Microrrelatos para macromomentos

 

 

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© 2018, David González

© 2018, de esta edición: Nova Casa Editorial

 

Editor

Joan Adell i Lavé

 

Coordinación

Silvia Vallespín

 

Diseño y maquetación

David Rosillo

 

Ilustración de cubierta

Honorio Fernández

 

Fotografía de solapa

Eduard Rodoreda

 

Primera edición: agosto de 2014

Segunda edición: junio de 2017

Tercera edición: febrero de 2018

 

ISBN: 978-84-17142-71-1

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

 

David González

 

 

 

 

 

 

 

Microrrelatos para macromomentos

 

 

 

 

Título original:

Pequeñas historias reducidas por compresión escrita
para grandes, sublimes y espléndidos momentos

 

 

 

Insistencia en querer traducirlo al islandés:

Mirka Bergsdóttir

 

 

 

 

 

 

Dedicado, desde más allá de donde el corazón se encuentra a
salvo de todo, a mis padres y a mis hermanos.

 

A David y Núria. Con ellos la Felicidad tiene
el futuro asegurado.

 

A Ely, por esa complicidad que sabe a puro amor.

 

 

 

 

A la memoria de Jasko Softić:
“Brate, nema dana u kojem ne izađe sunce a da ti
ne osvaneš u njemu.”

 

 

 

 

“Tu enfoque determina tu realidad”

YODA, maestro Jedi

 

 

“Vivir es creer en algo y actuar conforme la propia convicción”

JOAQUIM MARIA PUYAL, periodista

 

 

“Nada es perfecto y a la vez todo lo es”

MIGUEL ÁNGEL MARCHAL, músico

 

 

Presentación

«No hay árbol bueno que pueda dar fruto malo,
ni árbol malo que pueda dar fruto bueno.
Cada árbol se reconoce por su fruto.»

LUCAS 6:43

 

Acogiéndome a las siempre sabias y acertadas palabras del apóstol Lucas, se me antoja muy complicado acertar con el tipo de fruto que ha dado el árbol de microrrelatos de David González, este microescritor de macromomentos. Por fuera, podría tratarse de una piña, un coco o hasta una chirimoya, pero una vez abierto, nos podemos encontrar con el aspecto de un mango, una papaya e incluso de un níspero. Todo ello, cómo no, sin tener en cuenta a qué especie de árbol representaría literariamente a David González: ¿Un banano? ¿Un limonero? ¿Un cerezo? ¿Una higuera, tal vez…?

Lo que sí puedo afirmar con atronadora rotundidad, una vez leídos estos microchispazos literarios nacidos de la absurda irrealidad por la que deambula día y noche la mente de este escritor novel, es que bienaventurados serán los que descubran y lean estos microrrelatos, auténticos aleluyas del absurdo. Y aquellos que decidan volver a releer sus líneas, lo harán con la cabeza cubierta de cabellos blancos como la nieve pura, sus ojos arderán como llamas de fuego, en sus manos siete copas derramarán el plan maestro de Dios y de sus bocas saldrá una espada de doble filo.

A vosotros, corderos del rebaño divino, balad al unísono las profecías ocultas en el libro de los Siete Sellos. Revelad el auténtico rostro de los cuatro jinetes del Apocalipsis —águila, becerro, león y serpiente—, y que el estruendo de los carros celestes, tirados por caballos de fuego que todo lo cubrirán a su paso de negros espumarajos, avancen como una sola bestia infernal desde Armagedón hacia la inevitable destrucción de Babilonia. ¡¡¡Y pobre de aquellos que se arranquen los ojos para no querer ver la llegada del ángel exterminador o perforen sus tímpanos con tal de no oír las teofanías de Ezequiel, pues de nada les servirá si con ello pretenden eludir el toque de las Siete Trompetas anunciadoras de la inminente llegada del Juicio Final!!!

El Sol se desplomará en el pozo del abismo, y un humo negro, como las alas de un cuervo gigante, cubrirá el cielo por completo de una oscuridad infinita. El firmamento corrompido escupirá sobre la Tierra rayos y truenos, y el azufre, que durante la eternidad llorarán las podridas nubes, acabará por contaminar hasta la última semilla de esperanza.

La puerta de Éfeso se abrió hace tiempo, y que nadie dude, ¡oh Señor!, que las hordas de los ejércitos de Las Siete Copas lo arrasarán todo con sus plagas. El fuego vertido por la profanación del Cáliz, cual lengua de dragón que se relame con el crepitar de lo que arde y muere, quemará campos y cultivos, y los mares se transformarán al instante en coágulos de sangre espesa con tan sólo que una hoja de ajenjo muerto caiga en sus aguas. Entonces, de nada ya le servirá al Hombre sus mal forjadas corazas de hierro, ni sus vacuos ruegos, ni sus falsos salmos cantados junto al coro de la Muerte, pues la humanidad, abocada a su propia destrucción, se comportará del mismo modo que un sucio y vil alacrán, retorciéndose sobre sí mismo al verse rodeado por el fuego divino, y que decide, por pura cobardía, clavarse su propio aguijón.

De ese modo, las almas condenadas de los hombres se alimentarán de su propio veneno por los siglos de los siglos...

 

GUILLERMO DE BALMÁCEDA

Monje benedictino y teólogo obsesionado
con el estudio del Apocalipsis

 

 

Eterno capricho

La atención dispensada era sencillamente exquisita.

La vendedora, una bella mujer de estrechos hombros pero de generosas caderas, se hacía acompañar de gráciles y delicados ademanes mientras me iba mostrando al detalle cada uno de los ataúdes de la más alta gama. Féretros realmente espléndidos que sin duda harían las delicias de cualquier tanatomaníaco o dicho de otro modo, de aquel que estuviese obsesionado con todo lo que rodeara al tema de la muerte.

Pero era sólo un ataúd, el que destacaba sobre el resto en la parte de la tienda con pretensiones de ser un modesto museo, el que cumplía todos mis requisitos.

—¿Y ese de ahí...? —pregunté con fingido desinterés.

Estaba dispuesto a llevármelo a cualquier precio.

—Una verdadera pieza de coleccionista —respondió la mujer con orgullo profesional. Mediante un ligero movimiento de muñeca sugirió que nos acercáramos hasta el féretro en cuestión—. Imposible de tasar. —Por cómo dijo esa última palabra, “tasar”, se adivinaba que sentía gran predilección por ese verbo—. ¿Se imagina la antigüedad que tiene? —preguntó sin dejar de acariciar suavemente con la yema de los dedos el terciopelo morado que cubría todo el interior del ataúd.

«Hoy hace exactamente 407 años —pensé mientras el amargo recuerdo volvía a grabarse a fuego en mis retinas—. Cómo olvidar dónde pasé aquella primera noche».

Su sangre me supo tal y como había imaginado desde un principio: a chocolate blanco...

 

 

No me muevo, luego existo

—Como te iba diciendo —continuó con su explicación el insecto-palo—, el mero hecho de existir es un fenómeno innato que se rige por esa fórmula vital de la que te hablaba: Lentitud = (Distancia) x (Tiempo) ÷ Paciencia. Esta ecuación desempeña el papel de mediador entre el instinto individual de supervivencia y la constante mutación del medio hostil, asegurando así que cada movimiento esté previamente calculado. Tienes que saber escoger la acción idónea en el momento más idóneo aún, sin titubeos, porque en este club no se admiten indecisos. Lo dicho, “lentitud”; pero sobre todo, “quietud”.

»Aprenderás rápido que la prisa hay que tratarla como una enfermedad crónica: simplemente, tenla controlada. Te juro que hay días que estoy tan, tan, tan quieto, que me creo un simple palillo. ¿Ves…? Así, quieto, muy, muuuy quieto…

 

Totalmente inmóvil, permitiendo que la suave brisa lo balanceara amorosamente, el frágil insecto-palo siguió explayándose con su discurso ajeno a que llevaba un buen rato intentando ligar con una rama.

 

 

¡¡¡Más madera!!!

Me sería imposible concretar cuando tuve el primer irrefrenable impulso de morder un trozo de madera. Lo que sí recuerdo con todo lujo de detalles es que se trató de un pequeño taburete sacado de un pino enfermo del patio de casa que mordisqueé durante dos días seguidos hasta reducirlo a una montañita de serrín.

Durante todos estos años han seguido su misma suerte un sinfín de objetos con alma de árbol: armarios roperos, puertas, escaleras, mesas, contraventanas, puzles para niños, bancos públicos, perchas, montañas de pinzas para la ropa, caballetes de pintura, incontables cajas de lápices, alguna que otra mecedora e incluso un caballito balancín. Eso sí, puestos a elegir, mi verdadera debilidad son los instrumentos musicales, por los que siento auténtico deleite. Me pasaría la vida entera masticando guitarras, paladeando violines, chupando flautas o saboreando cada trozo de un suculento piano de cola, por lo que siempre procuro llevar en los bolsillos un par de baquetas de batería en el caso de que me venga de golpe el antojo musical. Es tal mi predilección por este tipo de objetos que incluso mi padre, contrabajista en sus ratos libres de un cuarteto de jazz formado por antiguos amigos del instituto, se ha visto forzado a pasarse a la trompeta harto por no saber qué hacer para evitar que me coma un contrabajo tras otro.

En el barrio se me conoce como el Chico Castor. Ese joven peculiar que pasea por la calle comiéndose una peonza como si tal cosa, igual que cualquier otro lo haría con una apetitosa y jugosa manzana.

Antes de tirar cualquier objeto, los vecinos me suelen avisar por si quiero quedarme con el marco de un cuadro viejo, un par de zuecos, un perchero carcomido o cosas por el estilo. O por lo común, acaban recurriendo a mí antes de liarse con una mudanza, pues siempre surge esa mesa de madera con una pata demasiado larga que impide que acabe de pasar por el pasillo o una antigua cama de roble macizo con un cabecero tan grande que no hay manera de sacarla del dormitorio.

Pese a que al día suelo ingerir en madera el equivalente a un ukelele, todos los digestivos que me han visitado siguen sin dar crédito a la capacidad que tiene mi estómago para digerirla. No hay ninguno que no se quede pasmado cada vez que toca examinarme la garganta, pues no he acabado de decir “aaaaaaaaa…”, que ya me he tragado el palito bajalenguas que habían metido dentro de mi boca.

 

El campanario de la iglesia acaba de tocar las tres de la madrugada y yo sigo dando vueltas y más vueltas en la cama sin poder pegar ojo.

Mañana es mi primer día de trabajo como aprendiz en la nueva carpintería del pueblo.

 

 

Equivocación a la gallega

—Por supuesto que no queremos que pase eso —puntualizó nuestro paciente profesor de gaita al compañero de mi izquierda sin dejar de presionar con el antebrazo derecho la inflada bolsa de su instrumento, consiguiendo de ese modo su propósito: enseñarnos cómo producir un sonido agudo y continuo sin la necesidad de tener que seguir soplando.

El traje regional gallego —el cual no venía incluido dentro del abusivo precio del curso— me quedaba pequeño y los calzones asfixiaban mi entrepierna; la camisa, excesivamente almidonada (y que nos obligaban a llevar abrochada hasta el último botón), abortaba al instante cualquier intento que hiciese mi cuerpo por transpirar un poco; de las polainas, ya ridículas de por sí, colgaban unos cascabeles cosidos a todo su alrededor que hacían muy difícil entender lo que el profesor estuviese explicando en cada momento; el suplicio de tener que andar con zuecos de madera merecía por sí solo un documental aparte.

—¡No perdáis nunca el ritmo que marca el pandero! —elevó la voz el profesor por encima del guirigay sonoro.

El curso “Muñeiras: Nivel 1” tenía una duración de seis meses. Y pese a que sólo llevábamos dos semanas, ya tenía la impresión de que habíamos traspasado los límites de la eternidad y que mi conciencia se perdía en los albores de la propia existencia; pero era demasiado tarde para abandonar.

Para empezar, ya había abonado los 500€ que costaba el curso.

En segundo lugar, porque la gaita, no incluida dentro del exiguo material que aportaba la escuela, me arrancó, de segunda mano, otros escandalosos 800€.

El tercer motivo fue que, entre el viaje a Galicia para adquirir un auténtico traje regional —requisito indispensable si se quería asistir a las clases—, vuelos de avión, estancia de cinco días en un hotel hasta que el sastre dio el traje por terminado, el propio traje, etc., me obligaron a tener que pedir un micro-crédito al banco.

Y cuarto, y sin duda el factor más relevante, es que esta dura prueba a la que me estaba sometiendo la vida me serviría de lección, de ahora en adelante, para fijarme en las cosas como mínimo dos veces, porque no es lo mismo leer “Muñeira” que “Capoeira”.

 

 

Amores imposibles I

El glóbulo blanco y la bacteria se amaban tórridamente a escondidas.

Obligados a tener que vivir como prófugos, malgastaban su microscópica existencia huyendo de un sistema inmunológico que había priorizado la búsqueda, captura y muerte de esos dos proscritos microorganismos. Conscientes del rechazo evolutivo que generaban, nunca pasaban más de un día entero en el mismo escondite; toda precaución siempre era poca.

El objetivo de los dos enamorados seres unicelulares, culpables de incesto molecular a ojos de la Citología, consistía en llegar, fuese como fuese, hasta el corazón y rogarle asilo biológico, pues habían oído decir que para él nada era imposible.

 

 

Demasiado cuento

Sus cuatro años recién cumplidos no fueron ningún impedimento para que Mario ajustase bien las mantas y tapara con ellas a su padre con amor, que recién se acababa de meter en la cama después de haberse ensuciado los dientes a conciencia. La lámpara de la habitación, que con su caprichosa forma de seta invadía toda la mesita de noche, pigmentaba las paredes de motitas anaranjadas, a la vez que comenzaron a flotar por el aire las primeras palabras que Mario, noche tras noche, inventaba para su padre justo antes de acostarlo:

—Y colorín colorado, este cuento se ha empezado... —gustaba de comenzar las historias haciendo coincidir la palabra “empezado” con el gesto de tocar con su dedo índice la nariz de su padre, lo único que éste dejaba entrever sumergido como estaba en ese mar de sábanas—. Hace poquísimo tiempo atrás —continuó—, un bello dragón fue raptado por una malvada y cruel princesa que tenía atemorizada a toda la comarca. Con la intención de librarse de tan deleznable doncella, el rey, siempre infeliz y ayunando perdices, organizó un torneo de caballeros que ganó el príncipe más tímido, feo y cobarde de todos los que acudieron. Una vez se supo el vencedor, el monarca le encomendó la fácil tarea de que si hacía reír a su bufón le desposeería de todos sus títulos y posesiones. Finalmente, el desfavorecido príncipe logró matar a la princesa y casarse con el dragón, con el que regresó a su castillo, pues era bien sabido que el rey nunca cumplía con su palabra.

Acabado el cuento, padre e hijo se quedaron varios segundos mirándose con cariño a los ojos sin decir nada; el estridente canto a capela de un grupo de grillos era lo único que perturbaba ese silencio entre algodones.

—Había una vez, papi... —dijo Mario mientras recolocaba con mimo el rebelde flequillo de su padre.

—Había una vez, hijo...

Mario se aseguró de encender la luz antes de salir de la habitación dando un sonoro portazo.

«Qué lento pasa el tiempo. Parece que fue mañana...», pensaba Mario un rato después subido de pie en un taburete, apoyándose en la barandilla de la terraza mientras se rascaba con fruición la marca que los calcetines siempre dejaban grabada en sus tobillos.

 

 

El Onomatopeyador

“UiuiuUIUIUIuiuiuxxxxsssSSSssshhhhh…” (El viento nocturno ululando entre los árboles)

“¡¡¡Bbbruuggññnn...bbBBRRUGGÑÑññnn!!!” (Un refunfuñón dromedario que finalmente accede de mala gana a que carguen sobre su joroba una pesada carga)

“Ssttwiinn...cloc... cloc... clocl-clocc... cl...” (Una bola de ping-pong golpeada con poco convencimiento y que acaba estrellándose contra la red)

“FFFFSSSSLLLLllllldddddd...” (Un pelotari resbalando con la barriga por el suelo del frontón al intentar devolver una magistral dejada efectuada por su rival)

 

Sería muy difícil —por no decir imposible— imaginar una realidad capaz de prescindir de la onomatopeya. Por ende, se deriva inconcebible la existencia de la onomatopeya sin la persona de Clark Wiggings, la mayor eminencia sobre la materia a nivel mundial. Este admirado y respetado lingüista escocés está considerado un auténtico adalid del fonema, un templario fonético, un devoto del sonido: si existiese un Olimpo donde morasen las onomatopeyas, no cabe duda de que él encarnaría a la figura de Zeus.

Clark Wiggings, más conocido como El Onomatopeyador, ha batallado siempre por defender y reivindicar la particular idiosincrasia sonora de la onomatopeya, tan inherente a cada acción, animal o cosa. Y por fin, tras más de cuarenta años de infatigable cruzada, el mundo entero ha acabado por reconocer su innegable valor fonético otorgándole el estatus gramatical que por derecho propio se merece. De este modo, la onomatopeya abandona para siempre la categoría de los “Ruidos”, clasificación en la que, por injusticias varias, se ha visto forzada durante mucho tiempo a tener que convivir con parias sonoros como el Improperio, el Berrido o el Guirigay.

“Con cada nuevo y caluroso aplauso que me brindan, nuevas onomatopeyas vienen al mundo”, declaró Clark Wiggings al principio de su parlamento el día que fue investido “Onomatopeyador Honorífico” por la Universidad de las Letras de Ottawa en reconocimiento a su onomatopéyica carrera.

A él le debemos la familiaridad con la que, por ejemplo, asociamos “miau” al gato, “¡bang!” con un disparo, “glu-gluglu…” a la acción de beber o “…catacrack!!!” cuando, de manera inesperada, se rompe la pata de un taburete de madera incapaz de soportar el peso de una persona. Eso sin mencionar las más de 7.000 onomatopeyas “cazadas” y clasificadas por este explorador y naturalista del sonido. En propia boca del prestigioso onomatopeyador: «Se trata de un incansable trabajo de campo. Procuro siempre capturar a la onomatopeya en su medio natural: la busco; la persigo; convivo con ella; y espero hasta que me acepte. Sólo entonces puedo transcribir la esencia de su fonema sobre un trozo de papel, revelando así su naturaleza oculta.»

No sería atrevido afirmar que a sus 74 años recién cumplidos el famoso lingüista se encuentra en la cúspide de su carrera, en la cima de su propio Everest. Y no será porque esta profesión —de la que aún sigue enamorado como si fuese el primer día— no se haya empeñado en ponerle continuamente a prueba, forzándolo incluso a arriesgar la propia vida en diversas ocasiones. Como cuando se acercó demasiado a una pareja de canguros rojos gigantes en el momento de la cópula con la intención de “cazar” la onomatopeya del orgasmo del macho, y éste, imprevisiblemente, se abalanzó sobre él arrancándole de un solo mordisco tres dedos de la mano con la que sujetaba la grabadora. O aquella vez que logró sobrevivir sin agua ni alimentos durante once días seguidos sepultado bajo varias toneladas de escombros al intentar capturar la onomatopeya que nacía tras demoler con explosivos un viejo campanario abandonado.

Como profesional que más veces ha sido galardonado con La Onomatopeya Dorada, El Onomatopeyador dirige simultáneamente la World Onomatopeyic Academy y el Onomatopeyimuseum: museo dedicado a recuperar y preservar onomatopeyas ya extintas, como el llanto de una cría de Tyranosaurus rex nada más nacer o los acelerados pasos de Jack El Destripador sobre los mojados callejones adoquinados del centro de Londres; sólo por citar algunos de los muchos ejemplos.

En la actualidad, el sobresaliente profesor convive desde hace once años con la Orden de Los Cartujos, congregación religiosa enclaustrada en el monasterio de Chartreuse, en pleno corazón de los Alpes franceses, famosa por el estricto voto de silencio que rige su día a día.

Estas son las últimas palabras que se recuerdan de Clark Wiggings, pronunciadas hace ya una década, nada más aceptar la invitación de Los Cartujos para vivir en su monasterio en calidad de “Huésped Honorífico”:

«Llegado este momento, sólo me queda hacer realidad un único sueño: onomatopeyizar el silencio.»

 

 

El lado cotidiano de lo fantástico I

Aplastar como a una vulgar cucaracha a la secreta base rebelde escondida en el insignificante y discreto planeta Åsorin, bien merecía el desmadre de la noche anterior. Sin duda había sido una de esas victorias que debían celebrarse con una fiesta por todo lo alto, con música, baile, comida, risas…, pero sobre todo, con alcohol; con mucho alcohol.

El poderoso y siniestro Darth Vader, mano derecha del Emperador y entregado devoto del Lado Oscuro de la Fuerza, se despertó espatarrado encima de la mesa del karaoke con una resaca de caballo. El insoportable dolor de cabeza, provocado por una desmedida ingesta de sangría de garrafón, no era nada en comparación con el hecho de ver su propia nave empotrada contra la entrada del hangar de oficiales en absoluto siniestro total. Cualquiera hubiese acertado al imaginar que la causa de tan temeraria maniobra de aterrizaje en el hangar 77 de La Estrella de la Muerte vino provocada por una fatal combinación entre un pilotaje fanfarrón del tipo “yo controlo…”, una embriaguez cercana al coma etílico y todo tipo de apuestas de por medio.

Después de emplear una hora larga buscando sin éxito su extraviada espada-láser, el repudiado Jedi emprendió a pie el largo camino que le conduciría de vuelta a sus dependencias personales: ocho kilómetros atravesando interminables pasillos, múltiples túneles e infinitos accesos.

«Menos mal que la visita del Emperador para dar repaso a las tropas se ha retrasado un par de días» —pensó agriamente el malvado Darth Vader, inmóvil frente a dos túneles, indeciso entre cuál de los dos debía ser el acertado camino de vuelta.

Mascullando todo tipo de blasfemias galácticas por debajo de su negra máscara, acabó por escoger, con nula convicción, el camino de su izquierda.

 

 

Cuando sólo hay mierda más allá de la muerte

Estaba harto.

Había llegado al absoluto convencimiento de que no sería capaz de aguantar aquel infierno ni un solo segundo más. Traspasó su límite hace días, y por tanto, no tenía ningún sentido continuar luchando. Es más, un licenciado en Filología y Literatura Hispánica jamás hubiese podido dar con la palabra exacta que definiera cómo realmente de amargado se sentía por dentro aquel escarabajo pelotero hastiado con la vida.

La puerta que daba acceso directo a la locura se acababa de abrir para él.

Exhausto, el minúsculo insecto dejó de rodar la enorme bola de estiércol que durante toda la mañana había ido dando forma sin descanso a través de la reseca y sofocante sabana africana. Reventado físicamente por el esfuerzo, se sentó en el suelo y apoyó su espalda dolorida contra la desproporcionada pelota de excrementos. Dos jóvenes buitres peleaban muy cerca de donde estaba por un colgajo de carne putrefacta.

«Que me coma cualquier pajarraco y acabe de una vez con este calvario...» —suplicó a la nada el amargado coleóptero mientras el sol seguía obcecado en freírlo todo.

Los cincuenta y dos grados a la sombra comenzaron a desfigurar lentamente la perfecta bola de mierda, intensificando su ya de por sí hediondo olor, lo que provocó que el agotado escarabajo acabara por vomitarse encima justo en el momento en que una estampida de ñus desbocados a la carrera pasaba por su lado. A pesar del milagro de que ninguno de los antílopes se lo llevara por delante, la nube de polvo que levantaron los espantados animales le hizo estar tosiendo durante más de una hora seguida. Mientras tanto, la bola de estiércol, impotente ante el acoso solar, continuaba derritiéndose, engullendo lentamente al deprimido escarabajo que nada hacía ya por evitar fundirse con ella.

Tenía claro que no quería seguir viviendo.

Eso no era una existencia digna, ni tan siquiera para un despreciable bicho como él, cuyo sentido de la vida se reducía a amontonar, ajeno a la fatiga, todo tipo de mierdas y defecaciones.

—¡¡¡Me quiero morir ahora mismo!!! —gritó todo lo que pudo, como si el chillar tanto le fuese a brindar algún tipo de recompensa. Tan sólo lo escuchó el Sol, que por el contrario, puso todo su empeño en elevar la temperatura un par de grados más.

El desesperado insecto llevaba días valorando muy seriamente la opción del suicidio. Morir aplastado. Tumbarse a propósito junto a la pezuña de algún elefante y esperar a que lo chafasen: sencillo; rápido; elegante. Aunque en esos instantes ni siquiera tuviese fuerzas para evitar ser fagocitado pastosamente por su propia bola de excrementos.

«Quién me lo iba a decir a mí…» —meditó mientras se le llenaba toda la boca de mierda al girarse sobre sí mismo para no acabar enterrado vivo.

 

Quién se lo iba a decir a él, que durante toda su vida como humano rechazó con ferviente escepticismo la idea de la reencarnación, a la que dedicó todo tipo de burlas e injurias incluso minutos antes de morir postrado en la cama de aquel sucio hospital, convencido de que ese cuento budista no era nada más que eso: una auténtica sarta de patrañas.

 

 

Diálogos inadvertidos I

“TRINGULÁO”

A la letra T le quedaba muy poco para perder definitivamente los nervios. Hacía rato que debían haber formado la palabra “TRIÁNGULO”, pero al parecer hoy era uno de esos días en el que todas las letras se habían levantado con la ortografía izquierda.

—Señores, un poco de concentración —se esforzó por ser comedida ante las demás letras. Masajeaba cada palabra con la escasa paciencia que le quedaba en la reserva—. No me puedo creer que a estas alturas nadie sea capaz de ocupar a la primera el sitio que le corresponde. —Como máxima responsable del vocablo “TRIÁNGULO”, la falta de predisposición era lo que más la sacaba de quicio—. A ver, probemos otra vez…

“TINGUÁLOR”

Desesperada, salió de la ilógica palabra malformada hecha un basilisco, y comenzó a insultar a diestro y siniestro con todo el volumen que le permitía su limitado fonema:

—¡Increíble! ¡¡Menuda panda de letras ineptas!! —saltaba histérica de un lado para otro —. Hasta una H tiene más carácter que vosotras. Os mandaría borrar ahora mismo. Qué digo yo, ¡¡¡en el gulag de una sopa de letras tendríais que acabar todas!!!

Las demás letras no sabían dónde meterse.

—Tranquila T, tranquila… No perdamos la compostura —intervino la R con su habitual carraspera, intentando sembrar un poco de calma—. Intentémoslo de nuevo. Verás como ahora sí será la buena.

Las letras empezaron a reordenarse de nuevo entre empujones y alguna que otra recriminación subida de tono.

“TRÁNGUILOF”

Se mascaba la tragedia.

—¿¡Y a ti quién te ha invitado a la fiesta!? —recriminó enfurecida la N a la F atosigándola con su rígida caligrafía.

—Fa—fa-fasaba for aquí y f-fe-fensé que fodía echar una fano… —balbuceó cohibida la pobre labiodental mientras se alejaba rápidamente de allí consciente de que su presencia no era para nada bienvenida.

—¡Volvámoslo a probar! —bramó la letra T, que ya no se diferenciaba en nada de un volcán a punto de entrar en erupción.

—La verdad es que nosotras ya pasamos… —le contestó con desgana la G, que cada vez que hablaba lo hacía también en nombre de la U. Ambas letras eran como un matrimonio de ancianos en el que quedaba bien claro quién llevaba puestos los pantalones.

—¡¡¡TRIÁNGULO!!! —acabó por explotar la T apelando a su honor fonético —. Y vuestro orgullo esdrújulo, ¿¡dónde demonios ha quedado, decidme!? ¿¿¡¡DÓNDE!!??

Acto seguido, se giró bruscamente y ocupó con estoica compostura el lugar que por rango le correspondía al inicio de la palabra.

Todavía de espaldas, sintió el roce de sus subordinadas mientras se recolocaban una a una a su lado, lo que reforzó su autoestima, indispensable si pretendía seguir siendo una líder respetada.

Cuando intuyó que todas estaban en su sitio, ordenó a la léxica formación que se girase echando mano de un convincente: «¡Ar!»

“TRINO”, fue lo que quedó.

Las demás letras acababan de desertar del batallón “TRIÁNGULO”.

—Hemos quedado sólo unas pocas, pero al menos ahora podremos decir que somos una digna palabra llana. ¡Y a mucha honra, señores! —arengó la T al resto de letras supervivientes, aunque para sus adentros supiese que la moral de la nueva palabra ya estaba herida de muerte.

 

 

Amores imposibles II

Siempre que cruzaba a propósito por delante del cíclope, éste, enamorado como estaba de ella, le guiñaba seductoramente el ojo, pero ésta pasaba de largo con tristeza creyendo que él fingía no verla.

 

 

El Outsider

Gracias a la insípida rutina de la oficina apuntalaba a diario los pilares básicos sobre los que se sustenta toda conducta meticulosa.

De los encuentros, domingo tras domingo, con la Asociación de Pájaros Cantores entrenaba militarmente el sentido del oído.

A base de exprimir los veranos montando inacabables puzles de castillos perfeccionó el rastreo obsesivo y la comprobación exhaustiva.

De su altruista voluntariado para la conservación de faros abandonados cultivaba el aislamiento y la soledad.

La liga de petanca se encargaba de pulir semanalmente su precisión milimétrica.

Desplazarse a todas partes en monociclo le aseguraba un perfecto sentido del equilibrio.

El macramé, por su parte, potenciaba su visión tridimensional del espacio físico.

Los fascículos semanales de la colección El Dominó: el hermano mayor del Ajedrez, lo acabaron convirtiendo en un experto en el cálculo de probabilidades.

Sacarse la titulación de Adiestrador y Entrenador Profesional de Loros, Cacatúas y Guacamayos le inyectó continuas dosis de autocontrol y bolsas enteras de suero “pacienciológico”.

Gracias a las incontables horas extras como suplente de árbitro de la liga de fútbol sala para octogenarios esculpía evitar la distracción.

La ONG Mi Colega el Murciélago (de la que era socio fundador) le exigía mejorar su visión nocturna a marchas forzadas.

Como director de la Banda Municipal de Laúdes y Bandurrias, formada exclusivamente por jubilados con problemas de sordera profunda, estaba más que acostumbrado a traspasar la frontera del sufrimiento humano, además de ver reforzada su capacidad para aguantar la tortura psicológica.

 

Para el resto de la comunidad no era más que un extravagante y aburrido vecino.

Para el crimen organizado, el perfecto asesino a sueldo.