esas son justamente las palabras que todo hombre gusta de oír minutos antes de salir de casa para pasarse todo el día en el quirófano, operando del corazón a un paciente especialmente delicado.

—Precisamente se trata de eso, Malcomb. Tú eres cirujano, y muy bueno. Tu trabajo de todos los días salva vidas. Mientras que yo solamente quiero sentirme también algo útil.

Dejando la taza sobre el mostrador, Malcomb le tomó las manos.

—Lo entiendo, Nicole. Trabajo demasiado y no siempre te presto la suficiente atención, pero te amo más que a mi vida. Te necesito. Te necesito mucho. El hecho de volver a casa todas las noches y verte aquí me libera de todo el estrés que acumulo durante el día.

—Eso no cambiará, Malcomb. Por las noches seguirás viéndome aquí.

—Pero no sería lo mismo. Porque tú también estarías estresada —se pasó una mano por el pelo, teniendo buen cuidado de no despeinarse—. Y cuando yo consiguiera unos cuantos días para que pudiéramos hacer algún viaje juntos, tú estarías ocupada con tus estudios.

—Desde nuestra luna de miel, no hemos hecho ningún viaje.

—Pero lo haremos. Además, no hay razón alguna para que tengas que licenciarte de maestra, o para que te pases el día entero cuidando a los niños de otra gente. Pronto empezaremos a pensar en fundar una familia, ¿no?

Niños. Tener hijos con Malcomb. Sintió una punzada de pánico ante aquel pensamiento. Maldijo para sus adentros. ¿Qué le estaba pasando? Una de las razones por las que había aceptado la petición de matrimonio de Malcomb era porque su reloj biológico se estaba acelerando. Tenía veintiocho años. Y él era ocho años mayor que ella.

Intentó apartarse, pero él la agarró de un brazo y, atrayéndola hacia sí, la besó en los labios.

—¿Por qué no sales a pasear hoy con Ronnie? Eso siempre te levanta el ánimo.

—Hablando de Ronnie, me gustaría traérmelo a casa este fin de semana.

—¿Otra vez?

—Hace más de un mes desde la última vez que pasó una noche aquí.

—Lo sé, y yo echo de menos sus visitas tanto como tú, pero había pensado en reservarnos este fin de semana para los dos. Tú y yo… solos —la besó de nuevo—. He tenido una semana muy difícil. Lo entiendes, ¿verdad?

Nicole asintió con la cabeza y optó por no replicar, aunque lo cierto era que ya no entendía nada de lo que hacía su marido. Cuando oyó la puerta cerrarse a su espalda, volvió a bajar la mirada al periódico, incapaz de leer o de concentrarse, absorta en sus pensamientos.

El timbre del teléfono turbó aquel ensimismado silencio. Descolgó el teléfono de pared.

—Residencia Lancaster.

—¿Es usted la señora Lancaster? —inquirió una voz de mujer, tensa, preocupada.

—Sí.

—Creo que… hay ciertas cosas que debería saber sobre su marido.

—¿Perdón?

—Malcomb Lancaster es un mentiroso y un impostor.

—¿Quién es usted?

—Eso no importa.

—Si se trata de algún tipo de broma…

En aquel instante se cortó la comunicación. A Nicole le temblaban las manos cuando colgó. «Malcomb Lancaster es un mentiroso y un impostor». Las palabras de aquella llamada anónima resonaban todavía en su cerebro.

Pero no tenía nada que temer. Malcomb podía ser un hombre algo egoísta y posesivo, pero ni era un mentiroso ni un impostor. Aun así, mientras se dirigía al cuarto de baño y se quitaba el pijama, Nicole no pudo evitar una extraña sensación. Como la de un dedo helado acariciándole la espalda.

Una vez desnuda, se metió en la ducha y abrió el grifo del agua caliente. Con los ojos cerrados, a la vez que disfrutaba de la deliciosa sensación del agua resbalando por su cuerpo, intentó pensar en la vida que había llevado antes de conocer a Malcomb. Antes de la muerte de su padre. Antes de que su mundo hubiera quedado absolutamente trastornado.

Pero incluso entonces no había sido del todo feliz. Nunca se había sentido cómoda en el mundo de la alta política, al que había pertenecido su padre. Incluso antes de su muerte, ya había empezado a pensar en convertirse en profesora. Ayudar a niños con problemas similares a los de su hermano le había parecido una actividad muchísimo más interesante y satisfactoria.

Apoyada contra la pared de mármol, se obligó a respirar profundamente varias veces. Tomando una decisión, se concentró a planificar mentalmente el día. A Malcomb no le gustarían sus planes, pero tendría que aguantarse. Porque solo de esa manera podría salir fortalecido su matrimonio.

 

 

Malcomb aparcó su deportivo negro y apagó el motor. No estaba de humor para aguantar las quejas de Nicole acerca de que quería estudiar en la universidad. Ella no necesitaba trabajar. Había heredado dinero suficiente para que pudieran nadar en el lujo durante el resto de su vida, incluso aunque él no ganara un solo céntimo más. Además, en cuanto una mujer empezaba a trabajar fuera de casa… las cosas empezaban a estropearse.

Aun así, en muchos aspectos seguía siendo la mujer perfecta. De familia aristocrática, bien provista de todo tipo de influencias políticas, Nicole era hermosa, con aquella sedosa melena de color castaño que le caía en ondas sobre sus finos hombros. Con aquellos expresivos ojos pardos, tan vivaces cuando hablaba, y que brillaban con un destello de diamante cuando hacían el amor. Una figura perfecta y una piel exquisitamente suave. Si hubiera que encontrarle algún defecto físico, habrían sido únicamente sus senos, algo pequeños para los gustos de Malcomb. En cualquier caso, era una mujer magnífica, esplendorosa.

Una sonrisa asomó a sus labios cuando se abrieron las puertas del ascensor. Porque lo mejor de todo era que era la hija de Gerald Dalton. De alguna manera, el poder de aquel viejo senador había pasado a sus manos. Todo lo cual hacía que su matrimonio… hubiera valido la pena.

 

 

Nicole paseaba por el campus Shreveport de la Universidad del Estado de Louisiana. Aunque dependiente del campus principal de Baton Rouge, acogía a cerca de cuatro mil estudiantes. Aquel ambiente la estimulaba, la hacía sentirse mucho más viva de lo que se había sentido en mucho tiempo, pensó mientras se encaminaba hacia las oficinas de administración. Lo interpretaba como una señal. Una señal de que había tomado la decisión adecuada.

—¿Nicole Lancaster?

Se volvió al oír su nombre, y se encontró con la mirada vivaz y la expresión afable de Matilde Washington. La joven estudiante afroamericana se dirigía apresurada hacia ella.

—Esperaba que nos encontraríamos hoy aquí —le dijo Nicole, tras saludarla—. Pero no podía imaginar que me reconocerías de espaldas.

—¿Estás de broma? Nadie mueve las caderas como tú. Por ese contoneo tuyo, te encarcelarían al menos en cinco estados de la América profunda.

—Yo no me contoneo.

—Ya, claro. Y los políticos de Louisiana no mienten. Y por si eso fuera poco, el vestido que llevas es absolutamente letal.

Nicole acarició la sedosa tela de su falda.

—Este vestido no tiene nada de particular…

—Acuérdate de que yo estaba contigo cuando te lo compraste… en esa boutique en la que te revisaron tu cuenta bancaria antes de dejarte pasar. A mí solo me permitieron la entrada porque pensaron que yo estaba allí para llevarte las bolsas.

—Qué loca estás… Me alegro muchísimo de verte. ¿Qué tal te va en las clases? ¿Y cómo está Jake?

—Voy tirando. Tres sobresalientes, un notable y un humilde aprobado en la asignatura de Historia de Louisiana. Jake está estupendamente. Ya está aprendiendo a leer.

—No me extraña nada, con lo inteligente que es. ¿Qué hay de su papá?

—Mark sigue tan ocupado como siempre. Sigue empleado en dos trabajos para que yo pueda seguir estudiando y licenciarme. Ese hombre vale su peso en oro —sonrió Matilda—. Tu presencia en este campus… ¿quiere decir que vas a volver o que solo has venido para reírte de tus pobres y esforzadas compañeras?

—Estoy pensando en volver. Precisamente me disponía a recoger en la oficina un programa de las clases de primavera.

—¡Genial! Eso quiere decir que para el próximo otoño volveremos a estudiar juntas.

—Eso si cumplo con los requisitos que me pidan. ¿Tienes tiempo para tomarte un café?

—Lo sacaré, siempre y cuando me prometas contármelo todo acerca de esa fabulosa luna de miel tuya. Y de tu matrimonio con el guapísimo doctor Lancaster.

Nicole se encogió por dentro, pero procuró no dejar traslucir sus dudas.

—La luna de miel fue maravillosa.

—¿Y tu vida con el doctor Lancaster el sueño que todas nos hemos imaginado que sería?

«Malcomb Lancaster es un mentiroso y un impostor», la voz de la llamada anónima de aquella mañana la asaltó por sorpresa. Se obligó a seguir caminando mientras intentaba desterrar aquellos ridículos temores. Tal vez Malcomb no fuera el marido con el que había soñado, pero era un hombre honesto, además de un gran cirujano, y lo amaba. Eso explicaba quizá las lágrimas que en aquel momento humedecían sus ojos. Matilda le rodeó los hombros con un brazo.

—Bueno, ignora la última pregunta. Todos los matrimonios tienen mañanas en las que una se pregunta por qué diablos ha tenido que casarse. Yo tengo un programa de las clases de primavera; no hace falta que vayas a la oficina a buscarlo. Tomemos ese café, a ver si encontramos alguna asignatura en la que podamos coincidir. Te he echado mucho de menos.

—Gracias. ¿Qué me cuentas de nuestro profesor favorito de Psicología? —inquirió Nicole, necesitada de uno de los divertidos chismes de Matilda para mejorar su humor.

—No te vas a creer lo que ha hecho ese hombre…

Para cuando llegaron a la cafetería, Nicole ya estaba recuperada del todo. Aquello era mucho mejor que quedarse sentada sola en un inmensa casa llena de placenteros recuerdos del pasado… y de incómodas dudas sobre el presente. Tenía la inequívoca sensación de que aquel día iba a suponer un punto de inflexión tanto en su matrimonio como en su vida. Aunque todavía no podía saber si iba a ser para mejor o para peor.

 

 

Dallas Mitchell tomó un sorbo de café y se inclinó sobre sus notas. Solo les daría un rápido vistazo antes de correr escaleras arriba para intervenir en una clase de Sociología. No se le daba muy bien hablar en público, pero el profesor era amigo suyo y Dallas no había querido decepcionarlo. Además, el tema no era otro que el comportamiento de los culpables durante los interrogatorios policiales. No sabía muy bien qué interés podía tener para aquellos estudiantes, pero definitivamente él era el hombre adecuado. Durante los cinco últimos años había interrogado a centenares de sospechosos, tanto culpables como inocentes.

Un buen policía podía adivinar si una persona mentía en el preciso instante en que abría la boca para hablar. O sus respuestas eran tan rígidas y previsibles que en seguida se echaba de ver que las había memorizado, o era incapaz de repetir dos veces la misma historia. En cambio, una persona inocente tenía que pensar antes de responder, y su primera declaración rara vez solía cambiar.

Había cientos de detalles más que traicionaban a un mentiroso, pero no siempre eran fiables. Un auténtico psicópata podía mentir a la perfección, sonriendo y mirando a cualquiera a los ojos sin inmutarse. Dallas se había tropezado con algunos durante su trayectoria profesional. Esos eran los más peligrosos. Del mismo tipo que el asesino múltiple que lo tenía obsesionado.

La imagen del último cadáver encontrado entre unos arbustos, en una zona aislada cerca del lago Cross, seguía presente en su cerebro, revolviéndole el estómago. Una maestra de escuela preescolar, de veintiocho años, una madre soltera aficionada a bailar música country. Una pobre mujer a la que alguien había drogado y torturado… Hasta que su arteria carótida había sido seccionada con un corte pequeño, rápido, eficaz. Al igual que les había ocurrido a las otras mujeres que habían muerto asesinadas durante los últimos meses.

Abismado en sus pensamientos, Dallas volvió a guardar sus notas en la carpeta y echó a andar por el pasillo, con el vaso de café en la mano. Una carcajada femenina procedente de la cafetería lo hizo detenerse en seco. Antiguos recuerdos asaltaron de pronto su mente. Giró sobre sus talones, esperando que se tratara de una mala jugada de su imaginación.

No tuvo esa suerte. Nicole Dalton se hallaba sentada a una mesa, a unos pocos metros de distancia, charlando animadamente con una compañera. Si continuaba andando, en cuestión de segundos podría salir por la puerta sin tener que enfrentarse con ella.

O podría dirigirse hacia ella y hablarle. ¿Pero qué podía decirle a una mujer con la que se había acostado solo una vez, nueve años atrás?

Dallas seguía mirándola fijamente cuando ella se volvió hacia él. En el instante en que se encontraron sus miradas, una expresión de reconocimiento cruzó por sus ojos oscuros. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa, acelerándole el corazón.

Nunca se había destacado por sus habilidades sociales, pero supuso que ya era demasiado tarde para salir corriendo.

2

 

Nicole observó a Dallas mientras se acercaba, sorprendida de que hubiera cambiado tan poco. Sobre todo cuando ella se sentía mucho más mayor que la última vez que lo había visto. Le tendió la mano.

—Hola, Dallas. ¡Cuánto tiempo!

—Y que lo digas —le estrechó la mano. Su alianza de matrimonio no le pasó desapercibida—. Tienes buen aspecto.

—Tú también —era una obviedad. Parecía más musculoso de lo que recordaba, pero seguía teniendo el mismo pelo oscuro y los mismos ojos castaños, de mirada penetrante. No era guapo, o al menos no tenía la belleza clásica de Malcomb. Sin embargo, la dureza de sus rasgos y el aire de confianza que exudaba lo convertían en un hombre singularmente atractivo. En una palabra: era terriblemente sexy.

—Me enteré de lo de tu padre. Lo siento.

—Gracias.

Se había enterado, pero no se había molestado en llamarla. Habían transcurrido años desde la última vez que… Los antiguos recuerdos surgieron a la superficie y tuvo la sensación de que se quedaba sin aire. Señalándole una silla vacía, y esforzándose por mantener un tono de voz razonablemente firme, lo invitó a que se sentara con ellas.

Al ver que vacilaba, se arrepintió enseguida de su ofrecimiento.

—Bueno, lo mismo estás muy ocupado… —le dijo, facilitándole ella misma el pretexto.

Dallas volvió por un instante la mirada hacia la puerta, como planteándose echar a correr. Pero no lo hizo.

—No, todavía dispongo de unos minutos —miró a Matilda—. Espero no interrumpir nada…

—En absoluto —se apresuró a tranquilizarlo la amiga de Nicole—. De hecho, ahora mismo tenía que irme. Tengo que recoger a mi hijo y dejarlo en casa de mi madre antes de mi siguiente clase.

Después de que Nicole hiciera las presentaciones, Matilda se levantó, estrechó la mano de Dallas y se volvió hacia su amiga.

—Quizá me lleve a Jake al centro de Red River mañana. ¿A qué hora estarás trabajando de voluntaria en la caseta de arte infantil?

—Desde las nueve hasta las doce. Pásate, por favor. Me encantaría volver a ver a Jake.

—Lo intentaré. Ciao —y se marchó.