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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Christine Flynn

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El diario perdido, n.º 9 - septiembre 2017

Título original: Confessions of a Small-Town Girl

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Este título fue publicado originalmente en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-013-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

TENER fantasías con un hombre no era necesariamente algo malo. Las fantasías eran normales; incluso saludables. Lo que no era muy inteligente era dejarlas por escrito, reconoció Kelsey Schaeffer tratando de controlar el pánico que le entró al oír la conversación de algunos de los clientes de su madre. Y mucho menos narradas con tanto lujo de detalles. Pero en su defensa podía argüir que nunca se imaginó que el protagonista de aquellos sueños de adolescente llegaría a estar nunca en el mismo lugar donde había escondido su diario hacía tantos años. Hasta ese momento, no tenía ni idea de que Sam MacInnes había regresado a Maple Mountain. De hecho, ella apenas llevaba doce horas en el pueblo.

–¿No vas a dar la vuelta a esas tortitas, cariño?

La madre de Kelsey entró en la cocina de la pequeña cafetería que regentaba y miró la espátula que su hija sostenía inmóvil en la mano, inmóvil ella también delante de la plancha. Con el pelo rubio y canoso recogido en una pulida trenza que estaba a su vez recogida en un moño, los rasgos de la mujer se habían suavizado con la edad aunque para su hija, Dora Schaeffer tenía prácticamente el mismo aspecto de siempre. Amable, eficiente y capaz de hacer frente a cualquier contratiempo. La única diferencia con la última vez que Kelsey fue a verla el año anterior era la escayola blanca que lucía desde el codo del brazo izquierdo a la mano, a causa de la caída que había sufrido mientras colgaba una pancarta para el desfile del Cuatro de Julio que se iba a celebrar al domingo siguiente. La enorme pancarta roja, blanca y azul estaba ahora recogida en el suelo del almacén.

La voz de su madre devolvió a Kelsey a la realidad y esta dio la vuelta a las tortitas sin dejar de prestar atención a la conversación que tenía lugar entre dos de los habituales del local que estaban sentados al otro lado del mostrador.

Amos Calder y Charlie Moorehouse, dos de los jubilados más cotillas de la pequeña ciudad donde había nacido, esperaban a que Dora les sirviera el desayuno mientras comentaban que la hermana de Sam MacInnes había comprado la antigua casa de los Baker y que este se estaba ocupando de las reformas. Lo que la puso al borde de la histeria fue el comentario de Amos de que Sam estaba tirando prácticamente todos los tabiques de la última planta.

Oh, no. Allí estaba su diario, el que había escrito en sus años de instituto. Atrapado en el interior del tabique de uno de los dormitorios, con su nombre en letras brillantes en la tapa y el de Sam prácticamente en todas las páginas. En algunas rodeado incluso de un corazón.

Hasta hacía un minuto, casi se había olvidado de su existencia. Ahora, la sola idea de que Sam MacInnes lo encontrara la aterraba.

Ni siquiera recordaba lo que había escrito. Solo que el verano que cumplió dieciséis años, estando Sam estudiando en la universidad, este pasó el verano trabajando en la granja de su tío, además de despertando su corazón e inspirando un montón de sueños y fantasías que ella se había ocupado de describir página tras página con tanto lujo de detalles que si su madre lo hubiera encontrado en su casa la habría despellejado viva.

Por eso lo escondió en casa de Michelle Baker, su mejor amiga, después de descubrir que el viejo molino abandonado tampoco era un lugar seguro para sus secretos. Desafortunadamente, cuando metieron el diario en el hueco que quedaba entre dos tabiques, el cuaderno se deslizó hasta el suelo y nunca lograron volver a recuperarlo, a pesar de todos sus intentos.

–Kelsey, las tortitas –le recordó su madre empujando las puertas abatibles de la cocina antes de salir al comedor.

–¿Por qué se retrasará tanto? –oyó Kelsey comentar a Amos cuando dejó los platos con las tortitas en el alféizar de la ventana que comunicaba la cocina con el comedor–. A esta hora ya suele estar aquí.

–Sam –fue la respuesta paciente de Charlie mirando el plato que Dora Schaeffer acababa de dejar delante de él– seguramente habrá ido a St. Johnsbury. Ayer nos dijo que tenía que hacer otro viaje a la serrería –explicó a su acompañante–. Ya le he dicho que aquí las cosas no están tan a mano como en la ciudad. Hay que hacerse una lista y comprarlo todo en el mismo viaje.

–Con el trabajo que hace, seguro que está acostumbrado a apuntar un montón de cosas.

Charlie se volvió hacia su amigo y lo miró por encima de las gafas.

–¿Qué tiene esto que ver con ser policía?

–No es policía. Es detective, que no es lo mismo –explicó Amos con la misma paciencia, mientras se rascaba la mandíbula cubierta por una ligera barba canosa de varios días–. Digo yo que un hombre que tiene que buscar pistas y cosas así sobre crímenes y asesinatos tendrá que hacerse listas para saber lo que sabe y lo que no sabe.

La madre de Kelsey dirigió otra paciente sonrisa a los dos hombres ya jubilados que se preciaban de conocer todo lo que acontecía en el pequeño pueblo de Maple Mountain y sus alrededores.

–Dudo que haya ido a ninguna parte –les aseguró a los dos–. No creo que haga un viaje tan largo sin desayunar antes. Y ha desayunado aquí todos los días desde que llegó hace dos semanas.

–Eso es porque le encanta tu cocina, Dora –dijo una voz grave desde una de las mesas–. Por cierto, Kelsey, a ti tampoco se te da nada mal –dijo el hombre alzando un dedo en señal de aprobación–. Me alegro de verte por aquí.

Kelsey sonrió a través de la amplia ventana que comunicaba el comedor con la cocina a Smiley Jefferson, el cartero de toda la vida de Maple Mountain que no había perdido la costumbre de desayunar en la cafetería de Dora antes de iniciar su reparto.

–Yo también me alegro de estar aquí –dijo ella.

Al menos hasta hacía un par de minutos.

–Me han dicho que Drew y Kathy han tenido otro niño. Enhorabuena –le dijo con una sonrisa.

–Por fin le han dado un nieto –comentó el propietario de la única gasolinera de la ciudad sentado en otra mesa–. Pero no le digas que te enseñe las fotos o hoy nos quedaremos sin correo.

En la cafetería de Dora, donde todos los clientes se conocían, no existían las conversaciones privadas, y todo el mundo formaba una especie de gran familia en la que todos ayudaban a todos a pesar de los fallos y defectos de cada uno. Y en la que todos cotilleaban de los asuntos ajenos por igual.

En ese momento la puerta principal de la cafetería se abrió y todos los presentes levantaron o volvieron la cabeza para ver quién era. Como siempre. Esa vez Kelsey también, y se le hizo un nudo en el estómago.

En los doce años que hacía que no veía a Sam MacInnes, su imagen apenas era un recuerdo lejano en su memoria, pero en cuanto lo vio aparecer supo que era él.

A pesar de que cuando se enamoró platónicamente de él era una impresionable e ingenua adolescente de dieciséis años que siempre había vivido muy protegida en un pequeño pueblo de Vermont y ahora era una mujer hecha y derecha, más sofisticada y con mucha más experiencia a sus espaldas, al verlo se dio cuenta de que no estaba preparada para los casi dos metros de músculo y testosterona cubiertos por una vieja camiseta de algodón con las iniciales del Departamento de Policía de Nueva York y unos vaqueros desgastados que entraron en el restaurante con pasos seguros y una sonrisa en los labios.

El hombre dominaba totalmente el espacio y lograba atraer la atención de todo el mundo sin hacer el menor esfuerzo, pensó Kelsey mientras lo veía saludar a los presentes con naturalidad.

No lo recordaba con el pelo tan moreno, de un tono tan oscuro que casi parecía negro. Y en los ojos grises había una intensidad cauta y serena que no recordaba de sus fantasías. Sin embargo, lo que más le sorprendió de él fueron las líneas que se marcaban en su rostro, antes atractivo, pero que ahora le daban un halo de poder y control, incluso de peligro.

Sus miradas apenas se encontraron una décima de segundo. Ella apartó la suya y se ocultó detrás de la pared.

Al pensar que era posible que él ya hubiera encontrado el diario se le cayó el alma a los pies.

–Buenos días, Sam –oyó la voz alegre de su madre al otro lado de la ventana–. Menos mal que has venido. Estos dos estaban empezando a preocuparse por ti –le informó con una sonrisa de complicidad.

Dora dejó una taza de café humeante en el mostrador delante de él.

–Acabo de decirles que no te irías sin desayunar. ¿Qué vas a buscar a la serrería?

–Paneles de cuatro por dos –dijo él–. Pero no iré hasta que termine de arrancar los tabiques del último piso y vea qué más cosas necesito. He encontrado más madera podrida de la que pensaba.

–Porque el tejado estaba muy mal –comentó Amos–. Los Baker lo cambiaron para poder vender la casa, pero supongo que antes entraba el agua a chorros.

–Se lo dijeron a Megan, sí –respondió Sam, hablando de su hermana–. Pero no le importó. A los niños y a ella les encantó la casa.

–No me extraña –dijo Dora dejando un juego de cubiertos en el mostrador–. Es un lugar precioso, con el arroyo y los árboles. A Kelsey le encantaba ir allí cuando la anciana señora Baker todavía vivía. Era amiga de su nieta. Por cierto –añadió la dueña de la cafetería a su último cliente–, Kelsey llegó anoche, aunque tan tarde que apenas hemos tenido tiempo de hablar, ¿verdad, Kelsey? ¿Kelsey?

Dora se volvió hacia donde su hija había estado solo hacía unos momentos, pero no había nadie.

–Kelsey, ¿dónde te has metido? Quiero presentarte a alguien.

Kelsey no respondió. Protegida por una pared de tres metros estaba demasiado ocupada cerrando los ojos, sacudiendo la cabeza y deseando que su madre no fuera tan sociable. Aunque por su reacción, estaba muy claro que su madre ni siquiera sospechaba que ella conocía a Sam, se dijo Kelsey asomando ligeramente la cabeza para sonreír al hombre que la observaba desde el otro lado del mostrador.

–Kelsey, te presento a Sam, el sobrino de Ted y Janelle Collier. Está aquí de vacaciones trabajando en la vieja casa de los Baker para su hermana. Te dije que habían vendido la casa, ¿verdad? –sin esperar su respuesta, Dora se volvió de nuevo a mirar a Sam–. Kelsey tiene unos días de vacaciones y ha venido a ayudarme. No sé qué habría hecho sin ella.

Las manos de Sam eran grandes. Kelsey se dio cuenta al verlo rodear la taza con una de ellas. Y su sonrisa era agradable. Un poco reservada quizá. Y con un toque de sensualidad.

Ahora la estaba mirando y sonriendo y Kelsey, presa del pánico, se concentró de nuevo en las tortitas.

–Menos mal que has podido contar con ella, Dora –dijo Amos a su madre–. Pero ahora tendrás que contratar a alguien hasta que vuelva Betsy.

Dora sacudió vigorosamente la cabeza y sonrió al recordar a su ayudante, Betsy Parker, que acababa de ser abuela de dos gemelos y había tenido que ir para ayudar a su hija y a su yerno, precisamente la semana con más trabajo de todo el verano.

–No será necesario –le aseguró con firmeza–. Solo tengo que acostumbrarme a usar esta cosa –murmuró levantando la escayola–. En cuanto pase este fin de semana estaré bien. Entretanto, Kelsey me ayudará a llenar el congelador de comida por si acaso Betsy necesita pasar más tiempo con sus nietos.

Relajando la expresión, la dueña y camarera de la pequeña cafetería se volvió de nuevo a mirar a Sam y continnuó hablando.

–Tú solías venir por aquí cuando mi hija estaba en el instituto –le recordó–. Entonces me ayudaba con las mesas. Quizá te acuerdes de haberla visto por aquí.

Kelsey sabía que en las palabras de su madre no había ninguna intencionalidad. Dora se portaba así con todo el mundo, pero en ese momento lo que menos le apetecía era que su madre recordara su existencia a Sam.

–Claro –dijo él, aunque por su tono de voz era evidente que lo decía por cortesía–. Tu madre me dijo que ahora vives en Scottsdale. ¿Eres cocinera?

–Pastelera –explicó ella, sin poder pensar en nada más.

Un esbozo de sonrisa apareció de nuevo en los labios masculinos.

–A mí me encanta la tarta de manzana. ¿Prepararás alguna mientras estés aquí?

–Seguramente –dijo ella.

Observándola por encima del vapor que ascendía de la taza de café, Sam arqueó una ceja.

–¿Se te dan bien las tortitas?

A Kelsey le costaba mantener el contacto visual con él. No recordaba los detalles, pero estaba bastante segura de que muchas de las cosas que escribió de él en el diario tenían que ver con lo atractivo y musculoso que era. Aquellos músculos ahora parecían tan duros como el granito que se extraía en la cantera de las afueras de la ciudad, e irradiaban una especie de tensión que le daba un aspecto más impaciente que relajado.

Y ella era muy consciente de que él le estaba haciendo sentir lo mismo.

–No me salen mal.

–Siempre toma una ración completa, cuatro huevos, tostada integral y dos lonchas de beicon –continuó su madre, acercándose a unos turistas que acababan de entrar con sus dos hijos–. Siéntense donde quieran –les dijo señalando las mesas con un gesto y una sonrisa. Después, miró por encima del hombro a Sam–. ¿Quieres las magdalenas de mantequilla o de arándanos?

La reservada sonrisa volvió a aparecer de nuevo en sus labios. Mirando a Kelsey, dijo:

–Siempre me sorprende.

Dándose cuenta de que le estaba mirando a la boca, Kelsey cruzó mentalmente los dedos para que no se diera cuenta y le dio la espalda, recordando cómo solía imaginarse que besaba aquella boca apasionadamente utilizando el espejo de su dormitorio.

Nerviosa, alcanzó un cuenco de acero inoxidable para preparar más masa de tortitas. No podía entender cómo la presencia del hombre la alteraba tanto. Tenía veintinueve años, no dieciséis. En los once años que habían pasado desde que dejó Maple Mountain, había pasado de pastelera en Boston a jefe pastelera en restaurantes de cinco tenedores en San Diego y Scottsdale, logrando sobrevivir al temperamento artístico y la inflada vanidad de muchos jefes de cocina varones. También había quedado entre los tres primeros puestos de todos los concursos de postres en los que había participado en los últimos cinco años. Hasta hacía dos minutos, su mayor preocupación había sido el mal momento en que su madre necesitó su ayuda.

Acababan de ofrecerle el puesto de pastelera jefe ejecutiva en el complejo hotelero Regis-Carlton de Scottsdale donde trabajaba, y además tenía otra oferta sobre la mesa para el mismo puesto en un nuevo y exclusivo restaurante propiedad de Doug Westland, uno de los restauradores más respetados e innovadores de la Costa Oeste, que incluía además la oportunidad de convertirse en socia de la empresa en el futuro.

Pero en ese momento ese no era el problema. En ese momento lo que le preocupaba era que ella era una persona muy organizada, disciplinada y creativa y que no dejaba que las cosas le afectaran emocionalmente. Normalmente.

Saber que Sam apenas la recordaba de aquel verano fue un alivio. Un gran alivio. Así como comprobar que nada en su actitud hacía pensar que hubiera descubierto el diario de su adolescencia, y mucho menos lo hubiese leído. Su nombre aparecía en letras enormes en la tapa, y, si no se equivocaba, ella era la única Kelsey del pueblo. Probablemente, si Sam lo hubiera encontrado habría reaccionado en mayor o menor medida cuando su madre mencionó su nombre, pensó mientras preparaba los platos para el desayuno de este.

Ahora lo que tenía que hacer era buscar la manera de recuperar el diario antes de que Sam lo descubriera, se dijo, a la vez que dejaba los tres platos en la ventana para que su madre los sirviera. Tras una breve sonrisa a Amos cuando este le guiñó un ojo para felicitarla por la comida, se volvió a preparar las tortitas que acababan de pedir los turistas.

Sam vio el guiño. Él también habría mencionado lo bueno que estaba su desayuno si ella le hubiera dado alguna indicación de que le interesaba su opinión, o cualquier cosa que él tuviera que decir. Pero en lugar de eso, continuó comiendo en silencio hasta que Amos y Charlie le invitaron a echar una partida de ajedrez en el porche del supermercado. Aunque a excepción de una partida de póquer de vez en cuando los juegos no eran lo suyo, Sam aceptó encantado la invitación, ya que quería tener la mayor parte del tiempo que pasara en Maple Mountain ocupado y cualquier distracción era bienvenida.

Seguía convencido de que no necesitaba estar una temporada alejado del cuerpo de policía, como el psicólogo de su departamento había insistido hacía tres semanas. Se lo había rebatido entonces, y volvería a rebatírselo ahora. Sin embargo, tenía que reconocer que había perdido parte de su capacidad para relacionarse con la gente, algo que se había negado a admitir hasta ahora. Ahora que había sido incapaz de sacar la más mínima sonrisa de la atractiva mujer rubia que veía moverse al otro lado de la ventana alargada que separaba la cocina del comedor, y mucho menos iniciar una conversación con ella.

Apenas fue capaz de recordarla vagamente cuando Dora la mencionó un par de días antes. Pero cuanto más pensaba en ella ahora, más recordaba a la preciosa jovencita rubia de sonrisa pronta y piernas largas que en aquel entonces se ocupaba de servir las mesas y ayudar a su madre. También recordó que le gustaba verla moverse por el local. Y que la entonces alumna del instituto era menor de edad.

Y desde luego que no poseía la presencia ni el estilo que había adquirido con los años.

Kelsey tenía el pelo rubio trigo de su madre, aunque ella lo llevaba recogido en una trenza sujeta con un pasador negro. Los ojos eran tan oscuros como el café, los rasgos de la cara bien dibujados y delicados, la piel perfecta y sedosa y la boca carnosa y sensual. Una boca que a él le hacía la suya agua de pensar en lo suave y jugosa que tenía que ser.

Llevaba una chaqueta de cuello alto blanca de chef que probablemente era la que utilizaba para trabajar, ya que él no había visto a Dora llevar nada más sofisticado que el moño y el delantal blanco que llevaba en ese momento. Kelsey Schaeffer tenía un aspecto pulcro y profesional. También parecía sentirse tan a gusto con los clientes a los que servía como en la cocina en la que se movía con total naturalidad.

Sam no entendía por qué sonreía y hablaba con todo el mundo, pero apenas se dirigía a él. Sacar información a la gente era su punto fuerte, al menos entre los delincuentes y criminales con los que normalmente trabajaba.

Decidiendo que no merecía la pena pensar más en ello, se terminó el desayuno, pidió dos magdalenas de arándanos para llevar y se fue a su pick-up y la caravana que era de momento su hogar. Tenía más preocupaciones que su aparente olvidada capacidad para flirtear con una mujer respetable. El psicólogo del departamento le había asegurado que había perdido el contacto con la realidad, y, que, si no lo recuperaba, con el tiempo llegaría a perder la perspectiva y dejaría de ser útil al departamento.

El Departamento de Policía representaba para él su hogar y su familia. Fracasar como policía sería fracasar como persona, y él estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para evitarlo. No le gustaba, pero lo haría.

Hacía tres semanas que había terminado su colaboración en un caso en el que había estado infiltrado en los ambientes más sórdidos de Nueva York durante más de un año, llegando incluso a impedirle asistir al entierro de su cuñado, tras un trágico incidente por una discusión de tráfico que había dejado viuda a su joven hermana y huérfanos a sus pequeños sobrinos. Ahora le habían ordenado tomarse tres meses de baja para reintegrarse en la vida normal, recuperar el contacto con su familia y encontrar ocupaciones creativas que le ayudaran a relajarse. Ayudar a su hermana a reformar la vieja casa que había comprado para educar a sus hijos en el campo parecía una idea tan buena como cualquier otra para no volverse loco mientras esperaba volver a reincorporarse a su puesto en el Departamento de Policía de Nueva York.

Solo había un problema. Después de pasar diez años trabajando en los ambientes más deshumanizados de la Gran Manzana, pasando desde policía de calle a detective y estando catorce meses viviendo entre drogadictos, camellos, proxenetas y prostitutas para descubrir una importante red de narcotraficantes, ya no estaba muy seguro de qué era lo normal.

Sin embargo, estaba bastante seguro de que no era «normal» que la atractiva rubia que le había ignorado en la cafetería se presentara en su casa aquella misma tarde con la sonrisa que no había podido sacarle por la mañana y una tarta de manzana recién hecha.

Capítulo 2

 

KELSEY se dijo que tenía dos opciones: una era intentar subir sola al piso de arriba y, dependiendo de lo avanzados que estuvieran los trabajos de renovación de Sam, recuperar el diario y metérselo en el bolso; o, echar un vistazo para estudiar el terreno y volver cuando él no estuviera.

Tomó la caja y bajó del coche.

Con un nudo en el estómago, lo vio caminar hacia el coche que había alquilado en el aeropuerto. Sin pensárselo dos veces, se dirigió hacia la casa que él estaba restaurando.

Kelsey sabía que estaba viviendo en la caravana blanca aparcada cerca del arroyo que serpenteaba por la parte posterior de la finca. Según su madre, la nivelación de la caravana había sido todo un acontecimiento en el pueblo. Charlie y Amos aseguraban haber colaborado en la supervisión, probablemente sin mover una mano, y Lorna Bagley, que se turnaba con su hermana Marian sirviendo mesas en la cafetería, le dijo que fue a ver el espectáculo acompañada de sus hijos y una cesta de comida. Aunque lo que más despertó su interés, había confesado la madre soltera de dos niños pequeños, fue Sam. En el pueblo no había muchos hombres tan apuestos como él, ni desde luego tan interesantes, le confesó.

Dado que los cotilleos eran el principal tema de conversación entre los habitantes del pueblo, Kelsey también se enteró de que Sam era detective de la policía desde hacía años y que estaba divorciado. Nadie sabía exactamente en qué consistía su trabajo. Algunos pensaban que resolvía casos de asesinato, como los detectives de las series de televisión, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Por lo visto, no hablaba nunca de eso.

Aunque en el fondo, a pesar de la fascinación que despertaba entre algunos habitantes de Maple Mountain, para la mayoría era por encima de todo el sobrino de Ted y Janelle Collier que había ido a ayudar a un miembro de la familia. Ayudar a la familia y a los vecinos era algo que todos conocían bien. Era lo que hacían en Maple Mountain cuando surgía la necesidad.

Sam se detuvo un par de metros delante de ella, alto y sólido como un roble. Incluso mientras hablaba, Kelsey tuvo la inquietante sensación de que la estaba estudiando de la cabeza a los pies sin apartarle los ojos de la cara.

–Te preguntaría si te has perdido, pero supongo que conoces la zona mucho mejor que yo –dijo él sin un atisbo de sarcasmo en la voz.

Era tan claro y directo como el gris de los ojos que ella recordaba tan bien. Sobre todo porque apenas le había dirigido la palabra, por lo que su presencia allí resultaba un poco extraña.

–Espero no interrumpir nada –respondió ella, esperando no haberlo sorprendido demasiado.

–No estaba haciendo nada que no pueda esperar.

Desesperada por no parecer tan ansiosa como estaba, estiró la mano y le enseñó la caja donde llevaba una de las tartas de manzana que había preparado.

–Has dicho que te gustaba la tarta de manzana –dijo ella.

Él sujetó la caja que ella le ofrecía con expresión de curiosidad.

–¿Para qué es esto?

–¿Para que me dejes echar un vistazo? –dijo ella mirando hacia la casa–. Dicen que estás tirando algunos tabiques antes de arreglarla. Si no te importa, me gustaría verla antes de que cambie demasiado. ¿Has avanzado mucho? Tirando tabiques, me refiero.

Él continuaba mirándola con escepticismo, o quizá era interés en el contenido de la caja que abrió ligeramente para echar un vistazo.

Y olió. Delicioso.

–Todavía me queda la mitad de la primera planta –dijo él. Distraído, se llevó la caja a la nariz. Le había puesto canela.

–Es una receta sencilla.

–Yo soy un hombre sencillo.

Otra vez aquella sonrisa devastadora.

–Bueno –Kelsey tragó saliva, segura de que él no se daba cuenta de lo atractivo que era ver a un hombre tan grande como él sonreír como un niño al ver una simple tarta de manzana–. ¿Puedo echar un vistazo? –preguntó, titubeante–. Solía venir por aquí con mi amiga cuando estaba en el instituto. Era la casa de su abuela –explicó–. En verano me quedaba muchas veces a dormir, y a veces también en invierno. Solíamos patinar en el estanque.

La única respuesta de Sam fue levantar una mano y pellizcarse el ceño, en un gesto que la desconcertó.

–Es pura nostalgia –continuó ella tratando de justificar su presencia allí–. Aquí siempre crees que las cosas nunca cambian –se apresuró a asegurar.

Claro que en su caso era cierto.

Si recuperar el diario no hubiera sido tan imperioso en ese momento, visitar de nuevo el lugar y recordar el pasado también habría sido importante para ella. En aquella casa había pasado algunos de los mejores momentos de su vida.

–Me gustaría verla antes de que cambie para siempre. No sé si tú tienes sitios así de tu infancia –se daba cuenta de que su verborrea podía delatarla, pero continuó–, lugares donde te gustaba ir, pero esto es muy importante para mí.

Los nervios la hacían hablar demasiado y al darse cuenta, decidió callarse antes de descubrirse, pero por lo visto ya era demasiado tarde. La curiosidad de la expresión de Sam se tornó en abierto escrutinio.

Sin saber qué más decir, Kelsey miró al suelo, pensando que estaba mejor callada. Siendo detective, seguro que Sam era capaz de detectar a un ladrón a muchos metros.

Pero Sam era mucho mejor que eso. Era capaz de detectar un fraude a un kilómetro, y ahora estaba completamente seguro de que la mujer que le esquivaba la mirada tenía algo más en mente que visitar la casa para recordar tiempos pasados. Quería entrar fuera como fuera. Con desesperación, concluyó, teniendo en cuenta que estaba dispuesta a sobornarlo con una tarta y unas cuantas mentiras para conseguirlo.