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Con una traducción impecable directa del ruso, presentamos una nueva edición de la novela emblemática del célebre autor ruso.

Los hijos legítimos de Fiódor Pávlovich Karamázov —un «bufón», un «filisteo», un «déspota», solo en última instancia un padre— se reúnen después de haber sido educados, lejos unos de otros, en distintas partes de Rusia: Dmitri es soldado y —como su padre— puro «ímpetu», bebedor, derrochador, lujurioso; Iván se ha convertido en un escéptico que duda de la ley, de la conciencia y de la fe (el primer existencialista, según Sartre); Aliosha ha abrazado la religión, todo el mundo lo llama «ángel» y vive en un monasterio. Ineluctablemente, la reunión familiar precipita la disolución y la tragedia.

Los hermanos Karamázov (1878-1880) fue la última novela de Dostoievski y sin duda una de esas obras decisivas cuya influencia ha perdurado hasta nuestros días. En ella se encuentra —diría un personaje de Kurt Vonnegut— «todo cuanto hay que saber en la vida»; también —añadiríamos— todo cuanto hay que saber del género narrativo. Con un narrador experto en tender lazos al lector y en crear con él una de las redes más fascinantes y comunicativas de la historia de la literatura, lo que Dostoievski construye no es solo una monumental visión del mundo moral humano (incertidumbre, crimen, perdón) sino un arriesgado y espléndido ensayo sobre la forma de reproducirlo.

Los hermanos Karamázov



Table of Contents
Cubierta
Los hermanos Karamázov
Nota al texto
Del autor
Primera parte
Libro primero. Historia de una familia
I. Fiódor Pávlovich Karamázov
II. Despide al primer hijo
III. Segundo matrimonio y segundos hijos
IV. Aliosha, el tercer hijo
V. Los startsy
Libro segundo. Una reunión inoportuna
I. Llegan al monasterio
II. El viejo bufón
III. Mujeres de fe
IV. Una dama escéptica
V. ¡Así sea! ¡Así sea!
VI. ¿Para qué vivirá un hombre como éste?
VII. Un seminarista con aspiraciones
VIII. El escándalo
Libro tercero. Los lujuriosos
I. En el pabellón del servicio
II. Lizaveta la maloliente
III. La confesión de un corazón ardiente. En verso
IV. La confesión de un corazón ardiente. En anécdotas
V. La confesión de un corazón ardiente. «Cabeza abajo»
VI. Smerdiakov
VII. Una controversia
VIII. Ante una copita de coñac
IX. Los lujuriosos
X. Las dos juntas
XI. Otra reputación arruinada
Segunda parte
Libro cuarto. Los desgarros
I. El padre Ferapont
II. En casa de su padre
III. Se encuentra con unos escolares
IV. En casa de las Jojlakova
V. Desgarro en la sala
VI. Desgarro entre cuatro paredes
VII. Y al aire libre
Libro quinto. Pro y contra
I. Compromiso matrimonial
II. Smerdiakov con la guitarra
III. Los hermanos se conocen
IV. La rebelión
V. El gran inquisidor
VI. Bastante oscuro, de momento
VII. Da gusto hablar con una persona inteligente
Libro sexto. El monje ruso
I. El stárets Zosima y sus huéspedes
II. De la vida en Dios del reverendo hieromonje stárets Zosima, que partió a reunirse con su hacedor, compuesta a partir de sus propias palabras por Alekséi Fiódorovich Karamázov
III. De las conversaciones y enseñanzas del stárets Zosima
Tercera parte
Libro séptimo. Aliosha
I. Un tufo pestilente
II. La ocasión
III. La cebolla
IV. Caná de Galilea
Libro octavo. Mitia
I. Kuzmá Samsónov
II. Liagavy
III. Minas de oro
IV. De noche
V. Una decisión repentina
VI. ¡Aquí estoy!
VII. El anterior e indiscutible
VIII. Delirio
Libro noveno. Diligencias previas
I. Comienza la carrera del funcionario Perjotin
II. La alarma
III. Viaje del alma a través de los tormentos. Primer tormento
IV. Segundo tormento
V. Tercer momento
VI. El fiscal da caza a Mitia
VII. El gran secreto de Mitia. Lo abuchean
VIII. La declaración de los testigos. El chiquillo
IX. Se llevan a Mitia
Cuarta parte
Libro décimo. Los niños
I. Kolia Krasotkin
II. Los pequeños
III. El escolar
IV. Zhuchka
V. Junto a la cama de Iliusha
VI. Desarrollo precoz
VII. Iliusha
Libro undécimo. El hermano Iván Fiódorovich
I. En casa de Grúshenka
II. El piececito lastimado
III. Un diablillo
IV. Un himno y un secreto
V. ¡No fuiste tú, no fuiste tú!
VI. Primera entrevista con Smerdiakov
VII. Segunda visita a Smerdiakov
VIII. Tercera y última entrevista con Smerdiakov
IX. El diablo. La pesadilla de Iván Fiódorovich
X. ¡Lo ha dicho él!
Libro duodécimo. Un error judicial
I. Un día fatídico
II. Testigos peligrosos
III. El informe médico y una libra de nueces
IV. La suerte sonríe a Mitia
V. Una catástrofe inesperada
VI. El alegato del fiscal
VII. Una visión histórica
VIII. Tratado sobre Smerdiakov
IX. Psicología a todo vapor. La troika al galope. El final del alegato del fiscal
X. El alegato del abogado defensor. El arma de dos filos
XI. No había dinero. No hubo robo
XII. Tampoco hubo asesinato
XIII. Adúltero de pensamiento
XIV. Los campesinos no se doblegan
Epílogo
I. Planes para salvar a Mitia
II. Por un momento la mentira se convierte en verdad
III. El entierro de Iliúshechka. El discurso junto a la roca
Notas

Nota al texto

Como era usual en la época, Los hermanos Karamázov se publicó primero por entregas, en las páginas de El Mensajero Ruso[1], entre enero de 1879 y noviembre de 1880. Inmediatamente después apareció en forma de libro, en dos volúmenes, en San Petersburgo, en diciembre de 1880 (si bien en ambos volúmenes figura 1881 como año de edición). Dada la forma de trabajar de Dostoievski, que iba entregando para su publicación, con mucha premura, las sucesivas partes a medida que las iba escribiendo,[2] no es de extrañar que se produjeran en el proceso descuidos y errores, bastantes de los cuales (pero no todos) fueron diligentemente corregidos por el autor de cara a la edición del libro.[3] Fue ésa la única revisión que pudo realizar de la obra: unos días más tarde, el 28 de enero de 1881[4], en San Petersburgo, fallecía Fiódor Mijáilovich Dostoievski, a la edad de cincuenta y nueve años, como consecuencia de una hemorragia asociada a un enfisema pulmonar; a su entierro, en el monasterio de Alejandro Nevski, asistieron decenas de miles de personas.

Aunque su autor comenzó la redacción de la novela, como tal, en abril de 1878, lo cierto es que ésta suponía la realización de proyectos narrativos muy anteriores, abandonados o relegados por distintos motivos. Ya en 1868 había esbozado el plan de un ciclo «épico-novelesco» —al que se referirá con frecuencia en su correspondencia de los años siguientes—, con el título global de Ateísmo (título que no tardaría en abandonar), en el que se detectan ya muchas de las preocupaciones esenciales de Los hermanos Karamázov. En ese marco, entre finales de 1869 y comienzos de 1870 elaboró una serie de notas, bajo el nuevo título de La vida de un gran pecador, donde se esbozan algunos de los conflictos y situaciones narrativas que darán forma, andando el tiempo, a Los hermanos Karamázov. Muy pronto, no obstante, las nuevas empresas literarias de Dostoievski (empezando por la redacción de Los demonios, de 1870 a 1872) lo llevan a dejar de lado este proyecto. En todo caso, un eco del viejo plan de crear un ciclo narrativo completo resuena aún en su promesa, formulada en las palabras preliminares «Del autor» y recordada esporádicamente en el curso de la narración, de escribir, cuando menos, una continuación de Los hermanos Karamázov, continuación que estaría centrada en la madurez de Aliosha, a quien se presenta expresamente como «héroe» de la novela. La inmediata muerte de Dostoievski truncó ese propósito, y solo contamos con varios testimonios, contradictorios en algunos sentidos, de parientes y amigos acerca de las intenciones del autor en relación con el porvenir de Aliosha Karamázov y otros personajes de su novela.

Si la elaboración de Los hermanos Karamázov supone, en consecuencia, la plasmación de un antiguo y ambicioso proyecto literario, así como la culminación, en mucho sentidos, de las aspiraciones y logros de una larga carrera novelística, no es menos cierto que las circunstancias vitales, ideológicas y estéticas de los años inmediatamente anteriores —e incluso rigurosamente contemporáneos— a la redacción de la novela dejan también en ésta una profunda huella. Acontecimientos próximos en el tiempo, como las estancias de Dostoievski en Stáraia Russa (trasunto de la pequeña ciudad provinciana en que transcurre la acción de la obra[5]); la muerte en mayo de 1878 de su hijo menor, Alekséi, sin haber alcanzado los tres años de vida; o la visita que realizó en junio de ese mismo año, en compañía del filósofo Vladímir Soloviov, al monasterio de Óptina, en Kozelsk, son solo algunos ejemplos de los numerosos hechos biográficos que se ven reflejados en esta novela sin par, que tantísimo debe a la cultura y al pensamiento, pero que contiene igualmente cantidades ingentes de pasión y de vida.

La presente traducción, que se suma a una dilatada tradición de versiones en español publicadas en nuestro país (completas e incompletas, directas e indirectas, algunas de ellas de méritos incuestionables; todas, en el mejor de los casos, con varias décadas a sus espaldas), se basa en el texto que aparece en los tomos noveno y décimo de las Obras completas en quince tomos, publicados por la editorial Nauka en Leningrado en 1991.

Dedicado a Anna Grigórievna Dostoiévskaia[1]

En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto.

Juan, 12, 24[1]

Del autor

Al comenzar la biografía de mi héroe, Alekséi Fiódorovich Karamázov, me siento un tanto confuso. Y es que, por más que llame a Alekséi Fiódorovich mi héroe, sé muy bien que no se trata de un gran hombre, ni mucho menos, así que ya me estoy imaginando preguntas como éstas: ¿qué tiene de notable su Alekséi Fiódorovich para haberlo escogido como su héroe? ¿Ha hecho algo especial? ¿Quién lo conoce y por qué motivo? ¿Por qué debería yo, como lector, perder mi tiempo estudiando los hechos de su vida?

La última pregunta es la más decisiva, pues solo puedo responder a ella de este modo: «Tal vez lo vean ustedes mismos en la novela». Pero ¿y si leen la novela y no lo ven? ¿Y si no están de acuerdo en la singularidad de mi Alekséi Fiódorovich? Si hablo así es porque intuyo, con pesar, que puede ocurrir algo semejante. Para mí, es un individuo notable, pero no estoy muy seguro de si seré capaz de demostrárselo al lector. El caso es que, seguramente, se trata de un hombre de acción, pero un hombre de acción impreciso, que no ha acabado de manifestarse con claridad. Por otra parte, en los tiempos que corren resultaría extraño exigirle a nadie claridad. Con todo, hay algo que parece indudable: se trata de un tipo raro, extravagante incluso. Pero la rareza, la extravagancia, no dan precisamente derecho a reclamar la atención ajena, sino que más bien perjudican, sobre todo cuando todo el mundo procura conectar los casos aislados y encontrar algún sentido común en la confusión generalizada. Pero normalmente un individuo extravagante constituye una peculiaridad, un caso aislado. ¿No es así?

Ahora bien, si no están ustedes de acuerdo con esta última tesis y contestan: «No es así», o: «No siempre es así», es posible que yo recupere la confianza en lo tocante al significado de mi héroe Alekséi Fiódorovich. Pues ya no se trata únicamente de que el individuo extravagante «no siempre» constituya una peculiaridad, un caso aislado, sino que, por el contrario, en ocasiones puede ser el portador de la esencia del conjunto, en tanto que los demás hombres de su época, como un viento inconstante, se separan temporalmente, por la razón que sea, de ese conjunto…

Lo cierto es que tampoco tenía intención de enredarme en estas explicaciones tan poco interesantes y tan confusas, y podría haber empezado mi obra sin más preámbulos: si gusta, la gente la leerá de todos modos. Lo malo es que yo traigo aquí una sola biografía, pero dos novelas. La principal es la segunda[1]: y trata de las acciones de mi protagonista en nuestros días, en estos precisos momentos. En cambio, la primera novela se desarrolla hace ya trece años, y casi no es una novela, sino un episodio de la primera juventud de mi héroe. No me es posible prescindir de esta primera novela, porque sin ella muchos aspectos de la segunda resultarían incomprensibles. Pero de ese modo se vuelve aún más complicada mi difícil tarea inicial: si el propio biógrafo, o sea, yo mismo, reconoce que hasta una sola novela podría ser excesiva para un protagonista tan modesto e indefinido, ¿qué pasará entonces con dos? Y ¿cómo explicar tamaño atrevimiento por mi parte?

Perdido en la resolución de estas cuestiones, me decido a desentenderme de ellas sin acabar de resolverlas. Como es natural, el lector perspicaz ya habrá adivinado hace tiempo que era a eso a lo que me inclinaba desde el principio, y solo estará molesto conmigo por haber malgastado unas palabras estériles y un tiempo precioso. A eso sí puedo responder con precisión: he malgastado unas palabras estériles y un tiempo precioso, en primer lugar, por cortesía, y, en segundo lugar, por malicia: que no se diga, al menos, que no estaban advertidos. Por otra parte, incluso me alegra que mi novela se haya dividido por sí misma en dos relatos, «manteniendo la unidad esencial del conjunto»; el propio lector, una vez conocido el primer relato, decidirá si le compensa adentrarse en el segundo. Por supuesto, nadie está obligado a nada; siempre es posible dejar el libro a las dos páginas del primer relato para no volver a abrirlo. Pero también hay lectores atentos que, sin duda, querrán leer el libro hasta el final para no errar en su juicio imparcial; es el caso, por ejemplo, de todos los críticos rusos. Pues bien, ante ellos siento cierto alivio en mi corazón: a pesar de todo su rigor y sus escrúpulos, les proporciono un pretexto perfectamente legítimo para dejar el relato en el primer episodio de la novela. Y hasta aquí el prólogo. Estoy completamente de acuerdo en que resulta superfluo, pero, ya que está escrito, vamos a dejarlo.

Y ahora, al grano.

PRIMERA PARTE

LIBRO PRIMERO
HISTORIA DE UNA FAMILIA

I. Fiódor Pávlovich Karamázov

Alekséi Fiódorovich Karamázov era el tercer hijo de Fiódor Pávlovich Karamázov, un terrateniente de nuestro distrito que se hizo muy célebre en su momento (y aún hoy se le sigue recordando) por su trágico y oscuro fin, el cual tuvo lugar hace justo ahora treinta años y del que ya hablaré más adelante. Por el momento, me limitaré a decir de este «terrateniente» (así es como lo llamaban por aquí, a pesar de que casi nunca residió en sus tierras) que era uno de esos tipos raros que, sin embargo, se encuentran con bastante frecuencia; concretamente, era de esa clase de individuos que no solo son ruines e inmorales, sino además insensatos, pero de esos insensatos que, pese a todo, se manejan a la perfección en los negocios y solo, por lo visto, en los negocios. Fiódor Pávlovich, por ejemplo, había surgido prácticamente de la nada, como un modestísimo propietario, dispuesto siempre a comer en mesa ajena y a vivir de gorra, y, sin embargo, en el momento de su fallecimiento dejó hasta cien mil rublos en dinero contante y sonante. Y, al mismo tiempo, nunca dejó de ser en toda su vida uno de los mayores botarates de nuestro distrito. Insisto: no es cuestión de estupidez; la mayoría de esos botarates son bastante taimados y astutos; es la suya una insensatez muy peculiar, típicamente nacional.

Se había casado dos veces y tenía tres hijos: el mayor, Dmitri Fiódorovich, de la primera mujer, y los otros dos, Iván y Alekséi, de la segunda. La primera mujer de Fiódor Pávlovich pertenecía a un noble linaje de propietarios de nuestro distrito, los Miúsov, gente bastante rica y distinguida. No me voy a parar a explicar cómo pudo ocurrir que una muchacha con una buena dote, además de hermosa y, sobre todo, inteligente y despierta —una de esas jóvenes que son tan frecuentes entre nosotros en la generación actual, aunque ya las había en el pasado—, se casara con tan insignificante «alfeñique», que es como entonces lo llamaba todo el mundo. Lo cierto es que conocí a una joven, de la penúltima generación «romántica», que después de algunos años de profesar un enigmático amor a un señor con quien, dicho sea de paso, bien podría haberse casado con toda tranquilidad, acabó, sin embargo, imaginándose toda clase de impedimentos insalvables y una noche tempestuosa se arrojó desde una escarpada orilla, una especie de acantilado, a un río bastante profundo e impetuoso y pereció en él, sin duda alguna por culpa de sus propios antojos, solo para imitar a la Ofelia de Shakespeare, hasta el punto de que, si aquel acantilado, escogido y preferido por ella desde hacía mucho, no hubiera sido tan pintoresco y en su lugar se hubiera encontrado una prosaica orilla llana, es posible que el suicidio nunca se hubiera consumado. Se trata de un hecho verdadero, y hay que pensar que en nuestra vida rusa, en el curso de las dos o tres últimas generaciones, han tenido que ocurrir no pocos casos idénticos o de la misma naturaleza. De forma análoga, el proceder de Adelaída Ivánovna Miúsova fue también un eco de tendencias ajenas y una irritación de la mente cautiva.[1] Tal vez se había propuesto manifestar su independencia como mujer, ir en contra de los convencionalismos sociales, del despotismo de su linaje y su familia, y su obsequiosa fantasía la convenció —supongámoslo así por un momento— de que Fiódor Pávlovich, a pesar de su título de gorrón, era uno de los hombres más valientes y divertidos de aquella época de transición hacia todo lo mejor, siendo como era, sencillamente, un bufón malintencionado. Lo más llamativo es que, para colmo, el asunto se resolvió con un rapto, algo que fascinó a Adelaída Ivánovna. En cuanto a Fiódor Pávlovich, se sentía muy inclinado entonces, por su misma condición social, a toda clase de audacias semejantes, pues deseaba fervientemente hacer carrera a cualquier precio; arrimarse a una buena familia y conseguir una dote resultaba algo de lo más seductor. Por lo que respecta a su mutuo amor, no parece que existiera, ni por parte de la novia ni por parte de él, a pesar de la belleza de Adelaída Ivánovna. Así que este episodio tal vez fuera único en su género en la vida de Fiódor Pávlovich, un hombre extremadamente lascivo, siempre dispuesto a pegarse a unas faldas a la primera insinuación. Y, sin embargo, ésta fue la única mujer que no le produjo, en lo referente a las pasiones, ninguna impresión especial.

Inmediatamente después del rapto, Adelaída Ivánovna cayó en la cuenta en un santiamén de que su marido la despreciaba, y nada más. De ese modo, las consecuencias del matrimonio se manifestaron con una rapidez inusitada. A pesar de que la familia tardó muy poco en resignarse a lo ocurrido y entregó la dote a la fugitiva, el matrimonio empezó a llevar una vida sumamente desordenada, con escenas continuas. Cuentan que la joven casada mostró en aquella situación una nobleza y dignidad incomparablemente mayores que las de Fiódor Pávlovich, quien, como se ha sabido más tarde, le birló de buenas a primeras todo el dinero, los veinticinco mil rublos que acababa de recibir, de modo que para ella fue como si en ese mismo instante todos aquellos millares de rublos se los hubiera tragado el agua. Y en cuanto a una pequeña aldea y una casa bastante buena en la ciudad que también formaban parte de la dote, Fiódor Pávlovich intentó durante largo tiempo ponerlas a su nombre mediante la redacción del oportuno documento, y seguramente lo habría conseguido, aunque solo fuera, digámoslo así, por el desdén y la repugnancia que despertaba continuamente en su mujer con sus desvergonzadas exigencias y súplicas, por puro cansancio espiritual, para librarse de él, sencillamente. Pero, por fortuna, intervino la familia de Adelaída Ivánovna y puso coto al sinvergüenza. Se sabe positivamente que en la pareja eran frecuentes las peleas, pero, según se cuenta, quien pegaba no era Fiódor Pávlovich, sino Adelaída Ivánovna, mujer impulsiva, decidida, morena, impaciente, dotada de una fuerza física asombrosa. Al final abandonó el hogar conyugal y se fugó con un maestro seminarista muerto de hambre, dejando al pequeño Mitia[2], de tres años, al cuidado de Fiódor Pávlovich. Éste no tardó en montar en su casa un verdadero harén y en entregarse a las borracheras más desenfrenadas, y en los entreactos se dedicaba a recorrer casi toda la provincia, quejándose amargamente a todo el que veía de que Adelaída Ivánovna lo había abandonado; además, se refería a su vida conyugal con tal lujo de detalles que habría sonrojado a cualquier hombre casado. Hay que decir que parecía resultarle agradable y hasta halagador representar delante de todo el mundo su ridículo papel de marido ofendido y pintar vivamente los detalles de su propio agravio. «Viéndole así de contento, a pesar de su desgracia, Fiódor Pávlovich, cualquiera pensaría que ha obtenido usted un ascenso», le decían en guasa. Muchos suponían incluso que estaba encantado de presentarse con su renovado aire de bufón y que aparentaba no ser consciente de su cómica situación para que la gente se riera más. Pero quién sabe, a lo mejor actuaba con toda inocencia. Finalmente consiguió dar con el rastro de la fugitiva. La pobrecilla estaba en San Petersburgo, adonde se había trasladado con su seminarista y donde se había entregado en cuerpo y alma a la más completa «emancipación». Fiódor Pávlovich se puso de inmediato a hacer gestiones y decidió viajar a San Petersburgo. ¿Para qué? Desde luego, no lo sabía ni él. La verdad es que bien podría haber ido en aquella ocasión, pero el caso es que, una vez adoptada tal decisión, consideró acto seguido que, para darse ánimos antes de emprender el viaje, tenía todo el derecho del mundo a correrse de nuevo una juerga monumental. Y justo en ese momento a la familia de su mujer le llegó la noticia de que ésta había muerto en San Petersburgo. Por lo visto, había fallecido repentinamente, en alguna buhardilla; según decían unos, de tifus, o de hambre, según otros. Fiódor Pávlovich se enteró de la muerte de su mujer estando borracho; dicen que echó a correr por la calle y se puso a gritar, loco de alegría, levantando los brazos al cielo: «Ahora despides a tu siervo en paz»[3]; pero, según otros, lloraba a lágrima tendida, como un crío, hasta tal punto que, según dicen, daba incluso pena mirarlo, a pesar de toda la aversión que inspiraba. Es muy posible que ocurriera lo uno y lo otro, es decir, que se alegrara de su liberación y que llorase por su libertadora, todo a la vez. En la mayor parte de los casos, la gente, hasta la malvada, es mucho más ingenua y cándida de lo que solemos pensar. Y nosotros también.

II. Despide al primer hijo

Naturalmente, cualquiera puede hacerse una idea de qué clase de educador y padre sería un hombre como aquél. Como padre, ocurrió con él lo que tenía que ocurrir, ni más ni menos: se desentendió totalmente del hijo que había tenido con Adelaída Ivánovna, no por rencor ni movido por sentimiento alguno de marido ofendido, sino sencillamente porque se olvidó de él sin más. Mientras Fiódor Pávlovich abrumaba a todo el mundo con sus lágrimas y sus quejas y convertía su hogar en un antro de perdición, un fiel criado de la casa, Grigori, se hizo cargo del pequeño Mitia, de tres años, y, de no haber sido por sus desvelos, posiblemente no habría habido nadie en disposición de cambiarle la ropita al niño. Además, al principio la familia materna del pequeño también parecía haberse olvidado de él. Su abuelo, o sea, el propio señor Miúsov, padre de Adelaída Ivánovna, ya no se contaba entre los vivos; su viuda, la abuela de Mitia, que se había trasladado a Moscú, estaba muy enferma; en cuanto a las hermanas de la madre, se habían casado, de modo que durante casi un año Mitia quedó a cargo de Grigori, residiendo con él en la isba destinada a la servidumbre. Por lo demás, aun suponiendo que el padre se hubiera acordado del crío (de hecho, era imposible que ignorase su existencia), lo habría devuelto a esa isba, pues habría representado un estorbo para su vida disipada. Pero el caso es que acababa de regresar de París un primo hermano de la difunta Adelaída Ivánovna, Piotr Aleksándrovich Miúsov, quien después viviría muchos años ininterrumpidamente en el extranjero y, aunque por entonces era aún muy joven, se distinguió siempre entre los Miúsov por ser un hombre culto, capitalino, cosmopolita, europeo de toda la vida y, ya en su madurez, un liberal, tal y como se estilaría en los años cuarenta y cincuenta. En el transcurso de su carrera mantuvo contactos con muchos de los más señalados liberales de su época, en Rusia y en el extranjero; conoció personalmente a Proudhon y a Bakunin, y disfrutaba especialmente recordando y contando, en el declive ya de sus andanzas, lo ocurrido en París los tres días de la revolución de febrero de 1848, dando a entender, poco más o menos, que él mismo había participado en las barricadas. Era éste uno de los recuerdos más placenteros de su juventud. Disfrutaba de holgura económica: poseía unas mil almas, contabilizadas al modo antiguo. Su magnífica hacienda se encontraba justo a la salida de nuestra pequeña ciudad y lindaba con las tierras de un famoso monasterio, con el cual Piotr Aleksándrovich, siendo aún muy joven, nada más heredar, entabló un interminable proceso en relación con unos derechos de pesca en el río o de tala en el bosque, no lo sé con precisión, pero lo cierto es que consideraba su deber ciudadano, de hombre ilustrado, entablar un pleito contra la «clerigalla». Habiendo llegado a sus oídos la historia de Adelaída Ivánovna, de la que, naturalmente, se acordaba y en la que incluso se había fijado en su día, y sabiendo de la existencia de Mitia, pese a toda su indignación juvenil y su desprecio a Fiódor Pávlovich, decidió tomar cartas en el asunto. Fue entonces cuando ambos individuos se vieron por primera vez. Piotr Aleksándrovich le declaró abiertamente a Fiódor Pávlovich que deseaba hacerse cargo de la educación del crío. Más tarde, Piotr Aleksándrovich solía contar detenidamente, como rasgo ilustrativo del carácter de Fiódor Pávlovich, cómo, cuando le habló a éste de Mitia, al principio hizo como si no entendiera a qué niño se refería, e incluso se mostró sorprendido de que estuviera viviendo en su casa, a saber dónde, un hijo pequeño suyo. Aunque pudiera haber cierta exageración en el relato de Piotr Aleksándrovich, en algo tendría que parecerse a la verdad. Efectivamente, durante toda su vida a Fiódor Pávlovich le gustó fingir, ponerse de pronto a representar delante de la gente un papel muy llamativo, a veces sin la menor necesidad, cuando no en su propio perjuicio, como en este mismo caso. De todos modos, no es un rasgo exclusivo de Fiódor Pávlovich, sino que lo comparten muchísimas personas, algunas de notable inteligencia. Piotr Aleksándrovich puso todo su empeño en el asunto e incluso fue designado (conjuntamente con Fiódor Pávlovich) curador del niño, dado que, a pesar de todo, éste había heredado de su madre una casa con unas tierras. Mitia, de hecho, se fue a vivir con su tío segundo, pero éste, como no tenía familia, en cuanto puso en orden sus propiedades y se aseguró el cobro de las rentas, regresó de inmediato a París para una larga temporada, dejando al niño al cuidado de una de sus tías, una señora de Moscú. Ocurrió que el propio Piotr Aleksándrovich, una vez aclimatado a la vida en París, se olvidó del niño, sobre todo al desatarse aquella revolución de febrero que tanto impresionó su imaginación y de la que ya no pudo olvidarse en toda su vida. Sin embargo, la señora de Moscú falleció, y Mitia pasó a una de sus hijas casadas. Al parecer, más tarde aún se vería obligado a cambiar por cuarta vez de hogar. No voy a extenderme ahora en esto, sobre todo porque aún es mucho lo que tendré que contar del primogénito de Fiódor Pávlovich; me ceñiré por ahora a las informaciones más indispensables, sin las cuales no podría ni empezar la novela.

En primer lugar, Dmitri Fiódorovich fue el único de los tres hijos de Fiódor Pávlovich que creció con el convencimiento de que aún poseía cierta fortuna y de que, al alcanzar la mayoría de edad,[4] sería independiente. Su infancia y juventud transcurrieron desordenadamente: no acabó sus estudios en el gimnasio; después ingresó en una escuela militar; más tarde fue a parar al Cáucaso, sirvió en el ejército, se batió en duelo, fue degradado, volvió al servicio, dio muchos tumbos y dilapidó una cantidad relativamente elevada de dinero. No empezó a recibir nada de su padre, Fiódor Pávlovich, hasta llegar a la mayoría de edad, y para entonces ya se había cargado de deudas. A su padre lo conoció y lo vio por primera vez desde que había alcanzado la mayoría de edad cuando se presentó en nuestras tierras, dispuesto a tener con él una explicación a propósito de sus bienes. Por lo visto, ya entonces su padre le resultó desagradable; pasó poco tiempo en su casa y se marchó en cuanto pudo, habiendo obtenido de él tan solo cierta suma de dinero tras llegar a un acuerdo sobre el futuro cobro de las rentas de la hacienda, sin conseguir que en aquella ocasión (se trata de un hecho llamativo) su padre le aclarara ni su rentabilidad ni su valor. Fiódor Pávlovich advirtió desde el primer momento (también esto conviene recordarlo) que Mitia tenía una idea exagerada y falsa de su fortuna. Eso le dejó muy satisfecho, de cara a sus propios cálculos. Dedujo que se trataba de un joven frívolo, impulsivo, apasionado, impaciente, juerguista, que se contentaba con poco y se calmaba enseguida, aunque fuera, claro está, por poco tiempo. Fue eso lo que empezó a explotar Fiódor Pávlovich, así que se dedicó a salir del paso a base de pequeñas entregas, de envíos esporádicos, y acabó sucediendo que, al cabo de unos cuatro años, cuando Mitia perdió la paciencia y se presentó de nuevo en nuestra localidad para arreglar de una vez por todas sus asuntos con su progenitor, descubrió, para su monumental sorpresa, que ya no tenía nada de nada, que hasta era difícil echar las cuentas, que ya había recibido en efectivo de su padre todo el valor correspondiente a sus propiedades y que igual hasta estaba en deuda con él; comprobó que por tales o cuales transacciones, en las que él mismo había deseado participar en su momento, no tenía derecho a exigir nada más, y así sucesivamente. El joven se quedó atónito, sospechó que aquello era mentira, que se trataba de un engaño, a punto estuvo de perder el dominio de sí y pareció volverse loco. Precisamente esta circunstancia fue la que desembocó en la catástrofe cuya exposición constituye el objeto de mi primera novela, de carácter preliminar,[5] o, mejor dicho, su cara externa. Pero, antes de abordar esa novela, aún es preciso referirse a los otros dos hijos de Fiódor Pávlovich, los hermanos de Mitia, y explicar cómo fueron sus comienzos.

III. Segundo matrimonio y segundos hijos

Muy poco después de haberse quitado de encima a Mitia, que tenía por entonces cuatro años, Fiódor Pávlovich se casó en segundas nupcias. Este segundo matrimonio duró unos ocho años. A su segunda mujer, Sofia Ivánovna, también muy jovencita, la tomó en otra provincia a la que había viajado para ocuparse de un negocio de poca monta, en compañía de un judío. Por muy juerguista, bebedor y escandaloso que fuera, Fiódor Pávlovich nunca dejó de ocuparse de sus inversiones, y siempre le iba bien en sus pequeños tratos, eso sí, valiéndose por lo general de artimañas. Sofia Ivánovna era una «huerfanita», privada de sus padres desde la niñez; hija de un oscuro diácono, había crecido en la rica casa de su protectora, educadora y torturadora, una anciana distinguida, viuda del general Vorójov. No conozco los detalles, pero sí oí decir que, por lo visto, a la protegida, una niña modesta, ingenua y callada, en cierta ocasión le habían retirado del cuello una soga que ella misma había colgado de un clavo en la despensa; hasta tal punto se le hacía difícil aguantar los antojos y los continuos reproches de aquella vieja, que al parecer no era mala, pero sí, por culpa de la ociosidad, insoportablemente despótica. Fiódor Pávlovich pidió su mano; hicieron gestiones para saber de él y lo echaron, pero he aquí que él, una vez más, como con el primer matrimonio, le propuso a la huérfana el expediente del rapto. Es posible, pero que muy posible, que ella no se hubiera casado con él por nada del mundo de haber conocido a tiempo más detalles suyos. Pero era de otra provincia y, además, ¿qué podía entender una muchachita de dieciséis años, más allá de que era preferible arrojarse a un río que seguir en casa de su protectora? De ese modo cambió la pobrecilla a una protectora por un protector. Fiódor Pávlovich no sacó en esta ocasión ni cinco, porque la generala se enfadó, no dio nada y, para colmo, maldijo a los dos; pero él tampoco contaba con obtener nada esta vez, sencillamente se había visto atraído por la notable belleza de la inocente chica y, sobre todo, por su aspecto candoroso, que impresionó a un hombre lujurioso como él, a un vicioso que hasta entonces solo se había fijado en la tosca hermosura femenina. «Aquellos ojillos ingenuos me atravesaron el alma como una navaja», solía comentar más tarde, acompañándose de sus repugnantes risitas. En todo caso, en aquel hombre lascivo solo podía tratarse de una atracción carnal. Sin haber obtenido ninguna gratificación, Fiódor Pávlovich no se prodigó en cumplidos con su mujer y, aprovechándose de que ella era, por así decir, «culpable» ante él y de que él prácticamente la había «librado de la soga», aprovechándose, además, de su colosal mansedumbre y sumisión, pisoteó hasta las reglas más básicas del matrimonio. En presencia de su esposa, acudían a su casa mujeres indecentes y se organizaban orgías. Diré, como rasgo característico, que el criado Grigori, hombre triste, necio y testarudo, que en su momento había odiado a la primera señora, Adelaída Ivánovna, en este caso tomó partido por la nueva ama: la defendía y discutía por ella con Fiódor Pávlovich en un tono casi inadmisible en un criado, y en cierta ocasión llegó a acabar por la fuerza con una orgía, ahuyentando a todas las desvergonzadas que habían acudido. Posteriormente, la infeliz joven, que había vivido aterrada desde su más tierna infancia, sufrió una especie de dolencia nerviosa femenina, que se da más a menudo entre las humildes aldeanas, a las que llaman «enajenadas» cuando padecen esta enfermedad. Por culpa de este mal, con sus terribles ataques de histerismo, en ocasiones la enferma llegaba a perder el juicio. A pesar de todo, le dio a Fiódor Pávlovich dos hijos, Iván y Alekséi: aquel nació en el primer año de matrimonio; su hermano tres años después. Cuando murió su madre, el pequeño Alekséi no había cumplido aún los cuatro años y, por raro que parezca, sé que la recordó durante toda su vida, como entre sueños, desde luego. Tras su muerte, a los dos niños les ocurrió prácticamente lo mismo que al primero, Mitia: fueron totalmente olvidados y abandonados por su padre, y quedaron al cuidado de Grigori, quien los llevó consigo a la isba de la servidumbre, como había hecho con su hermano. Fue en esa isba donde los encontró la despótica generala, protectora y educadora de su madre. Aún seguía viva y en todo aquel tiempo, en aquellos ocho años, no había podido olvidar la ofensa recibida. A lo largo de esos ocho años había obtenido, bajo cuerda, cumplida información de la existencia cotidiana de su Sofia y, al enterarse de que estaba enferma y del ambiente escandaloso que la rodeaba, dos o tres veces les comentó en voz alta a las mujeres que vivían acogidas en su casa: «Le está bien empleado; Dios la ha castigado por su ingratitud».

A los tres meses justos de la muerte de Sofia Ivánovna, la generala en persona se presentó de pronto en nuestra ciudad y se encaminó sin demora a casa de Fiódor Pávlovich. Apenas estuvo en la ciudad una media hora, pero fue mucho lo que hizo. Era ya por la tarde. Fiódor Pávlovich, a quien no había visto en esos ocho años, salió a recibirla algo achispado. Cuentan que ella, nada más verlo, de buenas a primeras, sin dar explicaciones, le soltó un par de rotundas y sonoras bofetadas y le tiró tres veces del tupé, de arriba abajo, tras lo cual, sin añadir palabra, se dirigió a la isba donde estaban los dos chiquillos. Al advertir, de un simple vistazo, que estaban sin lavar y llevaban ropa sucia, le propinó inmediatamente otra bofetada al propio Grigori y le comunicó que se llevaba a los dos niños; acto seguido los cogió tal y como estaban, los arropó con una manta de viaje, los subió al coche y se los llevó a su ciudad. Grigori encajó aquella bofetada cual esclavo sumiso, no se le escapó una sola palabra ofensiva y, cuando acompañó a la anciana señora hasta el coche, hizo una profunda reverencia y dijo con aire imponente: «Dios sabrá premiarla por los huérfanos». «¡Si serás tarugo!», le gritó la generala al partir. Fiódor Pávlovich, tras considerar todo el asunto, concluyó que no era mala solución y más tarde, al formalizar su consentimiento para que sus hijos se educaran en casa de la generala, no se mostró disconforme en ningún punto. En cuanto a las bofetadas que había recibido, él mismo fue contándolo por toda la ciudad.

Sucedió que, poco después, la propia generala falleció, si bien lo hizo después de haber anotado en su testamento que dejaba mil rublos a cada uno de los dos pequeños, «para su instrucción, y para que todo este dinero sea necesariamente gastado en ellos, con la condición de que les llegue hasta su mayoría de edad, pues es una cantidad más que suficiente para tales niños; no obstante, si alguien lo desea, siempre puede rascarse el bolsillo», y así sucesivamente. Yo no he leído el testamento, pero sí he oído decir que especificaba algo de ese tenor, un tanto extraño, expresado en un estilo excesivamente peculiar. El heredero principal de la vieja resultó ser, no obstante, un hombre honrado: Yefim Petróvich Polénov, decano provincial de la nobleza. Después de haberse escrito con Fiódor Pávlovich y comprendiendo desde el primer momento que no iba a sacarle el dinero para la educación de sus hijos (si bien Fiódor Pávlovich nunca se negaba abiertamente a nada, sino que en tales casos se dedicaba a dar largas; a veces incluso se deshacía en manifestaciones de sentimiento), decidió intervenir personalmente en el destino de los huérfanos y se encariñó en particular con el más pequeño, Alekséi, el cual se crió, de hecho, durante largo tiempo en el seno de su familia. Ruego al lector que tenga esto presente desde el principio. Si estaban en deuda con alguien para toda la vida aquellos dos jóvenes, por su educación y formación, era precisamente con ese Yefim Petróvich, hombre de gran nobleza y humanidad, de los que pocas veces se encuentran. Conservó intactos los mil rublos que la generala había dejado a cada uno de ellos, de modo que, cuando alcanzaron la mayoría de edad, gracias a los intereses acumulados la cantidad ascendía ya a dos mil rublos; el propio Yefim Petróvich costeó su educación y, por supuesto, gastó en cada uno mucho más de mil rublos. No voy a entrar en este momento en un relato detallado de su infancia y su juventud, sino que me limitaré a mencionar las circunstancias más relevantes. Del mayor, Iván, diré únicamente que creció como un adolescente sombrío, encerrado en sí mismo; no es que fuera tímido, ni mucho menos, pero fue como si ya a los diez años hubiera llegado a la conclusión de que, de todos modos, se estaban criando en una familia extraña y gracias a la caridad ajena, y que su padre era un tal y era un cual, alguien de quien hasta daba vergüenza hablar, y todo eso. Este niño empezó muy pronto, prácticamente en su infancia (al menos, así me lo contaron), a mostrar unas aptitudes para el estudio nada comunes y muy brillantes. No sé exactamente cómo fue, pero lo cierto es que se separó de la familia de Yefim Petróvich antes de cumplir los trece años para pasar a uno de los gimnasios de Moscú y al internado de un experimentado pedagogo, muy conocido por entonces, amigo de la infancia de Yefim Petróvich. El propio Iván explicaría más tarde que eso había sido posible, por así decir, gracias al «fervor por las buenas obras» de Yefim Petróvich, a quien entusiasmaba la idea de que un niño con esas capacidades geniales se educara con un pedagogo igualmente genial. Por lo demás, ni Yefim Petróvich ni el genial pedagogo se contaban ya entre los vivos cuando el joven, tras acabar el gimnasio, ingresó en la universidad. Como Yefim Petróvich no había dispuesto bien las cosas y el cobro del dinero legado por la despótica generala —que había aumentado, merced a los intereses, desde los mil hasta los dos mil rublos— se retrasaba a causa de toda clase de formalidades y aplazamientos, inevitables en nuestro país, durante sus primeros dos años en la universidad el joven las pasó negras, pues se vio obligado a ganarse la vida al tiempo que estudiaba. Hay que señalar que en esa época no quiso intentar siquiera escribirse con el padre; tal vez lo hiciera por orgullo, tal vez por desprecio, o tal vez porque el frío y sano juicio le hiciera ver que de su padre no iba a recibir ningún apoyo mínimamente decente. En cualquier caso, el joven no se desanimó en ningún momento y encontró trabajo, primero dando clases a dos grivny[6] la hora, y después recorriendo las redacciones de los periódicos y suministrando articulillos de diez líneas sobre sucesos callejeros, firmados por «Un testigo». Según dicen, esos artículos estaban siempre redactados de un modo tan curioso, eran tan llamativos, que no tardaron en abrirse paso, y ya solo con eso el joven mostró su superioridad práctica e intelectual sobre ese nutrido sector de nuestra juventud estudiantil de ambos sexos, permanentemente necesitada y desdichada, que acostumbra en nuestras capitales a asediar los periódicos y las revistas de la mañana a la noche, sin ocurrírsele nada mejor que insistir una y otra vez en sus cansinas peticiones de hacer traducciones del francés o copiar escritos. Tras darse a conocer en las redacciones, Iván Fiódorovich ya nunca rompió sus lazos con ellas y en sus últimos años de universidad comenzó a publicar reseñas de libros especializados en diversas materias, escritas con tanto talento que incluso llegó a ser conocido en los círculos literarios. No obstante, solo a última hora consiguió, casualmente, atraer la atención de un círculo más amplio de lectores, de modo que fueron muchos los que se fijaron de pronto en él y ya no lo olvidaron. Se trató de un caso bastante curioso. Recién salido de la universidad, y mientras se preparaba para viajar al extranjero con sus dos mil rublos, Iván Fiódorovich publicó en uno de los principales diarios un extraño artículo que despertó el interés hasta de quienes eran legos en la materia; lo más llamativo es que se trataba de una temática que, al parecer, le resultaba ajena, pues él acababa de terminar los estudios de naturalista. El artículo versaba sobre una cuestión, la de los tribunales eclesiásticos, que entonces estaba en boca de todo el mundo. Además de examinar algunas opiniones ya vertidas al respecto, Iván Fiódorovich dejó también constancia de su propio punto de vista. Lo más importante era el tono del artículo y lo notablemente inesperado de su conclusión. Lo cierto es que muchos eclesiásticos consideraron sin reservas al autor como uno de los suyos. Pero de pronto también empezaron a aplaudirle no ya los laicos, sino hasta los mismísimos ateos. Finalmente, algunos individuos perspicaces llegaron a la conclusión de que el artículo no era otra cosa que una farsa descarada y una burla. Si traigo a colación este caso es, sobre todo, porque dicho artículo, en su momento, fue conocido incluso en ese célebre monasterio que se encuentra en las afueras de nuestra ciudad, donde ya estaban muy interesados en el polémico asunto de los tribunales eclesiásticos. No solo fue conocido, sino que causó allí un gran desconcierto. Al conocer el nombre del autor, también despertó su interés el hecho de que fuera natural de nuestra ciudad e hijo, nada menos, que «del mismísimo Fiódor Pávlovich». Y justo en aquellos días el propio autor hizo su aparición en nuestra ciudad.