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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Amy J. Fetzer. Todos los derechos reservados.

BAJO SU PROTECCIÓN, Nº 58 - julio 2017

Título original: Under His Protection

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2004.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-005-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Indigo, Carolina del Sur

 

La muerte olía a lavanda.

El vapor del baño flotaba en el aire como un velo, impidiéndole sentir otra cosa que aquel nudo en el estómago, los estremecimientos de frío o de calor que recorrían su piel. El latido cada vez más lento de su corazón.

Sus pensamientos se atropellaban, solapándose uno con otro hasta que ya no pudo distinguir la verdad del recuerdo, la ficción de la realidad. El rumor del teléfono descolgado zumbaba como el vuelo de una mosca. ¿Era de día o de noche? No veía más que rendijas de luz atravesando sombras.

Mientras yacía en la cama, apenas cubierto con una toalla, sentía cómo su cuerpo se iba volviendo rígido, pesado. Odiaba sentirse tan impotente, tan indefenso. Odiaba la enfermedad. Intentó canalizar su furia para sacar fuerzas de flaqueza. ¿Cuánto tiempo llevaba así? Al principio había pensado que se trataba de la gripe. Pero ahora sabía que no. Todo estaba sucediendo demasiado rápido: la fiebre, el tremendo dolor de cabeza que se intensificaba por momentos. Su corazón latía cada vez más lentamente, rumbo a la muerte.

Hizo un nuevo intento por alcanzar el teléfono para pedir socorro, pero los dedos no le respondían. Experimentó una punzada de arrepentimiento mientras su rostro asaltaba su mente. Siempre ella. Era su esposa. Siempre lo sería.

Odiaba ser tan penosa, tan patéticamente débil. Porque lo era. Completamente. Empezaba a faltarle el aire. Oyó un sonido y se esforzó por enfocar la mirada. Ni siquiera tenía fuerzas para girar la cabeza.

Habría preferido recibir una bala en mitad de los ojos. Lo encontrarían así, desnudo, mojado, Dios sabía en qué condiciones… De repente se movió una sombra, una forma dibujándose en la luz.

¡Socorro! Gracias a Dios… ¡Ayuda! ¡Socorro!

Lo avergonzaba gimotear, pero estaba desesperado. La figura se cernió entonces sobre la cama. A duras penas, logró entreabrir los párpados. Una oleada de rabia y confusión lo anegó por dentro mientras pronunciaba una pregunta que no llegó a brotar de sus labios. ¿Por qué?

Viéndolo morir, su asesino esbozó una sonrisa.

1

 

El calor húmedo de Indigo en septiembre persistía tenaz como un niño enfurruñado. Hacia las ocho de la mañana era ya intenso, y no aflojaba hasta bastante después del crepúsculo. Los habitantes del pueblo estaban habituados a aquellas temperaturas, y los turistas se quejaban invariablemente. Pero lo peor no era eso. Que el inspector Nash Couviyon tuviera que investigar una muerte tan trágica y a la vez tan sospechosa parecía haberle sentado como una bofetada a aquella bellísima población, con más de tres siglos a sus espaldas.

Y peor todavía era que el deceso hubiera tenido lugar en el elegante hotel Baylor, la joya de la hospitalidad sureña de Indigo, situado en pleno centro histórico. Casi podía escuchar las protestas del alcalde, indignado de que un suceso semejante hubiera tenido que ocurrir precisamente allí, ahuyentando a los turistas.

Para cuando Nash llegó a la suite, los agentes de policía ya habían acordonado el recinto y tomado fotografías. Desgraciadamente no había testigos del crimen. La víctima estaba encerrada con llave en su habitación. Un miembro de la plantilla del hotel la había encontrado aquella misma mañana.

Con un vaso de café en la mano, Nash revisó de nuevo la habitación. Lujosos muebles, de dos siglos de antigüedad. La cama antigua, cómoda, elegante. Y el cuerpo de la víctima desmadejado sobre el colchón.

Ignoró por un momento el cadáver para prestar atención a detalles no tan obvios. El vaso de cristal de la mesilla, con restos de cóctel. El maletín cerrado, cuidadosamente colocado bajo el escritorio. El hedor de la muerte mezclado con un dulce aroma a flores. No había señales de lucha, de forcejeo alguno. El sofá y los sillones seguían en su sitio, de cara a la chimenea. El único mueble que no era una antigüedad era el armario que contenía la televisión y el aparato de DVD. En una bandeja había una cesta con paquetes de té, caramelos, una minúscula taza de porcelana china y una placa pequeña y ovalada de bronce en uno de sus bordes, con las palabras El Jardín Encantado grabadas en el fondo. Nash frunció el ceño. El Jardín Encantado era un invernadero que usaba su hermano Temple en su negocio de jardinería. Tomó nota de todo ello antes de pedirle a un agente que lo guardara en un sobre de plástico.

A continuación se dedicó a revisar minuciosamente el guardarropa de la víctima. Los zapatos perfectamente alineados y los calcetines ordenados por colores revelaban que había sido un verdadero fanático de la apariencia, del aspecto exterior. Los restos del servicio de habitación de la noche anterior indicaban, asimismo, un gran cuidado de la alimentación. Nash entró en el cuarto de baño antes de examinar nuevamente el cuerpo. La víctima se había bañado concienzudamente. Sus artículos de aseo exquisitamente colocados confirmaban sus sospechas de que la víctima había sido un maniático del orden.

Varias velas estaban esparcidas por los bordes de la bañera, con la cera derramada en el agua turbia, ya fría. Aquello contrastaba con lo que había visto hasta el momento. Inclinándose sobre la bañera, sacó del agua una bolsa grande de infusión. Desató el lazo que la aseguraba al grifo y olió su contenido. Acababa de descubrir el origen de aquel intenso olor a flores. Lo guardó en un sobre y se lo entregó a un agente antes de volver al dormitorio. Deteniéndose al pie de la cama, contempló una vez más el cadáver.

Blanco, de unos treinta y cinco años, desnudo a excepción de la toalla que llevaba a la cintura, y del pañuelo de seda anudado al cuello. Cuerpo sano, musculoso. Cabello bien cortado. Uñas manicuradas.

—¿Todo está registrado y guardado? —le preguntó Nash al agente de policía.

—Sí. Excepto el cuerpo —repuso el hombre mientras le tendía la cartera de la víctima.

Con gesto ausente, Nash sacó la cartera del sobre de plástico. Su atención estaba enteramente concentrada en el cadáver.

A un lado de la cama, Quinn Kilpatrick examinaba el cuerpo. A pesar de su aspecto rudo, como de jugador de rugby, manipulaba el cuerpo con un tacto exquisito.

—¿Qué es lo que tienes para mí?

—Los polis, siempre tan impacientes. Por lo menos lleva unas nueve horas muerto.

—¿Y el pañuelo?

Quinn empezó a desenrollar el pañuelo verde del cuello de la víctima. La tela era casi transparente.

—Hay marcas, pero por el momento no es posible confirmar que la muerte se produjo por estrangulamiento. No hay otros síntomas. Sabré más cosas cuando lo llevemos al laboratorio —se incorporó, ceñudo—. ¿Ves esto?

—¿El sarpullido?

—Es una reacción alérgica.

—No tomaba medicamentos. Sólo vitaminas. Acababa de darse un baño… Tal vez esas hierbas que le echó al agua le produjeron la alergia —Nash todavía podía oler el aroma a lavanda.

Quinn ya se disponía a guardar el pañuelo en un sobre de plástico cuando, extrañado, se llevó la tela a la nariz. En silencio, se la tendió a Nash para que la oliera.

—Perfume —pronunció con un nudo en el estómago—. Un perfume familiar —sabía perfectamente dónde lo había olido antes. Era el perfume que solía usar Lisa.

Lisa Bracket… Oh, diablos. Lisa Bracket Winfield. Bajó la mirada a la cédula de identidad de la víctima. Y luego al cuerpo.

Peter David Winfield: el marido de Lisa. El hombre con quien finalmente se había casado, cuando debería haberlo hecho con Nash. Aunque eso no era del todo cierto. Nash jamás le había pedido que se casaran. Estuvieron saliendo juntos regularmente, sin que le dijera que la amaba, y cuando le comentó que no quería que su relación se tornara demasiado seria… ella la dio por terminada. Varios meses después estaba saliendo con Winfield, y Nash cometió la estupidez de expulsarla completamente de su vida como un chiquillo indignado. Al cabo de medio año, había desaparecido del mapa. Y se había casado. Pero se había quedado en el pueblo; eso lo sabía por Temple.

Sin embargo, si todo eso era cierto… ¿por qué no estaba allí en ese momento, con Winfield?

Rebuscó en la cartera de la víctima hasta que encontró la foto. Fue como recibir un puñetazo en medio de los ojos. Lisa vestida de novia.

Cerró los ojos por un instante, recordando perfectamente su rostro, la sensación de su cuerpo contra el suyo. Estaba rememorando su último beso cuando alguien lo llamó por su nombre. Se pasó una mano por la cara y alzó la vista.

—Una mujer quiere hablar con usted.

—Dígale que tendrá que esperar.

—Creo que debería hablar con ella, señor —el agente desvió la mirada hacia al cadáver—. Es la esposa de la víctima.

Nash endureció su expresión y salió al pasillo, bloqueándole la vista del cuerpo. Otro agente mantenía a Lisa a distancia, impidiéndole la entrada.

—Nash.

Si descubrir su fotografía había tenido el efecto de un puñetazo, verla fue como si lo partieran en dos, desgarrándolo por dentro. Aquellos cuatro años no habían hecho más que aumentar su belleza. Pelirroja, ojos verdes, figura esbelta. Y estaba casada.

Mejor dicho: acababa de enviudar.

Nash lanzó una mirada al interior de la habitación. Los forenses estaban guardando el cadáver en un saco de plástico. Después de cerrar la puerta a su espalda, indicó al agente que la dejara pasar y la hizo entrar en la habitación contigua que habían reservado para interrogar a los posibles testigos.

Una vez dentro, apostó a otro agente en la entrada y cerró la puerta. Lisa frunció el ceño, extrañada del comportamiento de Nash. Hacía cuatro años que no hablaba con él. Lo había visto en muy contadas ocasiones. Indigo era una minúscula población comparada con Nueva York, pero lo suficientemente grande como para perderse en el anonimato. Y no tener que soportar encuentros como aquél…

Durante unos instantes no hicieron otra cosa que mirarse en silencio.

—Hola, Lisa —pronunció al fin Nash.

Al escuchar aquella voz profunda, se le encogió el estómago. Pensó que tenía buen aspecto. Inmejorable.

—Hola, Nash. ¿Qué tal te trata la vida?

«Fatal», pensó. Pero no lo dijo.

—Más o menos. Hacía tiempo que no nos veíamos.

Aquello venía a ser como una especie de disculpa. Lisa se encogió de hombros, aunque el corazón le latía a toda velocidad.

—Cerca de cuatro años, ¿no?

La tensión del ambiente era tan densa que casi se podía cortar con un cuchillo. Lisa parecía fresca y radiante, rebosante de salud, con su minifalda vaquera resaltando sus largas piernas.

—Dijiste que no volverías a Indigo.

Lisa se preguntó por qué se le habría ocurrido sacar aquel tema ahora.

—Las cosas cambian. Yo nací aquí. Éste es mi hogar. Además, tú me empujaste a decir eso —añadió, recordando su última discusión—. Estaba furiosa.

—Yo no te empujé a nada. Diablos, si tú fuiste quien quiso terminar la… —se interrumpió bruscamente. Pasándose una mano por la boca, suspiró—. Bueno, eso es agua pasada.

Lisa le dio la razón en silencio. Por el bien de los dos.

Nash le señaló dos sillas, una a cada lado de una mesa. Mientras ella se sentaba, le sirvió una taza de café. Añadió leche, justamente la cantidad adecuada. Aquel detalle no pudo menos que conmoverla, pero intentó sobreponerse.

—¿Qué está pasando aquí exactamente, Nash?

La miró con expresión inescrutable, algo habitual en Nash Couviyon. A excepción de su hermano menor Temple, la habilidad para esconder los sentimientos era un rasgo de la familia. Lo observó detenidamente. Tenía el pelo más corto de lo que recordaba. Por lo demás, casi no había cambiado. Cuando se sentó ante la mesa, apoyando los codos, la tela de su chaqueta se tensó bajo los poderosos hombros. Grande, macizo como una escultura de piedra, parecía invencible. Imperturbable.

Y luego estaban sus ojos, de un azul claro. Siempre había pensado que tenía unos ojos traviesos, maliciosos, algo perversos. Unos ojos que la derretían por dentro, aunque en aquel instante la miraban con dureza, fríos.

Le sostuvo la mirada, esforzándose por mostrarse indiferente, por no sentir nada hacia él. Pero sabía que era imposible. Así era Nash.

—Mi empleada, Kate, me llamó al móvil. Me dijo que la policía deseaba que viniera, aunque no tenía ni la menor idea del motivo. ¿Te importaría explicármelo tú?

Nash detestaba aquella situación. Y esperaba fervientemente que hubiera estado alejada de su marido al menos durante las doce últimas horas.

—Tu marido ha muerto.

Lisa lo miró con expresión consternada.

—Eso es imposible.

—Lo siento, pero está en la habitación contigua. Con el forense.

—Pero si anoche estaba perfectamente…

Nash maldijo para sus adentros. Su esperanza había sido vana.

—¿Tú estabas con él?

—Estábamos casados, Nash. Dado que se encontraba en la ciudad, era lógico que nos viéramos.

—Pero no estabais viviendo juntos. Ni siquiera vivíais en la misma población.

—Eso es porque nos estábamos divorciando. Precisamente esta mañana he terminado con los últimos trámites.

Nash frunció el ceño. Aquélla no era la conversación que debería haber tenido con Lisa.

—¿Quién crees que lo mató? —le preguntó ella.

—¿Quién te ha dicho que lo han matado?

—Tú eres policía, Nash —señaló con la cabeza la credencial que colgaba del bolsillo de su chaqueta—. Y Peter era agente de inversiones. Todos los días se ganaba un enemigo.

—Yo trabajo con todo tipo de muertes sospechosas. ¿Eras tú uno de esos enemigos?

—No, por supuesto que no. Peter me adoraba —«demasiado», añadió para sus adentros. Aquella adoración había terminado convirtiéndose en algo desagradable—. Sin embargo, llevábamos dos años y medio legalmente separados.

Nash se quedó sorprendido. ¿Se habían separado al año de su matrimonio? En cierta forma, y a pesar suyo, se alegraba de saberlo.

—Un proceso de separación legal no dura tanto tiempo. ¿Por qué tardasteis tanto en formalizar el divorcio?

A Lisa le costaba admitir que su matrimonio hubiera fracasado tan pronto.

—Hasta hace poco no podía permitirme divorciarme de él, y él no quería hacerlo. De hecho, anoche… Oh, Dios mío…

Por primera vez desde que se enteró, la noticia la impactó con toda su fuerza. Nash vio que el labio inferior empezaba a temblarle. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se derrumbó. Se puso a sollozar en silencio.

Ansiaba abrazarla, consolarla, pero mantuvo las distancias. Era una sospechosa: la principal. Además, Lisa tampoco aceptaría su consuelo. Pero sufría terriblemente viéndola llorar así. Siempre había sido una mujer dura, y verla en ese estado le partía el corazón.

Se levantó de la silla para ofrecerle un pañuelo. Lo aceptó, agradecida. Tardó varios minutos en volver a recuperar la compostura. Nash se sentía absolutamente inútil, impotente.

—Necesito hacerte algunas preguntas más.

Lisa asintió con la cabeza, alzando la mirada. Nash colocó una grabadora sobre la mesa y la encendió. Recitó su nombre, su estado civil, su edad… Lisa no llegó a escuchar el resto. Estaba demasiado sorprendida. ¿Por qué la estaba interrogando de aquella manera, como si fuera una sospechosa?

—¿Cuándo fue la última vez que viste a Peter Winfield?

—Ayer, a eso de las ocho y media o nueve. Me había llamado para pedirme que viniera.

—¿Por qué?

—Quería que le diera una nueva oportunidad. Convencerme de que me quedara con él —se dijo que «amenazarla» habría sido un término mucho más exacto.

—¿Por qué os divorciasteis?

Lisa bajó la mirada a su taza.

—Diferencias irreconciliables.

—No me lo creo.

—Es algo personal —replicó, airada. No estaba dispuesta a darle explicaciones.

—Te marchaste del pueblo con él, tan precipitadamente…

—Eso ocurrió cuatro meses después de que tú y yo rompiéramos, Nash. En cualquier caso, hace años que me expulsaste de tu vida. ¿A qué viene este repentino interés?

Nash apretó los labios, esforzándose por dominarse.

—Estuvimos juntos durante un año, y jamás me diste una buena razón que justificara tu abandono.

Lisa no tenía ninguna gana de volver sobre eso. Y menos aún en las presentes circunstancias.

—Oh, había muchas buenas razones, sólo que no eran las tuyas. Necesitaba a alguien que deseara lo mismo que yo —«alguien que me quisiera», añadió para sus adentros. «Alguien que me quisiera de manera estable, y no como una aventura ocasional».

—¿Y conseguiste a ese «alguien»?

Lo maldijo en silencio. Sabía perfectamente que no lo había conseguido. No era asunto suyo el motivo del fracaso de su matrimonio. Además, ¿qué derecho tenía él a hacerle todas aquellas preguntas, cuando cuatro años atrás su situación no le había importado lo más mínimo? Si así hubiera sido, ella le habría contado lo de su bebé…

—¿Acaso eso forma parte de la investigación en curso, inspector?

Aquello fue como si le hubieran cerrado una puerta en las narices. Tenía razón. Debía volver al presente y dejar de remover el pasado.

—¿Viniste ayer en coche?

—No. Hacía una noche muy buena. Vine caminando.

—¿Te vio alguien?

—¿Llegar aquí, quieres decir? Supongo que sí. ¿Alguien que conozca? Eso no lo sé. Cuando llegué, el restaurante estaba lleno, y la plantilla estaba atendiendo a los clientes. Subí a la suite y llamé a la puerta.

—¿Qué llevaba puesto Winfield cuando lo viste?

—¿Perdón?

—Responde a la pregunta, por favor.

Ante aquella manera tan fría que tenía de hablarle, como si jamás se hubieran acostado juntos, Lisa se preguntó si no debería callarse en aquel preciso momento y llamar a un abogado. Pero se recordó que no había hecho nada malo.

—Llevaba unos pantalones caqui marca Brooks, y calcetines a juego. Una camisa verde cazador, de manga corta, a medida. Zapatos Brown Florsheim y cinturón marrón.

Nash tomaba notas en su libreta de cuero negro. Cuando alzó la mirada hacia ella, su expresión se suavizó un tanto.

—¿Sabía alguien que ibas a verlo?

—Puede que se lo mencionase a mis empleados —se enjugó una vez más las lágrimas y arrojó el pañuelo a la papelera.

—Necesitaré hablar con ellos.

Lisa se preguntó por qué, pero no presentó la menor objeción.

—Éste es un país libre. Son adultos, no niños. Te daré sus números de teléfono —los apuntó en el reverso de una tarjeta y se la entregó. Sin mirarla siquiera, Nash la guardó en su libreta—. Kate está trabajando, y Chris no llegará a casa hasta después de la última clase. Estudia en la universidad.

—¿Qué ropa llevabas cuando visitaste a tu marido?

—Un camiseta y una falda verde lima, sandalias a juego y el bolso.

Nash arqueó una ceja, como esperando a que continuara.

—Y bisutería también a juego. ¿Quieres verla?

—Tendré que llevármelo todo.

—¿Qué? —abrió mucho los ojos. La sensación que había experimentado en un principio la golpeó como una piedra lanzada directamente contra su corazón—. Crees que yo tuve algo que ver con la muerte de Peter…

Nash continuó escribiendo.

—¡Nash Couviyon!

Seguía sin decir nada, hasta que levantó lentamente la mirada hacia ella.

—Todavía no tengo una opinión formada. Necesito tomar muestras de tus cosas para compararlas con las que han tomado los forenses en la habitación.

—¿Estás convencido de que lo asesinaron?

Nash todavía no estaba dispuesto a asegurárselo al cien por cien.

—La muerte de un hombre que llevaba una vida tan saludable… siempre es sospechosa.

—Oh, por el amor de Dios… ¿realmente crees que yo he tenido algo que ver en eso? Esto es ridículo. Por lo que a mí se refiere, esta reunión ha terminado.

Nash se esforzó por conservar la paciencia.

—Lisa, tengo que explorar todas las posibilidades…

—Pues concéntrate en cualquier otro objetivo, inspector —replicó, disponiéndose a levantarse.

—¡Siéntate! —le espetó.

Obedeció, ceñuda.

—O aquí o en la comisaría, Lisa. Tú eliges.

Cruzándose de brazos, lo fulminó con la mirada.

—De acuerdo. Dispara.

—¿Llevabas algo encima cuando entraste en la habitación de tu marido, aparte del bolso?

—No. Bueno, sí. Llevaba un pañuelo.

Nash sintió que algo se le congelaba por dentro.

—Descríbelo, por favor.

—Era de mi abuela. Verde claro, con reflejos irisados. Por eso he tardado tan poco en llegar esta mañana, cuando me avisaron. Venía de camino hacia aquí, para recogerlo.

—¿Por qué lo dejaste aquí?

—Lo llevaba en el pelo. Me lo pongo encima de la goma con que me recojo la melena. Se me soltó sin que me diera cuenta.

Nash seguía escribiendo, pasando las páginas de la libreta. En un determinado momento apareció la tarjeta que había guardado entre ellas.

—El Jardín Encantado —leyó el anverso—. Así se llama tu negocio, ¿verdad?

—Sí —frunció el ceño—. ¿No lo sabías? —por un instante, creyó distinguir un brillo de inmensa tristeza en sus ojos. Al ver que negaba con la cabeza, añadió—: Lo abrí hace unos diez meses, en la parcela de al lado de mi casa. Está funcionando muy bien. Qué raro. Tu hermano Temple suele comprar allí algunas plantas para su negocio de jardinería. Creía que lo sabías.

—Sabía que utilizaba ese invernadero, pero jamás me comentó que fuera tuyo.

—Quizá pensaba que el hecho de hacer negocios conmigo era una deslealtad hacia su hermano. Soy consciente de lo unidos que siempre habéis estado los Couviyon.

—Obviamente, Temple siempre ha seguido sus propias reglas.

—Lo sé. Es un impenitente mujeriego.

Estaba intentado aligerar la tensión del ambiente. Pero Nash podía sentir cómo se enrarecía por momentos. Dejó a un lado la tarjeta y se levantó para hablar con el agente de la puerta, que se marchó a una orden suya. Esperó, volviéndose para mirarla sólo por un momento. Por enésima vez se dijo que no podía haber sido ella.

—¿Por qué jamás te dignaste a saludarme después de lo que ocurrió entre nosotros, Nash?

—No quería volver a abrir esa puerta —respondió sin mirarla. En aquel entonces, el dolor había sido demasiado grande. Y lo seguía siendo.

—¿Tanta tortura te habría supuesto decirme «hola»?

—Sí.

Lisa apretó los labios. Aquel simple monosílabo estaba cargado de significado.

—¿Por qué no quisiste buscarme tú? —le preguntó él a su vez.

—Aún seguía casada.

Nash se la quedó mirando en silencio, preguntándose si se habrían vuelto a reunir de haber estado soltera. Fue entonces cuando recordó que ella lo había dejado a él. Había querido fundar un hogar estable, convencional, con hijos, y él no había querido, ni podido, complacer ese deseo. Aparte del hecho de que, por aquel entonces, acababa de recibir una bala y de perder a un compañero. Había sido testigo del inmenso dolor que padeció su viuda, una mujer fuerte y resistente que ya nunca volvió a ser la misma. Y no podía hacerle eso a Lisa.

El agente volvió en aquel instante, interrumpiendo sus reflexiones para entregarle dos bolsas de papel. Nash volvió a sentarse a la mesa y las dejó en el suelo. De una de ellas sacó un sobre de plástico.

—¿Éste es tu pañuelo?

—Sí —quiso tocarlo, pero Nash lo puso fuera de su alcance.

—Es una evidencia.

—¿Qué quieres decir con eso de que es una evidencia? Ese pañuelo es mío.

—Lo encontramos atado al cuello de la víctima, Lisa —vio que abría mucho los ojos, quedándose perfectamente inmóvil—. Y ahora… ¿quieres decirme de qué estuvisteis discutiendo?

—No. Es algo personal.

—¿Estabas furiosa cuando te marchaste de aquí?

—No, sólo estaba cansada… inspector.

Nash percibió claramente el muro de cristal que acababa de levantarse de nuevo entre ellos. Volvió a guardar el sobre de plástico en la bolsa de papel.

—¿Cultivas hierbas para hacer infusiones en tu invernadero?

Parpadeó varias veces, sorprendida por la pregunta.

—Sí. Crecen rápidamente con este tiempo, y tengo que cortarlas.

—¿Vendes las hierbas directamente en tu negocio?

—Por lo general, no. Suelo aprovecharlas yo, para la casa. De vez en cuando preparo sales de baño, sales perfumadas, bolsitas de té de menta, y suelo colocarlas en cestas artísticas. Pero eso no forma una parte importante de mi negocio, e incluso me quita bastante tiempo. Así que las hago cuando me las encargan.

—Entonces no vendes regularmente las cestas.

—Sólo a los clientes que me lo piden. Están hechas a mano, me cuestan demasiado para sacarles algún beneficio y, además, me ocupan demasiado espacio —Lisa miró las notas que estaba tomando con rapidez—. Y, sobre todo, se pudren con la humedad. Llevo un invernadero, no una tienda especializada.

—¿Te trajiste una de esas cestas al hotel o hiciste que la enviaran?

—No —frunció el ceño. Peter habría interpretado el regalo como una oferta para hacer las paces. De hecho, su mera presencia allí le había hecho creer que finalmente no iba a divorciarse, aunque había firmado los papeles semanas antes.

—Descríbeme esas cestas, por favor.

Lisa así lo hizo, pero cuando pasó a la descripción de la placa ovalada de bronce con las letras grabadas, vio que la expresión de Nash se nublaba visiblemente. Habría apostado cualquier cosa a que la segunda bolsa de papel contenía una cesta idéntica.

—¿Hablaste con alguien de camino al hotel Baylor? ¿Te vio alguien entrar o salir del edificio?

Que Nash no la mirase mientras esperaba a tomar notas no hizo más que aumentar su inquietud.

—No lo recuerdo. Date cuenta de que entonces no podía imaginar que terminaría necesitando una coartada. Ahora mi marido está muerto. Mi ex marido. Y cualquiera diría que estás a punto de acusarme de haberlo asesinado.

—No tengo suficientes evidencias para efectuar una acusación.

—Pues entonces no hay más que hablar —se levantó—. Si no es en presencia de mi abogado.

Nash estuvo a punto de decirle que, legalmente, tenía capacidad para retenerla y proseguir con el interrogatorio.

—Necesitaré todo lo que llevabas anoche.

—Bien. Haré que te lo lleven todo a la comisaría dentro de una hora. ¿Hemos terminado?

—Por el momento sí.

Se dirigió hacia la puerta. Pero antes de que pudiera abrirla, Nash la sujetó de una muñeca. Lo fulminó con la mirada. Casi podía tocar su furia, la rabia que la recorría por dentro.

—Apártate, inspector.

No lo hizo.

—Lisa, no empecemos así.

—No estamos empezando nada, Couviyon —lanzó una amarga carcajada—. Terminamos definitivamente hace cuatro años.

«Hace cuatro años, cuando estaba embarazada de tu hijo», añadió en silencio, consciente de que aunque hubiera decidido decírselo, con toda seguridad no habría escogido aquel momento.

—Tú lo terminaste. Yo no.

—Tú nunca te tomaste en serio nuestra relación, Nash. Tenías tu propia versión de la misma y me mantenías al margen cuando no estábamos en la cama —liberándose bruscamente, abrió la puerta.

—Lisa, no quiero que me malinterpretes. Es mi trabajo.

—Me alegro por ti. Sigue adelante. Pero mientras no tengas más que acusaciones infundadas, no vuelvas a acercarte a mí.

Se marchó, pasando por delante de los agentes de policía. Nash les hizo una seña para que la dejaran pasar. Una pura furia con falda y sandalias de tacón alto.

—Parece un testigo bastante hostil, inspector —le comentó un agente.

Nash soltó un profundo suspiro.

—Desde luego que sí.