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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Leona Karr. Todos los derechos reservados.

HERENCIA MALDITA, Nº 57 - julio 2017

Título original: Semiautomatic Marriage

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-003-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

1

 

Carolyn Leigh miraba con los ojos muy abiertos a los dos hombres que estaban sentados frente a ella, en la mesa del despacho de abogados.

—Creía que esta reunión era para hablar sobre mi benefactor anónimo, el que ha estado sufragando mis estudios de medicina a través de este bufete de abogados.

—Bueno, en cierto modo lo es —le aseguró el señor Bancroft, el abogado de mayor edad, un hombre de pelo gris, mientras se ajustaba las gafas sobre la nariz con el dedo índice.

—¿Tengo que devolver el dinero? —preguntó ella sin alterarse, intentando que no se le notara la aprensión en la voz. No podía permitirse tener más deudas. Acababa de licenciarse hacía un mes, y estaba intentando encontrar un trabajo a tiempo completo lo antes posible para pagar todo lo que ya debía.

—No. La beca era suya, y no tiene que devolver nada —le dijo el abogado—. La noticia que tenemos que darle es buena.

Carolyn se puso tensa. ¿Buena? Había crecido sin familia propia, enfermiza y acogida en diferentes casas, sin encontrar ningún lugar permanente ni satisfactorio. Incluso en aquel momento, cuando ya era una adulta que se las había arreglado para terminar la carrera de medicina trabajando al mismo tiempo, durante seis años, sintió que una angustia conocida le atenazaba el estómago. Todavía tenía pesadillas acerca de ser una niña indefensa, arrojada de una experiencia traumática a otra. Siempre se había sentido como un peón en un diabólico juego de ajedrez. «Ya empezó de nuevo», pensó, intentando prepararse para resistir cualquier cosa que fuera a chocar de lleno con sus planes.

Desde el primer momento en que Carolyn había entrado en el despacho, había tenido la sensación de que los dos hombres tenían dudas, de que no sabían exactamente cómo proceder. Solo había visto al mayor de los dos, William Bancroft, en una ocasión anterior, y no conocía al más joven, Adam Lawrence. Bancroft se lo había presentado mencionando únicamente el nombre, sin decirle por qué estaba allí ni quién era. Ella supuso que era un socio joven del bufete.

Le ofrecieron café con amabilidad, pero ella lo rechazó.

—Muy bien. Entonces, ¿por qué no empiezas a explicar la situación, Adam? —sugirió Bancroft—. Después nos ocuparemos de los detalles legales.

El joven, moreno y guapo, le sonrió, y entonces ella se fijó con más atención en sus rasgos marcados, su piel ligeramente bronceada y el hoyuelo que tenía en la barbilla. Debía de tener unos treinta años. Entrecerró ligeramente sus ojos azul grisáceo, como si estuviera buscando el modo más apropiado de empezar. A Carolyn se le aceleró el corazón mientras esperaba a que empezara a hablar. ¿De qué se trataría todo aquello?

—¿Ha oído hablar de Arthur Stanford? —le preguntó, en tono relajado, y volvió a sonreír como si se hubiera dado cuenta de que ella estaba muy tensa.

—No —respondió Carolyn con su sinceridad habitual.

Él pareció sorprenderse un poco de su franqueza.

—¿Y sobre Horizon Pharmaceuticals?

—Por supuesto que sí. Todo el mundo que esté relacionado con la medicina ha oído hablar de Horizon. Es uno de los mayores fabricantes de medicamentos del noroeste del país, creo.

Él asintió.

—Exacto. Arthur Stanford era el propietario de Horizon Pharmaceuticals. Ha muerto hace muy poco tiempo.

—¿Y hay alguna razón por la que yo tenga que saber eso? —probablemente, la muerte de aquel hombre habría sido anunciada en los medios de comunicación, pero ella había estado demasiado ocupada estudiando como para leer el periódico. Algo acerca de aquella reunión la había puesto a la defensiva, algo que no entendía. Durante su vida, había aprendido a protegerse de cualquier golpe que pudiera sobrevenir, así que se preparó mentalmente.

—La ayuda económica que usted ha estado recibiendo venía de Arthur Stanford. Él dispuso que se le hiciera llegar mensualmente a través del despacho del señor Bancroft.

—¿De verdad? —preguntó ella, totalmente asombrada.

—Sí, de verdad.

A menudo, Carolyn se había preguntado quién le habría concedido aquella beca ininterrumpida, y había supuesto que se trataría de una organización y no de un individuo. La verdad era que había solicitado todas las becas que se ofrecían en la facultad, y nadie se había quedado más sorprendido que ella cuando el director del departamento la había llamado para comunicarle que había sido elegida por un benefactor anónimo y que le había concedido una generosa asignación.

—Siempre he estado muy agradecida por esta beca —admitió ella rápidamente—. Me habría costado dos o tres años más terminar la carrera si no hubiera sido por ella. Mi asignación era muy generosa, más que la mayoría de las otras. ¿Es que el señor Stanford ayudaba a muchos estudiantes?

—No. Usted es la única.

—¿La única? —repitió con incredulidad—. Pero, ¿por qué? Quiero decir, ¿por qué soy yo la afortunada?

Adam dudó. No estaba seguro de cómo continuar. Bancroft había insistido en que fuera él el que le dijera la verdad y él había accedido rápidamente, pero la doctora Carolyn Leigh no era lo que él se había esperado. Para empezar, era muy atractiva: tenía rasgos pequeños, suaves, los labios gruesos, los ojos azul claro y el pelo del color de la miel. Ni siquiera su sencilla blusa rosa de verano y su falda azul marino disimulaban la exuberancia de su cuerpo esbelto y bien formado, que podría quitarle cualquier idea de la cabeza a un hombre con mucha facilidad.

Y aunque solo se habían visto durante unos minutos, él ya se había dado cuenta de que había mucho más que su atractivo físico. Era una persona dura y se notaba que tenía gran capacidad de recuperación. Adam estaba seguro de que sería capaz de poner a cualquier hombre que le lanzara una mirada lasciva en su sitio, con una palabra afilada o alguna pulla bien clavada. No le resultaba difícil imaginársela con la bata blanca de médico y un estetoscopio colgándole del cuello, al lado de la cama de un paciente inquieto, manejando la situación con habilidad y encanto.

No. Ella no era como se la había esperado. Se preguntó si no estarían llevando mal toda la situación, pero no le quedaba otro remedio que continuar y ser tan sincero como le fuera posible.

—Que recibiera una beca tan generosa no fue algo casual —le explicó—. Verá, Carolyn, Arthur Standford tenía un interés personal en usted.

—¿Y cómo es posible? Ya le he dicho que no lo conocía de nada —respondió ella con firmeza—. Nunca había oído su hombre, que yo sepa. Y no tengo ninguna razón para creer que él pudiera tener un interés especial en mí.

Claramente, ella no iba a aceptar la verdad hasta que tuviera más hechos en los que apoyarse. Adam pensó que aquel rasgo tan fuerte de su personalidad podría causar estragos en sus planes. Intentó mantener un tono neutral, como si estuvieran hablando sobre algo que no fuera a cambiar su vida para siempre.

—¿No es cierto, Carolyn, que usted ha crecido sin familia y sin saber quién la abandonó siendo un bebé?

Ella asintió. Su origen desconocido había sido como una piedra colgada del cuello desde que había tenido la edad suficiente como para entender el significado de la palabra huérfana. Siempre la habían tratado como a alguien que no le pertenecía a nadie, ni a ningún lugar. Desde muy pequeña había aprendido a hacerse camino en el mundo por sí misma, y en lo que a ella concernía, aquello no iba a cambiar.

—No entiendo qué importancia puede tener mi pasado en todo esto —dijo, y levantó la barbilla al mirarlo—. ¿De qué se trata?

—Carolyn, sé que lo que voy a decirle va a ser una fuerte impresión para usted. Supongo que no hay forma de prepararla para la noticia, así que se lo diré directamente —Adam tuvo el estúpido impulso de levantarse y tomarle la mano, pero no lo hizo. Ella habría rechazado el gesto—. Carolyn, Arthur Stanford tenía un interés muy personal en usted, porque era su abuelo.

Abuelo. La palabra explotó en la mente de Carolyn como una granada. Intentó decir algo, pero los labios no le respondían. Casi instantáneamente, sacudió la cabeza para negarlo. No era cierto. No podía ser cierto. Con un gran esfuerzo, consiguió hablar.

—¿Me está diciendo que el dinero que he estado recibiendo era de Arthur Stanford y que él era mi abuelo?

Él asintió.

—Exactamente. No hay ninguna duda. Usted es la nieta de Arthur Stanford.

Durante toda su vida, Carolyn había soñado con tener a alguien de su misma sangre, había deseado saber cuáles eran sus genes familiares. Había luchado contra el sentimiento de soledad, y mientras miraba la cara tranquilizadora y los ojos amables de Adam, estaba suplicando en silencio: «Por favor, que sea cierto».

Él debió de leer la súplica en la expresión de su cara, porque sonrió y le tomó la mano. El contacto cálido hizo que Carolyn se sintiera un poco más segura y que empezara a creer lo imposible.

—Aquí hay un informe completo —le dijo Bancroft, alargándole una carpeta a Carolyn.

Los dos hombres se quedaron en silencio mientras ella lo leía.

Por primera vez en su vida, Carolyn desentrañó el misterio de su nacimiento. Su madre, Alicia Stanford, era una niña de dieciséis años cuando descubrió que estaba embarazada y huyó. Los esfuerzos de su familia millonaria por encontrarla fueron en vano, y terminaron un año más tarde, cuando ella regresó a casa con una enfermedad terminal. Se negó a decir qué había ocurrido con el bebé y no quiso identificar al padre. Aparentemente, la familia no había hecho nada por encontrar a la criatura perdida hasta hacía unos pocos años. Carolyn leyó en el informe que justo cuando empezaba la carrera de medicina, los detectives privados contratados por su abuelo viudo la encontraron, y el millonario empezó a sufragar sus estudios.

—¡Él supo durante seis años que yo era su nieta! —la incredulidad dio paso a la desilusión. Las lágrimas amenazaban con derramársele por las mejillas—. ¿Por qué no me lo dijo? ¿Por qué me lo ocultó?

—No lo sabemos —respondió el abogado—. Cuando su abuelo lo dispuso todo para que le hiciéramos llegar la asignación, insistió en que todo fuera completamente secreto.

—Él recibía continuamente informes sobre usted —apuntó Adam—. Sabía que empezó a trabajar para la empresa Champion Realty and Investments justo al terminar el bachillerato, y que podría haber ascendido en esa firma. Según todos los informes, usted podría haber tenido una carrera tan brillante en el mundo de los negocios como en el de la medicina, Carolyn.

Bancroft carraspeó.

—Y todo esto nos lleva a los asuntos legales. La buena noticia. El testamento.

Los dos hombres la miraron de una forma que hizo que se le cortara la respiración.

—¿Me ha dejado algo?

Adam no pudo evitar chasquear la lengua.

—Más que algo, diría yo.

Bancroft sonrió resplandeciente.

—Arthur Stanford hizo un nuevo testamento pocos meses antes de morir. Carolyn, usted es la principal heredera.

El abogado le explicó a Carolyn que Stanford le había dejado el cincuenta y uno por ciento de Horizon Pharmaceuticals, su elegante mansión y una considerable fortuna.

Ella los miró sin dar crédito con los ojos abiertos como platos. ¿Qué clase de broma macabra era aquella? Ella nunca había creído en los cuentos de hadas, y verdaderamente, tampoco creía aquella historia. Tenía que ser un engaño. Una manipulación cruel.

Adam se dio cuenta de que ella estaba enrojeciendo por momentos, y se apresuró a explicarle:

—Es cierto, Carolyn. Su abuelo murió hace unas semanas, y dejó todos sus asuntos bien atados. Solo hubo que hacer algunas verificaciones antes de decírselo a usted.

—¿Y usted se espera que yo crea que Arthur Stanford me dejó a mí la mayor parte de su fortuna, en detrimento de otros? ¿A su nieta desconocida?

—Sí, Carolyn. Eso es exactamente lo que ha sucedido.

—¿Y qué ocurre con las personas que formaban parte de su vida? —preguntó ella, mientras conseguía mantener sus emociones bajo control haciendo uso de la lógica. Quería hechos. No iba a fiarse de nadie, ni a aceptar aquel cuento de Cenicienta que le estaban contando—. Tendría otras personas cercanas, ¿no?

—Sí —respondió Bancroft rápidamente—. Tenía un hijo, el hermano mayor de su madre, Carolyn. Se llama Jasper. También se le menciona en el testamento, pero no ha heredado tanto.

—¿Y por qué iba a hacer eso Arthur Stanford? Quiero decir, no entiendo por qué no le dejó a su hijo la farmacéutica y todo lo demás.

Fue Adam el que respondió.

—Quizá porque Jasper ha llevado ya dos empresas a la quiebra, y su padre tuvo que sacarlo de apuros. Obviamente, Stanford no quería que le ocurriera lo mismo a Horizon.

—¿Y no hay nadie más? —preguntó ella, con la boca seca.

—No tenía más parientes de sangre, aparte de Jasper. Usted es la única —respondió Bancroft—. Jasper es científico, y trabaja en los laboratorios de Horizon. Su abuelo le dejó algunas acciones, pero usted tiene el control de la mayor parte. Jasper no está casado, pero tiene una relación de muchos años con Della Denison, una mujer de negocios muy eficiente y capaz, que también trabaja en la empresa. Viven en la mansión de Stanford, con los dos hijos de Della, de unos veinte años —hizo una pausa—. Parece que su abuelo lo aprobaba.

—Pero podría no resultar agradable cuando usted vaya a vivir allí —le advirtió Adam—. Recuerde, Carolyn, que usted será quien decida los cambios que haya que llevar a cabo. Todo se ha dejado en suspenso desde que murió su abuelo.

—Hasta que todos los asuntos legales estén resueltos —dijo Bancroft—, lo arreglaré todo para cubrir sus necesidades económicas más inmediatas —y mientras él continuaba explicándole los detalles del testamento, las dudas de Carolyn empezaron a disiparse y empezó a hacerse un montón de preguntas.

Adam se inclinó hacia ella y esperó a que sus miradas se cruzaran antes de decirle:

—Es muy importante que le informe de algunos hechos inquietantes, Carolyn, antes de que ocupe su lugar de heredera.

Heredera. Aquella palabra carecía de significado para ella. Nunca había tenido dinero suficiente ni siquiera para cubrir sus necesidades mensuales. Su coche de segunda mano tenía más de cien mil kilómetros, y en aquel momento todavía estaba en paro.

—La muerte de su abuelo ha sido una sorpresa para todo el mundo —le dijo Adam—. Una desgracia.

—¿Estaba enfermo? —le preguntó, deseando haber podido estar a su lado. Sus conocimientos de medicina quizá habrían podido ser útiles si hubiera podido cuidarlo.

La forma en que Carolyn lo miraba, completamente impaciente, hizo que Adam tuviera el deseo de poder darle algo más que hechos objetivos. Sabía que ella estaba a punto de llevarse otra fuerte impresión.

—No. No murió por causas naturales. Siento mucho tener que decirle que su abuelo fue atropellado y el conductor se dio a la fuga.

Ella se lo quedó mirando fijamente, con un nudo en la garganta. Quizá su abuelo tuviera planeado revelarle la verdad, presentarse ante ella, pero murió antes de hacerlo. Tuvo un sentimiento de pérdida incluso más intenso que antes, al saber cómo había sucedido.

—Stanford murió en uno de los barrios del puerto, en los muelles, y hay muchos interrogantes acerca de si su muerte fue un accidente o no.

Al principio, ella no asimiló aquellas palabras. Después dijo, sin poder creerlo:

—¿Quiere decir que alguien lo atropelló deliberadamente?

—No lo sabemos. Por eso estoy aquí, Carolyn —se metió la mano en el bolsillo y sacó una placa de metal—. Soy agente federal, y, entre otras cosas, tengo la misión de investigar la sospechosa muerte de su abuelo.

—¿Usted no es abogado? Yo creía que…

—Trabajo para la Agencia de Medicamentos y Alimentación del Gobierno Federal. El señor Bancroft me pidió que estuviera presente en esta reunión porque él sabe que estoy investigando el caso de Arthur Stanford. Y ya que usted es su principal heredera, puede ayudarme mucho.

—¿Ayudarlo? ¿Cómo?

—Usted podrá conocer con facilidad todos los asuntos de la familia y de la empresa.

Ella dejó escapar una carcajada temblorosa y sacudió la cabeza.

—No tengo ni idea de lo que piensa usted, pero yo necesito más tiempo e información antes de enfrentarme a esto —dijo, y se levantó—. Lo siento, señores, pero me da vueltas la cabeza. Van a tener que disculparme.

—Sé que todo esto es demasiado para asimilarlo tan rápido —convino Adam al instante—. Pero el tiempo es muy importante, Carolyn. Odio tener que presionarla, pero…

—Yo nunca tomo una decisión bajo presión, señor Lawrence. Tendrá que esperar —ella habló en tono profesional, mientras intentaba controlar los latidos de su corazón desbocado.

Una heredera. Una mansión. Horizon.

Sonrió mecánicamente y salió de la oficina. Quizá pudiera fiarse de ellos, pero sus emociones estaban tan alteradas que no estaba segura. ¿Sería cierto que su abuelo la había encontrado? Quería creer lo increíble, pero su intuición era, en aquel momento, como una antena intentando captar las ondas. Era evidente que el guapísimo Adam Lawrence quería llegar a algún tipo de acuerdo con ella. ¿Cuáles eran sus planes? ¿Y por qué lo habría invitado Bancroft a la reunión? En un par de ocasiones ella había respondido instintivamente a su sonrisa y al roce de su mano, pero en aquel momento se preguntaba si él no habría estado manipulando deliberadamente sus sentimientos.

Con un hervidero de pensamientos en la cabeza, cruzó el aparcamiento hasta su coche. Le temblaban las manos mientras abría la puerta. Después de sentarse tras el volante, se quedó allí sentada durante un minuto. Necesitaba llegar a casa, leer todos aquellos documentos legales de nuevo, entrar en Internet y reunir cuanta información pudiera sobre Horizon Pharmaceuticals. Poco a poco, su enfoque analítico de las cosas fue dominando sus emociones.

Giró la llave de contacto, pero el motor no se encendió. Después de intentarlo varias veces, le dio un golpe al volante con exasperación. El vehículo había estado dándole problemas durante todo el último mes, pero ella había estado intentando posponer el gasto de la reparación el mayor tiempo posible.

Lo intentó de nuevo y murmuró un juramento. La ironía de la situación se hizo evidente cuando miró a través de la ventanilla y vio a Adam Lawrence caminando a través del aparcamiento hacia su coche. Por la expresión de su cara estaba claro que había oído el ruido de sus intentos de poner en marcha el motor.

Carolyn no tuvo otro remedio que bajar la ventanilla y asentir cuando él le preguntó cordialmente:

—No arranca, ¿eh?

Su sonrisa solo consiguió hacer que ella se sintiera más irritable.

«Una deducción muy brillante. ¿Serán todos los agentes federales tan intuitivos»?

—¿Quiere… quieres que lo intente yo? —se ofreció él, intentando acercarse más a ella.

—Gracias, pero no es necesario —no quería prolongar más la situación embarazosa. No hacía falta un mecánico para saber que su viejo coche estaba listo para la chatarrería. No sabía si dejarlo allí mismo y tomar un autobús hasta su casa. Después podría averiguar si su seguro cubría aquella avería—. Creo que voy a esperar un poco, simplemente.

—¿Y qué te parece que te lleve a casa? Después puedes llamar a alguien para que se ocupe del coche.

—No tienes por qué tomarte esa molestia —respondió ella rápidamente.

—No es una molestia. Dime cómo llegar a tu casa. Yo todavía estoy intentando conocer Seattle.

Adam vio una sombra de indecisión en su mirada, pero le pareció que tenía la tentación de aceptar su ayuda. Aquel coche parado podría ser una bendición. La forma repentina en la que ella se había marchado de la reunión le había dejado preguntándose cómo retomar el contacto con ella. Era muy importante actuar con rapidez para conseguir su ayuda. Se sintió aliviado cuando, por fin, ella asintió.

Cuando caminaban hacia el coche de Adam, él hizo un comentario superficial sobre el cielo cubierto de nubes.

—Aquí llueve más en una semana que en toda la estación en mi ciudad.

—Los lugareños le llaman el sol líquido —le informó ella, con una sonrisa vaga.

—Yo me crié en Nuevo México. ¿Has estado alguna vez allí?

—No, pero no creo que me gustara —le respondió ella, con franqueza—. Echaría de menos la lluvia.

Él se dio cuenta, por la expresión pensativa de su rostro, de que su mente estaba en cualquier otro lugar. Y no podía culparla por ello. Conocer la identidad de su abuelo le habría resultado una profunda impresión, pero la herencia era algo que podía hacer que cualquiera se quedara de piedra. Por sus informes sobre ella, Adam sabía que tenía una voluntad férrea que había marcado su trayectoria en la vida. La inocencia y la sensación de vulnerabilidad que transmitía eran engañosas. No le resultaría fácil conseguir que se prestara a ayudarlo con sus planes.

Cuando se sentó a su lado en el coche, él percibió toda su feminidad, las formas y las curvas suaves de su cuerpo. La blusa de verano le moldeaba con exactitud los pechos, y los dos botones desabrochados de la camisa dejaban ver su largo cuello. Una suave fragancia de flores le cosquilleaba en la nariz, y se dio cuenta de que había estado sin compañía femenina durante demasiado tiempo.

Ella le dio la dirección de su casa, le explicó cómo llegar y se pusieron en marcha. Por el camino, Adam le contó un par de anécdotas que le habían ocurrido intentando encontrar diferentes direcciones en países extranjeros.

—¿Has viajado mucho? —preguntó Carolyn.

—En realidad, no. He viajado sobre todo por Sudamérica, y estuve viviendo en Brasil un par de años. Trabajaba como agregado judicial de la embajada de Estados Unidos, y coordiné algunas investigaciones antidroga.

—Ya veo. Y cuando volviste a los Estados Unidos, te hiciste agente federal.

—Sí.

Él se quedó silencioso, y Carolyn se dio cuenta de que algo había cambiado. Le había pasado una sombra de tristeza por los ojos, y ella notó que aquel asunto le resultaba doloroso por alguna razón. Se preguntó qué habría ocurrido en su carrera, y se acordó de lo intensa que había resultado su presencia en el despacho de Bancroft. Era evidente que el abogado le había pedido que estuviera allí, y ella lo había cortado en seco cuando había intentado explicarle su interés en la herencia repentina que ella había recibido.

—¿Es aquí? —le preguntó Adam mientras frenaba enfrente de una gran casa. Era de una viuda que le alquilaba a Carolyn el apartamento de arriba.

—Sí, esta es mi… casa —dijo, titubeando un poco al pronunciar aquella palabra, mientras tomaba el pasador de la puerta. Todavía se sentía abrumada, pero estaba empezando a sentir una especie de indiferencia que disminuía su desconcierto.

—Carolyn, ¿podríamos hablar? Sé que debes de estar muy confusa con todo esto, pero realmente, necesito explicarle ciertas cosas. Por favor, ¿te importaría escucharme? Es muy importante. Hay ciertas decisiones que tomar.

—No estoy lista para tomar ninguna decisión —respondió ella con firmeza—. He leído cosas sobre gente que, de repente, recibe una gran cantidad de dinero, y se ve acosada por todo el mundo, y…

—Esto no es acerca del dinero —le dijo de manera cortante—. Es acerca del bienestar de mucha gente. Tu decisión de estudiar medicina habrá tenido algo que ver con tu dedicación a los demás, me imagino.

—No creo que mi dedicación tenga nada que ver —dijo ella, sin alterarse—. ¿No lo entiendes? Estoy demasiado asombrada como para comprender lo que significa todo esto. Necesito tiempo, información y la reflexión suficiente como para tomar alguna decisión. Y, realmente, no sé lo que esperas de mí.

—Lo entenderás si me das la oportunidad de explicártelo. Por favor, Carolyn. Simplemente, escúchame. Después, te daré el tiempo necesario para que te hagas a la idea de todo y pienses en lo que te voy a pedir.

Sus ojos grises tenían atrapada la mirada de Carolyn. Ella quería apartarla, pero no podía. Quisiera o no quisiera, iba a tener que enfrentarse a ello.

Se humedeció los labios.

—Muy bien. Pero no hablemos aquí, en el coche. Mejor será que entremos.

Él asintió. Salieron del coche y fueron hacia la casa sin decir nada. Ella notó su respiración cálida en el cuello mientras metía la llave en la cerradura y abría.

No había tenido tiempo de recoger ni ordenar la casa. Se había dormido y había tenido que salir corriendo hacia la cita con Bancroft, así que su apartamento estaba hecho un desastre. Carolyn se tragó las excusas y las explicaciones.

La casa tenía pocos muebles, casi todos de la casera. Había una vieja estantería llena de libros de medicina y papeles, y una mesa con un ordenador.

Mientras se sentaban, ella evitó la mirada de Adam. ¿Qué estaría pensando? ¿Por qué se había metido en su intimidad de aquella forma? De repente, fue muy consciente de su presencia masculina y de la forma en que llenaba toda la habitación. Él había dejado la americana en el coche y se había aflojado la corbata. Tenía el pelo negro y corto, y las cejas gruesas. Sus ojos grises eran deslumbrantes. Era muy alto y tenía los hombros y los brazos fuertes, y mientras él se acomodaba en el sofá, Carolyn se dio cuenta de que sus pensamientos habían ido a lugares a los que no quería llegar. Se dirigió a él en un tono lleno de energía, más de lo que hubiera querido.

—Muy bien. Ya estoy escuchando. ¿Por qué no me explicas de qué se trata?

Y, para su sorpresa, en vez de hablar, él se levantó y caminó hasta la ventana. Se quedó allí, mirando fijamente hacia fuera, y ella se dio cuenta de que estaba embargado por la emoción. Había visto muchos pacientes en el mismo estado mental, y se quedó callada, esperando a que él respondiera.

Después de un rato que le pareció una eternidad, repitió la pregunta.

—¿De qué se trata?

Él volvió al sofá.

—De Marietta.

—Marietta —repitió Carolyn.

—Mi mujer. La perdí. Tuvo una muerte cruel y dolorosa.

Ella conocía aquel sufrimiento. Lo había visto muchas veces. Estaba claro que aquel hombre tenía el alma llena de tristeza. Hasta aquel momento no habían conectado, pero de repente, lo vio desde una perspectiva diferente, y se sintió arrastrada hacia él de una forma que no comprendía.

—Lo siento muchísimo —le dijo, y se sentó en el sofá, a su lado.

Él la miró a la cara, como si estuviera buscando la sinceridad de sus palabras mientras empezaba a hablar sobre sí mismo.

—Después de licenciarme en Derecho, empecé a trabajar en la embajada de Estados Unidos en Brasil. Marietta también trabajaba en la embajada, de traductora. Llevábamos casados solo unos meses cuando tuvo una infección y murió por un fallo del hígado, cuando un médico, sin saberlo, le administró un medicamento ilegal, que provenía del mercado negro —entonces, Carolyn vio que se le tensaba la mandíbula y que los ojos grises le brillaban como el acero—. Esa droga ilegal provenía de Horizon.

A ella se le encogió el estómago.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Las medicinas se producen por lotes —le explicó él—. Cada frasco tiene un número y el nombre de la farmacéutica que lo ha producido. El frasco de la medicina que mató a Marietta venía de Horizon Pharmaceuticals, pero cuando la Agencia Federal intentó probarlo, los archivos de la empresa demostraron que el lote con aquel número no había salido de sus laboratorios.

—Entonces, la medicina que tomó tu esposa tenía que ser una falsificación —dijo Carolyn, frunciendo el ceño.

—Eso es lo que creyeron las autoridades. Yo volví a Estados Unidos después de unos meses, y me encontré con que la investigación estaba paralizada. En realidad, es cierto que las organizaciones criminales que falsifican medicamentos usan frascos, etiquetas y cartones exactamente iguales que los auténticos.

—Así que, ¿Horizon dice la verdad?

—No. La razón es que es imposible producir una falsificación igual a un frasco de píldoras. Puede que el tamaño de las letras sea diferente, el color de la etiqueta varíe, la botella de plástico sea más o menos ligera, o la forma de las píldoras sea más redonda… Pero en esta ocasión, todo en el frasco de píldoras que mató a Marietta era exactamente igual que los que produce Horizon.

—¿Y cómo es posible que la compañía no lo tenga registrado?

—Durante los últimos años, muchos productos de Horizon han aparecido, a través del mercado negro, en países extranjeros, y hasta ahora no había habido forma de penetrar en la farmacéutica para investigar sus operaciones desde dentro.

Hasta ahora. La forma en que la estaba mirando le dejó claro a Carolyn lo que significaban aquellas palabras. Él tenía un plan, y sus siguientes palabras lo confirmaron.

—Tú puedes proporcionarme una tapadera legítima para mi investigación. Si me pongo en situación de observar el trabajo de la empresa desde el interior, estoy seguro de que podré averiguar cómo salen a los mercados negros de otros países los medicamentos ilegales y no aprobados por la Agencia Federal de Medicamentos y Alimentación —le dijo, y le tomó la mano—. Por eso necesito tu ayuda. Tú puedes proporcionarme la coartada perfecta.

—¿Y cómo? —protestó ella—. No tengo ninguna experiencia en esto, y me tomará tiempo hacer ciertos cambios. Desentonarías terriblemente si yo intentara ponerte en cualquier puesto importante en Horizon.

—Lo sé. Por eso tenemos que arreglarlo de otra manera. Necesito algo que me proporcione acceso directo a todo el trabajo que se realiza en la empresa.

La fijeza con la que la miraba le dijo a Carolyn que ya había decidido cuál sería aquella coartada. Sintió que se le encogía el estómago.

—Cuando llegues por primera vez a Horizon, Carolyn, yo estaré a tu lado. Seré tu marido.

Ella se atragantó al tomar aire.

—¿Mi marido?

—Solo en apariencia —se apresuró a asegurarle él—. ¿Es que no te das cuenta? ¡Es la tapadera perfecta!

2

 

—¿Quieres que finjamos que eres mi marido? —su tono era una mezcla de incredulidad e indignación. Casi parecía que la idea le había hecho gracia.

—Bueno, no fingir, exactamente.

—Entonces, ¿qué, exactamente? —ella entrecerró los ojos al mirarlo y se quedó muy rígida a su lado.

Adam notó al instante que se había distanciado de él, y maldijo en silencio. Demonios. Le había planteado la cuestión de un modo erróneo. ¿Qué iba a hacer?

Se levantó y dio unos cuantos pasos por la habitación, hasta acercarse a la vieja estantería. Tenía la esperanza de poder manejar mejor la situación si no estaba tan cerca de ella como para poder sentir su respiración. Era muy consciente de su feminidad suave y cálida. En aquel momento tenía que poner las cartas sobre la mesa, y rápido. Por encima de todo, tenía que ser sincero con ella. Aquella mujer no iba a creerse cualquier cosa con los ojos cerrados.

—No sería todo fingido —le explicó, sin dejarse nada en el tintero—. Quiero decir que tendremos que cumplir todas las legalidades y convertirnos oficialmente en marido y mujer, por si acaso alguien decide investigar y pedirnos los papeles del matrimonio.

—Celebraríamos una ceremonia y nos casaríamos legalmente —dijo ella, haciendo un esfuerzo por mantener la voz calmada—. ¿Es eso lo que me estás diciendo?

—Sí, pero entre nosotros, Carolyn, simplemente sería una especie de contrato de trabajo que se disolvería en cuanto terminara la investigación. Yo sería tu marido, pero solo sobre el papel.

—¿Como un contrato? ¿Un marido solo sobre el papel? ¿Y cómo funciona eso, exactamente? —le preguntó, arqueando una ceja.

—Bueno, en público tendríamos que actuar como una pareja feliz y…

—¿Como unos recién casados?

Él no pudo evitar soltar una risa irónica.

—Sí. Estaríamos desempeñando un papel, simple y llanamente.

—Unos cuantos besos y abrazos entre socios que no significarían nada. ¿Es así como funcionaría?

—Eso es. Sería solo de cara a la galería —respondió él, firmemente, pero su vista se fijó en los labios de Carolyn, en la delicada curva de su mejilla, y supo que tendría que mantenerse en guardia a cada momento, o desbarataría la pantomima. Ella tenía un cuerpo exuberante que invitaba a un hombre a acariciarla. Sintió un estremecimiento de deseo con solo pensar en apretarla contra su cuerpo y besarla. Tendría que tener mucho cuidado en no dejar que ella se diera cuenta de que la encontraba sexy, atractiva y deseable.

—¿Y cómo viviríamos? —preguntó ella, como si le estuviera leyendo el pensamiento—. Supongo que ante los demás tendremos que hacer algo más que actuar.

—La mansión de Stanford es lo suficientemente grande como para permitirnos toda la privacidad del mundo. Podríamos tener un ala de la casa para nosotros. Solo tendremos que interactuar con los otros cuando queramos su compañía —dijo, pero no añadió lo importante que sería para su investigación relacionarse con Jasper y Della, a causa de los puestos que ocupaban en Horizon.

—Supongo que lo tenías todo planeado.