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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Meghan Murphy. Todos los derechos reservados.

SILENCIO, SE AMA, Nº 49 - enero 2012

Título original: Caught on Camera

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

© 2005 Joanne Rock. Todos los derechos reservados.

CONFESIONES ÍNTIMAS, Nº 49 - enero 2012

Título original: Silk Confessions

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Publicado en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Pasión son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-411-8

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta:

Pareja: DREAMSTIME.COM

Velas: ALEKSANDR SKOPINTSEV/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Silencio, se ama

Meg Maguire

1

Kate miró los árboles pensando sólo en una cosa: comida. Aunque «comida» era un término muy amplio. Raíces, semillas, roedores, carroña… casi cualquier cosa serviría en aquel desolado desierto. En todas direcciones había kilómetros y kilómetros de nieve de primavera, hectáreas y hectáreas de pinos y maleza, ¿pero comida…?

—Ni de casualidad —murmuró.

Entonces vio un nido de pájaros en la rama de un árbol viejo.

—Huevos.

Kate buscó agarraderos para las manos, clavó las botas en la corteza y cerró los muslos alrededor del tronco. Subió centímetro a centímetro tarareando la música del programa, una música que siempre tenía metida en la cabeza en momentos así.

Todos los capítulos abrían con música de bongos y una panorámica de naturaleza salvaje. Cada pocos golpes de bongo pasaba una imagen en escena… un hombre cruzando un río metido en el agua hasta la cadera, escalando un precipicio o haciendo fuego con pedernal. En la pantalla se superponían unas palabras: Dom Tyler: Sobrevive a esto. El título desaparecía y daba paso a un segundo grupo de imágenes que llevaban superpuestos créditos que la mayoría de los espectadores ignoraban para prestar atención al hombre atractivo de pelo rubio oscuro, ojos fascinantes, brazos de boxeador y sonrisa de embaucador.

Kate se sabía de memoria el comienzo del programa. Después de todo, grababa personalmente la mitad. Y conocía bien a Dom Tyler. Los brazos y la sonrisa eran de su jefe, su mejor amigo. Y él tenía la culpa de que estuviera subiéndose a un árbol en la desolada naturaleza de Saskatchewan y en el proceso se hubiera hecho un siete en los vaqueros.

Hizo una mueca cuando se le clavó la corteza en los muslos, respiró hondo y se subió a una rama gruesa a casi tres metros del suelo. Había huevos.

—¡Yuju! —golpeó el aire con el puño, miró hacia el campamento y gritó—: Ty, he encontrado tu almuerzo.

Un pequeño sonido de aceptación cruzó el paisaje silencioso. Kate tiró de la cámara que llevaba colgada a la espalda, enfocó los tres huevos que había en el nido y apretó el botón de grabar.

—Huevos de pájaro cantor —murmuró en el micrófono—. Necesito confirmar la especie. El comienzo de la primavera es una de las mejores épocas del año para encontrar huevos de pájaros si te pierdes en la naturaleza canadiense; comprobar ese dato. Se pueden cocinar o comer crudos si no tienes fuego, y son una gran fuente de proteínas.

El programa duraba una hora, cuarenta y dos minutos descontando la publicidad. Cuarenta y dos minutos con Dom Tyler explicando cómo sobrevivir en algunos de los lugares más duros del planeta… un lugar diferente en cada episodio. Aunque probablemente su atractivo distraía a muchos espectadores de la información que daba.

Detrás de casi todas las tomas que salían en televisión, estaba Kate, armada con la pose de un domador de leones y un vocabulario que podía rivalizar con el de David Attenborough. Ella investigaba y escribía casi la mitad del guión del programa. El nombre de Dom Tyler aparecía en el título y su cara en la pantalla, pero era ella la que estaba detrás chasqueando el látigo y llevando por el buen camino el programa y a su presentador.

Grabó unos segundos más y luego se colocó la cámara detrás y bajó del árbol.

—¿Ty?

Lo llamaba así porque él fruncía el ceño si alguien lo llamaba Dominic. Kate se dirigió a la hoguera que habían hecho al lado del río, quitándose agujas de pino de la chaqueta.

—Te vamos a necesitar ahí arriba. Quiero grabarte subiendo al árbol. He tomado notas que puedes grabar en posproducción.

Dobló un recodo al principio del bosque y descubrió por qué Ty no contestaba. Estaba sentado en el tronco de un árbol y tenía una cámara colocada en el hombro, con la lente enfocando a Kate y la luz roja parpadeando. Al acercarse, ella lo oyó narrar con aquel acento australiano que conseguía subir la audiencia por sí solo:

—… el hábitat natural de Kate Somersby. Podemos ver por su postura que su enfoque es agresivo, aunque la expresión en los ojos de la hembra sugiere que puede estar pensando en aparearse. Esperemos a ver lo que busca.

Kate colocó la bota en el chaleco de él y lo tiró de espaldas sobre la nieve.

Se cruzó de brazos y lo miró con enfado. Era su segundo día de exilio en aquel terreno nevado y el frío no era su punto fuerte.

—Yo he estado escalando árboles, Ty. Ganándome el sueldo.

—A ti te gusta eso.

—Te necesito ahí arriba —dijo ella.

Miró a su compañero profesional de los últimos dos años y medio, apreciando en silencio su cuerpo desde los pies calzados con botas hasta el pelo rubio oscuro revuelto y sus diabólicas cejas. La barbilla y mandíbula lucían barba de varios días. Cuando volvieran a Los Ángeles, probablemente tendría una barba completa, que no haría nada por ocultar su atractivo igual que su ropa no podía conseguir que las espectadoras olvidaran lo que se escondía debajo en cuanto habían conseguido echar un vistazo.

Kate sabía lo que había debajo de la camisa termal que llevaba Ty bajo el chaleco. Le resultaba más familiar que el cuerpo de cualquiera de sus amantes, y eso que Ty y ella ni siquiera se habían besado. Ese hecho suponía una decepción para algunas partes de ella y un alivio para otras. Le gustaba demasiado su trabajo para arriesgarlo por algo tan estúpido como un ataque hormonal. Y además quería a Ty como amigo y no se iba a arriesgar a perderlo, aunque pensar en él la había mantenido caliente algunas noches frías.

Dio una patada suave al pie de Ty.

—Vamos, sube. Huevos.

Ty gruño.

—¡Huevos!

—Huevos, sí —ella le dio la mano y lo ayudó a sentarse—. Es lo que único que he encontrado en este lugar perdido.

—No finjas que no te encanta esto —él se sacudió la nieve de la parte trasera de los brazos, guardó la cámara en su funda protectora y la dejó en el suelo.

Kate se sentó a su lado en el tronco. Él tenía razón, claro. A pesar de sus momentos ridículos, ella adoraba su trabajo. Y no sólo por el trabajo, sino por la amistad con él. Además, era una obsesa del control y aquel trabajo le permitía hacer lo que mejor se le daba a gran escala y cobrar por ello. A sus veintiocho años, la idea de asentarse en una vida normal podía esperar unos cuantos años más, o hasta que la cadena dejara de renovarles el contrato.

Ty tomó la cámara de ella y revisó la grabación.

—¿Por qué nunca encuentras un entrecot?

—¿Por qué tú nunca encuentras nada? —preguntó ella, aunque sabía que exageraba. Ty hacía su parte, aunque ese día estaba poco concentrado. A Kate no le sorprendía. Él había comido poco y dormido menos.

Ty le devolvió la cámara y la miró con aquellos ojos verdiazules suyos responsables de al menos la cuarta parte de su audiencia.

—¿Qué?

—Nada —repuso él—. Llévame hasta los huevos.

Se incorporaron y ella le lanzó el gorro de lana que él había llevado en la escena anterior. Ty se lo puso y la siguió de vuelta al árbol.

—Tercera rama.

Él miró hacia arriba.

—Ya lo veo.

Ella lo enfocó con la cámara y él demostró cómo usar una soga alrededor del tronco para facilitar la tarea. Kate miró sus vaqueros rotos con el ceño fruncido. Tres minutos después, él estaba de vuelta con los huevos en el bolsillo del chaleco.

—¿Cómo te apetecen? —preguntó—. ¿Crudos o cocidos?

—Es tu almuerzo, Ty. Yo voy a tomar una barrita energética.

—¿Cómo quedarán mejor? —preguntó él.

—Ayer cocinaste ese ganso. Hoy puedes hacerlos crudos.

—Tú eres la jefa.

Ella apretó los labios con escepticismo.

—¿Te importaría poner eso por escrito?

Ty sonrió y se le formó un hoyuelo al lado de la boca. Técnicamente, por supuesto, él era el jefe. Y no sólo porque su nombre apareciera en el programa, sino porque, además de ser el presentador y el narrador, era también el creador. Él lo había soñado, lo había vendido, había conseguido el contrato y había aportado su experiencia de superviviente de cuando recorría el globo escalando rocas y haciendo trekking.

—¿Cómo vamos a llegar al lugar de mañana? — preguntó Ty mientras instalaba un trípode para la toma de la comida de los huevos crudos.

—¿Nunca miras los itinerarios que te escribo?

—No lo necesito, Kate. Te tengo a ti.

—¡Qué Dios se apiade de la mujer a la que engañes para que se case contigo! —ella sacó una copia del itinerario del bolsillo de atrás de los vaqueros sucios—. Mañana a las cinco de la mañana nos reuniremos con la gente del trineo de perros. El viaje durará unas tres horas; luego pescaremos en el hielo si el lago sigue congelado. El equipo de rescate nos recogerá al atardecer.

—Estupendo. ¿Y pasado mañana?

Kate sonrió.

—Ya lo sabes.

Ty la miró por encima de la cámara.

—Dímelo de todos modos, Kate. Me encanta oírtelo.

—Pasado mañana, habremos terminado otra temporada.

Ty suspiró con dramatismo.

—¿Y nuestro próximo destino será…?

—El tuyo no sé, pero el mío será mi cama — ella ya casi podía sentir las sábanas frescas y las almohadas blandas.

—Suena bien. Nos veremos allí.

Kate lo miró con cansancio.

—Ya que ha salido el tema, ¿puedo hacer un par de sugerencias para la próxima temporada?

—¿Sí?

—Estoy pensando en Maui. Saint John. ¿Las islas Fiji? Por favor. Esta nieve me está matando.

—Tú eres de Nueva Inglaterra —repuso él.

—Y también odiaba la nieve allí de niña. Vamos, Ty… ¿perdidos en el mar? Hasta eso tiene que ser mejor que esto.

Él negó con la cabeza.

—Nada en mar abierto.

—¿Por qué eres tan raro con…?

—Me mareo en el mar —la interrumpió él—. Silencio en el plató.

Conectó la cámara y se puso a trabajar. Kate guardó silencio. Sólo Dom Tyler podía lograr que resultara erótico comerse el contenido de unos huevos crudos. Por improbable que pareciera, aquella toma era una maravilla a la hora de captar la atención del espectador. Y con tanta nieve alrededor, aquel episodio necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir. Aunque ya era primavera, en Saskatchewan seguía el invierno. El invierno implicaba hielo, nieve, vientos racheados y frío terrible. Y ropa. Mucha ropa, que hacía que resultara menos probable que los espectadores pudieran ver el torso desnudo de Ty. Y eso implicaba menos ojos pegados a la pantalla. Después de todo, el suyo era el programa de más audiencia de la cadena de naturaleza y viajes, y eso no se debía a la supervivencia.

—A los espectadores les encantará eso —comentó Kate cuando él terminó de grabar.

—¿Y a ti? —sonrió él.

Kate reprimió una sonrisa propia.

—Yo soy inmune a tus encantos, muchas gracias. Y si los espectadores tuvieran que pasar tanto tiempo contigo como yo, pensarían lo mismo.

Ty enarcó las cejas fingiendo ofenderse.

—No me digas que esto no es lo que esperabas cuando te mudaste a Los Ángeles. Dime que esto no es el glamour de Hollywood —movió un brazo para señalar el paisaje, el campamento y a ellos dos. No se había bañado desde que salieran de Los Ángeles tres días antes, lo cual debía ser la antítesis del glamour. Y el aspecto de Kate no era mucho mejor.

—Nunca pensé que ser ayudante personal sería glamuroso.

—Claro que no —él sonrió con escepticismo—. Tienes la mesita de café llena de revistas de famosos sólo porque no pudiste encontrar posavasos.

Kate empujó la nieve con el pie.

—La ayudante personal que yo imaginaba no era así. Asumía que tendría que ir a buscar cafés de doce dólares y limpiar caca de pequinés de los zapatos de tacón de alguien. O sostenerle la cabeza a una señorita mientras vomitaba discretamente en un callejón detrás del club más pijo de Hollywood. Esas cosas.

—Yo sé que hay más —repuso él—. No creas que no te he visto salivar cuando llega el botín.

Era cierto. Llevaban tres temporadas con el programa y Ty empezaba a ser famoso. Kate casi se había desmayado la primera vez que un diseñador había ofrecido un traje a Ty para llevarlo en una ceremonia de premios. Al final él había cambiado el evento por un partido de los Lakers y ella había devuelto de mala gana el regalo.

—Esto no es exactamente lo que había imaginado… Y tú tampoco eres el jefe que había imaginado —confesó cuando volvían hacia el fuego—. Había imaginado una estrella adicta a las pastillas y algún hombre adicto a la adrenalina. Y ésta no es la experiencia de grabación que esperaba conseguir.

Ty acercó una bolsa hacia sí y sacó un trozo de cuerda que lanzó a Kate.

—Nudo as de guía —ordenó con su mejor voz de sargento.

Kate hizo un nudo perfecto en cuestión de segundos. Uno de los talentos que había aprendido de Ty o en los libros desde que consiguiera aquel trabajo loco.

—Nudo de ocho doble.

Ella lo ató a la perfección.

Apuesto a que la ayudante personal de Reese Witherspoon no puede hacer eso —comentó Ty.

—No. Y yo apuesto a que tampoco sabe tratar una picadura de serpiente ni diagnosticar el dengue —Kate le puso la cuerda al cuello—. Ahora que lo pienso, este trabajo no me enseña nada de lo que voy a necesitar si quiero dirigir algún día una agencia poderosa en Hollywood. Creía que leería Variety en mi primera clase, no manuales sobre exploraciones de cuevas de hielo viajando en una Cessna.

Él se encogió de hombros.

—Es curioso las cosas que nos depara el universo.

—Sí. Mi dardo cósmico no aterrizó donde yo esperaba —añadió Kate, en referencia al método que usaba Ty para elegir sus localizaciones y que consistía en lanzar un dardo a ciegas a un mapamundi hasta que caía en un destino apropiado para el programa. Él tenía propensión a dejar las decisiones en manos de la suerte y una aversión a la cautela que rayaba en la superstición.

Ty sacó una larga navaja de caza de la vaina de su cinturón y colocó el mango en la mano de Kate. Señaló un árbol que crecía a pocos metros y se apartó.

Kate tomó puntería y lanzó la navaja, cuya hoja se clavó en el centro del tronco.

Ty gimió y se llevó una mano al corazón como si combatiera un infarto causado por la excitación.

—¡Maldita sea, mujer!

Kate sonrió para sí y confió en que el aire frío borrara el sonrojo de orgullo que calentaba sus mejillas.

Ty se quitó la cuerda del cuello y la guardó.

—¡Y pensar que cuando te conocí nunca te había picado una ortiga!

—Eso no es cierto.

—Te hacías la manicura, no puedes negarlo. ¿Qué te he hecho?

—Nada que yo no pidiera —repuso Kate.

Cierto que aquel programa no era el trabajo que había imaginado cuando, recién llegada de la Costa Este, había empezado a buscar empleo de ayudante. Estaba desesperada y no tenía experiencia, y Ty simplemente había sido la primera persona en sucumbir a su tesón y contratarla. Y por improbable que resultara, había acabado convirtiéndose en el trabajo de sus sueños. Los viajes y las experiencias nuevas eran una de las razones, pero el verdadero atractivo secreto radicaba en Ty. Kate miró al hombre que se había convertido en su mejor amigo en los dos últimos años. El mejor amigo que había tenido nunca… aunque no se lo había dicho. Se sentó en el tronco y extendió las piernas doloridas ante sí.

—Puede que no me estés educando para agente —comentó—, pero me conformaré con ser productora ejecutiva.

—Eso ya lo eres prácticamente —Ty se acercó al árbol y recuperó la navaja—. Sé que pensabas que elegirías relojes de mil dólares para mí en vez de sacarme sanguijuelas de la piel, pero nadie puede negar que eres un as dirigiendo mi vida.

Kate sonrió con indulgencia.

—Y eso es justamente lo que quería.

—Eres una obsesa del control.

—Y tú un suicida —replicó ella—. Y te guste o no, saldrás en GQ antes de que te des cuenta. Y después vendrá el glamour —murmuró soñadora; extendió las manos como si imaginara citas futuras con estilistas y agencias de Relaciones Públicas.

—Eso dices tú.

—Además, este trabajo es ideal para estar en forma —ella flexionó el brazo. Su figura había ganado mucho con aquellos dos años de estilo de vida exigente—. Y mi pasaporte tiene una envidiable colección de sellos.

—Me alegra saber que aguantarme tiene también su lado bueno —dijo él—. Y tú siempre estás a la altura del reto.

—Sobreviví tres noches en el Valle de la Muerte, Ty. Creo que puedo contigo.

Kate se dio unas palmadas en los muslos y se incorporó. Sacó de su mochila la barrita de proteínas medio congelada y la mordisqueó mientras Ty guardaba el trípode.

—¿Cómo te quitamos la camisa en este episodio? —preguntó ella, masticando.

—Porque hay peligro de hipotermia. Y necesito secar la ropa delante del fuego.

Ella frunció el ceño.

—Eso lo hacemos siempre que hay nieve.

—Sí, y es lo más racional —él hizo una mueca de irritación—. Pero te escucho. ¿Cuál es tu brillante idea esta vez?

—¿Quieres caerte en un río de hielo?

Él terminó de ordenar el campamento y la miró con los brazos.

—No, pero apuesto a que es lo que encabeza la lista.

—¿Usar la camisa para hacer una red de pesca improvisada?

—Mejor —él se acercó un par de pasos a ella.

—¿Que te la rompa un puma en una pelea a vida o muerte?

Ty se detuvo justo delante de ella.

—Eres demasiado joven para pasar por un puma, Katie.

—Gracioso —musitó ella.

Pero el Cambio se había producido ya. Así era como describía Kate las desvergonzadas tácticas de playboy de él. Para Ty, flirtear era un juego, una distracción que ella estaba segura montaba sólo para ponerla nerviosa. Pero sus efectos eran más profundos de lo que ella quería dar a entender. Probablemente había diez mil mujeres encaprichadas con él y Kate no quería que supiera que ella era una. Aun así, cuando a él le brillaban los ojos de aquel modo y bajaba la voz hasta un susurro, era algo más que su amigo y su jefe. Era el hombre que la excitaba como ningún otro.

—Necesitamos al menos un par de horas más de grabación hoy —dijo ella, bajándole la cremallera del chaleco—, así que borra esa expresión de tu cara —volvió a subirle la cremallera hasta la barbilla y le dio un par de palmaditas en la mejilla.

—Mandona.

Ella suspiró.

—Alguien tiene que serlo.

Ty, inmerso todavía en el Cambio, le pasó las manos por los hombros y apretó con los pulgares los puntos del pulso en el cuello de ella, como hacía siempre en aquel momento. Un momento que atormentaba a Kate desde hacía más de dos años. ¡Dos años!

Él acercó su boca al agacharse para acortar la considerable diferencia de estatura entre ellos. Rozó con la piel rugosa de sus labios la sien de ella, su mejilla y su barbilla. Los labios de él se acercaron a los de ella hasta que sus narices se tocaron y entonces sonrió. Siempre sonreía en aquel punto.

—¡Oh! —dijo.

—¿Qué? —preguntó ella.

Él suspiró con dramatismo.

—Olvidaba que acabo de comer huevos crudos.

—Sí, claro —ella alzó los ojos al cielo.

Ty se retiró, igual que había hecho centenares de veces antes.

—No puedo arriesgarme a que contraigas una salmonella.

—No, obviamente no —pero a Kate no le importaba que él contrajera el síndrome de testículos hinchados por no tener oportunidad de eyacular. ¿Había un equivalente femenino? De ser así, hacía mucho que ella lo padecía.

La primera vez que él había hecho eso, cuando grababan el último episodio de la primera temporada, ella se lo había tragado. La boca de él rozándole la oreja, los dedos en el cuello… había mordido el anzuelo por completo. Había sentido el aliento de él en su mejilla y luego…

—¿Kate?

—¿Sí? —había preguntado ella sin aliento.

—Acabo de recordar que no hemos revisado los zapatos en busca de escorpiones. Una de las causas principales de muerte en el desierto.

Indignante. ¿Quién coqueteaba así una semana tras otra tras otra? Al parecer, un sociópata australiano al que le gustaba el riesgo.

Antes de que hicieran el programa, Ty tenía una fama relativa en Australia, en ciertos círculos deportivos. Había estudiado cine en Sídney y después había pasado unos años como escalador libre semiprofesional. Había escalado en zonas remotas, sin compañeros ni precauciones de seguridad. Se grababa mientras escalaba, más o menos como en el programa, con una cámara captando la escena y la otra grabando desde donde estaba él colgado de los precipicios. Kate había buscado alguno de esos vídeos antes de empezar a trabajar con él para saber dónde se metía y se había sentido inmediatamente atraída. Sus sentimientos menos profesionales por Ty habían ido creciendo despacio, al ritmo de su amistad y del éxito del programa. Esos sentimientos habían acabado por dar paso a un deseo potente, aunque no tanto como su miedo al rechazo. Ya la había dejado bastante gente… su padre cuando era pequeña, su prometido a los veinticinco años. Además de su madre, quien en teoría siempre había estado cerca, pero en la práctica nunca había estado realmente allí. La vida le había enseñado a Kate que, siempre que sentía apego por alguien, la dejaban tirada, y había decidido dejar eso atrás, junto con el resto de su antigua vida, en las afueras de Boston.

Ahora, en el presente, Ty sonrió sin misericordia y sus ojos se iluminaron con el sol del frío norte.

—¡Qué poco ha faltado!

Ella alzó de nuevo los ojos al cielo. No era cierto. Aquel intercambio se producía siempre igual. Como una tortura de agua. Gota tras gota, mes tras mes. No era de extrañar que Kate tuviera a veces la sensación de que se ahogaba.

—Eres muy poco profesional —suspiró ella. Aunque era una bobada, aquello siempre la dejaba sintiéndose vulnerable. Tiró pensativa de su oreja mala. Todavía le dolía a veces el oído, incluso más de veinte años después de haberse curado de la infección que la había dejado casi sorda de ese lado. Mantuvo los ojos fijos en el suelo, confiando una vez más en no tener la cara roja. Su buen humor se desvaneció y se estremeció, lo que le hizo recordar el cansancio y el frío.

—Voy a hacer unas panorámicas —gruñó.

Caminó una distancia corta y empezó a grabar.

En el producto final intentaban crear la ilusión de que Ty hacía todo el trabajo, pero cualquiera con dos dedos de frente sabía que la cámara que lo grababa llevaba una persona detrás. En la pantalla, justo delante de la primera secuencia, aparecía una leyenda destinada a volver aceptable la farsa: «No intenten estos escenarios de supervivencia. Dom Tyler tiene un equipo entrenado ayudándole. Este programa es sólo de entretenimiento».

Kate oyó las pisadas de Ty a sus espaldas. Y aunque no las hubiera oído, habría notado su presencia. Él tenía una energía que hacía que todo lo que lo rodeaba vibrara en la misma frecuencia. A Kate le gustaba eso de él.

Mantuvo los ojos en la cámara.

—¿Qué pasa, Ty?

—¿Qué vas a cenar esta noche cuando volvamos al pueblo?

Ella movió la cabeza.

—Masoquista.

Cuando estaban en mitad de un episodio, Ty nunca comía nada que no cazara o recolectara personalmente.

—¿Vas a tomar una cerveza?

Ella no contestó.

—¿Vas a tomar seis cervezas y echarte en mis brazos por fin?

—Dudoso, Ty. Necesitaría media botella de whisky y un buen soborno para que ocurriera eso.

—Mi ayudante personal podría arreglarlo.

—¿En serio?

Ty comenzó a cantar una canción de un disco viejo de un grupo puertorriqueño. Aunque ni Kate ni Ty hablaban gran cosa de español, ella sospechaba que un nativo de esa lengua encontraría la canción entendible, pues habían oído esa cinta miles de veces.

—¿No te trae recuerdos, Kate? ¿Cuál es tu cinta de tortura favorita?

—¿Cómo conductora o acompañante?

—Conductora.

Una de las primeras misiones de Kate como ayudante personal había sido buscar un vehículo lo bastante grande para transportar el equipo de acampada y el de grabación y lo bastante seguro para llevarlos desde Honduras hasta Alaska, puesto que su presupuesto inicial no había contemplado viajar en avión. Y lo bastante barato para poder permitírselo. Cuando estaban en la carretera en aquel cacharro, el que conducía podía permitirse torturar al otro poniendo sin cesar las cintas más horribles de segunda mano que pudieran encontrar.

Kate pensó su respuesta.

—Creo que la banda sonora de La Sirenita fue uno de mis mejores intentos.

—Eso fue bastante duro, aunque yo la prefiero a Mariah Carey. Al menos como tú la cantas.

Kate fingió un suspiro de exasperación.

—¿Puedo ayudarte con algo?

—¿No echas de menos la furgoneta? Yo sí.

—No sé qué echo más de menos, si la gotera que había encima del asiento del acompañante o cómo se estropeaba cada cinco mil kilómetros y teníamos que dormir en la parte de atrás.

—No olvides el misterioso olor a látex.

—Seguirá en su sitio cuando volvamos a Los Ángeles. Por el momento voy a disfrutar de tener un vehículo al que le funciona la radio, para variar.

—Pues yo no —Ty guardó silencio un momento mientas Kate reanudaba la grabación; luego jugó con la coleta de ella—. ¿Te apetece una pelea de bolas de nieve? —preguntó—. Te dejo tirar primero.

Tiró una última vez de la coleta y la soltó para volver hacia el campamento. Kate movió la cabeza. Algunos días era como cuidar de un niño pequeño, aunque para ser justos, cuando se acababa el trabajo, ella era igual de mala. Todo el tiempo que había pasado viajando con Ty había sacado a la luz facetas de su personalidad que no sabía que tenía. Él la veía maloliente, gruñona y poco amable y no se inmutaba. Era lo más próximo al amor incondicional que ella había conocido.

Unos minutos después, apagó la cámara y volvió al campamento, donde encontró a Ty acuclillado a unos pasos del trípode y hablando por el micrófono. Ella comprobó que su sombra no iba interferir con la toma y lo rodeó de puntillas para ir a por su mochila. Él era muy profesional. Cuando la cámara estaba encendida, podía ignorar su presencia como si ella no estuviera allí.

—… y perdices y roedores grandes, aunque como habrán notado, yo no he tenido tanta suerte. Pero vamos a fingir que sí, por el bien de la historia. Les voy a enseñar otro modo de hacer fuego. Tenemos bastante sol ahora mismo, así que voy a intentar algo con la cámara de usar y tirar que el equipo técnico metió entre mis cosas —abandonó la toma para recoger algunas cosas y volvió para mostrar a su público futuro cómo sacar la lente y usarla para prender unos cartones.

Kate se acercó cuando él terminó el segmento.

—Muy bien. ¿Ves cómo es divertido hacer tu trabajo?

—Gracias por la cámara de usar y tirar.

—Eso ha sido fácil.

—Entonces deberías darme más desafíos. ¿Es hora de volver al pueblo?

Kate consultó su reloj.

—Sí. Vamos a recoger.

El equipo de rescate llegaría pronto para llevarlos al pueblo de un solo semáforo que era la base de la expedición. Dejarían sus cosas en el motel e irían a cenar, y pocas horas después, el otro Ty volvería a llamar a su puerta. Esa idea hizo que Kate se estremeciera a pesar de que su abrigo resultaba bastante abrigado.

2

—¡Ah, la civilización! —Ty se instaló en un taburete al lado de Kate, aliviado de sentir algo de relleno bajo su cuerpo frío y molido. Se sentó a la derecha de ella, como siempre. Kate no le había contado nunca lo que le había pasado en el oído izquierdo y él no le preguntaba. Las preguntas sobre su infancia ponían muy tensa a Kate, y además, a Ty no le apetecía tampoco devolverle el favor. Los secretos no le molestaban. Lo que tenía con Kate era mejor. Vivían en el presente y se aceptaban como eran.

La observó en el resplandor rojo y azul de los carteles de cerveza y empezó a disfrutar del calor igual que disfrutaba de la compañía de su amiga. Le gustaba eso de Kate… la comodidad. Ty no había sentido eso con nadie más, ni novias, ni compañeros de juerga ni de la universidad; ni siquiera con su familia, al menos no desde que era muy joven. Pero con Kate surgía sin esfuerzo.

Ella pidió una pinta de cerveza y una hamburguesa de queso y Ty negó con la cabeza al barman. Vio a Kate tomar algunas servilletas, preparándose ya para el festín, y le dio en el hombro con el suyo.

—¡Qué cruel eres!

Ella se volvió con el codo apoyado en la barra y la barbilla en la mano.

—Esa regla es tuya, Ty. Nadie te ha dicho que no te esté permitido comer.

Él se movió en el taburete, intentando aliviar el dolor de algunos músculos. Saskatchewan era frío y húmedo y su pronta oscuridad le hacía echar de menos Australia. Miró a Kate.

—Pero podías unirte a mí por solidaridad, sólo por una vez.

—Espera sentado, jefe.

—¿Sabes cuál es mi idea para cuando se nos acaben los sitios para grabar en la naturaleza? — preguntó él.

Ella alzó las cejas.

—¿Esa cosa en la que te haces pasar por una persona sin hogar y sobrevives una semana en las calles de Detroit?

Él se encogió de hombros.

—O Deli, o Lagos. ¿Qué te parece? En este momento suena muy bien. Al menos ahora podría ir a un comedor benéfico.

Kate hizo una mueca.

—Nadie te tomará por una persona sin hogar, no con esos tríceps. Y no puedes imitar un acento estadounidense aunque te vaya la vida en el empeño.

—Puedo entrenar la voz.

—No puedes.

—¿Y mi otra idea? «Dom Tyler de incógnito en San Quentin. Sobrevive a eso, ciudadano honrado». La comida de la cárcel suena bastante bien en este momento. Duchas.

—¿Y navajas y guerras de bandas y el jabón que se cae en la ducha…? Olvídalo.

El barman sirvió la cerveza a Kate. Ella la acercó hacia sí y succionó la espuma de arriba antes de tomar el vaso y mirar a Ty por encima del borde con crueldad indulgente. Quizá fuera el hambre, pero siempre que ella hacía eso, Ty no podía evitar imaginar que ésa sería la misma mirada que echaría a un hombre antes de lanzar lejos la llave de las esposas.

Ella gimió con placer obsceno.

—¡Está buenísima!

—Seguro que sí —Ty le dedicó una sonrisa que indicaba que no la encontraba nada simpática. Y era casi verdad. Ella no era tan simpática como sexy.

La observó cuando llegaban las patatas fritas. Era una mujer pequeña, con la piel más clara y luminosa que había visto Ty, como una modelo de jabón para la cara. Y con el pelo castaño oscuro más liso y brillante que había tocado nunca el champú. Sí, era tan simpática como un gatito rabioso adorable… hasta que cometías el error de acariciarlo.

—¿Qué miras, Ty? ¿Tengo ketchup en la cara? —ella se pasó el pulgar por las comisuras de los labios.

Ty veía a Kate cuando no había nadie más cerca, a todas horas del día y de la noche, en sus mejores momentos y en sus peores. En vestidos y tacones en cócteles y con los boxers y una camiseta de él mientras se secaba su ropa sucia en algún lugar dejado de la mano de Dios. «Sexy». Sexy cuando lo perseguía por haberle lanzado una bola de nieve a la cara, sexy cuando lo saludaba a las tres de la mañana medio dormida y con una sonrisa renuente en la puerta de su habitación del motel.

Llegó la hamburguesa y Kate disfrutó de ella como un gato de un rayo de sol.

—Te odio —murmuró Ty.

—¡Oh, está de fábula! ¡Tan jugosa!

—Espero que te siente mal.

—Supongo que ya me toca.

Y era verdad. Eran muchas las veces que le había apartado a Ty el pelo de la frente y le había frotado la espalda cuando sufría las consecuencias de una mala comida en el bosque. Había dicho que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa como ayudante personal, por fea que fuera, pero seguramente no se habría referido a todo eso. Un día llegaría al límite y, aunque a Ty le dolería mucho perderla, al menos podría librarse de la tensión que experimentaba cuando se encontraba a punto de besarla. Como en aquel momento, por ejemplo.

—¿Quieres el pepinillo? —preguntó ella con aire inocente—. Puedo tirarlo a la nieve. Así no harías trampa, lo habrías encontrado tú.

—Me colaré en tu habitación cuando te estés duchando y abriré el grifo para que no te salga agua caliente.

Ella sonrió.

—Creo que voy a pedir postre —susurró. Y dio otro mordisco.

—Diabólica.

Diabólica no sólo por la comida; también por responder al coqueteo cuando Ty sabía que no haría nada con él mientras fueran compañeros profesionales. Kate anteponía su trabajo a todo, seguramente a cualquiera atracción que pudiera sentir por él. Si alguna vez llegaban a la cama, tendría que ser después de que se cancelara el programa. En noches especialmente largas, cuando Kate y él eran los únicos humanos en kilómetros y yacía despierto escuchando la respiración de ella en una tienda oscura o en la parte de atrás de la furgoneta, Ty rezaba para que perdieran audiencia.

—¿Qué te tomarías ahora si pudieras, Ty? — Kate miró la pizarra con la carta detrás de la barra—. ¿Bistec? ¿Pollo frito con puré de patatas?

—No juegues conmigo.

—¿Algo que no está en la carta? —preguntó ella, enarcando las cejas con desafío. Aquella chica se tomaba una cerveza y se convertía en una máquina de coquetear.

Ty se lamió los labios.

—¿Por ejemplo?

Ella se inclinó hacia él y lo miró a los ojos.

—Sé exactamente lo que quieres —dijo. Sólo bromeaba, pero el cuerpo de Ty respondió igualmente.

—¿Qué quiero, Kate?

—Oh, creo que… cangrejo —terminó ella—. Las patas. Con mucha mantequilla derretida y patatas nuevas —ella sabía lo que le gustaba. Lo conocía más de lo que seguramente era consciente, y por eso cada vez le resultaba a Ty más difícil combatir aquella atracción. Ella enarcó de nuevo las cejas y volvió a sentarse erguida.

—Puedo despedirte, ¿sabes?

—Sí, vamos, Ty. Estarías perdido sin mí —contestó ella.

Se volvió hacia la televisión colocada en un rincón. Un presentador hablaba de un temporal de nieve que se avecinaba, pero Ty pensó que Kate debería preocuparse más del peligro inminente que provocaba su coqueteo. Ella se volvió hacia él.

—Sabes, tú y yo somos de todo menos amantes —dijo.

Ty la miró un momento perplejo. La esperanza y la lujuria lo calentaron por dentro.

—Sí. ¿Por qué? ¿Quieres cambiar eso?

Ella hizo una mueca y negó con la cabeza. Tomó otro sorbo de cerveza.

—No.

El cuerpo de Ty se enfrió decepcionado.

—¿Por qué no?

—Principalmente, porque es la peor idea que he oído en mi vida.

Ty alzó los ojos al cielo.

—Genial. Pues gracias por haberlo dicho.

—Pero estaba pensando que es interesante. Hemos conseguido hacer que todo esto funcione tres temporadas completas en las condiciones más estresantes posibles. Pero los dos seguimos siendo unos inútiles con las relaciones.

—Oh, gracias. Y espera… cuida un momento de mi frágil ego. ¿Por qué es tan mala idea?

—Porque cuando nos carguemos todo esto, nos quedaremos sin nada —dijo ella—. Y yo he pasado mucho tiempo sin nada y es terrible. No pienso volver a eso. Y definitivamente, no por sexo.

—Hemos sobrevivido a tormentas tropicales y arenas movedizas —repuso él—. ¿No crees que podríamos sobrevivir a beber un día demasiado y despertarnos uno al lado del otro?

—No es un riesgo que esté dispuesta a correr, Ty. Además, yo me despierto a tu lado a menudo y créeme, no es para tanto.

Él se llevó una mano al pecho, fingiendo un golpe en el corazón.

—Eres fría como el hielo, Kate.

Ella se encogió de hombros; fijó la vista en la tele de nuevo.

—Es Saskatchewan.

Ty se apoyó en la barra, imitándola a ella.

—¿Y si el sexo fuera muy bueno?

Kate hizo una mueca y volvió a negar con la cabeza.

—Tú no sabes lo que podemos estar perdiéndonos —insistió él.

—Sobreviviré. Y además, me odiarían todas las mujeres altas por meterme en su territorio.

Ty cambió de táctica.

—¿Y si no fuéramos todas las demás cosas? ¿Y si cancelaran el programa mañana?

—No sé, Ty. Y no pienso averiguarlo. Pero si llega ese día y todavía podemos soportar la presencia del otro, tienes mi permiso para insinuarte en serio. Pero ni un momento antes.

Se sentó erguida y volvió a dirigir su atención a la comida. Diez minutos después, deslizó su segundo vaso de cerveza, medio lleno, por la barra y Ty observó al barman retirado como si le fuera la vida en ello. En ese momento habría matado por una cerveza, así que dejó que ese anhelo reemplazara al que se había instalado entre sus muslos.

—A la cama —dijo Kate con un bostezo satisfecho; un bostezo poscoito, en opinión de Ty.

Caminaron de regreso al motel, en medio de un frío cortante. Subieron los escalones exteriores hasta el segundo piso de habitaciones y se dieron las buenas noches bajo el resplandor amarillo de las luces del aparcamiento. Kate se acercó a su puerta moviendo las caderas, sacó la llave y desapareció en la habitación.

Ty sería bueno esa noche. Estaba cansado. Podía dormir… ¿cuánto, seis horas? Buscó su llave en el bolsillo y oyó cerrarse el cerrojo de Kate. Sabía que pronto lo oiría abrirse para él. ¿Pero a quién intentaba engañar?

Cuando se produjo la inevitable llamada en su puerta, Kate rodó adormilada para mirar la pantalla digital de su despertador. Las tres veintiocho. Se resignó a abandonar el capullo cálido de las sábanas y fue a la puerta.

—Buenos días, Ty.

Un viento helado se movía detrás de él.

—¿Me invistas a entrar?

—Sí. Entra.

Kate había aprendido ya que la aparición en su puerta en plena noche de un hombre atractivo con un acento exótico no significaba necesariamente lo que se podría esperar. También había aprendido a dormir con sujetador si Ty se hospedaba en el mismo motel que ella. Ahorraba tiempo y modestia no tener que ponerse a buscar uno noche tras noche.

Mientras entraba su invitado, vestido con pantalón de chándal y una camiseta chillona que había comprado con ella en Tijuana, Kate puso la televisión. Comprobó la cadena canadiense hermana de la suya por si había reposiciones de su programa, pero sólo había publicidad. Oyó las chanclas de Ty al caer en la alfombra y el rumor de la cama cuando él se acomodó. Esos sonidos no deberían afectarla tanto después de tanto tiempo, pero lo hacían. Y en realidad, ¿por qué no? Todo lo que había dicho en el bar seguía en pie… ella jamás complicaría lo que tenían metiendo el sexo en la ecuación. Pero eso no implicaba que no pudiera pensar en él.

Se sentó en el borde de la cama y dejó el mando a distancia al lado del codo de Ty. Éste se tumbó boca abajo mirando la pantalla y Kate se pasó las manos por el pelo revuelto, intentando peinárselo. Eso estaba permitido, era otra extensión de su amistad, pero sólo Dios sabía por qué. Un entendimiento sin palabras les permitía hacer muchas cosas que los dos sabían que deberían dejar si uno de los dos empezaba a salir con alguien. No eran cosas malas en sí, pero sí cosas que no podían esperar razonablemente que tolerara una pareja.

Ella suspiró.

—¿No podías esperar una hora más?

—No puedo dormir allí. Hay ruidos en el conducto de la calefacción.

—Seguro que sí.

Siempre tenía una excusa para aparecer. Ty dormía muy mal, era prácticamente insomne, pero Kate no comprendía muy bien el papel de ella en aquellas intrusiones predecibles. La experiencia le había enseñado que Ty era un incompetente en cualquier actividad que le exigiera permanecer inmóvil más de treinta segundos, pero seguía siendo un misterio por qué tenerla despierta parecía curar su problema con el sueño.

Él gimió de contento. Y ese sonido trajo a Kate recuerdos sin los que podía haberse pasado. Dos años atrás, lo había sorprendido en la cama con su novia de entonces y las imágenes seguían perfectamente claras en su cabeza. Por suerte, Ty no lo sabía.

En Los Ángeles, Ty vivía en un apartamento que le había buscado Kate cuando terminaron su primera temporada, apartamento más al gusto de ella que al de él. Sospechaba que él habría sido feliz en algún estudio viejo cerca de la autopista, pero le había conseguido lo que creía que debía tener un famoso de la tele. Él odiaba la moqueta, pero Kate daba gracias en su interior siempre que la veía.

En aquel entonces, tenía las llaves de esa casa y había tomado la costumbre de llegar sin avisar para repasar tomas del programa o dejarle unos papeles. Una costumbre que había abandonado desde aquel día concreto.

Cuando llegó aquella tarde traumática, entró como siempre y siguió el ruido de la televisión hasta la sala de estar, igual que había hecho una docena de veces antes. La luz del vestíbulo estaba apagada y la moqueta había ahogado sus pasos, así que su llegada no hizo que los dos cuerpos instalados en el sofá interrumpieran su actividad. Y Kate se quedó paralizada durante medio minuto.

Desde su posición, vio la espalda de Ty, sus elegantes músculos, su trasero escultural y sus caderas moviéndose con fuerza, flanqueados a ambos lados por dos esbeltas piernas de mujer. Kate también había olido aquel olor caliente a sexo. Había oído a Ty por encima del murmullo de la televisión, sus gemidos y gruñidos animales mezclados con los de la mujer. Kate había salido del apartamento sin ser vista y todavía le ardía la sangre al recordar las manos de la otra mujer en el cuerpo desnudo de Ty.

—¿En qué piensas? —preguntó éste.

Ella parpadeó; se sonrojó y dio gracias de que estuvieran a oscuras.

—¿Te acuerdas de Angie?

—Claro que sí. Salí con ella casi un mes. Eso es un récord.

—Estaba pensando en ella. No entiendo por qué rompisteis. Era el equivalente a ti en femenino.

—Pues supongo que ahí tienes la razón.

—Parecía bastante simpática.

—Era encantadora —confirmó él—. Creo que ahora es modelo de medias. Un desperdicio, pues era bastante lista, a pesar de haberse fijado en mí.

Kate había cenado algunas veces con ellos dos y siempre se había sentido como la hermana pequeña de Ty. Si una tigresa como Angie no podía conservar a Ty, una mujer mediocre como ella no tenía ninguna posibilidad. Aunque ella no buscaba eso. Decididamente, no.

—Pero Angie también era rara —continuó Ty—. Tenía un perrito estúpido. Y se teñía las pestañas. ¿Qué les pasa a las mujeres de Los Ángeles? —bostezó y puso un canal con un programa del corazón. Dejó el mando al lado de la pierna de Kate y cruzó los brazos bajo la barbilla.

—Sólo tienes cuarenta minutos hasta que tengamos que levantarnos —le recordó ella.

—Los acepto.

Kate suspiró con dramatismo.

—Eres muy raro.

Ty casi siempre conseguía pasar tres o cuatro horas solo en esos viajes antes de meterse en la cama de Kate a buscar distracción o consuelo. Por la noche se transformaba en un hombre diferente, nervioso, malhumorado y necesitado, muy distinto al que aparecía en cámara, a esa imagen de carisma y confianza en sí mismo. Kate leía en su cuerpo lo que necesitaba de ella. Le masajeó con la palma entre las clavículas.

—Umm.

—Sí, sí —ella fingía ver la tele, pero, como siempre, pensaba en él. Llevaba meses sin sexo y le era imposible ignorar los contornos firmes de aquel hombre que gemía de satisfacción.

—Es una sensación maravillosa —gruñó él.

Kate oyó en su voz que estaba punto de dormirse. Sus músculos se relajaron bajo la mano de ella. Kate ahuyentaba el nerviosismo de él mientras se sumía en sus pensamientos.

Aquel cuerpo hacía subir audiencias, sí, y ella lo conocía bien, casi centímetro a centímetro. Después de todo, su trabajo consistía también en buscar en la piel garrapatas, espinas, señales de enfermedad o en desinfectar cortes. Tenía que colocar articulaciones dislocadas, cuidar fiebres, ofrecer compañía en lugares remotos.

Su mano seguía moviéndose en círculos por aquel territorio familiar.

—¿Ty? ¿Estás despierto?

Él respondió con un ronquido suave.

—No sé por qué nos molestamos en pedir habitaciones separadas —musitó Kate, sabiendo que él no escuchaba—. Es tirar el dinero. Deberíamos pedir una doble o habitaciones contiguas. Así al menos no tendrías que despertarme todas las malditas noches, podrías entrar solo y apoderarte de mi cama como haces siempre.

Kate tenía una fantasía sobre aquellos incidentes del motel, sobre Ty colándose en su habitación con ella dormida y despertándola al meterse bajo las mantas. Imaginaba su cuerpo apretándose contra ella, su boca buscando la de ella en la oscuridad. Las manos de ella le acariciarían los hombros y bajarían por su espalda, sus caderas y su trasero, aprendiendo todas sus formas. Se imaginaba deslizando las manos dentro de la ropa interior de él y a él colocándose encima de ella con intención y deseo inconfundibles. Imaginaba también sus sonidos, los mismos que hacía cuando se quitaba las botas al final de una larga caminata o comía en un restaurante después de tres días con muy poco en el estómago. Los mismos que haría si ella lo tocaba con la mano, o con los labios, o lo deslizaba dentro de ella. Hermoso.

Los movimientos de su mano en la espalda de Ty y sus pensamientos la hipnotizaron, y casi soltó un grito de alarma cuando sonó el despertador. Lo apagó y despertó a Ty. Curiosamente, una vez que se había quedado dormido en su cama, ni siquiera aquel ruido infernal conseguía despertarlo.

Él gimió.

—Eso no han sido cuarenta minutos.

—No, han sido cuarenta y tres. Vamos —ella le apretó el trasero con un dedo—. Es hora de levantarse —lo dejó y se metió en la ducha.

Ty se volvió cuando se cerró la puerta del baño. Miró la textura de la escayola barata del techo, iluminada por la luz del televisor. Kate abrió el agua y él la oyó bostezar.

Pensó en la estúpida conversación que habían tenido en el bar, en que eran de todo menos amantes. Lo que sentía por Kate iba más allá de familiaridad y confianza, más allá también de la atracción sexual. Con ella se sentía sereno pero vivo. Después de haberse criado en el vacío sofocante dejado por la muerte de su hermana, Ty había llegado a la vida adulta hambriento de calor humano. Lo había encontrado en docenas de relaciones a medias con mujeres insustanciales, mujeres que parecían dinámicas pero en realidad sólo estaban aterrorizadas de estar solas. Pero Kate… su energía era muy honda. Era ambiciosa, vibraba de pasión, pero era una pasión contenida. A veces Ty quería pegarse a ella y sentirse también contenido para variar.

Por supuesto, quería también otras cosas. Pasaba muchas noches a su lado durante aquellos secuestros de su cama deseando poder volverse, colocarse de espaldas y sentir las manos de ella tocándolo. Anhelaba aquellas manos en su cuerpo, examinándolo y exigiéndole obediencia.

Suspirando ante su ridícula falta de profesionalidad, Ty se sentó en la cama y apagó la tele. Fue a llamar en la puerta del baño.

—¿Qué? —preguntó Kate desde dentro.

—¿De qué color es la cortina de la ducha?

Llegó un gemido teatrero.

—Es opaca, Ty.

Él empujó la puerta, y el vapor caliente que salía detrás de la partición le golpeó la cara. Era un milagro que Kate no se hirviera viva, tan calientes tomaba las duchas. Pero había pasado días en ríos helados y soportado no tener siquiera una toallita húmeda con la que limpiarse la cara, así que se había ganado sus pequeños lujos.

—¿Estás contento? —preguntó ella.

Él cerró la tapa del váter y se sentó encima.

—Sí. ¿Y tú?

—Por supuesto. Nunca he ido en un trineo de perros.

—Parecían escépticos.