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Pobres gentes


Fiódor Dostoyevski

Introducción

«¡No, señor, no quiero nada con esos urdidores de cuentos! En vez de escribir algo útil, agradable, consolador, se complacen en rebuscar las más peque- ñas menudencias de este mundo, para esparcirlas por ahí. Yo, sencillamente, les prohibiría coger la pluma. Porque vea usted: resulta que lee uno...; luego, sin querer, se pone a pensar en que ha leído..., y al final es... que se le llena a uno la cabeza de disparates. Así que lo dicho: yo, sencillamente, les prohibiría escribir, de un modo terminante y categórico, ¡prohibido en absoluto!»

8 de abril

Mi estimada Varvara Aleksiéyevna: ¡Ayer me sentí feliz, extraordinariamente feliz, como no es posible serlo más! ¡Con- que, por lo menos una vez en la vida usted, tan terca, me ha hecho caso! ¡Al despertarme, ya oscurecido, a eso de las ocho (ya sabe usted, amiga mía, que, terminado mi trabajo en la ofici- na, de vuelta a casa, me gusta echar una siestecita de una a dos horas), encendí la luz, y ya había colocado bien mis papeles y sólo me faltaba aguzar mi pluma, cuando, de pronto, se me ocu- rre alzar, la vista, y he aquí que..., lo que le digo, que me empieza a dar saltos el corazón! ¡Ya habrá usted adivinado lo que ocurría!

Pues que un piquito del visillo de su ventana estaba levantado y prendido en una maceta de balsamina, exactamente como yo otras veces hube de indicarle. Así que me pareció como si con- templara su adorado rostro asomado un instante a la ventana y que también usted me miraba desde su gabinetito, que usted también pensaba en mí. Y ¡cuánta pena me dio el no poder dis- tinguir bien su encantador semblante! !Hubo un tiempo en que también yo tenía buena vista, hija mía! ¡Los años no proporcio- nan ningún contento, amor mío! ¡Ahora suele ocurrirme que me baila todo delante de los ojos! En cuanto trabajo un poquitín de noche, en cuanto escribo un ratito, ya amanezco al día siguiente con los ojos ribeteados y lacrimosos, hasta el punto de darme vergüenza que me vea nadie. Pero en espíritu veía yo muy bien, hija mía, su amable y afectuosa sonrisa, y, en mi corazón experi- mentaba sensación idéntica que en aquel tiempo, cuando la besé aquella vez, Várinka. ¿Lo recuerda usted aún? ¿Sabe usted que me parece verla en este instante amenazándome con el dedo? ¿Será verdad, mala? La primera vez que vuelva a escribirme, me lo ha de decir sin remisión y con detalles.

Bueno, vamos a ver: ¿qué piensa usted de nuestra idea, me refiero al visillo de su ventana, Várinka? Magnífica, ¿no es verdad? Cuando yo me siente para escribir, o me acueste, o me levante, siempre podré saber así si usted me lleva todavía en el pensamiento y se acuerda de mí, y también si está usted bien y alegre. Si deja caer el visillo, querrá decir: “Buenas noches, Makar Aleksiéyevich; ¡ya es hora de irse a la cama!”. Si lo vuelve a levantar, será para decir: “¡Buenos días, Makar Aleksiéyevich! ¿Cómo pasó la noche, y que tal se encuentra de salud Makar Aleksiéyevich? ¡Yo, gracias a Dios, estoy muy bien y muy contenta!”.

Ya ve usted, amiguita, qué delicada resulta la idea. ¡De este modo no necesitamos escribirnos! ¿Verdad que está muy bien pensado? ¡Pues he sido yo el inventor de esta idea tan sutil! ¿Y ahora, Varvara Aleksiéyevna, dirá usted todavía que no tengo imaginación?

Tengo que decirle aún nena, que la noche última la he pasa- do en un sueño, muy bien, contra lo que me esperaba, por lo que también yo estoy ahora muy contento, sobre todo teniendo en cuenta que, por lo general, en una habitación nueva, por la falta de costumbre, no se suele coger el sueño; por lo visto, no siem- pre pasan las cosas como habrían de pasar. Al levantarme hoy me sentía enteramente... tan, vamos, tan ligero de cuerpo y de espíritu.... tan alegre y despreocupado. ¡Es que hoy también ha hecho una mañana...! Abrí la ventana, y entró por ella el sol a raudales, rompieron a cantar los pájaros, impregnóse el aire de aromas de primavera, y toda la Naturaleza revivió...; bueno, tam- bién todo lo demás estaba como es debido, exactamente como debe estar cuando es primavera. ¡Con decirle a usted que yo me puse a soñar también un poquitín, claro que pensando sólo en usted, Várinka! La comparaba mentalmente con un angelito del cielo, creado tan perfecto para alegría de los hombres y orna- mento de la Naturaleza. Y pensaba también que nosotros, Várinka, nosotros, los hombres, que pasamos la vida entre an- gustias y sobresaltos, podíamos envidiar, por su despreocupada e inocente alegría, a los pajarillos del cielo..., y algo más tam- bién, todo por este estilo, me parece. ¡Quiero decir, que sólo hacía esas comparaciones remotas! Tengo aquí, Várinka, un li- brito en el que se habla de esas cosas, y todo se describe muy al pormenor. Digo esto para que se vea que, aunque siempre dis- crepan las opiniones, ahora que es primavera, se le ocurren a uno exactamente ideas iguales de placenteras y espirituales y fantásticas e idénticos ensueños de ternura. Por eso precisamen- te he escrito yo todo lo que antecede. Aunque en su mayor parte lo he sacado todo del librito que le digo. En él expresa el autor el mismo deseo que yo, sólo que en verso:

¡Oh, quién fuera un ave, un ave de rapiña!

Luego vienen también otros pensamientos distintos, pero... ¡le hago gracia de ellos! Pero dígame, Varvara Aleksiéyevna: ¿adónde iba usted esta mañana? Aún no había salido para la oficina, cuando ya atravesaba usted, tan pizpireta, el portal, y como un pajarillo de primavera había dejado su nidito. ¡Y cómo se me alegró el corazón al verla! ¡Ah Várinka! ¡No se aflija usted! Las lágrimas no quitan las penas, créame a mí, que harto lo sé, y por experiencia propia. Ahora lleva usted una vida muy alegre y distraída, y también está mejor de salud. Bueno... pero a todo esto, ¿qué hace su Fiodora? ¡Ah, y qué buena es la pobre! ¡Usted debería escribírmelo todo con todos sus detalles, Várinka, cómo se lleva usted con ella y si está usted contenta del todo! ¡Fiodora es a veces algo gruñona, pero usted no se lo debe tomar en cuen- ta, Várinka! ¡Dios sea con ella! A pesar de todo, es un alma de Dios!

Ya le escribí a usted hablándole de nuestra Teresa: es tam- bién una criatura buena y fiel. ¡Cuánto me han dado que hacer nuestras cartitas! ¿Cómo hacerlas llegar a su destino? Hasta que quiso Dios que viniera Teresa, como enviada propiamente por Él. Es una chica buenaza, modesta y de buen genio. Pero nues- tra patrona muestra carecer de toda piedad al esquimarla como lo hace. La pobre chica no puede con tanto trabajo.

¡Pero en qué estoy pensando, Varvara Aleksiéyevna! ¡Toda- vía no le he dicho que vivo ahora en compañía! Antes vivía yo en soledad completa, bien lo sabe usted, con una paz y silencio que cuando volaba una mosca se la sentía. ¡Mientras que aho- ra..., todo es barullo, algazara y estruendo en torno mío! Pero usted no puede formarse la más remota idea de lo que es esto. Imagínese usted un corredor interminable, muy oscuro y muy sucio, con muchas puertas, una al lado de otra. Y detrás de cada puerta hay su correspondiente habitación, número tantos, y en cada una de esas habitaciones viven juntas dos o tres personas, que entre todas pagan el alquiler. En cuanto a orden, no se le

ocurra pedirlo; ¡esto es el arca de Noé! A pesar de todo los inqui- linos son buena gente, en mi concepto, y educados y hasta cul- tos, sí, señor tenemos aquí, entre otros, cierto empleado... que es un hombre muy leído: le habla a usted de Homero y de otros muchos escritores, y le habla, en una palabra, de todo...; nada, ¡que es un hombre de talento! Tenemos también dos ex oficiales que se pasan la vida jugando a las cartas. Y, además, un marino, que da lecciones de inglés. Aguarde un poco, que voy a contarle algo de risa: ¡en mi próxima carta le describiré en estilo satírico a toda esta gente, pintándole a usted con todos sus detalles el modo como viven!

Nuestra patrona es una vieja muy pequeñita y muy sucia, que anda todo el día por la casa en chancletas y envuelta en una bata de dormir, y está constantemente insultando a la pobre Teresa. Yo vivo en la cocina, o, mejor dicho..., ya se lo figurará usted: contiguo a la cocina hay un cuarto (debo decirle a usted que la tal cocina está muy limpia y es muy clara), un cuartito muy chico, un rinconcito muy discreto..., o mejor dicho, que lo será; la cocina es grande y tiene tres ventanas, y paralelo al tabi- que me han colocado un biombo, de modo que resulta así un cuartito, un número supernumerario, como suele decirse. Todo muy espacioso y cómodo, y tengo hasta una ventana, y lo princi- pal, que.... como le digo, todo está muy bien y muy confortable. Este es mi rinconcito. Pero no vaya usted a imaginarse, hija mía, que yo lo diga con segunda intención, porque, al fin y al cabo, ¡esto no es más que una cocina! Es decir, hablando con exacti- tud, yo vivo en la misma cocina, sólo que con un biombo por medio, pero esto no significa nada. ¡Yo me encuentro aquí muy contento y a gusto, en completa modestia y placidez!

He colocado en este rinconcito mi cama, una mesa, una có- moda, dos sillas, sí, señor, un par nada menos, y he colgado de la pared una imagen piadosa. Cierto que hay habitaciones mejores, y hasta mucho mejores, pero lo importante en este mundo es la comodidad; sólo por esto vivo yo aquí, porque me encuentro así más cómodo..., no vaya usted a pensar que lo hago por otra ra- zón. Su ventanita cae enfrente de mi cuarto, por encima del ves- tíbulo, y el vestíbulo es también muy pequeñito, de modo que se la ve a usted ir y venir con toda claridad..., con lo que siempre estoy, pobre de mí, más acompañado, y también me resulta más barata esta combinación. En esta casa, el cuarto más pequeño cuesta, incluyendo la comida, treinta y cinco rublos al mes. ¡Y eso no lo podría soportar mi bolsa! Pero mi rinconcito me viene a salir sólo por siete rublos, y por la comida pago cinco, mientras que antes venía a costarme todo, en números redondos, treinta rublos, para pagar los cuales tenía que renunciar a muchas co- sas: no podía, por ejemplo, tomar té siempre, y ahora, en cam- bio, me sobra dinero para azúcar. Así como se lo digo a usted: no puede usted figurarse la vergüenza que uno pasa cuando no pue- de tomar té, Várinka. En esta casa sólo viven personas que cuen- tan con ingresos seguros, y eso hace sentirse importante un poco. Y para que lo sepa, sólo porque el otro toma té, sólo por el qué dirán, tiene uno que tomarlo, Várinka; porque aquí eso forma parte del buen tono. Si así no fuera, a mí me daría exactamente igual, que no soy hombre que conceda mucha importancia a los placeres.

Hay que contar, además con que se necesita llevar algún dinero en el bolsillo, pues siempre hace falta alguna cosa; ponga- mos, por ejemplo, un par de botas, un corte de tela para un traje, y teniendo esto en cuenta, ¿qué le queda a uno libre? Así que a mí se me va todo el sueldo. Aunque no me quejo de que así sea, sino que, por el contrario, estoy muy contento. A mí me basta con lo que tengo. ¡Muchos años hace ya que me hasta! Bien es verdad que de cuando en cuando tenemos alguna que otra grati- ficación...

Bueno, ángel mío, quede usted con Dios por hoy. Me he comprado un par de plumas, dos tiestos, uno de balsamina y

otro de geranio... baratitos. ¿Le gusta a usted por ventura el reseda? Pues bastará que me lo diga por carta para que en segui- da esté aquí el reseda. Pero escríbame sin omitir detalle, ¿no? Por lo demás, no creo, que deba servirle de disgusto... nada de lo que haga ni el que me haya conseguido un cuarto tan agradable. Sólo lo he hecho por la comodidad, únicamente me he dejado guiar en esto por la consideración de encontrarlo tan conforta- ble... Pero debo confesarle también, hija mía, que he ahorrado algún dinero y puesto aparte alguna cantidad; ¡oh, sí; poseo ya mis ahorrillos! No piense usted que soy tan pacato y tímido que una mosca pudiera derribarme con sus alas. No, hija mía, no soy tan poca cosa y tengo precisamente ese carácter que debe tener el hombre que tiene la conciencia tranquila y esa entereza que comunica el sentimiento del propio decoro. Pero adiós, ángel mío. Ya he llenado dos carillas enteras y es la hora justa de ir a la oficina. Beso su mano, Várinka, y quedo como su seguro servi- dor y fiel amigo.

Makar Dievushkin

Post Scriptum: Perdone, vuelvo a rogarle que me escriba extensa- mente, ángel mío. Le envío adjunto un cucurucho de dulces, Várinka; que los saboree con felicidad y, por Dios, no se preocu- pe de mí y no me mire con malos ojos. Y esta vez de veras, adiós, hija mía.

Mi estimado Makar Aleksiéyevich: ¿Sabe usted que va a haber que retirarle a usted la amistad? Le juro, mi buen Makar Aleksiéyevich, que a mí me cuesta mucho trabajo el aceptar sus obsequios. Sé lo que le cuestan y la brecha que abren en su bol- sa, a cuántas privaciones le obligan y cómo tiene usted, que escatimarse lo necesario. ¿Cuántas veces no le habré dicho que a mí no me hace falta nada, absolutamente nada, y que no está en mi mano el corresponder debidamente a las atenciones con que usted me abruma? La balsamina, todavía pase, pero ¿a qué vie- ne también el geranio? ¿Es qué basta que yo suelte una palabra impremeditada, como, por ejemplo, que me gustan los geranios, para que usted vaya en seguida a comprarme un tiesto? ¿En- cuentra usted algo caro? ¡Qué maravillosas son las flores! ¡Qué brillo tan rojo tienen y cuántas son! Pero dígame usted hombre: ¿dónde ha podido usted encontrar un ejemplar tan hermoso? He colocado la maceta en el alféizar de la ventana, en el sitio más visible. En el banquito que hay al pie de la ventana pondré tam- bién otras flores, ¡pero deje usted que me haga rica! Fiodora no acaba de hablar de nuestro cuartito, que es ahora un verdadero paraíso, de limpio y claro y acogedor. Pero ¿a qué venía también eso de los dulces?

Además, inmediatamente deduje de la lectura de su carta que había algo de por medio, no del todo bien; la primavera, los aromas, el canturriar de los pajaritos..., nada, que pensé: ¿a qué va a endilgarme una poesía? Porque, a decir verdad, sólo falta- ban versos en su carta, Makar Aleksiéyevich. Los sentimientos que en ella expresa son muy tiernos, y las ideas teñidas de rosa..., ¡todo como es debido! En lo del visillo no tuve yo parte. Ese piquito que dice debió de quedarse prendido de una rama al tras- ladar yo las macetas.

¡Y eso es todo!

¡Ah, Makar Aleksiéyevich! ¿a qué me habla usted y me hace la cuenta de sus ingresos y sus gastos para tranquilizarme y ha- cerme creer que todo lo que usted gasta lo gasta por su gusto? Lo que es a mí no me puede usted engañar. Yo sé muy bien que usted se priva por mí de lo más necesario. ¿Quiere decirme con toda claridad por qué se le ha ocurrido a usted alquilar ese cuar- to? Ahí lo molestan y distraen a usted; el cuarto es, como si yo lo

viera, demasiado chico, incómodo y feo. Usted gusta del silencio y de la soledad, pero... ahí en esa casa, ¿qué vida va a llevar usted? Y con arreglo a su sueldo podía usted procurarse una habitación mucho mejor. Dice Fiodora que usted antes vivía incomparable- mente mejor que hoy día. ¿Ha pasado usted realmente toda su vida así siempre solo, siempre con privaciones, sin disfrutar de nada, sin escuchar una palabra amiga; siempre en su cuchitril al- quilado, entre gente extraña? ¡Ah, amigo mío, si viera usted cómo le compadezco! Pero por lo menos, cuide usted de su salud, Mákar Aleksiéyevich. Dice usted que no anda muy bien de los ojos..., ¡pues no escriba usted con luz artificial! ¿Por qué y qué es lo que usted escribe? Sin necesidad de eso, ya sus superiores deben cono- cer el celo que usted se toma por el servicio.

Se lo vuelvo a suplicar a usted, no gaste tanto dinero en mí. Ya sé que usted me quiere, pero usted no es rico... Hoy estaba yo de tan buen humor como usted al despertarme. ¡Si viera qué contenta estaba! Sólo salí de casa para comprar seda y enseguida me puse a trabajar. ¡Y toda la mañana y toda la tarde he estado tan contenta! Pero ahora..., otra vez vuelven las ideas impre- cisas y tristes a atormentarme el corazón.

¡Dios mío, qué será de mí, cuál será mi destinos ¡Lo peor es que no sabe una nada, nada absolutamente de lo que le tiene reservado la suerte, que no dispone del porvenir y ni remota- mente puede adivinar lo que ha de ser de una! Esta considera- ción me produce tanto dolor y tanta pena, que sólo con pensarlo quiere saltárseme el corazón. Toda mi vida he de quejarme con lágrimas en los ojos de las criaturas que labraron mi desgracia. ¡Qué seres tan horribles!

Está oscureciendo. Es hora de abocarme de nuevo a la ta- rea. de buena gana le escribiría a usted más, pero por esta vez no puede ser; el trabajo tiene que estar acabado para fecha fija. Así que tengo que aligerar. Claro que siempre una gusta recibir car- tas; de lo contrario, ¡se aburre una tanto! Pero ¿Por qué no viene usted a visitarnos personalmente? ¿Quiere decirme por qué, Makar Aleksiéyevich? ¡Vivimos tan cerca, y usted debe de tener tanto tiempo libre!

Así que.... nada, ¡qué tiene que hacernos una visita! He vis- to hoy a su Teresa. Parece muy delicada de salud. Me dio tanta lástima de ella, que le di veinte kopecs.

Sí, es verdad, casi se me había olvidado; escríbame usted, lo más detalladamente posible..., qué clase de vida hace, qué pasa en torno suyo... ¡todo! Qué clase de individuos son los que ahí viven y si se llevan ustedes bien con ellos. Yo quisiera saberlo todo. Así que no se le olvide a usted escribirme todo, con toda clase de detalles. Hoy no dejaré engancharse involuntariamente el pico del visillo. Váyase a acostar más temprano. Anoche vi luz en su cuarto alrededor de la medianoche. Y ahora, quede usted con Dios.

Hoy ha vuelto todo de nuevo: pena, sobresalto y tedio. ¡Ha sido un diíta! Pero, en fin, ¡quede usted con Dios!

Suya,

Varvara Dobroselov

Mi estimadísima Varvara Aleksiéyevna: Sí hija mía; debe de ha- ber sido un día como a menudo nos depara la suerte. ¡Se ha divertido usted a costa mía, pobre viejo, Varvara Aleksiéyevna! ¡Aunque después de todo, soy yo quien tiene la culpa, yo y nadie más que yo! ¿Quién me manda a mí, a mi edad, con el pelo que me queda en la cabeza, meterme en aventuras?... Y, sin embar- go, es menester que se lo confiese, hija mía; el hombre es a veces una cosa rara, pero, que muy rara. ¡Oh Dios santo! ¿Qué es lo que a veces no se propasa uno a decir? Pero ¿y las consecuencias últimas? Sí, pese a lo que luego pueda ocurrir, por lo pronto fuere, después de todo, soy algo pariente suyo, aunque muy remo- to, acaso como dice el refrán: la última palabra del credo, pero al fin y al cabo, un pariente suyo, y ahora hasta puedo añadir que su mejor pariente y su único protector. Porque aquí, donde parecía lo más natural que encontrase usted ayuda y protección, tan sólo encuentra traición y desvío. Pero tocante a los versos, debo decir- le a usted, hija mía, que no me está a mi bien, a mis años, ponerme a rimar coplas. ¡Las poesías son disparates! Hoy castigan a los chicos en las escuelas cuando los cogen haciendo versos. ¡Conque vea usted, amor mío, lo que es la poesía!