psicología
y
psicoanálisis
DIRIGIDA POR OCTAVIO CHAMIZO
Clasificar en psiquiatría
© D. R. Braunstein, Néstor A.
México : siglo xxi editores, s. a. de c. v., © 2013
ISBN: 978-607-03-0466-8
Conversión eBook:
Information Consulting Group de México, S.A. de C.V.
HABER SIDO UN PRECURSOR
Regreso aquí a los comienzos de mi obra en torno a concepciones que presumen de ser “científicas” y aspiran a dar fundamentos a la psicología y la psiquiatría. Me refiero a los usos y a la crítica de la noción de “personalidad”, firmada por Frida Saal en el capítulo 13 de Psicología: ideología y ciencia,[1] y a los tres capítulos escritos entre 1977 y 1979 con el título de “Clasificar en psiquiatría”, incluidos en un difundido volumen cuyo subtítulo era significativo además de premonitorio: Hacia Lacan.[2]
Tienen que pasar décadas de olvidos y de referencias ajenas para que uno caiga en la cuenta de que ha sido, sin pretenderlo ni darse cuenta, un precursor. Pues, claro está, nadie es antepasado en el momento de fundar un linaje o escribir un texto que acabará por ser pionero en un tema determinado, sea o no reconocido por otros. Pero sí es fundador quien pone la piedra basal de un edificio. No se trata de autoglorificarse. Por cierto que no fui yo el primero en observar la incongruencia interna de las clasificaciones psiquiátricas y el obvio proyecto ideológico y político que las sustentaba. Cuando escribí mis observaciones sobre el tema tenía muy presentes los textos del ahora recientemente fallecido Thomas Szasz (1920-2012) y los cité oportunamente[3] sin dejar de criticar lo que me parecían debilidades del pensamiento “antipsiquiátrico” que él representaba ([1979], op. cit., pp. 34-42). Otros varios autores me habían precedido en ambas impugnaciones dirigidas a esos gemelos contrapuestos que son la psiquiatría y la antipsiquiatría de los años sesenta y setenta.
Los intentos taxonómicos de la Organización Mundial de la Salud (Clasificación Internacional de las Enfermedades —CIE-9 de 1975, implementado en 1979) y la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos (Manual de Estadísticas y Diagnósticos— DSM-II, de 1968) ostentaban una comicidad involuntaria con tapizado, maquillaje y barniz científicos que ocultaban la tragedia de un encasillamiento de los seres humanos por parte de los médicos especializados en la “salud mental” con el pretexto de “clasificar” otra “cosa”, algo imprecisamente llamado mental disorders en Estados Unidos e Inglaterra, troubles mentaux en Francia y trastornos mentales en los países de lengua española —todos ellos eufemismos para evitar la vergonzante palabra que los atemorizaba o los desnudaba: “enfermedad mental”—. Las décadas transcurridas desde entonces permiten confirmar que esas críticas a lo que se hacía y se perfilaba en la psiquiatría oficial iban siendo cada vez más pertinentes. El objeto de mi denuncia a la taxonomía de 1977 se fue agravando en los años que siguieron hasta llegar a este 2013 en que se develará la culminación —transitoria— del proceso. Al adoptar un lenguaje más “técnico” el disparate se vuelve más dramático y menos hilarante o divertido; las consecuencias sobre la vida de la gente clasificada más serias, las “ganancias” de las asociaciones profesionales y de la industria farmacéutica más exorbitantes.
Ahora, después de 35 años, puedo ver algunos aspectos de mi historia profesional con una poca de claridad y pasar a relatarla. En 1977, tiempo después de exiliarme de Argentina, ejercía el puesto de médico psiquiatra en la Secretaría de Salud de México, adscrito a la Clínica San Rafael, en donde actuaba como “Director del Servicio de Psicoterapia” en el Centro de Salud Comunitaria de esa institución. Por la notoriedad que había alcanzado el libro del que era coautor y principal responsable, Psicología: ideología y ciencia, fui invitado a participar como uno de los cuatro ponentes en una mesa redonda sobre “Epistemología de la psiquiatría” en un Congreso Nacional de la Asociación Psiquiátrica de México de la que fui miembro desde mi llegada al país y que tendría lugar en noviembre en la ciudad de Guanajuato. Puesto a escoger un título y un tema decidí que hablaría de algo que veía florecer a mi alrededor, que ocupaba y preocupaba a los residentes en psiquiatría que seguían mi enseñanza, la primera dada en México en torno a la enseñanza de Jacques Lacan y a la clínica psicoanalítica y psiquiátrica que podía inspirarse en esa doctrina. Ello me decidió a poner como encabezamiento de mi presentación el de este libro: Clasificar en psiquiatría, título que repetí para adjudicarlo a la primera parte del citado libro Psiquiatría, teoría del sujeto, psicoanálisis. Hacia Lacan, publicado en 1980.
La exposición en Guanajuato en 1977 fue muy celebrada por mis colegas amigos y por los filósofos de la Sociedad Mexicana de Epistemología que fueron a escucharme, pero hizo fruncir el ceño del director general de Salud Mental que compartía conmigo esa mesa de cuatro expositores y de varios funcionarios subordinados a él que me advirtieron atinadamente acerca de las consecuencias que podía sufrir por lo que había osado decir. En la cena de esa noche me hicieron entender y sentir que “había caído en desgracia”. Como resultado de esa presentación, cuyos argumentos retomaré y actualizaré en esta obra, después de acusar que mi conferencia había sido “antipsiquiátrica” y “antimexicana”, se decidió que se me trasladaría de la Clínica San Rafael ubicada en el sur de la ciudad a una “granja” para “enfermos mentales crónicos” ubicada en el estado de Hidalgo, en un territorio desértico, 40 kilómetros al norte de la ciudad. Por supuesto, ese traslado implicaba una exclusión del establishment psiquiátrico del país y debí renunciar tanto al servicio de psicoterapia como a la enseñanza que dispensaba a los jóvenes psiquiatras de los grandes hospitales psiquiátricos para niños y adultos ubicados también en Tlalpan, Distrito Federal, junto a la clínica donde prestaba mis servicios. Ya nunca volví a ser considerado como miembro de la Asociación Psiquiátrica aunque nunca se me comunicó mi exclusión de ella.
¿Qué había hecho, qué había dicho, que pudiese producir una reacción semejante? En verdad, no puedo hoy pretextar una ingenua ignorancia pues lo sabía entonces y bastante bien. No en vano traía los antecedentes de Argentina de los regímenes militares y la memoria de los intentos para silenciarme a cualquier costo. En mi conferencia comencé por usar como epígrafe, por primera vez —¡y vaya si después he sido imitado!— la clasificación que Jorge Luis Borges hizo de los animales atribuida por el escritor a:
las remotas páginas de cierta enciclopedia china de conocimientos benévolos [donde] está escrito que los animales se dividen en a] pertenecientes al emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas.
A renglón seguido, después de esa cita, inspirada por el uso que de ella hizo Foucault en Las palabras y las cosas,[4] introduje otro epígrafe, la clasificación aprobada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en su CIE-9 y refrendada por la American Pychiatric Association en su ahora muy difundido DSM (Diagnostic and Statistic Manual) que estaba entonces en la versión II y dio origen al DSM-III de 1980 del que se vendieron medio millón de copias y fue revisado varias veces hasta 1987. Apuntemos que luego, en 1994 nació el DSM-IV (un millón de ejemplares vendidos, 150 millones de dólares en regalías para la Asociación Psiquiátrica) que está en trance de quedar obsoleto por el anunciado estreno mundial, el 22 de mayo de 2013, del DSM-5 cuyo “éxito” (en tiraje y regalías) superará ampliamente al de las versiones anteriores. Citaba entonces en forma resumida, después de la clasificación de Borges, la de la OMS (WHO, en inglés).
290-294: Psicosis asociadas con síndromes orgánicos cerebrales; 295-299: psicosis no atribuidas a condiciones físicas previamente enunciadas; 300: neurosis; 301: trastornos de la personalidad; 302: desviaciones sexuales; 303: alcoholismo; 304: dependencia a drogas; 305: trastornos psicofisiológicos; 306: síntomas especiales no clasificados en otra parte; 307: perturbaciones situacionales transitorias; 308: trastornos del comportamiento de la infancia y la adolescencia; 309: síndromes orgánicos cerebrales no psicóticos; 310-315: oligofrenias; 316: desajustes sociales sin trastorno psiquiátrico manifiesto; 317: condiciones no específicas; 318: sin trastorno mental; 319: términos no diagnósticos para uso administrativo.
No se puede negar que la contraposición de las dos citas resulta ser “antipsiquiátrica”, si por psiquiatría se entiende, no a una rama de la medicina dedicada al tratamiento de personas que sufren en la vida y pierden la posibilidad de aprender, de trabajar, de experimentar placer, de desarrollar sus posibilidades, sino la especialidad burocrática que asigna a la medicina el monopolio para tratar unas “enfermedades mentales” —que es discutible que las haya pero se presuponen para poder clasificarlas como dignos objetos de la práctica médica— ignorando su especificidad y sus esenciales diferencias con el resto de las “entidades” conocidas como “enfermedades” que giran en el sistema solar de la medicina.[5] En un sentido favorable a la discriminación política de la que fui objeto, yo era antipsiquiatra… para los demás, independientemente de mis críticas a la antipsiquiatría, manifiestas en aquel entonces y que aun ahora sostengo sin dejar de reconocer las razones que dieron pie a ese movimiento. Pero todavía me sigo preguntando en qué mi postura era “antimexicana” aunque bien podía comprender por qué debía ser excluido de cargos oficiales y de la membrecía en la Sociedad Mexicana de Psiquiatría que me había aceptado un año antes después de valorar mis antecedentes. Nadie se molestó en refutarme; la sanción era la única respuesta. Formular una crítica a la racionalidad de la clasificación que se trataba de hacer “oficial” era ser “anti” y la oposición en el interior del dispositivo administrativo, vale decir, disciplinario, de la “salud mental” no podía ser admitida. Y eso sin que hubiese llegado al extremo de proponer el añadido de un nuevo “trastorno mental” a la clasificación de la OMS que hubiera sido: “320: usuarios de la CIE”.
Era y sigue siendo rutilante la analogía formal entre las dos clasificaciones, la anticipadora, genial, de Borges y la burocrática “operacional — funcional — técnica — unificadora — reglamentaria — eficiente — digitalizable” de la OMS. Ese deslumbramiento ante la fabulosa transparencia de la analogía se hace más evidente con las versiones del DSM y de la CIE posteriores a mi exposición en Guanajuato. Era genial Borges pues comienza por donde se debe: a] “lo que pertenece al emperador”, reconoce “n” categorías, incluye lo visible, lo producido por la palabra, lo imaginario, lo transitorio, lo extravagante, lo artificial, lo que la clasificación incluye y hasta un “etcétera” puesto en cualquier parte para que nada se escape. ¿Qué hace el organismo internacional? Tanto y más que eso pues toma el lugar del “emperador” (¿emperrador?). Es una clasificación de las enfermedades que ni siquiera se ocupa de definir en qué consisten esas enfermedades y también hace un lugar a lo que no incluye, que es autorreferente como la de Borges que tiene la categoría performativa de lo “incluido en esta clasificación”, pero la OMS supera al sarcástico escritor y alcanza la perfección cuando añade, desde su jerarquía de organismo oficial, la de todo lo “no incluido en esta clasificación” en los rubros 316 al 319. “Los que acaban de romper el jarrón” de Borges se transformaban en “316: desajustes sociales sin trastorno psiquiátrico manifiesto” y ese diagnóstico se subdividía según el lugar o el ambiente en donde se manifestaba el “desajuste social”: el matrimonio, el trabajo, la sociedad y “otros”. Y el colmo de la superación de Borges: “318: Sin trastorno mental”. Ni al mismísimo Borges se le ocurrió la idea de meter a los animales que no son animales y asignarles una letra o número de código.
Aprovechando el impulso recibido de esos dos epígrafes (Borges y CIE) puestos uno a continuación del otro se integró la primera parte del libro que llevó ese nombre: “Clasificar en psiquiatría”. El primer capítulo (1977) era el análisis crítico de la clasificación (pp. 13-28), el segundo (1978) era una acusación, más que una crítica, hacia la antipsiquiatría, ese movimiento de aquellos años del que siempre me mantuve a distancia (pp. 29-43) y el tercero (1979) una discusión de las funciones del discurso taxonómico de eso que preferí llamar “demandas psiquiátricas”, es decir, llamadas a la intervención de un profesional supuestamente especializado, que no debían confundirse con los pretendidos “trastornos mentales” que nadie podía o sabía definir (pp. 44-68).
Podría creerse que con la cita de Borges y su comentario había cargado las tintas y buscado rasgos para reírme a bajo costo de textos prestigiosos y mundialmente autorizados allí donde había, hacia 1980, y habría aún, en 2013, un trabajo serio de expertos internacionales. Quiero defenderme de ese cargo y aducir pruebas en favor de mi lectura irreverente. Invitaré hoy al lector a detenerse conmigo en el texto de comparación entre la Clasificación Internacional de las Enfermedades (CIE-10, International Classification of Diseases —ICD en inglés—) construida larga y pacientemente entre 1983 y 1999 cuyos dígitos de indicación de las “enfermedades” aún no acaban de ser unánimemente utilizados en Estados Unidos. Se esperaba alcanzar ese objetivo para el 1 de octubre de 2013 pero ya se decidió prolongar ese plazo hasta el 1 de octubre de 2014.[6] Por de pronto, ya se discute el siguiente tabulador, el ICD-11, cuya première la Organización Mundial de la Salud anuncia para el año 2015. El propósito para ese futuro es… ¡sorprendente!…:[7] “que cada entidad mórbida (each disease entity) tenga descripciones precisas y sus definiciones sirvan de guía respecto del significado de cada enfermedad en términos humanamente legibles (in human readable terms)” aclarando que ello será un “avance respecto al ICD-10 pues en este último para esas entidades sólo había nombres titulares (in ICD-10 there were only title headings)”. ¿Títulos carentes de significado o un palabrerío no humanamente legible?
Para volver a esa vieja historia, sin buscarlo, fui —ya que no el iniciador mundial aunque sí en México— un precursor en una discusión que se hace cada día más encarnizada como oposición a un proyecto que se jacta de ser “científico” al clasificar algo que no se define, no se sabe bien qué es, dónde empieza y dónde termina, “eso” que se da en llamar “trastornos mentales”.[8] Nos cabe reformular lo que fue pertinente hace un cuarto de siglo a la luz de las experiencias acumuladas en ese lapso. Además —lo confieso— me plagiaré a mí mismo, cuando lo crea conveniente, retomando aquel texto treintenario y cambiando sin aviso los enunciados sin fastidiar al lector con engorrosas comillas y números de página.