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Memorias de la casa muerta 



FIÓDOR DOSTOYEVSKI

Table of Contents
Memorias de la casa muerta
PRIMERA PARTE
I La casa muerta
II Las primeras impresiones
III Continúan las primeras impresiones
IV Sobre el mismo asunto
V Los tres primeros días
VI Los primeros meses
VII Nuevos conocidos.
VIII Los hombres decididos.
IX Isaí Fomich El baño
X La pascua de navidad Librodot
XI La representación
SEGUNDA PARTE
I El hospital
II Los castigos corporales
III Todavía el hospital
IV El marido de Akulka
V Durante el verano
VI Los animales domésticos del penal
VII Angustias y prejuicios
VIII Mis camaradas
IX La evasión
X En libertad

PRIMERA PARTE


En medio de las estepas, de las montañas y de los inextricables bosques de las más apartadas regiones de la Siberia, se encuentran de vez en cuando pequeñas ciudades de mil o dos mil habitantes, con edificios de madera, bastante feas, y dos iglesias, una en el centro de la población y la otra en el cementerio; en una palabra, ciudades que más bien parecen aldeas de los alrededores de Moscú que ciudades propiamente dichas. La mayor parte de sus habitantes está compuesta de agentes de policía, asesores y otros empleados subalternos. Hace muchísimo frío en Siberia, es cierto, pero en cambio es muy lucrativo el servicio que allí prestan los funcionarios del Estado.
Son sus moradores gentes sencillas, sin ideas liberales y de costumbres antiguas que ha ido afianzando el tiempo. Los empleados, que constituyen con perfecto derecho la nobleza de Siberia, son, o naturales del país, indígenas siberianos, o procedentes de Rusia. Estos últimos llegan directamente de la capital, seducidos por los elevados sueldos de que disfrutan, por las subvenciones extraordinarias para gastos de viaje, etc., y acariciando otras esperanzas no menos halagueñas para el porvenir. Los que aciertan a resolver el problema de la vida, se establecen definitivamente en Siberia, resarciéndoles más tarde sobreabundantemente los copiosos frutos que recogen; en cuanto a los imprevisores que no saben resolver aquel problema, se aburren bien pronto y reniegan de Siberia y de la idea que se les ocurrió de solicitar aquel empleo. Permanecen, devorados por la impaciencia, los tres años de su compromiso y se apresuran a repatriarse, hablando pestes de Siberia. Pero no tienen razón; es este país un verdadero paraíso no sólo por lo que concierne al servicio público, sino por otros muchos motivos. El clima es excelente; los comerciantes son ricos y hospitalarios y la población europea es muy numerosa. Las mujeres jóvenes, de moralidad intachable, semejan capullos de rosas. La caza corre por las calles al encuentro del cazador; se bebe champaña en abundancia; el caviar es exquisito y la mies produce a veces el quince por ciento; en una palabra, es una tierra bendita que basta saber aprovecharla, como suelen hacer muchos.
En una de estas ciudades -una ciudad alegre y muy satisfecha de sí misma, cuyos vecinos dejaron en mí un recuerdo imborrable- fue donde encontré al desterrado Aleksandr Petróvich Goriánchikov, ex gentilhombre y propietario ruso. Había sido condenado a trabajos forzados de segunda clase por haber matado a su esposa. Cumplida su condena -diez años de trabajos forzados-, continuaba viviendo allí tranquilo y olvidado, en concepto de colono, en la pequeña ciudad de K. Habíase inscrito en uno de los cantones de los alrededores, pero residía en K, donde se ganaba la vida dando lecciones a los niños.
Es frecuente encontrar en Siberia deportados que se ocupan en la enseñanza de la niñez. Se les tiene consideración porque enseñan bien, especialmente la lengua francesa, tan necesaria en la vida, y de la cual, a no ser por ellos, no se tendría la más ligera noción en las poblaciones más apartadas de la Siberia. La primera vez que vi a Aleksandr Petróvich, fue en casa de un funcionario, Iván Ivánich Gvósdikov, respetable y hospitalario anciano, padre de cinco muchachas en las que se podían fundar las más bellas esperanzas. Aleksandr Petróvich les daba sus lecciones cuatro veces por semana, a razón de treinta kopeks(1) de plata por lección. Era éste un hombre excesivamente pálido y flaco, joven aún, pues no pasaba de los treinta y cinco años, pequeño de estatura y vestido esmeradamente a la europea. Cuando se le dirigía la palabra, miraba fijamente y escuchaba con aire meditabundo como si se le propusiese la solución de un problema o creyera que se trataba de arrancarle algún secreto. Respondía con claridad y concisión, pero pensando de tal modo cada palabra que, sin saber por qué, sentíase uno molesto y embarazado, deseando que acabase cuanto antes la conversación.
 (1) Moneda rusa equivalente a la centésima parte de un rublo. 

Pedí a Iván Ivánich informes acerca de un sujeto tan singular, y me contestó que Goriánchikov era un hombre de conducta ejemplar, pues de lo contrario no le hubiese confiado la instrucción de sus hijas; pero que, no obstante, su misantropía había llegado al extremo que rehuía la sociedad de las personas cultas, leía mucho, hablaba muy poco y no se prestaba jamás a una conversación en que fuera preciso hablar con el corazón en la mano.
Aseguraban algunos que estaba loco, pero esto no era inconveniente para que hasta las familias más conspicuas utilizaran los servicios de Aleksandr Petróvich y no le escasearan sus atenciones, porque podía ser muy útil para escribir solicitudes. Creíase que pertenecía a encumbrada estirpe rusa y era muy probable que entre sus parientes hubiera alguno que ocupase elevada posición; mas era notorio que había roto toda relación de familia desde el día de su deportación. No tenía motivos para esto, pues sabido era que había matado a su mujer por celos, en el primer año de su matrimonio, y habíase entregado espontáneamente a la justicia, logrando así que la pena que se le impuso fuese menos severa. Los delincuentes como él son tenidos más bien como desgraciados dignos de compasión; sin embargo, Petróvich vivía obstinadamente retraído, sin aparecer en sociedad nada más que para dar sus lecciones.
Al principio no me llamó la atención; pero luego, sin que pudiese explicarme el motivo, comenzó a interesarme sobremanera aquel hombre enigmático. Discurrir con él era completamente imposible. Respondía sí, a todas mis preguntas, y aun parecía que se consideraba obligado a hacerlo; pero en cuanto me contestaba yo no me atrevía a seguir el interrogatorio. Después de esas tentativas de conversación, observaba yo en su rostro una extraña expresión de pesar y de agotamiento. Recuerdo que una hermosa noche de verano salí con él de casa de Iván Ivánich, y se me ocurrió invitarlo a que entrase en mi vivienda para echar un cigarro juntos. Pues bien, no sabría describir el desasosiego que se apoderó de él: aturdido, desconcertado por completo, balbució algunas palabras incoherentes y, de pronto, después de haberme mirado con aire ofendido, huyó en dirección opuesta a la que llevábamos. Yo quedé clavado en mi sitio por la sorpresa. En lo sucesivo, cada vez que me encontraba, parecía que se apoderaba de él un invencible terror. Sin embargo, no me desanimé. Aquel hombre me atraía. Un mes después entré inesperadamente en casa de Goriánchikov. Era evidente que en aquella ocasión obraba a tontas y a locas y sin pizca de delicadeza; pero...
Vivía Petróvich en un extremo de la ciudad, en casa de una vieja burguesa, cuya hija estaba tísica. Tenía ésta una niña, ilegítima, de diez años de edad, a la que, en el momento que yo entré, Aleksandr Petróvich estaba dando lecciones de lectura.
Al verme, se turbó como si le hubiese sorprendido en flagrante delito, se levantó bruscamente y se quedó mirándome con ojos atónitos.
Nos sentamos, al fin, pero sin que él apartase sus ojos de mí, como si sospechara por mi parte aviesas intenciones. Comprendí que era excesivamente desconfiado, y en sus miradas recelosas se leía a las claras esta doble pregunta: «¿A qué has venido y por qué no te vas en seguida?»
Le hablé de nuestra pequeña ciudad y de las noticias del día, y él callaba y sonreía con sonrisa de mal agüero. No tardé en comprobar que ignoraba en absoluto lo que sucedía en la población y que no le interesaba el saberlo. Cambié entonces de conversación y le hablé de nuestro país y de sus necesidades; pero Aleksandr Petróvich me escuchaba en silencio, mirándome de un modo tan extraño, que me hizo arrepentir de haber abordado aquel tema.
Muy poco faltó para que le ofendiese ofreciéndole los libros, intonsos aún, y los periódicos que acababa de recibir por el último correo. Petróvich lanzó a los libros una mirada codiciosa, pero en seguida cambió de parecer y rehusó mi ofrecimiento, so pretexto de que no disponía de tiempo para dedicarse a la lectura. Finalmente me despedí de él, y al abandonar su casa sentí el corazón oprimido, lamentando el haber atormentado a aquel hombre que rehuía obstinadamente la sociedad de sus semejantes.
Había notado, entretanto, que poseía muy pocos libros, y me separé de él, persuadido de que no era un lector tan asiduo como me habían asegurado. No obstante, más tarde, en dos ocasiones distintas pasé en carruaje por delante de su casa, a horas avanzadas de la noche, y me sorprendió que estuviesen iluminadas las ventanas de su cuarto. ¿Qué haría a semejantes horas? ¿Escribía, acaso? Y en caso afirmativo, ¿qué era lo que escribía?
Permanecí tres meses ausente en la ciudad, y supe con pena, a mi regreso, que Aleksandr Petróvich había muerto durante el invierno, sin llamar siquiera al médico, y que casi no se acordaban ya de él. La habitación que ocupó en vida había quedado desalquilada y no tardé en entablar conocimiento con su patrona, con objeto de saber por ella qué vida solía hacer su huésped y, sobre todo, si escribía. Le entregué veinte kopeks a cambio de un cesto lleno de papeles manuscritos que había dejado el difunto, y me confesó que había empleado dos cuadernillos para encender el fuego.
Era la patrona una anciana triste y taciturna, y nada interesante pude saber por ella acerca de su huésped. Díjome, sin embargo, que no trabajaba casi nunca y que se pasaba meses enteros sin abrir un libro ni tomar la pluma; en cambio paseaba toda la noche por su habitación, entregado a profundas reflexiones, hablando, a veces, en voz alta. Había cobrado mucho cariño a Katia, la nietecita de la patrona, desde el momento en que supo su nombre. El día de santa Catalina mandaba celebrar una misa de Réquiem por el alma de una difunta que jamás nombró. Detestaba las visitas y no salía de casa sino para dar sus lecciones, y aun miraba con malos ojos a su propia patrona cuando, una vez por semana, hacía la limpieza de su cuarto. En los tres años que había vivido en su casa no le dirigió la palabra sino en muy contadas ocasiones.
Pregunté a Katia si se acordaba de su profesor, y la niña volvió la cabeza hacia la pared para ocultar sus lágrimas. ¡Aquel hombre, pues, habíase hecho querer por alguien!
Me llevé los papeles y empleé casi todo el día en examinarlos. La mayor parte no tenía importancia, pues eran ejercicios escolares; pero al fin di con un legajo bastante voluminoso y escrito con letra menudísima.
Era un relato incoherente y fragmentario de los diez años que había pasado Aleksandr Petróvich cumpliendo su condena a trabajos forzados.
El relato interrumpíase a menudo con anécdotas y episodios horribles, escritos con mano convulsa, que denunciaban el estado de ánimo del escritor.
Leí repetidas veces aquellos fragmentos y casi llegué a persuadirme de que eran la obra de un loco. Pero aquellas memorias de un presidiario: Memorias de la casa muerta, como el autor titulaba su manuscrito, me pareció que no carecía de interés: un mundo completamente nuevo, desconocido hasta entonces, la singularidad de algunos hechos y las observaciones que se hacían sobre aquel pueblo decaído, encerraba algo que me seducía y leí el manuscrito con curiosidad. Tal vez me he engañado, pero, de todos modos, publico algunos capítulos.
El lector juzgará.

 I La casa muerta


Nuestro presidio estaba situado en un ángulo de la ciudadela; detrás de los baluartes. Si se mira por los intersticios de la empalizada con la esperanza de ver algo, no se divisa otra cosa que un jirón de cielo y otro baluarte de tierra cubierto de altas hierbas de la estepa. De día y de noche, constantemente, lo recorren en todas direcciones los vigilantes y centinelas. Se piensa entonces en que transcurrirán así años y años, mirando siempre por la misma hendidura y viendo el mismo baluarte, los mismos centinelas y el mismo jirón de cielo, no del que se extiende sobre el presidio, sino de otro cielo lejano y libre.
Figúrense un gran patio de doscientos pasos de largo por ciento cincuenta de ancho, rodeado de una empalizada hexagonal, irregular, construida con vigas profundamente enclavadas, que forman, por decir así, la muralla exterior de la fortaleza. En un lado de la empalizada, hay una puerta sólida, vigilada constantemente por un cuerpo de guardia, que sólo se abre para dejar paso a los presidiarios que van al trabajo. Tras de aquella puerta se encuentran la luz y la libertad: allí vive la gente libre.
Dentro de la empalizada no pensaba en aquel mundo que para el condenado tiene algo de maravilloso y fantástico como cuento de hadas; no era así el nuestro, excepcionalísimo, que no se parecía a ningún otro. Aquí, los usos, las costumbres y las leyes especiales que nos rigen, son excepcionales, únicas. Es el presidio una casa muerta-viva, una vida sin objeto, hombres sin iguales.
Este es el mundo que me propongo describir.
Cuando se penetra en el recinto, se ven en seguida algunas construcciones de madera, toscamente hechas con tablones sin desbastar y de un solo piso, que rodean un patio vastísimo: son los departamentos de los condenados, que viven allí divididos en varias categorías. En el fondo se ve otro edificio: la cocina, dividida en dos piezas. Más allá aún existe otra dependencia que sirve a la vez de cantina, de granero y de cobertizo.
El centro del recinto forma una plaza bastante amplia: Aquí es donde se reúnen los penados. Se pasa lista tres veces al día: por la mañana, a mediodía y por la noche, y aún más si los soldados de guardia son desconfiados y se les ocurre contar el número.
En derredor, entre la empalizada y las dependencias del presidio, queda un espacio muy ancho donde los detenidos misántropos y de carácter cerrado gustan de pasear, cuando no se trabaja, entregados a sus pensamientos favoritos, lejos de toda mirada indiscreta.
Cuando les encontraba en estos paseos, complacíame en observar sus rostros tristes y sombríos, tratando de adivinar sus pensamientos.
Uno de los penados se entretenía contando invariablemente las estacas de la empalizada. Había mil quinientas y podía decir a ojos cerrados el lugar que ocupaba cada una.
Cada estaca representaba para él un día de reclusión: descontaba diariamente una, y así sabía de una manera exacta los días que le quedaban todavía de encierro.
Se consideraba dichoso cuando acababa uno de los lados del hexágono, sin parar mientes el desventurado en que habían de transcurrir muchos años hasta el día en que le pusieran en libertad. ¡Pero en el presidio se aprende a tener paciencia!
Cierto día vi a un recluso que, habiendo cumplido su condena, se despedía de sus camaradas. Había sido condenado a veinte años de trabajos forzados y no se le rebajó ni un solo día. Alguno habíale visto llegar joven, despreocupado, sin pensar en su delito ni en el castigo; mas ahora era un viejo de cabellos grises y de rostro triste y pensativo.Silenciosamente las seis cuadras: rezaba primero ante la imagen santa y se i nclinaba luego profundamente ante sus camaradas, rogándoles que conservasen buena memoria de él.
Recuerdo también que una tarde fue llamado al locutorio uno de los presos, un labrador siberiano bastante acomodado. Seis meses antes había recibido la noticia de que su mujer se había vuelto a casar, y fácil es suponer el dolor que esto le causara. Aquella tarde, su ex esposa había ido a visitarle para entregarle una limosna. Permanecieron juntos unos instantes, lloraron entrambos y se separaron para siempre... Observé la extraña expresión del rostro de aquel preso cuando volvió a la cuadra...
¡Ah, se aprende allí a soportarlo todo!
Al iniciarse el crepúsculo, se nos obligaba a retiramos a nuestras cuadras respectivas, donde permanecíamos encerrados toda la noche. ¡Cuán penoso me resultaba abandonar el patio! Era la cuadra una sala larga, baja de techo, sofocante, débilmente alumbrada por algunas velas de sebo, en la que se respiraba un aire pesado, nausea-bundo. No comprendo cómo pude pasar diez años en aquel lugar pestilente, en el que languidecíamos treinta hombres. En invierno, especialmente, nos encerraban muy temprano y era preciso esperar cuatro horas hasta que tocasen a silencio y durmiese cada cual, y era aquello un tumulto continuo, una batalla de gritos, de blasfemias, de risotadas, de arrastrar de cadenas; un ambiente infecto, un humo espeso, una confusión de cabezas peladas al rape, de frentes ostentando el denigrante estigma, de infelices harapientos, sórdidos, repugnantes. ¡Sí, el hombre es un animal indestructible! Se podría también definir diciendo que es un animal que se acostumbra a todo, y tal vez sería ésta la definición más adecuada que se haya dado hasta hoy.
La población de aquel penal ascendía a doscientos cincuenta presos. Este número era casi invariable, pues los nuevos condenados substituían bien pronto a los que eran puestos en libertad y a los que morían.
Había allí gente de todos los países. Podía decirse que estaban representadas todas las comarcas de Rusia. No faltaban tampoco extranjeros y algunos montañeses del Cáucaso.
Los penados estaban clasificados por categorías en razón a la gravedad de su delito y, por consiguiente, de la duración de la condena. Todos, o casi todos los delitos, estaban representados en la población de aquella penitenciaría, compuesta, en su mayor parte, de deportados civiles, condenados a trabajos forzados (gravemente condenados, como se decía en la jerigonza del presidio). Estos delincuentes estaban privados de todos los derechos civiles, eran miembros corrompidos de la sociedad que los seccionaba de su cuerpo después de haberlos marcado en la frente con el hierro candente que debía testificar perpetuamente y en forma visible su oprobio. Permanecían en el presidio por un espacio de tiempo que oscilaba entre los ocho y los doce años. Cumplida su condena eran enviados a un cantón siberiano donde se les inscribía en concepto de colonos.
Los delincuentes de la sección militar no estaban privados de sus derechos civiles y el tiempo de su prisión era relativamente corto. Una vez terminada su condena se les enviaba al punto de su procedencia, donde ingresaban como soldados en los batallones de línea siberianos.
Muchos de éstos volvían pronto, condenados por delitos graves, pero no ya por un periodo breve sino por veinte años lo menos.
Entonces formaban parte de una sección que se llamaba de perpetuidad. Sin embargo, a los perpetuos no se les privaba de sus derechos civiles.
Existía también una sección bastante numerosa; compuesta de los más terribles malhechores, veteranos casi todos del delito, llamada sección especial, y a ella eran enviados criminales de todos los puntos de Rusia. Se consideraban, con sobrado motivo, condenados a perpetuidad, pues no se fijaba el periodo de su reclusión. La ley les exigía un trabajo doble y aun triple del que ejecutaban los demás, y permanecían en las cárceles hasta que se emprendían en la Siberia los trabajos forzados más penosos.
 -Ustedes han venido aquí por un tiempo determinado -decían a sus compañeros de prisión-; nosotros, por el contrario, hemos de pasarnos en presidio, toda la vida.
Más tarde oí decir que aquella sección fue abolida. Al mismo tiempo retiraron también a los condenados civiles para dejar únicamente en aquella penitenciaría a los condenados militares, organizados en una compañía disciplinaria.
La administración, naturalmente, ha cambiado y, por consiguiente, lo que yo describo son los usos de otra época, abolidos por completo hace ya mucho tiempo.
Sí, ha pasado mucho tiempo desde entonces. ¡Me parece un sueño!
Recuerdo mi ingreso en el penal una tarde de diciembre, a la hora del crepúsculo.
Los forzados volvían del trabajo: era el momento de la revista. Un bigotudo sargento me abrió la puerta de aquella horrible vivienda donde tenía que permanecer tantos años y experimentar tantas emociones y de la cual no me hubiera podido formar ni una idea aproximada de no haberlo sufrido. ¿Hubiera podido imaginarse, por ejemplo, el sufrimiento lancinante y terrible que ocasiona el hecho de no estar solo ni un minuto siquiera durante diez años? ¿Cómo hubiera podido suponer lo que era estar continuamente acompañado por la escolta, durante el trabajo, y por doscientos camaradas en el presidio y solo jamás?
Había allí homicidas por imprudencia, asesinos profesionales, simples rateros, capitanes de bandidos y maestros consumados en el arte de pasar al suyo el dinero de los bolsillos de los transeúntes y de apoderarse de cuanto se ponía al alcance de sus manos. Sería, no obstante, muy difícil decir por qué se encontraban algunos forzados en el presidio. Cada cual tenía una historia confusa y oscura, penosa como el despertar de una borrachera.
Los presidiarios hablaban generalmente muy poco de su pasado. Lejos de contar sus hazañas, se esforzaban por olvidarlas.
Entre mis compañeros de cadena, había algunos homicidas tan alegres y despreocupados, que se podía apostar, con seguridad de ganar, que nada les reprochaba su conciencia; pero había también rostros sombríos y pensativos.
Era muy raro que alguno recordase su propia historia, porque esto se consideraba de mal gusto; y si alguna vez, para matar el tiempo, un presidiario contaba su vida a otro compañero, éste le escuchaba con aire distraído, como dando a entender que nada podía decirle que le asombrase.
-Aquí -solían decir con cínico orgullo- cada cual sabe dónde le aprieta el zapato y ha hecho tanto como el más guapo.
Recuerdo que cierto día, un bandolero borracho (los presidiarios suelen emborracharse de vez en cuando) contó que había matado y descuartizado a un niño de cinco años, al que había atraído engañándole con un juguete y conducido a un cobertizo donde le asesinó. Sus compañeros celebraban siempre con grandes risas sus relatos ingeniosos; pero en aquella ocasión le obligaron a callar, no porque una salvajada semejante excitase su indignación, sino porque no era permitido entre ellos que se hablase de tales hechos.
Debo hacer notar que los presidiarios poseían cierto grado de instrucción. La mitad de ellos, por lo menos, sabía leer y escribir. ¿Dónde se podría hallar en Rusia, en cualquier grupo popular, doscientos cincuenta hombres que conozcan siquiera las primeras letras? Más tarde he oído decir y aun afirmar, fundándose en este hecho, que la instrucción desmoraliza al pueblo. ¡Qué error! La instrucción es completamente ajena a esa decadencia moral. Fuerza es convenir en que desarrolla en el pueblo el espíritu de resolución; pero eso está muy lejos de ser un defecto.
Cada sección tenía indumentaria diferente: en una se llevaba chaquetilla de paño mitad color chocolate y mitad ceniza y los pantalones los mismos colores cambiados en cada pernera. Cierto día, una muchachita que vendía panecillos blancos (kalachi) se acercó a nosotros mientras trabajábamos y, después de mirarme largo rato, lanzó una carcajada exclamando:

 -¡Qué feos están! No han tenido bastante paño ceniza ni chocolate para hacerse el traje de un mismo color.
Otros penados llevaban la chaquetilla toda color ceniza pero las mangas obscuras. El rasurado también era variado: algunos llevaban afeitada la cabeza desde la nuca hasta la frente, mientras otros la tenían desde una oreja a otra.
Aquella extraña familia ofrecía semejanza tal, que a primera vista se le conocía. Aun los que más descollaban, los que involuntariamente dominaban a los demás forzados trataban de adquirir el tono general de la casa. Todos los reclusos, salvo raras excepciones, cuya alegría era inagotable, atrayéndose por esto mismo el desprecio de sus compañeros, eran envidiosos, vanidosos hasta un grado indecible, presuntuosos, quisquillosos, formalistas con exceso y estaban constantemente tristes.
No asombrarse de nada constituía para ellos la cima de la dignidad, y por esto estaban siempre sobre aviso. Pero a menudo trocábase la altivez en vileza.
No faltaban hombres verdaderamente fuertes, y eran éstos de carácter abierto y sinceros; pero, cosa extraña, su vanidad era a la vez excesiva, morbosa. La vanidad era siempre el vicio predominante.
La mayor parte de los presidiarios era pervertida y depravada y de aquí que las calumnias y los insultos lloviesen como granizo.
Nuestra vida era infernal, insufrible, y, sin embargo, nadie se hubiera atrevido a sublevarse contra los reglamentos interiores del penal y las costumbres establecidas.
Por esta razón todos se sometían de buen o mal grado. Ciertos caracteres intratables no se doblegaban fácilmente, pero acababan por doblegarse. Forzados que, mientras estuvieron en libertad, habían colmado todas las medidas e, impulsados por su vanidad sobreexcitada, habían cometido los más horribles delitos, siendo la pesadilla, el terror y el espanto de comarcas enteras, quedaban domados en poco tiempo merced a nuestro régimen penitenciario.
El novato que trataba de orientarse, descubría al punto que allí no se sorprendería a ninguno e insensiblemente se sometía poniéndose al mismo tono de sus compañeros. Los presidiarios estaban penetrados de cierto sentimiento de dignidad personal, como si el título de forzado equivaliese a un título honorífico.
Por lo demás, no se notaba en ellos ningún signo de vergüenza o de arrepentimiento, sino una especie de sumisión exterior, oficial, por decir así, que a veces hacíales hablar cuerdamente de su conducta pasada.
-Somos gente perdida -decían-, no hemos sabido vivir en libertad, y ahora debemos recorrer a viva fuerza la calle verde(2) y pasar para que nos cuenten como a bestias.
-No has querido obedecer a tu padre ni a tu madre, y ahora tienes que prestar ciega obediencia al vergajo.
-El que no ha querido bordar tiene ahora que romper piedras.
Esto se decía y se repetía a guisa de sentencias morales o proverbios, pero sin que ninguno los tomase en serio.
¿Cómo había de confesar ninguno de ellos sus iniquidades? Si alguna persona ajena al presidio, intentase siquiera reprochar sus delitos a los forzados, habría de taparse los oídos y huir a todo correr del aluvión de insultos y de amenazas que caería sobre ella.
¡Y de qué refinamiento hacen gala los presidiarios cuando de injurias se trata! Insultan con gusto, como artistas. La injuria es para ellos una verdadera ciencia; no se esfuerzan por ofender tanto con la expresión como con el sentido ultrajante, con el espíritu de la frase envenenada; sus incesantes reyertas contribuían extraordinariamente al desarrollo de aquel arte especial.
(�2) Alusión a las dos filas de soldados armados de varas verdes, entre las cuales tenían que pasar los presidiarios condenados a este castigo, que sólo se aplicaba a los que estaban privados de sus derechos civiles.

Como sólo trabajaban bajo la amenaza del látigo, eran perezosos y depravados. Los que aún no habían sido corrompidos por completo, éranlo en cuanto pisaban el penal. Recluidos a pesar suyo, eran enteramente extraños los unos a los otros.
-El diablo -decían- ha tenido que romper tres pares de lapli(3) antes de reunimos aquí.
Las intrigas, las calumnias, las frases picantes, la envidia y las reyertas eran lo que informaba aquella vida infernal.
No hay lengua maligna que pueda compararse con la de aquellos desdichados que tienen siempre la injuria en los labios.
Como antes he dicho, había entre los presidiarios hombres de carácter de hierro, indómitos y resueltos, acostumbrados a dominarse a sí mismos. Estos eran también involuntariamente estimados, pues, a pesar de ser muy celosos de su fama, procuraban no hacerla pesar sobre ninguno y no se insultaban entre sí sino por graves motivos. Su conducta ajustábase a la más estricta dignidad. Eran razonables y casi siempre obedientes, no por principios o porque tuvieran conciencia de sus deberes, sino por mutuo acuerdo entre ellos y la administración, acuerdo de cuyas ventajas todos estaban bien penetrados. Por otra parte, se les trataba con alguna consideración.
Recuerdo que cierto día fue llamado para ser apaleado un forzado valiente y decidido, conocido por sus tendencias de fiera.
Era en verano y no trabajábamos.
El ayudante, jefe directo y administrador del presidio, hallábase ya en el cuerpo de guardia situado en la gran puerta de la empalizada, para asistir al espectáculo.
Aquel mayor era un ser fatal para los forzados, que temblaban como niños en su presencia. Severo hasta la insensatez, se arrojaba sobre ellos, según decían; pero lo que realmente les imponía era su mirada, penetrante como la del lince. Nada se le escapaba. Veía hasta sin mirar, por decir así. Desde la puerta del presidio decía lo que estaba ocurriendo en el lado opuesto del recinto: por eso le llamaban los presidiarios Ocho ojos.
Su sistema era contraproducente, pues sólo conseguía irritar más y más a gente de suyo demasiado irascible. A no ser por el comandante, hombre bien educado y juicioso que moderaba las intemperancias del director, no sé a cuántas desventuras hubiera éste dado lugar. No comprendo cómo pudo llegar sano y salvo a la edad de la jubilación.
El forzado palideció cuando fue llamado. Por lo común; tendíase animosamente, sin dar muestras de temor ni proferir palabra para recibir los terribles varazos y se levantaba sonriente. Soportaba aquel contratiempo valerosa y filosóficamente. Verdad es que nunca se le castigaba sin motivo y se le infligía la pena con toda clase de precauciones. Pero aquella vez se creía inocente.
Palideció intensamente, como he dicho, y acercándose poco a poco a la escolta, logró esconderse en la manga una cuchilla de zapatero.
Los registros eran frecuentes, inesperados y minuciosos; estaba terminantemente prohibido que los reclusos tuviesen consigo instrumentos cortantes, y las infracciones eran castigadas con inaudita severidad; pero no es posible impedir que los presidiarios se procuren los objetos que consideran necesarios, y las armas blancas no escaseaban en la penitenciaría. Si a veces se conseguía quitarlas a los penados, éstos no tardaban en procurarse otras nuevas.
Todos los forzados se precipitaron hacia la empalizada con el corazón palpitante, para mirar ávidamente a través de las ranuras. Ninguno dudaba de que Petrov no se dejaría vapulear aquel día y que había sonado para el director su última hora. Mas, afortunadamente, en el momento decisivo, éste montó en su carruaje y se marchó, confiando el mando de la ejecución a un oficial subalterno.
-¡Dios le ha salvado! -exclamaron los presidiarios.
(3��������) Ligeros choclos de corteza de tilo de que usan los muchíks de la Rusia central y septentrional.

En cuanto a Petrov, sufrió pacientemente el castigo, pues habiéndose marchado el director, su cólera se había extinguido.
El presidiario es sumiso y obediente hasta cierto punto; pero hay un límite que conviene no traspasar. Nada hay más curioso que estos arranques de ira y de desobediencia. A veces, un hombre que ha tolerado durante largos años los más crueles castigos, se rebela por una bagatela, por una nimiedad. Se podría decir que es loco... Verdad que es esto lo que se dice.
He dicho que en los varios años que permanecí entre ellos, no observé en los presidiarios el menor síntoma de arrepentimiento por los delitos que habían cometido, pues la mayor parte opinaba que tenía perfecto derecho para hacer lo que les viniera en gana. Ciertamente, la vanidad, los malos ejemplos y la falsa vergüenza era lo que predominaba; sin embargo, ¿quién ha podido sondear la profundidad de aquellos corazones entregados a la perversidad, y los ha encontrado cerrados a todo noble sentimiento?
De todos modos, parece natural que en tanto tiempo descubriese yo algún indicio, por fugaz que fuese, de remordimiento, de pesar, de sufrimiento moral. Sin embargo, no fue así. No se puede juzgar el delito con frases hechas y su filosofía es mucho más compleja de lo que se cree. Lo único cierto es que ni el sistema de trabajos forzados logra corregir a los delincuentes: sirve sólo para castigarlos y asegurar a la sociedad contra nuevos atentados por parte de aquellos. La reclusión y los trabajos forzosos no hacen más que fomentar en esos hombres un odio profundo, la sed de los placeres prohibidos y una espantosa despreocupación. Por otra parte, estoy persuadido de que el régimen celular no alcanza más que un objeto aparente y engañador. Priva al delincuente de toda su fuerza y energía, enerva su alma, debilita y espanta, y presenta luego una momia disecada y medio loca como un modelo de arrepentimiento y de corrección.
Solamente en un presidio se puede oír contar con sonrisa infantil mal contenida los hechos más horripilantes.
No podré olvidar jamás a un parricida, que había sido noble y funcionario público. Este joven fue la desgracia de su padre, un verdadero hijo pródigo. En vano trataba aquél de contenerlo a fuerza de cariño paternal, en la pendiente por la que resbalaba; y como el hijo estaba cargado de deudas y creía que su padre, además de sus bienes inmuebles, poseía una fortuna en metálico, le asesinó para entrar más pronto en posesión de la herencia.
Su crimen no fue descubierto hasta un mes después, y durante ese tiempo el asesino, que había dado parte a la justicia de la desaparición de su padre, continuó su vida de desórdenes.
Finalmente, durante su ausencia, la policía descubrió el cadáver del anciano en una zanja, cubierto de piedras.
La cabeza estaba separada del tronco y apoyada sobre una almohada que, para mayor escarnio, le había colocado debajo el asesino; el cuerpo conservaba todas sus ropas.
El joven no confesó su crimen, pero, sin embargo, fue degradado, despojado de todos sus privilegios de nobleza y condenado a trabajos forzosos.
En todo el tiempo que le traté hizo alarde de una despreocupación inconcebible.
Era el hombre más aturdido y ligero que he conocido, aunque no tenía nada de tonto. No observé jamás en él una crueldad excesiva. Los demás presidiarios le detestaban, no por razón de su delito, del que no se hablaba nunca, sino porque no sabía contenerse.
De vez en cuando hacía alguna referencia acerca de su padre, y cierto día, ponderando la robusta complexión hereditaria de su familia, dijo:
-Mi padre, por ejemplo, no estuvo jamás enfermo hasta su muerte.
Era, pues, la suya una insensibilidad animal llevada a tal grado que parecía imposible. No hay duda de que debía haber allí un defecto orgánico, una monstruosidad física y moral desconocida hasta hoy por la ciencia y no un mero delito.
Yo no quería, naturalmente, prestar fe a un delito tan horroroso; pero me contaron minuciosamente la espantosa historia algunos paisanos del asesino; y hube de rendirme a la evidencia.
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 Los forzados le habían oído gritar en sueños:
-¡Sujétalo! ¡Sujétalo! ¡Córtale la cabeza! ¡La cabeza! ¡La cabeza!
Casi todos los presidiarios sueñan en voz alta o deliran, hablando de cuchillos, de
puñales o de hachas, y profiriendo injurias y amenazas durante sus horribles pesadillas. -Somos hombres sin entrañas -decían-, y por eso soñamos a voces.
Los trabajos forzosos no eran en el presidio una ocupación sino una obligación
ineludible: cada cual realizaba la tarea que le era impuesta o trabajaban las horas señaladas por el reglamento, y volvían a su encierro. ¡Pero cómo detestaban esta obligación! Si el forzado no tuviese un trabajo personal al que voluntariamente pueda dedicar toda su inteligencia, la reclusión sería para él insoportable. ¿Cómo hubieran podido vivir de una manera normal y natural aquellos hombres robustos, que deseaban una larga vida y habían sido colocados juntos contra su voluntad cuando la sociedad los arrojó de su seno?
Bastaría que viviesen en perpetua holganza para que se desarrollasen en ellos los instintos más perversos, aun aquellos con que ni soñar hubieran podido.
El hombre no puede vivir sin trabajo, sin propiedad legal y normal: de lo contrario se pervierte y se trueca en fiera. Así, pues, cada presidiario, por necesidad natural y por instinto de conservación, tenía allí un oficio, una ocupación cualquiera.
Los interminables días de verano se pasaban distraídamente con los trabajos forzosos y la noche era tan corta que apenas había tiempo para dormir; pero en el invierno cambiaban las cosas, pues según el reglamento, los forzados debían retirarse a su encierro al anochecer.
¿Qué podían hacer sino trabajar durante aquellas noches inacabables? Así, las cuadras, a pesar de sus rejas y cadenas, ofrecían el aspecto de un vasto taller. El trabajo realmente era permitido, pero se prohibía a los presidiarios que tuviesen en su poder los utensilios y herramientas sin los cuales no se podía hacer ninguna clase de trabajo.
Se trabajaba, por lo tanto, a la chita callando, y los vigilantes hacían la vista gorda, como suele decirse. Muchos detenidos entraban en el penal sin saber qué hacerse de sus manos, pero bien pronto aprendían un oficio de sus compañeros y resultaban excelentes operarios. Allí había zapateros, sastres, escultores, cerrajeros, y doradores. Un judío llamado Isaí Bumschtein era a la vez platero y prestamista.
Todos, pues, trabajaban con provecho, porque de la ciudad les hacían muchos encargos y podían, por consiguiente, disponer de un puñado de monedas.
El dinero es una libertad sonante y desbordante, un tesoro inapreciable para el que está enteramente privado de la libertad verdadera. Si el presidiario tiene dinero en el bolsillo, se resigna con su situación, aunque carezca de facilidades para gastarlo. Aunque ocasiones para gastar dinero no faltan nunca en ninguna parte, tanto más cuanto que el fruto prohibido es doblemente sabroso. En los presidios también se vende aguardiente y tabaco, aunque esté prohibida la venta de ambos artículos.
El dinero y el tabaco preservan a los forzados del escorbuto de la misma manera que el trabajo les salva del crimen; sin eso se destruirían recíprocamente como arañas encerradas en un vaso de cristal.
No obstante, según queda dicho, el trabajo y el dinero eran cosas ilícitas en el presidio y durante la noche se practicaban frecuentes registros confiscándose todo lo que no estaba legalmente autorizado. Por muy escondido que lo tuviesen, se descubría a menudo el peculio de uno y de otro, y ésta era la razón principal por la cual lejos de conservar el dinero se apresuraban a cambiarlo por aguardiente. Al que le descubrían su peculio, no sólo se lo quitaban sino que, por añadidura, recibía un buen número de palos.
Mas a los pocos días del registro, los presidiarios recuperaban los objetos que le habían sido confiscados y se volvía a las andadas.
El que no se ocupaba en un trabajo manual, comerciaba de un modo u otro. Los procedimientos de compra y venta eran por demás originales. Unos eran baratilleros que revendían a veces objetos a los que sólo un presidiario podía conceder valor alguno. Hasta un jirón de guiñapo tenía su precio y podía ser útil.
Merced a la pobreza de los forzados, el dinero adquiría para ellos un valor excesivamente superior al que tenía en realidad. Los más penosos y largos trabajos se pagaban a veces con unos cuantos kopeks. Varios reclusos prestaban dinero y sacaban buenas ganancias. El recluso entregaba al usurero objetos de su pertenencia a cambio de unos kopeks, y aquél se los devolvía cuando se le abonaba el capital a crecidísimos intereses. Si no los rescataba en el plazo establecido, el prestamista los vendía irremisiblemente en subasta. De tal modo se ejercía la usura en el presidio, que a veces se empeñaban objetos pertenecientes al Estado, como ropa blanca, zapatos y otras cosas indispensables. Cuando el usurero aceptaba semejantes prendas, corría el riesgo de perder cuando menos lo pensaba el capital y los intereses, pues apenas recibía el propietario el importe de la pignoración, denunciaba el hecho al subteniente (vigilante en jefe de presidio) y el prestamista se veía obligado a devolver los objetos, sin que a la superioridad se le diese jamás cuenta de estos pecadillos.
A veces se suscitaba una reyerta entre el propietario y el usurero, y entonces éste devolvía los objetos empeñados, por temor de que, como tal vez hubiera hecho él en su lugar, aquél denunciase la industria a que se dedicaba.
Los presidiarios se robaban mutuamente sin la menor aprensión. Cada cual disponía de un cofrecillo provisto de un pequeño candado, en el que guardaba los objetos que recibía de la administración del penal; pero allí no había candados que valieran ni cofrecillo respetado. El lector no puede imaginarse qué hábiles ladrones había entre nosotros.
Un forzado, al que, dicho sea sin vanidad, le fui simpático, me robó un día la Biblia, único libro que es permitido tener en el presidio, y el mismo día me lo confesó, no porque estuviese arrepentido, sino movido a lástima al ver que la buscaba inútilmente.
Entre nuestros compañeros de cadena había algunos llamados cantineros, los cuales vendían aguardiente, y con este comercio se enriquecían, relativamente desde luego. Más adelante hablaré de esto, pues semejante tráfico es tan lucrativo que vale la pena no pasarlo por alto.
Muchos de los reclusos habían sido condenados por contrabandistas. Esto explica la introducción clandestina de aguardiente en el penal, a pesar de la estrechísima vigilancia que se ejercía y a despecho de los centinelas. El contrabando constituye un delito especial.
¿Podría suponer alguien que el dinero, el único beneficio de su profesión, no tiene para el contrabandista más que una importancia secundaria? Sin embargo, nada más cierto. El contrabandista trabaja a menudo por vocación; en su clase, es un poeta. Arriesga todo lo que posee, se expone a terribles peligros, derrocha astucia, se traza sus planes, sale del atolladero y opera en ciertas ocasiones con una especie de inspiración.
Esta pasión es tan violenta como la del juego.
He conocido a un presidiario de estatura colosal, que era el hombre más humilde, pacífico y sumiso del mundo. Todos se preguntaban por qué había sido deportada una criatura tan inofensiva. Era de carácter tan dócil y de tal modo sociable, que durante todo el tiempo de su condena no tuvo con ningún camarada ni el más ligero rozamiento.
Oriundo de la Prusia occidental, en cuya frontera habitaba, había sido deportado por el delito de contrabando.
Naturalmente, no pudo resistir a la tentación de introducir clandestinamente aguardiente en el penal. ¡Cuántas veces fue castigado por este motivo! Y bien sabe Dios que tenía un miedo cerval al látigo. Este negocio le reportaba un beneficio irrisorio; era un empresario que lo arriesgaba todo. Cada vez que le castigaban lloraba desconsoladamente como una vieja y juraba por Dios y los santos que no lo volvería a hacer. Manteníase firme en su propósito durante un mes, todo lo más, y volvía a dejarse vencer por su pasión...
Gracias a estos diletantes del contrabando, en el presidio no faltaba jamás el aguardiente.

La limosna era otra fuente de ingresos que si bien no enriquecía a los reclusos resultaba muy beneficiosa. Las clases elevadas de Rusia ignoraban cuánto se interesan el comercio, la burguesía y el pueblo por los desgraciados que gimen, en el destierro o en los presidios de Siberia.
La limosna no faltaba ningún día y consistía unas veces en panecillos blancos y, otras, las menos, en dinero contante y sonante.
Dividíase la limosna en partes iguales entre los presidiarios, y si no bastaban los panecillos se partían por la mitad y aun en trozos pequeños, con objeto de que hubiese para todos.
Recuerdo que la primera limosna que recibí fue una moneda de cobre.
A los pocos días de mi llegada, una mañana, al volver solo del trabajo, sin más compañía que un soldado, tropecé con una mujer y su hija, una muchachita de diez años, preciosa como un ángel. Ya las había visto yo otras dos veces.
La madre era viuda de un pobre soldado que había sido condenado por un Consejo de Guerra y murió en la enfermería del penal cuando yo me encontraba en él. ¡Qué lágrimas tan ardientes derramaron ambas al dar el adiós postrero al ser querido!
Apenas me vio, la niña se puso encendida como la grana y deslizó unas palabras al oído de su madre. Esta se detuvo y entregó un cuarto de kópek a la pequeñuela, que se acercó a mí diciendo:
-Tome, pobrecito, este kópek, en nombre de Cristo.
Acepté la moneda, y la niña, alborozada, fue a reunirse de nuevo con su madre. Conservé mucho tiempo aquel kópek.

II Las primeras impresiones

Las primeras semanas y, en general, el principio de mi reclusión es lo que más vivamente recuerdo. En cambio, los años subsiguientes han dejado en mi mente huellas muy confusas; es más, algunas épocas de mi vida de recluso se han borrado por completo de mi memoria: de ellas no conservo más que una impresión única, siempre la misma, penosa, monótona, sofocante.
Mas todo lo que vi y experimenté en aquellos primeros años, me parece que fue ayer. No podía ser de otra manera.
Recuerdo perfectamente que al principio aquella vida me aturdía porque no ofrecía nada de particular, de extraordinario o, por mejor decir, de inesperado. Sólo más tarde, cuando hube vivido largo tiempo en el presidio, comprendí cuán excepcional era aquella existencia y me quedé asombrado.
Y confieso que este estupor no me abandonó un solo instante en todo el período de mi condena; no podía en modo alguno amoldarme a semejante vida.
Al entrar en el presidio, sentí una repugnancia invencible; pero luego, ¡cosa extraña!, la vida me pareció menos angustiosa de lo que me había imaginado.
En efecto, los forzados, aunque cargados de cadenas, paseaban libremente por todas las dependencias del presidio, se insultaban mutuamente, cantaban, fumaban, bebían aguardiente (aunque raras veces) y aun organizaban partidos de juego de naipes por la noche.
Los trabajos no me parecieron muy penosos, no los consideraba como un castigo excesivo, y tardé mucho tiempo en convencerme de que si no resultaban dolorosos por sí mismos, éranlo sí, y extraordinariamente, porque había que ejecutarlos a fuerza y por miedo al látigo.
El muchik(4) trabaja, seguramente, más que el forzado, pues no tiene descanso de día ni de noche, en verano ni en invierno; pero trabaja por su propio interés y, por consiguiente, sufre menos que el presidiario, el cual realiza un trabajo del que no ha de sacar ningún provecho.
Un día se me ocurrió la idea de que si se quería aniquilar a un hombre, castigarlo atrozmente y hacer que el asesino más empedernido retrocediese aterrado ante semejante tortura, bastaría dar al trabajo de este hombre un carácter de inutilidad perfecta, llevarlo, si se quiere, a realizar lo absurdo.
Los trabajos forzosos, tal como están hoy organizados, no ofrecen ningún interés a los condenados, pero tienen su razón de ser: el presidiario hace ladrillos, cava la tierra, blanquea, construye, y todas estas ocupaciones tienen significación y objeto. A veces, se encariña con la obra que realiza y pone en ella mayor destreza y hasta trabaja con verdadera fruición. Pero si se le condena, por ejemplo, a transvasar agua de una tinaja a otra y viceversa, o a transportar espuertas de tierra de un lugar a otro para volver luego a trasladarla al sitio mismo de donde la tomó, estoy persuadido de que se ahorcaría o cometería mil crímenes, prefiriendo la pena de muerte a tal envilecimiento, a tortura tanta.