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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Joan Elliott Pickart

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una larga espera, n.º 7 - julio 2017

Título original: A Wedding in Willow Valley

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Este título fue publicado originalmente en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-011-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EL SHERIFF Ben Skeeter giró por la calle principal de Willow Valley en su coche patrulla después de pasar por delante de varias de las casas que habían estado cerradas durante el verano.

Iba despacio, haciendo un gesto con la cabeza a la gente que lo saludaba con la mano. Había muchos visitantes que habían llegado al pequeño pueblo del norte de Arizona para disfrutar del esplendor del colorido de los bosques en otoño.

Apretó el volante con fuerza y el corazón pareció darle un vuelco cuando vio a Laurel Windsong caminando por la acera hacia el Windsong Café.

No estaba preparado para su repentina vuelta al pueblo hacía ya cuatro meses. Su presencia le había causado varias noches de insomnio mientras los recuerdos del pasado se agolpaban en su mente.

Si alguien sabía por qué Laurel había vuelto al pueblo y cuánto tiempo pensaba quedarse, él no había oído nada. Había ido directamente y le había preguntado a Dove Clearwater, la mejor amiga de Laurel. Ella le había dicho que Laurel le había comentado que todavía no tenía planes. Dove le había confiado que algo le preocupaba a su amiga, pero que no pensaba presionarla para que se lo contara.

Mientras Ben se acercaba al café, miró de reojo en dirección a Laurel y la vio abrir la puerta y entrar.

Laurel Windsong era realmente hermosa. Los años la habían tratado bien.

El dolor de su traición había disminuido con el paso del tiempo. Habían pasado diez años, pero aún había noches en las que pensaba en ella, recordando lo que habían compartido, todos los planes que habían hecho para el futuro, recordando la noche en que le había dicho que se marchaba.

Sí, sus heridas emocionales se habían curado lentamente. Y, entonces, ella volvía inesperadamente a Willow Valley, se ponía detrás del mostrador del café de su madre con una libreta en la mano y actuaba como si nunca se hubiera marchado.

Le había traído demasiados recuerdos del pasado y se sentía herido de nuevo, aparte de exhausto por la falta de sueño.

Había hecho lo que había podido para evitarla y, cada vez que la veía, nunca miraba directamente aquellos increíbles ojos oscuros. No había nada que quisiera decirle; ya se lo habían dicho todo hacía diez años. Solo quería que volviera a hacer las maletas y se marchara de nuevo para no volver.

Porque, mientras estuviera allí, no había lugar donde él pudiera ocultarse de la verdad que lo atormentaba: seguía enamorado de Laurel Windsong.

Apretó la mandíbula con tanta fuerza que le dolieron los dientes.

Detendría a Laurel por alborotar su paz mental, pensó. La metería en la cárcel y le diría que tenía veinticuatro horas para dejar el pueblo o que si no tiraría la llave de la celda.

–Ya empezamos, Skeeter –murmuró mientras meneaba la cabeza–. Esto es realmente maduro; muy racional.

Ben llegó al final del pueblo, se giró y volvió a conducir en sentido contrario, muy atento a todo lo que ocurría a su alrededor.

Era sábado y había muchos turistas, pero no cabía duda de que todavía llegarían más para apreciar los colores del otoño. Era bueno para los dueños de los negocios. Para él y la policía, significaba más trabajo.

Los turistas lo mantenían ocupado y, además, tenía entre manos un montón de allanamientos en las casas de verano. Las casas habían sido seleccionadas con cuidado y tenía la sensación de que era alguien del pueblo.

Había unas mil personas en el pueblo y otras tantas en la reserva. Ahora, uno de ellos estaba atacando a su propia gente y aquello lo ponía furioso.

El estómago de Ben gruñó y, al echar un vistazo al reloj, comprobó que era la hora de comer.

Quizá pudiera irse a casa y ver qué podía preparar. Podía ir a buscar algo ya preparado, aunque corría el riesgo de no hacer la digestión en toda la tarde.

No. Le apetecía algo bueno y el mejor lugar era el Windsong Café. Simplemente, ignoraría a Laurel Windsong, como hacía cada vez que comía allí, y disfrutaría de la comida. Eso era lo que siempre había hecho y seguiría haciéndolo.

Genial.

Siempre que no la mirara durante mucho tiempo.

Siempre que no se imaginara que introducía los dedos en su melena de seda negra.

Siempre que no se pusiera a revivir los exquisitos recuerdos de cuando hacía el amor con ella o de cuando la oía susurrar su nombre y declarar su amor por él.

Siempre que ignorara el hecho de que le había robado el corazón hacía muchos años y que no tenía ni idea de lo que tenía que hacer para recuperarlo.

Aparcó el coche al lado de la cafetería, comunicó por radio que iba a comer y tomó su sombrero del asiento del copiloto.

Al rato estaba entrando en el Windsong Café, con los músculos de la mandíbula en tensión.

 

 

Laurel frunció el ceño al ver a Ben Skeeter entrar en el café. Se puso a mirar lo que habían pedido los clientes, a pesar de que acababa de repasarlo todo hacía dos segundos.

Maldición, pensó. ¿Es que no tenía nada en casa para comer? ¿O por qué no iba a otro sitio? Oh, no; él tenía que ir al Windsong Café día tras día y hacer que el corazón se le acelerará y que todos los recuerdos se agolparan en su mente.

«Ben. Oh, Ben», pensó Laurel sin moverse. Hubo un tiempo en el que lo habían compartido todo: esperanzas, sueños, secretos, planes de futuro, sus corazones, sus mentes, sus cuerpos, la esencia misma de lo que eran. Habían estado tan enamorados, tan conectados que se habían visto como uno solo.

Pero aquello había sido entonces y esto era ahora y, desde que ella había llegado al pueblo, se habían evitado. Cuando no les quedaba más remedio, se trataban con educación e intercambiaban un saludo, pero nunca se miraban a los ojos. Ahora solo eran extraños; separados por diez años y sueños rotos. Ella continuaría manteniendo las distancias con Ben tal y como había hecho desde que había llegado a casa.

Solo había un problema: todavía estaba profundamente enamorada de él.

 

 

Ben se sentó en el primer compartimiento y recorrió el café con la mirada. Aún conservaba la misma decoración que cuando Jimmy y Jane Windsong lo abrieron: compartimientos con mesas de madera y asientos de vinilo rojo al lado de las ventanas y taburetes en la barra. Había una máquina de música antigua apoyada en una de las paredes y los menús forrados de plástico descansaban entre los servilleteros de metal y los saleros.

No era bonito. Nunca lo había sido. Pero era acogedor y la comida estaba bien.

Del techo colgaban plantas en cestas de mimbre, suspendidas por hilos invisibles. En la pared donde estaba la máquina de música, había un gran tablón lleno de dibujos de niños.

–Hombre, sheriff –saludó alguien.

–Hola, Cadillac. ¿Qué te ha traído por el pueblo?

–Necesitaba pienso para las cabras –dijo el hombre desde su taburete en la barra–. Y pensé en venir a tomarme un filete de los que prepara la señorita Windsong.

–Buena idea –dijo Ben–. ¿Qué tal todo por el poblado?

El hombre se encogió de hombros y se giró hacia su comida, y Ben supo que aquel era el fin de la conversación. Cuando los navajos acababan de hablar, acababan. Cuando dejaban de hablar en la mitad de la conversación no tenía mucho sentido, pero así era.

Así había sido siempre.

El viejo Cadillac, pensó Ben. Por su cara podría tener entre cuarenta y sesenta añosy nadie sabía su apellido.

Era un poco corto de entendederas y le encantaban los cotilleos más que respirar; pero tenía un corazón de oro y le daría a un hombre su camisa si pensara que la necesitaba más que él.

–¿Para comer?

Laurel estaba al lado de la mesa con una libreta en la mano.

–Hamburguesa, patatas y café –dijo sin apartar los ojos del mantel–. Por favor.

Laurel lo anotó en la libreta, se giró y se marchó a paso ligero.

Ya estaba, pensó Ben. Había unas diez personas mirándolo para ver si aquel era el día en el que Laurel y él hablaban. Desde que ella había vuelto, la gente que conocía su historia había estado esperando a que sucediera algo.

Pero nunca sucedía nada.

Y nunca iba a suceder.

Lo que habían tenido había desaparecido hacía mucho tiempo. Laurel había acabado con todo el día que se marchó. El motivo por el que había vuelto era todo un misterio, pero no tenía nada que ver con él. Ella había dejado de amarlo hacía diez años y quizás algún día él averiguara cómo podría dejar de amarla a ella.

 

 

Laurel pasó la nota con el pedido de Ben por la ventana que daba a la cocina.

Maldición, pensó mientras rellenaba la taza de café de Cadillac. Le había vuelto a pasar. Solo por acercarse a preguntarle a Ben Skeeter qué quería para comer, solo por haber estado cerca de él y haber podido oler su fresco aroma, ver su espeso pelo, donde ella había introducido sus dedos… solo porque Ben existía, su corazón se había desbocado y las manos le habían temblado ligeramente.

Ben, con su metro ochenta, era demasiado alto para ser un navajo. El uniforme le quedaba perfecto y el color beige acentuaba su piel morena y su pelo oscuro. Sus facciones estaban como esculpidas con un cincel; sus pómulos, su nariz recta y aquellos labios tan deseables eran la imagen perfecta de la masculinidad.

Tenía que dejarlo, pensó Laurel. Si alguna vez él se daba cuenta del efecto que tenía sobre ella, se moriría de vergüenza. Estaba claro que a él no le inquietaba lo más mínimo. Nunca la miraba, pero eso era porque todavía la odiaba por haberse marchado de Willow Valley hacía diez años.

Su voz sonaba indiferente cuando hablaba con ella; incluso, un poco aburrida al pedir la comida y jamás se molestaba en ser cortés y preguntarle cómo estaba o hablar del tiempo.

No; para Ben ella solo era un mal recuerdo. Si no fuera por el hecho de que le gustaba la comida que allí servían, ni siquiera entraría en el café. Los diez años que habían pasado, habían borrado los sentimientos que había albergado por ella una vez.

Una mujer de unos treinta años entró en el café y llamó la atención de Laurel, sacándola de sus pensamientos. La mujer era atractiva y se sentó en el compartimiento de al lado del de Ben. Mientras miraba el menú, Laurel se acercó a ella, pasando rápidamente por el lado de Ben sin mirarlo.

–Hola, Marilyn –dijo Laurel–, me alegro de verte. ¿Qué tal todo por el salón de belleza?

–Muy ocupados –dijo ella–. Me duelen los pies y solo es la hora de comer. He decidido tomarme un especial para aguantar toda la tarde –volvió a inspeccionar el menú–. Oh, Dios mío. No me digas que May ha preparado alguna de sus tartas.

Laurel sonrió.

–De acuerdo, no te informaré de que ha preparado una tarta de cerezas, pastel de calabaza con crema y una tarta de manzana para morirse. Las palabras no saldrán de mis labios.

–Qué cruel eres –dijo Marilyn riéndose–. Jamás he podido resistirme a la tarta de manzana de May desde que llegué a este pueblo, algo evidente si me miras las caderas. Ponme un trozo.

–De acuerdo –afirmó Laurel, escribiendo en la libreta–. Y a tus caderas no les pasa nada –hizo una pausa–. Marilyn, estoy pensando en cortarme el pelo.

–¡No! –dijo Ben antes de darse cuenta de que había hablado.

Laurel se giró hacia él totalmente sorprendida a la vez que Marilyn se giraba en el asiento para mirarlo y que Cadillac giraba su taburete con la misma intención. Jane Windsong estaba a punto de dejar la hamburguesa de Ben en el mostrador y la mano se quedó suspendida en el aire.

Los tres hombres que estaban sentados a la barra al lado de Cadillac giraron las cabezas para mirar al sheriff Skeeter.

–Vaya. ¿No te parece bien que Laurel se corte el pelo, Ben? –preguntó Marilyn con un brillo en la mirada.

Ben sintió una gota de sudor que le corría por el pecho.

–Bueno… esto… –dijo él–. Laurel trabaja ante el público y los visitantes esperan ver nativos americanos cuando vienen a Willow Valley. Y bueno… su pelo… contribuye a esa imagen. Simplemente estaba pensando en el negocio.

–¡Ah! –dijo Marilyn, y tosió para ocultar la risa mientras se daba la vuelta en su compartimiento.

–¿Por qué será que no me lo creo? –murmuró Cadillac, meneando la cabeza.

–A ese joven le va a crecer la nariz –dijo Jane con un susurro antes de dejar el plato–. ¡Laurel, la comida de Ben está lista!

Ella fue a buscarla.

–Aquí tienes –dijo mientras la dejaba en la mesa–. Voy a por el café.

–Gracias –dijo él mientras se ponía una servilleta en el regazo.

Laurel se marchó y volvió con una taza. Se inclinó ligeramente mientras le servía el café.

–¿Qué diablos te pasa? –susurró–. Me has hecho pasar una vergüenza terrible, Ben Skeeter. Mi pelo no es asunto tuyo.

–No quise hablar en voz alta –dijo él en voz baja–. Me sorprendió tanto como a ti lo que dije… –agarró el bote de ketchup y lo agitó sobre las patatas–. ¿Estás pensando en cortártelo?

–Quizás sí –dijo ella, levantando la barbilla–. Quizás no. Todavía no me he decidido.

–No lo hagas, Laurel –dijo Ben, mirándola directamente a los ojos–. Tienes un pelo precioso, sedoso y… recuerdo su tacto… –se aclaró la garganta y miró hacia su comida–. Vaya, acabo de verter medio bote de ketchup en las patatas.

Laurel abrió la boca para decir algo, pero se dio cuenta de que no podía hablar.

Se fue corriendo detrás de la barra y dejó la cafetera en su sitio. Después, le sorprendió recordar que tenía que dejar la nota de Marilyn en su sitio. Cuando se giró, Cadillac y los otros tres hombres estaban mirándola con una sonrisa.

–¡Qué! –dijo enfadada.

–Yo tengo que ir a por mi pienso –dijo Cadillac, bajando de su taburete.

–Yo también –dijo el hombre que estaba a su lado.

–Tú no tienes cabras, Billy –dijo Cadillac.

–Vaya –exclamó Billy–, entonces, iré a ver cómo compras el pienso para las tuyas.

–Bien –aceptó Cadillac mientras dejaba dinero en la barra.

Los otros dos hombres decidieron que acompañarían a Cadillac. Ninguno de ellos se esperó por sus cambios ni miraron al sheriff mientras salían del café.

Ben dejó escapar un suspiro e intentó apartar el tomate de las patatas.

Si no hubiera sido porque realmente estaba hambriento, se habría marchado de allí. Vaya. Qué manera de hacer el estúpido. Acababa de hablar por primera vez con Laurel desde que regresó y solo había dicho tonterías.

Pero solo imaginarse que se iba a cortar su maravilloso pelo negro había sido demasiado.

Después, Laurel se había acercado a él llena de furia. Utilizaba la misma colonia de siempre y, cuando lo miró directamente a los ojos, él había tenido que utilizar toda su fuerza de voluntad para no pasarle la mano por el cuello y atraer sus labios a los de él y…

Se removió inquieto en su asiento al sentir el calor que lo recorría por dentro y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba mirándolo.

Cadillac y sus amigos debían de estar en la tienda, pensó sin aliento, contándoles a todos lo que había sucedido en el Windsong Café entre el sheriff y Laurel. Los turistas que allí hubiera no tendrían ni idea de lo que había sucedido, pero los del pueblo… ni siquiera quería pensar en ello.

Acabó su comida, dejó dinero en la mesa y agarró su sombrero y su radio. Se deslizó por el banco, se giró y se chocó de lleno con Laurel, que llevaba la comida de Marilyn.

La agarró por uno de los hombros con su mano libre para que no se cayera.

–Lo siento –dijo sin soltarla–, no te había visto. ¿He tirado algo? No. Bueno.

–¿Me dejas pasar, por favor? –dijo Laurel, mirando a un botón del centro de la camisa de Ben.

–Enseguida –dijo él sin apartar la mano de su hombro–. Siento mucho haberte avergonzado por lo del corte de pelo. Me pasé.

–Sí, te pasaste, sheriff Skeeter. Ahora, Marilyn está esperando su comida.

Ben se puso el sombrero, le quitó el plato y el vaso de leche para Marilyn y se lo dejó a la mujer encima de la mesa.

–Que aproveche –dijo Ben, y después se volvió hacia Laurel que lo miraba sorprendida–. ¿Me perdonas o no por decir en voz alta lo que pensaba sobre cortarte el pelo?

–No –negó ella, poniéndose en jarras–. Porque Cadillac y sus amigos ya estarán corriendo la voz. Y todo crecerá como una gran bola mientras va pasando de persona en persona.

–Bueno, sí, pero…

–Y ahora, –continuó Laurel–, si me corto el pelo, todos pensarán que lo hago porque tú dijiste que no debería hacerlo. Y, si no me lo corto, todos pensarán que estoy haciendo lo que tú dijiste que debía hacer.

Ben sonrió.

–Podría cortarte un poco las puntas, Laurel –dijo Marilyn–. Eso les haría un lío. Porque te cortas el pelo, pero no te lo cortas. ¿Qué te parece?

–Lo pensaré –dijo Laurel.

–Cómete tu comida, Marilyn –dijo Ben con el ceño fruncido.

Marilyn se rio.

–No te enfades, Ben. Tú eres el que ha formado este lío. Yo solo estoy intentando ayudar.

La radio que llevaba en la mano sonó, acabando con la conversación.

–Tengo que irme –se despidió él–, hasta luego.

Mientras salía, Laurel se quedó mirándolo. Después, comenzó a limpiar la mesa.

–Bueno, habéis tardado cuatro meses o así, Laurel –dijo Marilyn–. Y os habéis dicho más de tres o cuatro palabras. Interesante. Muy interesante.

–Cómete tu comida, Marilyn –soltó Laurel, lo que hizo que la dueña del salón de belleza estallara en carcajadas.

 

 

Para sorpresa de Laurel, las horas siguientes pasaron rápidamente y fue capaz de no pensar en nada. El café estaba lleno y las otras dos camareras y ella trabajaron sin parar. Jane y los ayudantes de la cocina no dejaron de preparar comidas en toda la tarde.

Durante la pausa antes de la cena, limpiaron la barra, las mesas, barrieron el suelo y lo fregaron y rellenaron los saleros.

Cuando Laurel tuvo que reemplazar el bote de ketchup que Ben había vaciado, volvió a recordarlo todo.

Ben no quería que se cortara el pelo, pensó mientras revisaba las servilletas. Incluso había dicho que tenía un pelo precioso y que recordaba su tacto…

Se sentó en un taburete de la barra y apoyó la cara en una mano.

¿Y qué le importaba a Ben lo que ella hiciera con su pelo? ¿Y por qué había recordado su tacto? Aquello no tenía sentido. Ben Skeeter la odiaba. Ella era la persona que le había roto el corazón al romper su promesa. Entonces, ¿por qué…?

–Pareces muy pensativa –dijo Jane, sentándose al lado de su hija–. Hemos estado tan ocupadas que no hemos tenido tiempo de hablar. ¿Te encuentras bien después de tu… encuentro con Ben?

Laurel suspiró.

–Me imagino que sí. Todo ha sido tan… raro. Menos mal que la mayoría de los clientes de hoy eran turistas y no tendré que soportar la mirada de toda la gente del pueblo.

–De todas formas tendrás que hacerlo –dijo Jane riéndose–. La gente os ha estado observando desde que volviste, esperando a que sucediera algo. Ahora, Ben Skeeter no quiere que Laurel Windsong se corte el pelo. Imagínate lo contentos que se van a poner todos con la noticia.

–Genial –dijo Laurel–. ¿Qué haríamos sin Cadillac? Deberíamos deshacernos de nuestros teléfonos.

–Solo te queda esperar a que suceda algo interesante –dijo Jane–. Algo como que… no sé… que alguien robe el banco.

–Eso no va a suceder –objetó Laurel.

–No –dijo Jane–. Vas a tener que sonreír y aguantar hasta que la gente se canse. Casi me caigo redonda cuando Ben dijo que no tenías que cortarte el pelo. Desde luego, parece que le importa, ¿verdad?

–¡Mamá! –exclamó Laurel mientras se levantaba–. Estás haciendo lo que todos los demás deben de estar haciendo ahora. Estás especulando sobre lo que sucedió y disfrutando con ello. Deberías avergonzarte. ¿Dónde está tu lealtad hacia tu única hija?

–Bueno, cariño –dijo Jane con una sonrisa–. Tienes que reconocer que ha sido todo un espectáculo.

–Ya que hablamos de esto, muchas gracias.

–Lo entiendo, cariño –aceptó Jane–. Ahora me voy a casa un rato a poner los pies en alto antes de que llegue la gente para la cena. Todo está preparado. ¿Quieres venir conmigo?

–No, gracias. Me siento intranquila –dijo Laurel–. Creo que voy a ir a dar un paseo y… ¡Sí, claro; una idea genial! Mientras paseo por la acera, todos me mirarán. Pensándolo mejor, me voy a ir contigo. Después, me voy a encerrar en el armario.