Agradecimientos

La prensa diaria suele obviar el reconocimiento de la naturaleza interdependiente de nuestra existencia. En mis intentos de honrar la realidad de dicha interconexión, escribir estos agradecimientos me ha resultado pedagógico, siendo un poderoso recordatorio de las muchas personas que han contribuido, directa o indirectamente, a este libro. Por eso, quisiera rendir homenaje a la fuerza de su presencia en mi vida.

Pienso, por ejemplo, en Jon Kabat-Zinn, fundador de la Clínica de Reducción del Estrés y director ejecutivo del Center for Mindfulness in Medicine, Health Care, and Society, en la Facultad de Medicina de la Universidad de Massachusetts. Desde 1981, él ha sido mi jefe, mentor, colega, colaborador en la enseñanza y, sobre todo, amigo y compañero en el viaje interior del que ha surgido este volumen. Versado tanto en las ciencias básicas como en las ciencias contemplativas, su compromiso para conjugar «el interior y el exterior», «el espíritu y la materia», «la forma y la no forma», ha surtido un profundo efecto en mi vida y en los ámbitos de la medicina y la atención sanitaria. Debido a su visión, sabiduría, inteligencia y amistad le estaré siempre agradecido.

Deseo dar las gracias a Judith K. Ockene, directora de la sección de Medicina Preventiva y conductual en el Departamento de Medicina del centro médico de la Universidad de Massachusetts, por su aliento y apertura mental. No solo he aprendido mucho de ella durante los últimos quince años, sino que me ha brindado un amplio margen para desarrollar mi actividad.

Agradezco a los 1.400 médicos de la zona de Central Massachusetts y el resto de la región de Nueva Inglaterra, quienes remitieron a sus pacientes a la Clínica de Reducción del Estrés, y el más pequeño grupo de médicos con los que colaboro estrechamente en el UMass Memorial Health Care. En especial, quiero expresar mi gratitud a los doctores John Moynahan, John Zawacki, Sarah Stone, David Clive, Ira Ockene, David Giansiracusa, David Hatem, Ed Landeau, Andy Cohen, Ilia Shlimak, Bill Damon, Lynn Manfred y Mailan Rogoff. Su dedicación para educar a la siguiente generación de médicos, promover los cuidados centrados en el paciente y efectuar un esfuerzo adicional al servicio de aquellos a quienes sirven siguen siendo para mí un manantial de inspiración y una fuente silenciosa de orgullo. Asimismo, quisiera expresar mi gratitud a Marty Young, Majorie Clay, Michael Wertheimer y Brownell Wheeler, por su presencia y apoyo.

Mis colegas de enseñanza en la Clínica de Reducción del Estrés también han sido infatigables fuentes de inspiración y ánimo. No puedo imaginar un grupo más excelente de personas con las que trabajar. Deseo dar las gracias a Ferris Urbanowski por su gran brillantez, entusiasmo y disposición a leer y releer las pruebas del manuscrito, pero, sobre todo, por su constante atención y su comprensión de los aspectos relacionados con el mindfulness y el encuentro terapéutico. Mi agradecimiento también a Elana Rosenbaum, por su gran corazón e infatigable coraje y su capacidad para defender la verdad de su propia experiencia; a Pamela Erdmann, por su honestidad, integridad y dedicación a la enseñanza del mindfulness en el sistema penitenciario de Massachusetts; a Florence Meyer, por su escucha, su encarnación de la espaciosidad y la seguridad tan bellamente evidenciada en el aula, y por sus minuciosos comentarios a la primera prueba del manuscrito; a Melissa Blacker, por la profundidad de su práctica zen y su expresión sensible y alegre en su trabajo; a Fernando de Torrijos, por su corazón compasivo, sus modales caballerosos y la amplitud de su conocimiento acerca de las tradiciones contemplativas, pero, en especial, por el compromiso compartido por Melissa y él de llevar el corazón de la práctica del mindfulness a los residentes con bajos ingresos y médicamente desatendidos del núcleo urbano de Massachusetts.

Mi más profundo aprecio a Larry Horwitz, por su visión organizativa, dhármicamente orientada, y por nuestra creciente amistad; a Anne Skillings, por su mente ágil, su ya prolongada atención a nuestra investigación y su capacidad para desempeñar hábilmente multitud de roles; a Leigh Emery, por su visión administrativa y la riqueza de su poesía; y a Michael Bratt, por su práctica del mindfulness y dedicación a las labores de investigación de la clínica y su capacidad para reunir un equipo de investigación. Agradezco a Carol Lewis, Sylvia Ciarlo, Roberta Lewis, Leslie Lynch, Norma Rosiello y, más recientemente, a Jean Baril y Carmen Torres que hayan asumido la responsabilidad de la actividad diaria de la clínica, al tiempo que han participado activamente en modelar el desarrollo de la visión del Center for Mindfulness in Medicine, Health Care, and Society.

Este libro no hubiera sido posible sin los miles de pacientes que han participado, desde el año 1979, en la Clínica de Reducción del Estrés y quienes decidieron brindar su colaboración y emprender la práctica del mindfulness como un método para aprender a trabajar con el estrés, el dolor y la enfermedad. Su presencia en mi vida ha sido completamente transformadora. Tan solo espero haberles hecho justicia al intentar capturar la realidad de sus vidas y sus esfuerzos.

También estoy en deuda con Rachmana, mi esposa, y mis dos hijas, Chalice y Felice. Mientras escribía este libro, ellas me ofrecieron generosamente los regalos de tiempo y espacio, así como su mirada perspicaz y una extraordinaria capacidad de franqueza y claridad. Su apoyo y amor son una bendición para mí. Le doy las gracias a mis padres, Rose y Fred Santorelli, por todo lo que me han dado a lo largo de los años, y a mi hermana, Rosanne, por sus esfuerzos constantes para responder al mundo a través de su corazón. En la otra rama de la familia, a mis cuñados Doug y Pearl Robinson, quienes me han enseñado muchas cosas. La persistente intención de Pearl de dirigir el rumbo de su propia vida me ha ayudado a entender mejor algunos de los poderosos deseos de los pacientes de hacer lo mismo, mientras que la fácil sonrisa de Doug, su sereno conocimiento y el sentido innato para contar la historia correcta en el momento justo son cualidades a las cuales aspiro.

Agradezco a Stephan Rechtschaffen, su amistad y el ofrecerme, allá por 1980, un puesto clínico en el naciente campo de la medicina mente-cuerpo. Muchas gracias a Monica Faulkner por su temprano estímulo y apoyo inquebrantable. Estoy agradecido por su amistad a David Weinberg, excelente instructor de los programas de reducción del estrés basada en mindfulness, residente en Berkeley, California, y a su esposa, Karen Elliot, quien me proporcionó un refugio cálido y cariñoso durante un período especialmente difícil de mi vida mientras estaba escribiendo este libro. Muchas gracias a Bob Stahl, Patrick Thornton y Amy Saltzman, por ayudarme a afianzar, con madurez y maestría, el despliegue de una red de instructores de programas de reducción del estrés basada en el mindfulness en el área de la bahía de San Francisco. Mi gratitud a Elizabeth Lesser por la dulzura de nuestra amistad y nuestra incursión en la enseñanza de «mente tranquila/corazón abierto».

Deseo dar las gracias a los miles de profesionales de la salud que han participado en nuestros programas de desarrollo y educación profesional en la clínica y que han asistido a nuestros Programas de Desarrollo y Entrenamiento Profesional en la Clínica o retiros en diferentes partes del país. La presencia, energía y coraje que habéis dedicado a examinar y hablar abiertamente sobre vuestra vulnerabilidad, vuestra vocación original para entrar al servicio de la medicina y la atención sanitaria y vuestro anhelo por establecer relaciones más auténticas y menos condicionadas por los horarios con vuestros pacientes se han convertido en parte implícita de mi propia vida. Las huellas de vuestra presencia discurren como un río a través de este libro.

En una tónica similar, quiero dar las gracias a los estudiantes de primer y segundo curso de medicina, con quienes he trabajado estrechamente durante los últimos doce años. Vuestra atención vigilante a lo que os condujo en primera instancia a la medicina y la ansiedad, el dolor y la indignación que habéis manifestado cuando os habéis enfrentado a la posibilidad de que esa vocación flaquease debido a la dinámica de la formación académica es un signo de vuestra dignidad. Me siento esperanzado porque honréis vuestra vocación de ese modo; vuestra dedicación es un recordatorio constante de mi propia vocación.

Con profundo respeto y apreciación, también deseo reconocer el trabajo del mitólogo Karl Kerényi, quien ha revalorizado la medicina contemporánea con la verdad arquetípica del mito griego de Quirón, el sanador herido. De igual modo, quiero agradecer al psiquiatra junguiano Adolph Guggenbühl-Craig sus profundas visiones sobre la relación terapéutica encuadrada dentro de las polaridades del sanador herido y el paciente sano, que existen dentro de cada uno de nosotros. Conjuntamente, sus visiones seminales, sustentadas en el mundo de la atención clínica diaria y conjuntadas con la práctica del mindfulness, son algunas de las semillas a partir de las cuales ha florecido este libro.

Deseo agradecer a los profesores Gerald Weinstein, Jack Wideman, Patricia Griffith y Alfred Alschuler que me hayan brindado su tiempo mientras era estudiante de posgrado en la Facultad de Pedagogía en la Universidad de Massachusetts, en Amherst. Mi apreciación se extiende al poeta Robert Bly, de quien escuché por primera vez algunas líneas del cuento de los Hermanos Grimm «El mugriento hermano del diablo».

Toda mi gratitud a Swami Satchidananda y mi más profundo agradecimiento a los maestros sufíes Hazrat Inayat Khan, Vilayat Inayat Khan y Taj Glantz, así como a los maestros de meditación mindfulness Larry Rosenberg, Corrado Pensa, Sharon Salzberg, Christina Feldman, Kamala Masters, Vimalo Kulbarz y Thich Nhat Hanh. Lo que he aprendido de cada uno de ellos forma parte del corazón de este libro.

Mi editora, Toinette Lippe, ha sido extraordinaria. Ella entendió este libro desde el principio. Tan desafiantes como comprensivas, sus habilidades editoriales, conjuntadas con su propia experiencia en la práctica de la meditación, aportaron un nítido discernimiento y una espaciosa aceptación al proceso que nos capacitó para trabajar juntos fluidamente. Estoy muy satisfecho por haber sido conducido a ella y a la familia Random House/Bell Tower.

Tengo la gran suerte de disfrutar de la amistad de Ana Arrabé, quien ha contribuido a traducir este libro. Ana trabajaba como ingeniera de telecomunicaciones y se convirtió en profesora de mindfulness. Hace años le diagnosticaron un cáncer y se sometió a un trasplante de médula ósea. Desde entonces, su vida cambió radicalmente y empezó a practicar mindfulness porque, dicho en sus propias palabras, «sentía un profundo anhelo de sanarme yo misma». Ana es una persona fuerte que, al mismo tiempo, rebosa bondad; una mezcla encantadora de cualidades en un ser humano. Enseña mindfulness en toda España y trabaja en el Nirakara Mindfulness Institute, en Madrid, donde es directora de relaciones internacionales y liderazgo consciente. Tiene amplia experiencia en el cultivo de la inteligencia emocional y también es directora de educación y formación de instructores MBSR del Center for Mindfulness, en España. Pero, por encima de todo, Ana es una amiga muy querida, que ha desempeñado un papel fundamental para que Sánate tú mismo llegue a tus manos, querido lector. Por ello, le estamos sumamente agradecidos y le deseamos lo mejor.

El mito de Quirón

Hace mucho tiempo, en la antigua Grecia, el gran héroe y semidiós Hércules fue invitado a la cueva del centauro Folo, en la que también se hallaba presente Quirón, un centauro sabio y bondadoso y gran maestro de la sanación. Como muestra de agradecimiento y hospitalidad, Hércules llevó consigo a la reunión una vasija de embriagador vino. El rico y fragante líquido atrajo a otros centauros, quienes, no estando acostumbrados al vino, se emborracharon y luego comenzaron a pelear entre sí. En la confusión que siguió, Quirón fue herido en la rodilla por una flecha disparada por Hércules.

Fue entonces cuando Quirón instruyó a Hércules en el arte de curar las heridas. Pero, debido a que la flecha tenía la punta infectada con el veneno de Hidra, un monstruo de múltiples cabezas casi imposible de matar, la herida nunca cicatrizó. Así pues, aunque capaz de sanar a otros, el mayor de los sanadores fue incapaz de curarse completamente a sí mismo; y, siendo inmortal, Quirón vive eternamente con esta herida, como el sanador herido arquetípico.

Después de haber sido herido, Quirón recibió y entrenó a millares de aprendices en su cueva situada en el monte Pelión. Se dice que uno de estos estudiantes fue Esculapio, quien aprendió de Quirón el conocimiento de las plantas, el poder de la serpiente y la sabiduría del sanador herido. Fue, asimismo, a través del linaje de Esculapio que Hipócrates comenzó a practicar el arte y la ciencia de la medicina.

El mito viviente

Son las seis en punto de un miércoles por la tarde y estoy sentado en un círculo acompañado de treinta personas que participan en su primera clase en la Clínica de Reducción del Estrés. Dedicamos la primera media hora a hablar, suspendidos sobre las profundas aguas de una experiencia humana tácita, pero compartida, acariciando su superficie. Y después, hombro con hombro, nos zambullimos en esa inmensidad.

Entonces formulo las siguientes cuestiones: «Quizá podéis decir vuestro nombre, algo acerca de lo que os trae aquí, qué expectativas albergáis, lo que esperáis al sentaros aquí esta noche». El hombre que hay a mi izquierda empieza diciendo, «Me llamo Frank. Me han operado de cáncer de colon… He pasado por radioterapia y quimioterapia… Pero hay algo que no va bien. Lo sé. Lo siento. Estoy bloqueado, como anestesiado… Mis familiares lo perciben también. Quiero vivir mi vida de manera diferente… con más aprecio». La clase permanece inmóvil y alerta mientras Frank habla. Todo el mundo sabe que, a su propio modo, Frank habla en nombre de todos nosotros. Lo confirma el suspiro colectivo apenas audible, pero inconfundible, que se produce cuando deja de hablar. Frank mira a su alrededor, quizá escuchando y sintiendo como nunca antes la reverberación y el eco de sus propias palabras. La esperanza ilumina sus ojos cuando se gira y mira hacia donde yo estoy. Se produce un silencio mientras ambos asentimos con la cabeza. Entonces cierra sus ojos, se acomoda profundamente en el respaldo de la silla, mientras sus mejillas se mojan con las lágrimas de este mar.

Bill está a su izquierda. Se agita en su silla, se inclina hacia delante, mira al suelo y, a continuación, empieza diciendo: «Mis hijos y yo discutimos mucho. Hay tensión entre nosotros casi todo el tiempo. Yo realmente me preocupo por ellos. Me encanta mi trabajo, pero es una olla a presión. Ahora tengo la tensión arterial alta. No me gusta en lo que me he convertido». Entonces esconde el rostro entre sus manos y se dobla hacia delante desde la cintura, descansando los codos sobre sus rodillas. Su cuerpo parece momentáneamente plegado en una quietud amplia y primitiva, sus ojos envueltos en años de memoria acumulada. A continuación, regresa de nuevo a la sala, vuelve a conectar con los rostros pendientes de él y añade: «Tengo que hacer algo al respecto».

Bill sigue hablando y la mujer que hay a su lado cruza y descruza sin cesar sus piernas, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. También mueve la cabeza de arriba abajo, imitando el ritmo de sus piernas, mientras su cabello cae hacia delante, tapándole totalmente el rostro. Ella lo acomoda detrás de sus orejas tres o cuatro veces y se dirige a nosotros a ráfagas y con voz titubeante: «Me llamo Rachel –dice temblando y tiritando–. Estoy en recuperación… Estuve limpia –seguidamente rompe a llorar– durante diez meses… Pero recaí tres meses… Ahora llevo tres meses limpia». Luego afirma entre lágrimas: «Me acaban de decir que soy cero positiva». Un estremecimiento recorre la sala. Todos estamos sentados juntos, escuchando posiblemente lo que nuestros oídos nunca han escuchado antes –al menos no tan de cerca–, y tampoco desearían escuchar ahora. Me decido a tratar de consolar a Rachel, no con palabras o acciones, sino honrando su sinceridad al permanecer quieta en el agua agitada que se estrella contra la costa de nuestros corazones. Se produce un largo silencio. Las miradas se posan en ella y también se clavan en mí, cerrándose, abriéndose, comunicándose en silencio, arropándonos.

Hay veintisiete historias más para compartir a lo largo de la noche, veintisiete personas más que saben algo acerca de por qué están aquí. No obstante, cuando escuchamos y hablamos juntos, su conocimiento se profundiza. También lo hace el mío. No padezco cáncer de colon, no soy portador del VIH, no tengo la tensión arterial alta, no me estoy recuperando de un ataque al corazón y, sin embargo, sé que yo también soy adicto a una plétora de estados mentales y emocionales habituales, que a veces me obsesiono con mi salud y discuto con mis hijos y que, en ocasiones, me siento avergonzado al evidenciar mi debilidad e imperfección. Perdido en el remolino de mi historia condicionada, mi corazón sabe que, en realidad, no existe ninguna separación sustancial entre ellos y yo. Por ahora, la condición actual de nuestros cuerpos es diferente, pero, tras este fino velo provisional de separación, todos somos pacientes. Tal como refleja la raíz pati de la palabra latina patiens, esta apunta tanto a nuestra condición como a nuestra capacidad para «padecer, aguantar y soportar el sufrimiento». Este es nuestro territorio común, el cual encierra dentro de sí un potencial enorme. Si lo utilizamos sabiamente, puede convertirse en un semillero que acabe despertándonos a la plenitud de nuestra vida.

Curiosamente, en el despliegue de estas historias, percibo que emerge un cierto alivio, una liberación que no es una mera catarsis. El sentimiento más pronunciado en la sala no es de pesadumbre, sino de profundo reconocimiento. Este respeto es, ni más ni menos, una expresión de la fuerza y del coraje que me parece más afín a un ponerse manos a la obra colectivo que a la ruptura de un dique emocional que nos arrastra a la impotencia y la desesperación. Este es el principio de toda relación.

Estamos revelándonos nuestras heridas los unos a los otros. Les damos un nombre, pero no nos vemos diezmados por ellas. Muy al contrario, la tendencia habitual a enardecer e identificarnos poderosamente con «mi» dolor o «mi» problema va disolviéndose poco a poco con el reconocimiento de nuestra condición colectiva y de nuestra voluntad de vivir juntos, aunque solo sea unos momentos, en el marco de esta realidad compartida. Hay una emerger espontáneo del mindfulness, de una consciencia motivada por nuestra voluntad de escucharnos mutuamente, de sentarnos juntos sin juicios, sin dar consejos, sin buscar respuestas fáciles o invocar afirmaciones superficiales. Literal y metafóricamente, todos permanecemos en nuestros asientos –quizá más firmemente que nunca– prestando atención a nuestras heridas compartidas y haciéndolas más llevaderas, como escribe Alice Walker, «cara a cara, con palabras acompañadas por ojos humanos que se expresan con ellas».

Aunque soy el médico, el maestro, sentarme aquí a escuchar me recuerda que una vez más he sido invitado a un trabajo colectivo. Para mí es esencial que lo recuerde una y otra vez. Dispondremos de ocho semanas para explorar este territorio, ocho semanas para iniciar un ciclo de intensificación de nuestras vidas puesto en marcha por nuestra voluntad de atravesar el umbral y comenzar. No es solo su trabajo, sino que también es el mío. Cada uno de nosotros es un mito viviente que abarca tanto la vulnerabilidad de Quirón como la innata capacidad para sacar provecho de la adversidad y vernos transformados. Más allá de nuestras funciones, por el hecho de ser humanos, lo sepamos o no, todos participamos en el viaje universal y mitológico del héroe. Quizá nuestro trabajo real, ya sea ofreciendo o buscando atención, es el de reconocer la relación terapéutica: el campo en que se encuentran paciente y facultativo o, por decirlo en palabras del mitólogo Joseph Campbell, un «misterio que se refleja a sí mismo», es decir, la encarnación de una actividad humana singular que plantea cuestiones esenciales acerca de ti mismo, los demás y lo que significa sanarse uno mismo.

El sanador interno

Oh, lector…

Tanto si gozas de buena salud como si estás enfermo, con independencia de que tu malestar se exprese corporalmente o mediante la angustia mental, tienes en tus manos una historia verdadera que versa sobre un tesoro escondido, un recordatorio de tu riqueza, una llamada a que reclames la herencia que te corresponde. ¿Recuerdas la abundancia de la que te hablo, la gema que fue salvaguardada en tu interior hace mucho tiempo? Aunque invisible, es innegable, es tu propia esencia, aquello que camina a tu lado, aun cuando imagines que estás solo.

¿Puedes sentir esta vida dentro de ti? Incluso al leer estas palabras, tal vez sientas débiles indicios de una suave humedad inundando tu boca o el murmullo de la antigua lengua hablada en lo profundo de tu vientre. Tú conoces estas entonaciones que emergen desde la puerta donde se divide en dos la caja torácica, o quizá surjan en forma de susurros parecidos al viento llenando tus oídos en medio de la noche, cuando se aleja el sueño y te ves emplazado a la vigilia. Es tu viejo amigo, un aliado que te ha acompañado toda tu vida.

Quizá haya llegado el momento de que ambos os reencontréis para viajar juntos por el mundo con una presencia fresca. Tú y yo somos viajeros a la busca de esta joya interior. A pesar de todas las campañas publicitarias que afirman lo contrario, a pesar de todas nuestras proyecciones imaginarias de que otros la disfrutan completamente, todos llevamos a cabo el mismo trabajo. Quizá podamos, durante un tiempo breve, ser compañeros de viaje. ¿Qué otra opción tenemos realmente?

En el proceso que denominamos crecimiento, a la mayoría de nosotros se nos ha enseñado a olvidar esta presencia innata. El recuerdo de esa luminosidad interior es radical. Establecer contacto con esa fuerza hará que nuestra vida cambie completamente. ¿Acaso es tan malo este compromiso? Entretanto, las convenciones comunes del mundo mantienen bien engrasado nuestro sentido de separación, ofreciéndonos magras sobras, en lugar de verdadero alimento. La mayoría de nosotros seguimos en este trance fragmentador, hasta que nos vemos desarraigados por las circunstancias que rasgan el tejido habitual de nuestra vida y hacen que retornemos a nosotros mismos. Esa ruptura forma parte integral de la vida. A veces llama a nuestra puerta con el ropaje de la enfermedad, a veces con el final de las relaciones de larga duración, con la pérdida de nuestros seres queridos o con determinadas erupciones en medio del camino de la vida que no nos dejan más opción que sumirnos en el aislamiento y la desesperación, o bien aprovechar la oportunidad y empezar lentamente a disolver nuestro duro caparazón protector.

Por fortuna, ninguno de nosotros escapa a esta realidad. De una u otra forma nos vemos arrastrados de modo inextricable hacia las profundidades. Es a partir de ahí donde empezamos, como señala la psicología de los arquetipos, a «decrecer» en nuestra vida. Tenemos entonces la posibilidad de descubrir en nuestro interior aquello que es más sólido y nos sirve de apoyo, al tiempo que vamos aprendiendo a encarnar esa presencia en la rutina diaria de nuestra vida. Algunos lo denominan alma. Llámalo como desees. Sea como fuere, reconocemos intuitivamente su ausencia o su presencia en nuestra vida. Sin embargo, debido a que se trata de una realidad que no puede ser vista, cuantificada ni descrita según nuestros parámetros analíticos habituales, se ha visto despreciada y relegada a la caja negra de la irracionalidad.

Este es un punto ciego, un profundo fallo de nuestro razonamiento cultural que nos deja, a menudo en los momentos más críticos de nuestra vida, privados del contacto con nuestro aliado más poderoso y desprovistos de credibilidad y apoyo social. Desviados por este sesgo colectivo, nos volcamos hacia el exterior, buscando fuera de nosotros esa fuente de energía que captamos intuitivamente. Cuando miramos cara a cara a la enfermedad, la muerte, el rápido y decisivo final de nuestra vida, como ocurre cuando afrontamos un diagnóstico inesperado o, más habitualmente, cuando todo el peso de una existencia vivida a medias empieza a presionarnos sin cesar, recordándonos que hemos hecho algo mal, solemos tomar refugio en la autoridad exterior, abandonando de ese modo nuestra fuerza y capacidad innata de sanación.

No estoy sugiriendo que, cuando nuestra salud o la continuidad de nuestra existencia física estén en peligro o se vean amenazadas, renunciemos al asesoramiento de los expertos y los conocimientos médicos acumulados con tanto esfuerzo. Lo que digo, por el contrario, es que, si queremos reafirmar activamente las empresas indisociables del cuidado de la salud y el desarrollo humano, debe ser recalibrada la diferencia de poder que se atribuye respectivamente a pacientes y profesionales de la salud. Como nos sugiere el mito del sanador herido, hay dos facetas en cualquier historia que hacen que paciente y médico se hallen entrelazados como los dos polos de una relación arquetípica. Si nos quedamos en la superficie, podríamos imaginar que estos polos representan al que da y al que busca, al auxiliador y al auxiliado. Pero este no es el caso. Concebirlo de ese modo es demasiado simplista, recurrente y reduccionista desde el punto de vista del alma. Cada uno de nosotros es el reflejo del otro. Dentro de cada practicante de la medicina vive el Herido y, por su parte, en cada paciente, en cada enfermo y en cada ser humano que sufre, habita un poderoso Sanador Interno. Estos son los regalos inherentes que conlleva nacer en este mundo.

El grado en que podemos reclamar nuestro reservorio de fuerza interior frente a la enfermedad, el dolor o las dificultades más graves es el mismo con el que, a pesar de la gravedad de la afección médica, ya sea que vayamos a vivir o a morir, tenemos la oportunidad de contactar con nuestra totalidad indivisa. Quizá la tarea más importante de médico y paciente radique en el reconocimiento de la singularidad de su relación. Mi propia experiencia así me lo confirma, lo cual no significa que las funciones desempeñadas por ambos sean idénticas, sino tan solo que el poder y el sentido de limitación, la irritabilidad y el entusiasmo, el miedo y el autodominio, la desesperación y la compasión, la tristeza y la alegría y el resto de signos de la sanación fluyen por igual en ambas direcciones.

Si, como pacientes y facultativos, estamos dispuestos a revisar nuestros roles, entonces tendremos la oportunidad de modificar nuestra relación. En esta visión residen las semillas de una nueva medicina, colaborativa y participativa. Este libro versa sobre esta búsqueda, sobre personas que han elegido, la mayoría de las veces con buena voluntad y apoyo de sus médicos, emprender la práctica del mindfulness y volverse hacia sí mismas como un medio de recuperar su riqueza interior. Este es también mi trabajo y, en este espíritu de plena participación, me encontrarás en estas páginas. Pero lo más importante es que albergo la esperanza de que te encuentres a ti mismo. Como en cualquier viaje, hay riesgos y, como en cualquier profundización del carácter, también se requiere una pérdida. No obstante, emprender este viaje sigue siendo un hito, una efusión de gracia imprevista, una indeleble oportunidad de beber del pozo profundo de tu vida.

El suave cuerpo de tu vocación

Oh, servidor de las artes sanadoras…

¿Acaso no estás buscando, tú también, la sanación? ¿Acaso no te acurrucas, protegiendo ese viejo dolor interno y anhelando un remedio que, si bien deseas en secreto, difícilmente te atreves a admitir? ¡Hablemos de ello! ¿De qué otra manera podrías ayudar a los demás? ¿Qué podría haberte atraído a esta vocación si no es ese punto de referencia, esa herida interior abierta a la que necesitas atender?

Mira, amigo mío, todos estamos heridos. ¡Bienvenido a casa! ¡Deja de esconderte! Rotos, pero esperanzados, ¿no buscamos, todos, la sanación que nos devuelva a la plenitud? ¿Acaso ayudar no es simplemente una expresión de nuestro anhelo por recobrar esa totalidad? En su esencia, el trabajo de la sanación supone el cumplimiento de nuestro anhelo de servir, de dar y vernos recuperados. En la superficie, debemos dirigir nuestro esfuerzo hacia la recuperación de los demás, pero, en algún lugar, tal vez sepamos que, en realidad, no existe ningún otro.

No obstante, abrimos una atractiva consulta. ¡Perfecto! ¡Es maravilloso! Para emprender este viaje, todos necesitamos compañeros, hermanas y hermanos de todos los tamaños, formas y condiciones, viajeros que se sumen a esta caravana para atravesar el desierto, para caminar de nuevo hacia el exuberante oasis, el abundante verdor de nuestras vidas casi olvidadas. Sin embargo, ¿por qué fingir que es diferente para nosotros que para las personas que demandan nuestra atención? ¿Qué se consigue con ello? ¿Cuál es el precio que debemos pagar por esta farsa? ¿Podemos ver que este juego, que esta pretensión es, en sí misma, un signo de algo oculto y milagroso, un maravilloso conjuro, una encantadora danza, una seducción bien orquestada que nos atrae lentamente hacia un Misterio apenas recordado? Todos somos buscadores y, sin embargo, creemos que somos nosotros quienes guiamos. Esa es la sabiduría oculta en la trampa, como una fiesta sorpresa cuidadosamente planeada, bien disimulada por nuestros seres más queridos y diseñada para aportarnos alegría y satisfacción.


Si el lenguaje y la música son pruebas evidentes de un silencio más profundo, nuestras heridas y defectos son indicios seguros de nuestra plenitud fundamental. Si la palabra es un dedo señalando hacia lo no dicho, nuestro sentimiento de incompletud, nuestra frágil y tierna vulnerabilidad es un signo indiscutible de nuestra fortaleza. Esta suave ternura es un portal, pero nosotros la ocultamos, la llamamos defecto, sin nunca darnos cuenta de que es el punto de acceso a maravillosas posibilidades. Rumi nos habla de esta puerta de entrada:

Confía la cura de tu herida a un cirujano antes de que las moscas se posen en ella hasta cubrirla por completo. Esas moscas son tus sentimientos egoístas, tu amor por lo que crees tuyo.

Deja que el médico espante las moscas y ponga una venda en la herida.

No gires tu cabeza. Sigue mirando el lugar vendado porque es el lugar por donde la Luz entra en ti.

Y no creas, ni por un momento, que estás sanando.

RUMI

«Amigos de la infancia»

Yo he tenido mi cuota de cortes, cicatrices, suturas y pinchazos. Cuando era un niño, siempre miraba la aguja penetrar en la piel, el movimiento del líquido en la jeringuilla entrando o saliendo del cuerpo o deslizándose a través de la carne. Yo quería mirar. Cuando era pequeño, mi madre siempre me agarraba la mano y me decía: «¡No mires!». Y, cuando era más mayor: «¿Por qué miras?». ¡Porque me sentía fascinado! Tan simple y misterioso como eso. Esta es la forma en que caemos en la cuenta de las cosas, el modo en que despierta nuestra consciencia.

No gires tu cabeza. Sigue mirando el lugar vendado porque es el lugar por donde la Luz entra en ti.

Sospecho que, en algún lugar profundo dentro de ti, conoces la verdad de estas tres líneas. Sin embargo, a pesar de que lo sepamos, nos alejamos continuamente de nosotros mismos y de la plenitud de nuestra propia experiencia. Pero, si no percibimos nuestras propias heridas, nuestros propios lugares no deseados –reconociéndolos, honrándolos y reclamándolos dentro de nuestra acogedora presencia–, ¿cómo podremos hacer eso mismo con los demás? Durante los últimos diez años, he conocido a miles de profesionales de la salud dolidos por la distancia que sentían extenderse entre ellos y quienes solicitaban su atención, deseando que las cosas fuesen diferentes y preguntándose por dónde empezar. Y he conocido incluso a más pacientes que han conectado con su propia fuerza interior mirando el lugar vendado con nuevos ojos, con los ojos abiertos, con los ojos dispuestos a ver resueltamente aquello que más les preocupaba y angustiaba, para terminar descubriendo en las profundidades la luz que entra. Es en este punto, en este compromiso, donde paciente y médico pueden encontrarse.

Si mantenemos los ojos bien abiertos, empezaremos a descubrir que la relación terapéutica es, en sí misma, un sendero, un Camino para trabajar con los demás y con nosotros mismos, que conduce al difuminado de las fronteras artificiales, al despertar de nuestro mutuo e impactante esplendor y a la recuperación de una alegría profunda y permanente. Durante largo tiempo, el cuidado ha sido concebido como algo exclusivamente centrado en el médico o bien en el paciente, pero, en realidad, la relación siempre es un crisol de transformación mutua. Y la quintaesencia del agente transformador es la voluntad desnuda de los seres humanos de reconocerse en medio de sus debilidades y fortalezas. Mi experiencia me dice que, si no empezamos a relacionarnos con nosotros mismos de esa manera, es prácticamente imposible que nos relacionemos de este modo con otro ser humano.

Recorrer este sendero requiere un método: una forma de aprendizaje disciplinado que nos lleve a prestar atención a todo lo que surja en nuestro interior. Esto es lo que se denomina mindfulness. Pero el mindfulness no se reduce a una mera técnica, sino que también es un acto de amor. Nuestra disposición a ver, a contemplarnos estrechamente tal como somos –y también a contemplar a los demás–, es una revelación, una expresión de atención profundamente sanadora y una encarnación de la compasión. La compasión empieza en nuestro hogar, con nosotros mismos. Ya sea que ofrezcamos o busquemos ayuda, todos estamos heridos y todos estamos completos, aunque la mayoría hayamos perdido de vista esta realidad interdependiente. Nuestra disposición a reconocer y sostener esa visión pone en marcha un proceso de intimidad y sanación.

La pérdida de la normalidad, la alteración de la plenitud percibida, la sensación sentida de aislamiento y limitación, residen en el núcleo de la situación primaria del paciente. Sin embargo, estos sentimientos son comunes a todos nosotros, con independencia de que seamos quienes proporcionamos cuidados o los que necesitamos sanación. Para que la ayuda sea sanadora, es imprescindible que los facultativos empiecen a entender y penetren en la turbación, la incertidumbre y el caos de identidad afrontado por quienes requieren su atención. Debido a que este tipo de sensibilidad forma parte de nuestra riqueza común, todos albergamos en nuestro interior una estrella polar, un Quirón mediante el cual orientarnos. No obstante, navegar de este modo solo es posible si los cuidadores aprenden a suspender, al menos de manera provisional, el adictivo y tóxico impulso de hacer, lo cual requiere aprender a ir más despacio y a entrar –sin abandonar el conocimiento, la habilidad y la experiencia clínica duramente adquiridas– en la vida sentida del paciente, la persona que tenemos ante nosotros.

Si los profesionales de la salud deseamos servir de ayuda, en el sentido pleno de este término, entonces debemos emprender este viaje, el cual no está exento de dolor, como tampoco es material para nuestro currículo, ya que este siempre sugiere una cierta inclinación al avance constante, un linaje de adquisición, un camino expedito hacia la superación y el éxito. No cabe duda de que hay un cierto grado de verdad en este tipo de biografía. Sin embargo, si este es el único estándar para calibrar el desarrollo de nuestra llamada, de nuestra vocación de convertirnos en auténticos seres humanos, entonces, tanto nosotros como aquellos a quienes servimos estaremos abocados a una pérdida irreparable.

Visto desde esta posición ventajosa, los que solicitan nuestra atención, aquellos a los que denominamos «pacientes», son nuestros maestros. Su instrucción sutil y profunda siempre nos devuelve a nosotros mismos con notable habilidad y precisión. Cuando he estado dispuesto a parar, a quedarme quieto y relacionarme directamente con cada situación o persona que tengo ante mí, he experimentado muchas veces, gracias a la mera fuerza de esa presencia, que han sido espantadas las «moscas» de la autoprotección. Y, al hacerlo, una «venda» ha sido aplicada a la herida de la separación, ofreciendo en su lugar un bálsamo calmante de inesperada conexión. De ese modo, somos médico y paciente el uno para el otro: dos caras de una misma moneda.

No gires tu cabeza. Sigue mirando el lugar vendado porque es el lugar por donde la Luz entra en ti.

Estas tres líneas son toda la instrucción que necesitamos para empezar.

Semana Uno

Dado que nuestra aula comparte un pasillo con la sección de pediatría, la presencia infantil es inevitable. Cuando camino desde la escalera al vestíbulo del segundo piso, esta presencia suele darse a conocer mediante el grito triunfal de quien escapa fugazmente de algún agravio no deseado para el cuerpo, seguido por el sonido de pequeños pies que corren, perseguidos de manera implacable por otros mayores. A las 8:50 horas ya hay en la sala diez o doce personas cuyos zapatos y botas están alineados en el pasillo. Aquí, en el pasillo, mientras me quito los zapatos, una de las enfermeras mira hacia abajo y sonríe al ver la hilera. Las enfermeras están acostumbradas a nosotros. A veces me pregunto si sus pies anhelan la misma invitación, el mismo descanso. Durante unos momentos, nos miramos y luego continuamos nuestros caminos divergentes.

En la sala, algunas personas hablan, mientras otras permanecen en silencio. Tras unas palabras de presentación, les digo que, antes de empezar, vamos a esperar un poco. A continuación, me desplazo a través de la sala para saludar a cada persona individualmente con un apretón de manos e intercambiar nuestros nombres. Hacia las 9:00, hay ya más de veinte personas. A las 9:05 la sala está repleta. Al saludar a una mujer con gafas de sol sentada en una silla junto a la puerta, me doy cuenta de que está llorando. Probablemente le ha costado mucho franquear la puerta. A veces, creo que cruzar esa puerta durante el primer día de clase es la cosa más difícil que alguien hará en la clínica; su trémula mano y las lágrimas que fluyen bajo sus gafas dan fe de ello.

Sentarse con estas treinta personas se parece a la espera en la sala de embarque de un aeropuerto. Así pues, como un modo de comenzar, pido a los presentes que se vuelvan hacia los amplios ventanales que hay en la pared oeste y se instalen en una posición cómoda. Algunos giran sus sillas. Otros tuercen la parte superior del torso en dirección a las ventanas. Hay quienes se arrodillan delante de sus asientos, apoyando sus brazos. Muchos se sientan en el suelo, utilizando los cojines redondos y coloridos de meditación guardados debajo de cada silla. Les pido que dejen que sus ojos reciban simplemente todo lo que entre en su campo visual. La sala no tarda en quedarse en silencio. Las personas permanecen quietas. Les sugiero entonces que empiecen percibiendo el modo en que la mente pone nombre a lo que ven y, cuando eso ocurra, que simplemente observen sin juicio o lucha mientras depositan suavemente de nuevo la atención en la visión. El silencio acompañado por una creciente quietud nos invita a continuar sin más palabras. Esta es nuestra primera meditación.

Una vez que termina esta incursión en la visión atenta, la gente abandona el mundo que hay más allá de los ventanales y se gira de nuevo hacia el centro de la sala. Coloco entonces tres pasas en la mano de cada persona. No acostumbro a hacerlo tan temprano en la clase, pero hoy su atención está tan presente y es tan penetrante que no tiene sentido desperdiciar esta oportunidad. Mediante el olfato, el tacto, la vista y el sonido, exploramos las pasas durante algún tiempo. Cuando les pido que informen simplemente de su experiencia «desnuda», los participantes expresan sus percepciones con escasa precisión. Les pido que intenten hablar, limitándose a decir, sin añadir nada extra, exactamente lo que están observando. Se producen muchos comentarios, algunos serios y otros más divertidos. Vamos avanzando y retrocediendo.

Nuestro diálogo parece un híbrido entre el juego y la ciencia. A partir de la simplicidad de atender cuidadosamente a este objeto ordinario, emerge una genuina curiosidad e indagación, tan esencial en la investigación científica. Nuestra capacidad innata para cobrar consciencia del momento presente ondea como una bandera al viento, dando lugar a un profundo reconocimiento de las «cualidades de la pasa», que solemos perder en nuestra anticipación del futuro o en nuestra nostalgia del pasado. Esa atención deliberada es, y será, el terreno en el que se desarrollará nuestro trabajo durante los próximos dos meses.

Entonces, una a una, comemos las pasas muy despacio, advirtiendo el tacto y el gusto: las sutiles y predominantes sensaciones corporales desencadenadas por este sencillo acto, la panoplia concomitante de pensamientos y sentimientos y la sensación de placer o de insatisfacción. En el proceso, las pasas dejan de ser objetos «externos» sostenidos por nuestra mano y se transforman en elementos «íntimos» de nuestro cuerpo. Quienes «aborrecen» las pasas lo intentan al menos una vez. Media hora de viaje y ya han tenido la oportunidad de trabajar con la repulsión relacionada con las pasas. Eso es lo que afirman. Algunos hablan abiertamente al respecto, preguntando si pueden deshacerse de las que no se han comido. Otros, en cambio, refieren el placer que les produce, dicen que quieren más o señalan que se sienten ansiosos cuando la última pasa «desaparece». Volveremos con frecuencia a estos estados de ánimo durante los dos meses siguientes.

kit

S. ¿Puedes explicarnos un poco más qué entiendes por recuperar tu vida?

M. Quiero ser como era antes de que todo esto sucediese. Quiero volver a ser quien solía ser.

S. ¿Crees que siempre puedes volver a lo que eras? No estoy seguro de que eso sea posible. Y, aunque pudieras, tampoco estoy seguro de que quisieras.

M. Pero yo solía ser fuerte, enérgica y capaz de enfrentarme a todo tipo de situaciones, y ahora mírame. Soy un desastre. Tengo que llevar conmigo este bolso. No he venido sola hasta aquí, sino que alguien me ha traído. Estoy en terapia. Lloro mucho. Mis ojos siempre están enrojecidos. Quiero mejorar.

S. Cuando he dicho que no estoy seguro de que puedas volver a ser lo que eras, eso no significa que no puedas, como dices, «mejorar» o crecer, sino tan solo que has cambiado. Acabas de decirnos que has pasado por algo que te ha cambiado. No hay manera de saber cómo vas a ser, pero, si pones el recuerdo de lo que has sido por encima de aquello en lo que te estás convirtiendo, puedes cerrarte a todo tipo de posibilidades. ¿Entiendes lo que quiero decirte?

M. Creo que sí.

La frase «creo que sí» de Marie está tan llena de alivio como de desconcierto. El alivio nace de la posibilidad de la esperanza, mientras que el desconcierto se deriva de la comprensión inquietante de que ella se halla, en efecto, en un viaje cuyo destino ha dejado de ser evidente o de estar bien señalizado.

En este primer día de clase, Marie parecía hablar en nombre de muchos de los presentes en la sala. Cada uno de nosotros desea «recuperar su vida». Pero ¿qué queremos decir con esto? ¿Cómo podemos hacer otra cosa que no sea vivir nuestra propia vida? Quizá lo que Marie nos estaba diciendo era que quería estar más despierta y viva. Tal vez era a esto a lo que respondió afirmativamente cuando le pregunté si estaba dispuesta a subir al avión y empezar el viaje. No hay forma de averiguar cuál será la consecuencia de esa respuesta afirmativa tanto en lo que respecta a Marie como al resto de nosotros. Solo el tiempo lo dirá. Básicamente, lo único que podemos hacer en este momento es abrirnos a la posibilidad de trabajar con el reto continuo planteado por la invitación de Angeles Arrien:

Muéstrate.

Presta atención.

Di la verdad, sin juicio ni culpa.

No te apegues a los resultados.