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TIM LEWIS

LA TIERRA DE LAS SEGUNDAS OPORTUNIDADES

EL IMPOSIBLE ASCENSO DEL EQUIPO CICLISTA DE RUANDA

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© Tim Lewis, 2013, del texto original
Publicado originalmente bajo el título LAND OF SECOND CHANCES por Yellow Jersey, una marca de Vintage. Vintage es una empresa del grupo Penguin Random House.

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2015, de la edición en castellano.
48013 Bilbao
info@librosderuta.com
www.librosderuta.com
Primera edición: septiembre 2015

© Traducción: David Batres Márquez
Edición: Eneko Garate Iturralde

Fotografías: © Dominic Nahr / Magnum Photos / Contacto
Portada: Gasore Hategeka
Solapa trasera: Emmanuel Rudahunga (16) y Gasore Hategeka (12) en el Tour de Ruanda 2010
Resto fotos del Tour de Ruanda 2010
salvo solapa delantera, fotografía de Adrien Niyonshuti, por cortesía del equipo
MTN-Qhubeka p/b Samsung // Stiehl Photography

ISBN: 978-84-941287-7-6
Depósito legal: BI-1438-2015
Impreso en España por GZ Printek

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

Para mis padres

No podrás saber a dónde vas a menos
que sepas de dónde vienes

Proverbio ruandés

Índice

Prólogo: Un largo camino

  1. Amagare

  2. Cien días

  3. El nexo de unión

  4. El Entrenador

  5. Los cinco

  6. Ilkinamico

  7. Magia negra

  8. Los chicos se van de gira

  9. El ruandés más famoso

10. Una buena máquina

11. Repuestos

12. Africanización

13. La carrera

Epílogo: Un nuevo hogar

Agradecimientos

Índice de nombres del Team Rwanda

Prólogo

Un largo camino

La vida reciente de Adrien Niyonshuti se ha visto plagada de momentos peculiares. La mayoría de ellos comenzaron en septiembre de 2006, cuando un grupo de americanos llegó a Ruanda para organizar una carrera ciclista. Ganó Adrien, y como premio, le permitieron quedarse con la bicicleta de montaña que los visitantes le habían prestado para el evento. Era una Schwinn, nada fuera de lo común para los estándares occidentales, pero considerablemente más moderna que cualquier otra cosa que se hubiera visto en la pequeña y aislada Ruanda –de una extensión similar a Galicia, pero con una población cuatro veces mayor1.

Lo cierto es que tampoco Adrien montaba en ella demasiado. Tenía diecinueve años y no había nadie más en todo el país que tuviera una bici de montaña para poder salir juntos. Y salir solo era un aburrimiento. Pero aquella bici fue, definitivamente, el comienzo de algo.

A partir de ese momento, las nuevas experiencias se precipitaron en su vida. No mucho después, subió a un avión por primera vez en su vida. En Sudáfrica pudo dormir entre las sábanas de una cama tras pasar un par de noches tumbado sobre ellas (no se atrevía a deshacer la cama). También, no sin alguna que otra confusión, aprendió a usar la cisterna del inodoro. Incluso compitió con su bici de carretera frente a Lance Armstrong. Y vio la nieve por primera vez, en lo alto de las Montañas Rocosas de Colorado.

Pero por encima de todas ellas está la vivida un viernes de agosto del 2012 en Londres a la hora del almuerzo. El Teatro Criterion, una sala de estilo victoriano en el West End, que habitualmente acoge una larga representación de la famosa obra Los 39 Escalones, albergaba ese día una conferencia titulada Cuando Clive conoció a Adrien.

Adrien era Adrien Niyonshuti, y estaba a exactamente 48 horas de convertirse en el primer ruandés en competir en la prueba de mountain bike de unos Juegos Olímpicos. Clive era Clive Owen, la estrella de cejas prominentes del celuloide británico con un Globo de Oro y un premio Bafta adornando las estanterías de su casa.

Adrien sabía bien poco acerca de Clive, pero pronto quedó patente que Clive lo sabía prácticamente todo acerca de Adrien. Luciendo un traje color gris ceniza, y una camisa con el cuello abierto, Owen dio en seguida paso a la pregunta que todos mascullábamos: ¿Qué hacía el tío de Closer e Hijos de los Hombres apadrinando una charla con un ciclista de Ruanda? Explicó que era embajador de Aegis Trust, una asociación benéfica con base en el Reino Unido que busca llamar la atención sobre los genocidios y que tiene unos vínculos especiales con Ruanda. Pero que él, sobre todo, era un apasionado de los deportes.

“Hay miles de atletas que han venido a competir en los Juegos Olímpicos, y todos ellos podrían relatar historias extraordinarias de dedicación y compromiso para con su deporte”, dijo el actor, echando un disimulado ojo a las notas que había preparado. “Pero de verdad creo que la historia de Adrien Niyoshuti es una de las más extraordinarias”.

Adrien tenía siete años cuando en 1994 tuvo lugar el genocidio de Ruanda, en el que al menos 800.000 de sus compatriotas –una décima parte de la población– fueron masacrados en apenas cien días. Él solo pudo escapar de la muerte huyendo y escondiéndose de las hordas de hutus que tenían por mandato asesinar hasta el último tutsi. Sesenta miembros de su familia, incluidos seis de sus hermanos, fueron brutalmente asesinados a golpe de machete durante esos tres meses.

Pero entonces, a apenas dos días del instante más crucial de su vida, no era el momento para centrarse en esos pavorosos recuerdos. La semana anterior Adrien había sido el abanderado de su país en la ceremonia de apertura de Londres 2012 liderando, nervioso pero a la vez orgulloso, una delegación compuesta por siete atletas. Quería hacer realidad uno de sus sueños más repetidos: que el ciclismo le proporcionase al mundo algo con lo que identificar a Ruanda, un motivo diferente que no fuera el genocidio.

Entonces, Adrien se unió a Clive sobre el escenario. Su figura resultaba serena y grácil, visible incluso desde las plateas más baratas. Caminaba rígido, como si se le hubiera olvidado quitarle la percha a su ropa. Apenas medía 1.65, y era delgado y anguloso. Su cabello estaba rapado al uno, como lo llevan, de forma invariable, todos los hombres de Ruanda, y sus facciones estaban bien definidas, con pómulos prominentes. Llevaba puesto el chaleco del Team Rwanda, con los colores nacionales, azul cielo, verde y amarillo, pantalones de chándal de color negro, y unas zapatillas de atletismo. No miró ni una sola vez hacia el público tras tomar asiento.

Su voz era suave, y hablaba rápido. El público se echó hacia adelante al unísono como si quisiera atrapar hasta la última palabra que este pronunciase. Adrien habló de la creación del Team Rwanda, el equipo ciclista que se había formado no mucho después de que él mismo ganase aquella primera carrera en el 2006. Comenzaron con cinco corredores, pero en cuestión de cinco años había crecido hasta contar con casi veinte. El país albergaba ahora su propia carrera ciclista profesional, el Tour de Ruanda, una prueba de una semana de duración, y se había convertido en una de las naciones más potentes en el panorama ciclista africano. El hombre que inspiró todo este proyecto era un californiano llamado Tom Ritchey, uno de los inventores del mountain bike allá por los años setenta del pasado siglo. Quien lo puso en marcha y le dio forma había sido Jock Boyer, antiguo ciclista profesional de carretera, que en 1981 se convirtió en el primer norteamericano en participar en el Tour de Francia. Ambos tenían complejas razones –algunos incluso dirían que comprometidas– por las que involucrarse con Ruanda.

Adrien escuchó hablar por vez primera de los Juegos Olímpicos en 2007, cuando tenía veinte años y acababa de comenzar a competir como ciclista: “Le pregunté a Jock ‘¿Qué son las Olimpiadas?’”. Por aquel entonces, muy poca gente tenía televisión en Ruanda, y solo había un canal; pero al año siguiente, Adrien se las arregló para encontrar una tele y ver la ceremonia de apertura y algunas de las pruebas de los Juegos Olímpicos de Pekín. Adrien dibuja una media sonrisa recordando el momento. “Entonces dije, ‘Algún día estaré allí’”.

Entrenó durante dos años, trabajando duro centrado en su objetivo. Se enteró de que había tres pruebas ciclistas mediante las cuales se podría clasificar: la contrarreloj individual, la prueba en carretera y la carrera de mountain bike. La primera de sus oportunidades llegó de la mano de los Campeonatos Continentales Africanos, en noviembre del 2010, que a la vez servirían para seleccionar a los que irían a las Olimpiadas. La casualidad hizo que la carrera tuviera lugar en Kigali, la capital de Ruanda, y que el circuito de la contrarreloj fuera una ondulante ruta circular por las calles por las que Adrien solía montar para llegar a su instituto. Competía contra los mejores corredores de África: los mejores ciclistas de Sudáfrica, el campeón de esa inverosímil e inagotable cantera ciclista que es Eritrea, un namibio que había sido contratado por un equipo europeo… corredores de veinte países, en total. Los ciclistas fueron saliendo uno tras otro, luchando en soledad contra el crono. Adrien era consciente de que quedar entre los tres mejores le daría el pasaporte para ir a Londres. Hizo cuarto. Ahora se encoge de hombros al recordarlo. “El corredor de Argelia me ganó por un segundo”. Pero Adrien exagera: en realidad lo hizo por tan solo once centésimas.

Su siguiente oportunidad llegaría dos días después con la prueba en línea. Alrededor de cien corredores africanos se dieron cita en Kigali, cubriendo un rango de habilidades y equipamiento digno de contemplar: desde las brillantes bicicletas de fibra de carbono de los favoritos, hasta las bicis de los ciclistas de Burundi, cuyas piezas se mantenían unidas solo con cable, cinta adhesiva y las oraciones de los corredores. Antes del comienzo, se guardó un minuto de silencio por la muerte de un joven de Ruanda que había cruzado la carretera al paso del coche de la selección de Costa de Marfil, apenas unos días antes. Después, los competidores tomaron la salida dispuestos a dar catorce vueltas a un circuito de casi doce kilómetros sabiendo que los que quedaran en las primeras tres posiciones conseguirían los billetes para los Juegos de Londres.

Todo el mundo era consciente de que esta era la mejor oportunidad de la que gozaría Adrien. Con apenas 68 kilos de peso, su complexión no era la más adecuada para enfrentarse al esfuerzo mantenido que precisa la contrarreloj, mientras que su inexperiencia sobre una bici de montaña suponía un desalentador handicap en esa disciplina. Sin embargo, sobre la bici de carretera, Adrien iba fino, fuerte. Y su capacidad para aguantar el castigo cuando la carretera se empinaba se había convertido en legendaria. La carrera comenzó bien para él y cuando un grupo de veinte favoritos se escapó pasadas diez vueltas, Adrien estaba perfectamente colocado entre ellos. Entonces, de repente, cuando se disponía a lanzar un ataque en una subida empinada, se puso de pie sobre sus pedales, y su cadena se partió. No fue un simple chupado de cadena, sino que se hizo trizas. Hay ciclistas que podrán montar durante años, incluso toda la vida, sin que esta maldición les caiga encima. Pero a Adrien le pasó en la carrera más importante de su vida, como si la mala fortuna se estuviera ensañando con él.

Sus rivales desaparecieron en la distancia. Adrien permaneció de pie a un lado de la carretera, dando saltitos con una y otra pierna, como si necesitara echar un pis, esperando a que aparecieran sus compañeros del equipo de Ruanda. Pasó un minuto, minuto y medio - después diría que le parecieron horas – hasta que por fin pudo cambiar la bicicleta. Su nueva montura no era de su talla, pero ajustó la altura del sillín con una llave allen mientras pedaleaba como un loco, de manera impulsiva, para tratar de recuperar el tiempo perdido. No sirvió de nada. Acabó el octavo, exactamente a un minuto y treinta y un segundos del ganador, el campeón eritreo Daniel Teklehaimanot.

Mientras Adrien contaba su historia, se podían escuchar por todo el teatro exclamaciones ahogadas. El hecho de que estuviéramos en Londres, de que él también estuviera allí, suponía que había final feliz para esta parte de la historia. Pero de alguna manera su sueño seguía siendo un fotograma que se dilataba de manera exagerada.

Fue exactamente dos semanas después de estas dos decepciones cuando vi a Adrien por primera vez. Era el Tour de Ruanda de 2010. Me explicó por entonces que su última oportunidad de clasificarse para las Olimpiadas era el Campeonato Continental Africano de mountain bike, en Stellenbosch, Sudáfrica, en febrero del 2011. Por entonces malinterpreté su silencio como una falta de confianza, de vulnerabilidad incluso. No me habría jugado el dinero de nadie a que lograría hacerlo. Pero cuanto más tiempo pasaba con Adrien, más apreciaba su estoicismo. Nunca se emocionaba demasiado con las cosas buenas, pero tampoco se hundía cuando se torcían, lo que me atrevo a decir que ha sido una gran virtud durante toda su vida.

En Stellenbosch eran las tres primeras nacionalidades, en lugar de los tres primeros bikers, las que conseguían plaza para los Juegos. En los días precedentes, Adrien, un devoto musulmán, pasó mucho tiempo rezando. “Yo decía, ‘Oh, Dios, que eres todo sabiduría, dime qué he de hacer’”, recuerda. El día de la carrera fue casi un anticlimax comparado con todo lo que le había pasado antes. Corrió de forma sólida, no hubo ningún problema mecánico, y terminó en cuarta posición, detrás de dos sudafricanos y un namibio.

“¡Lo conseguiste!”, exclamó Clive Owen. Una ovación espontánea llenó el auditorio del Teatro Criterion de Londres.

Durante la sesión de preguntas y respuestas, la conversación se centró en la carrera que le esperaba el domingo. Una mujer le preguntó si pensaba que podría alzarse con una medalla. “Mi objetivo en estos Juegos es terminar la carrera”, respondió Adrien. Todo el mundo rió, pero por vez primera Adrien fijó la mirada más allá de los focos del escenario, confundido.

Hablaba en serio.

*

Había algo poco gratificante, incluso fatalista, en este objetivo. Después de todo, aquello era un cuento de hadas, el tipo de cuento que solo unos Juegos Olímpicos pueden propiciar y pedía a gritos un final icónico. En parte, la respuesta de Adrien era la exposición de un hecho indiscutible: las carreras de mountain bike olímpico se disputan sobre un circuito corto, con una pista poco más ancha que la longitud de dos manillares juntos. Si uno de los participantes queda muy rezagado con respecto a los líderes, los organizadores no dudan en eliminarlo y retirarlo del circuito.

Pero su respuesta revelaba también algo sobre la psique de su nación. Casi dos décadas después del genocidio, Ruanda seguía siendo sinónimo de muerte. Generalmente era lo único que los de fuera sabían acerca del país. Geográficamente, Ruanda es una diminuta piedra arrojada en la línea del Ecuador, en pleno centro de África, el continente que al resto del mundo le resulta más fácil ignorar. O lo que es lo mismo, la mitad de ninguna parte. El hogar de Adrien no se había visto bendecido con recursos naturales, lo que lo hacía todavía menos interesante de cara al exterior. No había producido escritores famosos, ni músicos, ni deportistas. En otras palabras, Ruanda estaba desesperada por tener un héroe. Anhelaba una nueva identidad.

No se podía culpar a Adrien por mostrarse cauto. La experiencia le había enseñado que la gente de Ruanda no alcanza el éxito con facilidad. Pero a la vez, el país estaba cambiando más rápidamente de lo que nadie creía posible y él se había convertido en parte notable de ese cambio. Después de que el Banco Mundial lo considerase el país más pobre del mundo tras el genocidio, Ruanda se estaba reconvirtiendo de la mano de su ambicioso presidente Paul Kagame, y recibía ya de manera regular unas inyecciones monetarias de mediano calado con las que estaba decidido a salir de su situación de pobreza. Un gorila africano que pudiera vérselas con los Tigres asiáticos. Este desarrollo venía de la mano de una fe sin paliativos en la tecnología y de una mentalidad muy del siglo veintiuno en lo referente al espíritu emprendedor, internet, y al medio ambiente. Sin ser los métodos de desarrollo más novedosos, los recursos públicos, que incluían ayuda financiera, se habían invertido de manera eficiente en facilitar servicios, lo que reducía las desigualdades y mantenía bajos los niveles de corrupción. En 2012, el Banco Mundial regresó a Ruanda para comprobar que en los cinco últimos años, un millón de sus once millones de habitantes –de los cuales uno de cada cinco era considerado pobre– había emergido hasta abandonar el estado de pobreza. Paul Collier, economista director del Centro para el Estudio de las Economías Africanas en la Universidad de Oxford, escribió al respecto: “Este índice de reducción de la pobreza es el más rápido que jamás se haya alcanzado en África e iguala los mejores que se han obtenido a escala global”.

Pero, mientras el país había comenzado a susurrar palabras como inversión en biotecnología y programación Java, había otro objetivo que se erigía por encima de cualquier otro, y que resumía el pasado, presente y futuro de Ruanda. Tenía una larga historia en el país, desde la época colonial, pero también una moderna y dinámica relevancia. Simbolizaba la esperanza, la unidad y la prosperidad para muchos. Representaba el progreso, aunque no fuera lo suficientemente rápido para contentar a todos los habitantes, y a menudo favorecía a los hombres frente a las mujeres. Y sin embargo, su riqueza reflejaba la propia prosperidad de Ruanda. Su historia arrojaba un rayo de luz en las vidas de todos sus ciudadanos.

Este objetivo era la bicicleta.

1 N. del Editor (Gales en el original), Ruanda es un poco menos extenso que Galicia pero su población casi le quintuplica.

Capítulo 1

Amagare

Cuando pienso en lo que significa el ciclismo en Ruanda, siempre me viene a la cabeza la imagen de un chico, no mucho mayor de quince años, descendiendo con su bicicleta por la montaña que conduce al centro vacacional en el lago de Gisenyi. Desde la cota más alta que alcanza esa carretera, a más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, hay un rápido descenso de cincuenta kilómetros, y este chico lo estaba devorando tan rápido como lo haría un coche, o casi como lo haría una motocicleta. Era un bellísimo día, sin una sola nube, y cuando levantaba mis ojos del asfalto, el Lago Kivu resplandecía y destellaba seductor en la distancia. A la derecha, se adivinaba de vez en cuando Goma, esa ciudad fronteriza en la que todo está permitido, bajo el volcán Nyiragongo, en la República Democrática de El Congo. Su última erupción fue en el 2002, y la lava se arrastró hasta la ciudad, provocando la evacuación de 400.000 personas, y la pérdida de 45 vidas. Cuando la lava fundida se enfrió, los habitantes de Goma regresaron y, simplemente, volvieron a construir sobre las negras rocas.

Pero sobre todo, me dejó impresionado ese chico. Esa carretera es muy sinuosa, y él iba dibujando elegantes y redondeados arcos trazando las curvas, prestando escasa atención al tráfico que viniera en sentido contrario o incluso a su propia seguridad. Yo conducía un ruidoso Land Rover de alquiler, y cuando me acerqué al chico, me di cuenta de que la bici tenía más años que el propio chico. Llevaba dos enormes sacos de arpillera atados a un trasportín con unas patatas recién recolectadas que, seguramente, añadían otros ochenta kilos de peso. Subir la montaña debía de ser grotesco, pero por esta otra vertiente, ese chico debía de sentir como si volara.

Apenas unos pocos kilómetros atrás me había dado cuenta de que su bicicleta no tenía frenos. Rodaba a 65 kilómetros por hora sin frenos. Cuando quería reducir un poco la velocidad, bajaba de manera lánguida la chancla derecha desde el pedal, rozando la carretera, y la suela de goma siseaba y se calentaba de manera exponencial a la reducción de su velocidad. Cuando la carretera se niveló un poco, me puse junto al chico. Le grité una estupidez, algo parecido a “¡Qué valor!”, y él me miró inexpresivo. Se me ocurrió pensar que así era cómo, en algún momento, todos nosotros nos enamoramos del ciclismo: primero nos excita, luego nos asusta un poco, pero queremos volver a hacerlo; más tarde nos enfrentaremos con el intenso sufrimiento que supone montar en bici de verdad; pero eso también se vuelve adictivo. Lo mismo podía estar viendo a un futuro participante en las Olimpiadas, pero lo más seguro era que estuviera viendo a un chico haciendo su trabajo, ganando poco más de mil francos –no más de dos euros y medio– por arrastrar sacos durante toda la tarde.

El comienzo de Adrien Niyonshuti fue similar. Creció en la otra parte del país, en la provincia oriental, en donde el terreno no tiene unas complicaciones montañosas tan acusadas, y nunca tuvo que cargar con fardos para ganarse el pan, pero también recuerda el placer de esos primeros descensos a toda velocidad, tan rápido que los ojos se le llenaban de lágrimas. No es una experiencia para la que tengas que irte muy lejos en Ruanda. Después de todo, este es le pays des mille collines, la tierra de las mil colinas, y todo aquel que alguna vez haya optado por atravesarlo sobre una bicicleta se habrá preguntado quién sería el responsable de ese dicho, que se queda tan rematadamente corto. Tiene todo tipo de picos: erizados picos volcánicos, tortuosas cordilleras, malévolos picos por los que arrastrarse… en la cima de cada uno de ellos la vista puede recordar a la que uno pude admirar en la Toscana, o en Suiza; incluso a veces, Nueva Zelanda. Dependiendo de cómo se lo tome cada uno, este puede ser tanto el mejor sitio del mundo para montar en bicicleta, como el peor.

“Todas esas subidas… son una mierda” Arnaud Ontsatsi, el corredor del equipo nacional de Gabón, se quejaba en los primeros compases del Tour de Ruanda del 2011. “Es demasiado duro. También tenemos montañas en nuestro país, pero ninguna como estas. ¿Cómo se supone que tenemos que entrenar para esto?”. Ontatsi, y el resto del equipo de Gabón, se fueron a casa apenas cuando se llevaban tres días de competición.

La exuberante vista –como de jardín del Edén– de Ruanda, te deja en estado de shock, sobre todo para los visitantes que provienen de otras partes de África. La capital desde principios de los sesenta, Kigali, se asienta en el centro del país; es una ciudad que yace como desparramada, con un aire moderno, y es hogar de un millón de personas. Desde allí, un puñado de carreteras decentemente pavimentadas se extienden, como los radios de una rueda, hasta El Congo en el oeste, Uganda por el norte, Tanzania en el este, y Burundi por el sur. Nueve de cada diez ruandeses se dedican a la agricultura de subsistencia, y compiten por la tierra más densamente habitada de todo el continente. No hace mucho que la mayor parte del país era bosque, pero ahora, incluso en las colinas más pronunciadas, hay cultivos que se aran y se cosechan. Plátanos, té y café crecen bien aquí, mientras que los pequeños bosques de plateados eucaliptos inundan las áreas rurales con el olor del jabón de la ducha. Cabras famélicas se aferran a la hierba aplastada, y manadas de Ankoles, animales similares a los toros con grandes cuernos, son pastoreados con varas de madera. Pese a estar situado en la latitud del Ecuador, la altura propicia que su clima sea templado entre las dos temporadas de incesantes lluvias. Cada tono posible de verde –desde el deslumbrante cartujano de una plantación de té, hasta el de las exóticas limas, los olivos, y el verde esmeralda del bosque tras la lluvia– queda representado en algún lugar. Los ruandeses dicen que Dios visita otros países durante el día, pero que siempre vuelve por la noche para descansar.

Las bicicletas, –a las cuales llaman amagare, o igare en singular– son el método de transporte mecánico mayoritario en Ruanda, y son una parte orgánica de su vida, de su comercio, y a veces, incluso de su diversión. Es posible que llegaran al país poco tiempo después de la llegada del hombre blanco. De hecho, desde el principio, ha habido fuertes vínculos entre África central y el crecimiento del ciclismo en Europa.

Los velocípedos de las décadas de los 60 y 70 del siglo XIX, conocidos de manera evocadora como quebrantahuesos, tenían ruedas hechas de sólido hierro. Se extinguieron de la noche a la mañana en 1885, con la llegada de la Bicicleta de Seguridad Rover, creación del inventor inglés James Starlet. Con su rueda delantera directamente maniobrable, y sus platos y piñones dentados, no quedaba lejos de la bicicleta moderna. Su único defecto eran las llantas: unas ruedas más pequeñas eran menos infalibles de lo que lo eran las ruedas de tamaño sobredimensionado, y la solución de la época –tiras de caucho sólido hilvanado sobre el aro de la rueda– resultaban brutalmente entumecedoras para la zona inguinal. John Boyd Dunlop, un cirujano veterinario escocés que vivía en Belfast, acudió al rescate de los ciclistas de todo el mundo con la invención de la llanta neumática en 1888. Cuando un doctor le recomendó ciclismo terapéutico a su hijo enfermo de nueve años, Dunlop tuvo un momento de inspiración: fijó tiras de lino a las ruedas de madera de un triciclo, insertó unos tubos de caucho fácilmente hinchables, y los rellenó de aire. Inmediatamente se dio cuenta de que había hecho un descubrimiento significativo; su primer anuncio prometía que era “Imposible que noten las vibraciones”.

El ciclismo había sido hasta entonces muy popular en Europa, pero el hecho de que las máquinas pudieran ser rápidas y cómodas, lo convirtió en todo un boom. Aquí es donde África, y sobre todo el vecino de Ruanda, el Congo, entra en escena. El Rey Leopoldo II de Bélgica reclamó para sí la región en 1880 a través de su agente, al rapaz explorador británico Henry Morton Stanley, y el Estado Libre del Congo fue confirmado como dominio personal del Rey en la Conferencia de Berlín de 1884. El destino de Ruanda quedó dictaminado unos pocos años después, en 1890, en Bruselas, cuando se decidió que pasaría a pertenecer a partir de entonces al Imperio Germano, junto con Burundi, a cambio de que los alemanes le entregaran Uganda a los británicos. Resulta curioso que ningún europeo hubiera puesto jamás su pie sobre Ruanda antes de que esta decisión fuera aprobada. Stanley había sido acribillado con flechas cuando lo intentó. Se dejó que fuera el Conde Gustavo Adolfo Von Götzen, un alemán, quien diera los primeros pasos en aquel país en 1894. Así era como se dictaba el destino de millones de personas en África central: como niños que intercambian cromos de fútbol.

El rey Leopoldo II, un megalómano con un agudo síndrome de micro-país, tenía sus intereses puestos, de primeras, en asegurar una ruta para el comercio del marfil, pero el invento de Dunlop cambiaría sus prioridades, ya que ahora había una enorme demanda de caucho. Al principio, en 1890, se exportaba desde el Estado Libre del Congo y muy pronto se convertiría en la industria más rentable de la colonia. Recolectar caucho virgen de las enredaderas de los bosques era un negocio arduo, sobre todo para los habitantes, a los cuales no se les pagaba, y se veían obligados a hacerlo porque, como a menudo era el caso, las mujeres de las aldeas eran tomadas como rehenes. El chicote, un látigo afilado hecho con el cuero del hipopótamo secado al sol, se convirtió en el método de persuasión, dando comienzo así al “terror del caucho”, que vería reducida la población del Congo a la mitad –puede que cerca de diez millones de habitantes– durante el mandato de Leopoldo. (Esta es la realidad que subyace en la novela de Joseph Conrad El Corazón de Las Tinieblas, y Kurtz, su sanguinario comerciante de marfil. Aunque se dice que Kurtz surgió inspirado en un belga renegado llamado Leon Rom, Conrad le dotó de ascendencia inglesa y francesa, escribiendo en el libro: “Toda Europa contribuyó a la creación de Kurtz”) La demanda europea del caucho para las bicicletas, aumentada por el desarrollo de la motocicleta primero, y del automóvil después, solo pareció intensificar la brutalidad. Ruanda podía considerarse afortunada por no tener las condiciones climáticas propicias para la producción del caucho. Los alemanes saquearon en su lugar Camerún, otra de sus colonias; una de las compañías punteras por entonces era Continental, la cual comenzó la producción de neumáticos para bicicletas en la ciudad de Korbach, en 1892, y, más de un siglo después, sigue produciéndolos para gran parte de los mejores ciclistas del mundo.

Puede que Ruanda estuviese próxima al epicentro de la eclosión del ciclismo en el cambio de siglo, pero iba a pasar mucho tiempo antes de que las amagare se convirtieran en una visión común en sus carreteras secundarias. Pronto quedó patente que el territorio contenía pocos depósitos de mineral, así que los alemanes decidieron no gastar su dinero en carreteras e infraestructuras. Tras la Primera Guerra Mundial, Bélgica se hizo con el control del país –conocido entonces como Ruanda-Urundi, el cual incluía tanto la Ruanda de hoy en día, como Burundi– siguiendo las órdenes de la Sociedad de Naciones. En este periodo, el uso de las bicicletas se limitaba, en su mayoría, a los misioneros católicos. Estos individuos afanosos, rodaron por esa tierra de manera suficientemente asidua como para convertir a Ruanda en el país más cristianizado de toda África. La influencia de la Iglesia en el país ha sufrido altibajos –el clero mostró una tremenda connivencia a la hora de fomentar la división entre los hutus y los tutsis durante el periodo colonial; después, durante el genocidio, las iglesias se convirtieron en el escenario de algunas de las peores masacres–, pero las creencias han permanecido. En 2006, fecha de la última encuesta, más de la mitad de los ruandeses eran católicos apostólicos, y un cuarto eran protestantes (con una significativa minoría de adventistas del séptimo día y musulmanes). Menos de un dos por ciento aseguraba no tener creencias religiosas.

Las bicicletas eran todo un lujo, y había pocos signos de prosperidad en Ruanda durante la época colonial. A finales del siglo XIX, el país se vio sacudido por la sequía y hubo terribles hambrunas. Lo mismo se repitió durante los primeros años de la década de los cuarenta. La última hambruna de Ruzagayua trajo la muerte a cerca de un cuarto de una población que se calculaba de dos millones de personas. Mientras, con la ayuda de los colonizadores, la división interna entre los ruandeses se enquistaba cada vez más. En 1933, los belgas comenzaron con un censo que desembocaría en la creación de unos documentos de identidad en los que la etnia quedaba registrada. En estos documentos, quedaban codificadas oficialmente los tres grupos étnicos del país: los hutus, (un 85% de la población), los tutsi (14%) y los twa (uno por ciento).

Estas distinciones formalizaron una hipótesis desarrollada en 1863 por John Hanning Speke, oficial de la Armada Británica que se había convertido en antropólogo, el cual encontró y acabó dando nombre, al Lago Victoria, proponiéndolo como el origen del Río Nilo. En sus viajes por la región, Speke se vio herido de consideración por un ataque con lanzas en Somalia; más tarde se quedó ciego, perdiendo la cabeza, llegando a intentar sacarse un escarabajo del oído usando un cuchillo. En sus diarios, se mostraba despectivo con los “negroides” –como denominaba a los Africanos más pequeños, rechonchos y de piel más oscura, los cuales solían tener nariz achatada, gruesos labios y prominentes mandíbulas–, a los que descubría. La única esperanza para el continente, tal y como acabó resolviendo, residía en una “raza superior”, que solía mantener a su ganado en rebaños en lugar de trabajar los campos, y que tenían un pelo más liso, una piel más blanca y miembros más largos. Speke determinó que este último grupo, el cual incluía a los tutsis, deberían ser considerados “Hamíticos”, provenientes de lo que hoy en día es Etiopía, y antes de eso, procedentes del hijo de Noé, Ham, al cual se encuentra en las leyendas del Génesis, y fue maldecido por haber contemplado desnudo a su padre, convirtiéndose posteriormente en el progenitor de la raza de piel oscura. La profunda cristiandad que profesaba esta raza, ofrecía unas migajas de esperanza para la bárbara África central.

No sorprenderá a nadie que las teorías de Speke no hayan resistido la prueba del paso de los años. Los historiadores y etnógrafos no creen hoy en día que los hutus y los tutsis puedan ser considerados grupos étnicos diferentes. Es posible que dos grupos diferentes de gente se adentraran en Ruanda en diferentes periodos de tiempo, y desde direcciones geográficamente opuestas –todo el mundo se muestra de acuerdo en que los twa, pigmeos nómadas, eran los habitantes originarios del país– pero nadie puede confirmar este punto. Lo que está claro es que los hutus y los tutsis vivieron juntos durante siglos, compartiendo una tierra, un lenguaje y una religión comunes; los Mwami, sus jerarcas y cuasi deidades, podían ser tanto tutsis como hutus, y ambos grupos llegaron a combatir el uno junto al otro. Celebraban matrimonios entre ellos, cambiando a veces de etnia en este proceso, y un hutu que poseyera vacas, podía pasar por tutsi por el mero hecho de poseer vacas; se estima que un cuarto de los ruandeses actuales tienen tatarabuelos de ambos grupos. No existen informes que dejen constancia acerca de la existencia de violencia sistemática de tintes étnicos antes de la colonización.

A lo largo de la hegemonía belga, y en particular a raíz de que las tarjetas de identificación fueran puestas en circulación, la etnicidad empezó a definir la vida en Ruanda. Llegaron científicos con la intención de medir las narices de los hutus y los tutsis, confiriéndole a ello la escasa credibilidad que los psicólogos de hoy en día le darían a los realities de la televisión actual. Tal vez, el hecho de hacer distinciones le resultase natural a un poder colonial que tiene su propia mezcla explosiva de culturas, con la cultura flamenca y la valona. Sin embargo, no fue necesario mucho tiempo para que Ruanda comenzara a deshacer su maraña. Con los tutsis siendo favorecidos por un sistema educativo manejado por la Iglesia, y siendo favorecidos en los nombramientos políticos, los hutus quedaron reducidos a seres de segunda clase. Los trabajos forzosos en proyectos como la construcción de carreteras se convirtieron, a menudo, en abusivos; y las políticas eran lo suficientemente impopulares como para que decenas, –puede que centenares–, de miles de ruandeses –la mayoría hutus–, acabaran abandonando el país en dirección al Congo, o a la vecina Uganda, dirigida por los británicos.

Cuando Ruanda comenzó a dar pasos hacia la independencia, cada grupo comenzó a poner toda la carne en el asador, y la situación degeneró en violencia. Tras décadas de dominación tutsi, se había ido dando un cambio gradual, aunque perceptible, en el poder, siendo este trasvasado durante los años cincuenta del siglo veinte a la gran masa hutu. Esto fue así, en parte, porque el país había quedado bajo administración de las Naciones Unidas, pero también por el influjo de sacerdotes flamencos, los cuales puede que simpatizaran, –dado que ellos mismos eran también mayoría en Bélgica–, con el trato que recibían los hutus. En 1957, un grupo de intelectuales hutus desarrolló el Manifiesto Hutu, el cual reclamaba su derecho a gobernar Ruanda. Dos años después, un insurrecto llamado Muyaga –“Viento de destrucción”– decidió optar por medidas bastante menos académicas: hordas de hutus redujeron a escombros las casas de los tutsis, asesinando a cientos. La administración belga no intervino, sino que en lugar de ello comenzó una transferencia informal de poderes. En el primer año de la década de los sesenta, los principales cargos tutsis fueron reemplazados por hutus, y al año siguiente, Mwami fue depuesto y Ruanda fue declarada una república. En 1962, el país obtuvo la total independencia; su primer presidente, Grégoire Kayibanda, había sido uno de los autores del Manifiesto Hutu. Por aquel entonces, se dio un éxodo de cerca de 130.000 tutsis hacia los países vecinos.

Cuando vuelvo a casa después de pasar algún tiempo en Ruanda, la gente suele preguntarme si resulta sencillo adivinar las diferencias entre hutus y tutsis. Aparte del hecho de que aquellas cartillas de identidad ya no existan, la mera mención de las diferencias étnicas resulta a menudo embarazosa, en el peor de los casos una ofensa criminal; este tema ha quedado tachado de “divisionista”. Ahora todos son ruandeses. Por supuesto, es posible reconocer los arquetipos físicos. Por ejemplo, Adrien es arquetípicamente delgado y bien proporcionado; tiene el aspecto del típico tutsi, y de hecho fue criado como tal. Otro de los corredores del Team Rwanda, Gasore Hategeka, es todo un tanque: fuerte y musculado, con una cara redondeada y una piel más oscura; vive en el noroeste de Ruanda, el área más fértil para el cultivo en todo el país. Parece un hutu, y desde luego que lo es –o solía serlo–. Pero, sin embargo, en el caso de la mayoría, resulta imposible de adivinar. En bastantes ocasiones he estado horas entrevistando a algún ruandés, acompañado de alguno de mis interpretes, –Liberal o Ayuub–, los cuales han vivido en el país desde poco después del genocidio, y ninguno de nosotros ha tenido la más mínima certeza de que estuviéramos hablando con un hutu o con un tutsi.

De hecho, Ayuub resumió la dicotomía un día en que íbamos en el coche. Su padre era ugandés, su madre era una tutsi de Ruanda; él mismo había crecido entre el Congo, Uganda y Ruanda. Cuando regresó a Ruanda de manera definitiva, se casó con una hutu. “¿En que convierte todo esto a mis hijos?”, preguntó. Es un alivio para él que ya no haya que decidir algo así nunca más.

Volvamos con las bicis. La década de los sesenta del siglo veinte trajo modestas mejorías para muchos ruandeses; el producto interior bruto creció alrededor de un cinco por ciento cada año, y el país, con su recién estrenada independencia, se vio propulsado por la ayuda exterior, mayoritariamente venida desde Bélgica, y siendo Suiza otro donante generoso. Paul Rustayisire, profesor de historia en la Universidad Nacional de Ruanda, creció en la parte este del país, y recordaba que, siendo un niño, en los sesenta, las personas más acaudaladas de su ciudad ahorraban dinero, desaparecían rumbo a Uganda o Tanzania, y regresaban con tres cosas: una lámpara de petroleo, unas gafas y una bicicleta. “La bicicleta era el símbolo de la civilización, de gozar de un estatus social elevado”, recordaba. “Se mostraban tan orgullosos cuando regresaban a casa con aquellos objetos, ¡que podían llegar a dejar la lámpara de petróleo encendida durante todo el día! Lo cierto es que era realmente gracioso”.

En Uganda, las bicicletas se habían convertido en una herramienta indispensable como “boda-bodas”, taxis que llevaban a la gente de un lado a otro de la frontera. Se pudieron ver las primeras en los sesenta, y comenzaron a proliferar en los setenta, como respuesta a la necesidad del transporte para personas, y para el contrabando de objetos y animales entre Busia –en la esquina sureste del país–, y la vecina Malaba, en Kenia. La tierra de nadie existente comprendía poco más de kilómetro y medio, pero si una persona iba montada sobre una bicicleta, no necesitaba el papeleo que se le requería a los vehículos a motor. Así que los jóvenes, montados generalmente sobre unas voluminosas bicicletas de paseo negras, indias o chinas, equipadas con una sola velocidad, y enormes cojines sobre la rueda trasera en los que se acomodaban los pasajeros, gritaban “¡boda-boda!”, consiguiendo un nada desdeñable beneficio por transportar clientes. Con el tiempo, y para ofrecer sus servicios, recurrirían a todo aquello que pudiera llamar la atención tanto de manera visual, como sonora: centelleantes reflectores hechos con planchas de hojalata, melodiosas campanillas, imágenes religiosas enmarcadas, banderines de equipos de fútbol ingleses como los que los capitanes de cada equipo intercambian antes de las finales… Las bicicletas-taxi siguieron gozando de popularidad hasta los años noventa, cuando las motocicletas comenzaron a ganar terreno.

El este de Ruanda, que delimita con Uganda y Tanzania, era el lugar ideal para que el ciclismo arraigase. Es la parte más ancha de todo el país, y las bicicletas que llegaban allí eran torpes monstruos de acero de una sola velocidad. Es también un lugar un poco más cálido, puede que una pizca menos lluviosa. El otro área en el que las bicicletas estaban ganando terreno era en el profundo sur. Butare era la ciudad más urbana de toda Ruanda, y si los belgas tenían que detenerse en algún sitio, esta era la opción más tolerable –incluso hoy en día sus restaurantes sirven unas fantásticas patatas fritas–. Cuando la universidad nacional abrió sus puertas en 1963, los profesores europeos expatriados, y los estudiantes ruandeses más acaudalados, paseaban sobre sus bicicletas a lo largo de la avenida principal hasta el campus, situado a poco más de un kilómetro y medio al sur del centro de la ciudad. Los domingos, tras acudir a la iglesia, se aventuraban más allá, cubriendo cerca de cincuenta kilómetros en dirección a Burundi, y regresaban.

Los ruandeses que no podían costearse una bicicleta, se inspiraron en las que veían y decidieron improvisar las suyas propias. Las bicicletas de madera, icugutu en la lengua local, son quizás la innovación ruandesa por excelencia, en un ámbito no especialmente prolífico. En realidad se trata de patinetes, tallados rudimentariamente a machete sobre madera de eucalipto; algunas cuentan con asiento, pero la mayoría no, y la única concesión que le permiten a la comodidad es una pequeña tira de caucho alrededor de sus pequeñas ruedas. En palabras de un periodista norteamericano, “Parece como si las hubieran robado del garaje de Pedro Picapiedra”. (Adrien Niyonshuti intentó explicarle a Clive Owen, en aquel evento de Londres, cómo eran: “no tiene pedales, no tiene platos, no tiene piñones, no tiene cadena, no tiene frenos”. Clive parecía desconcertado: “¿Pero entonces qué es lo que tienen?”). Cuentan con un sistema bastante sencillo para poder maniobrar, pero todo lo que tenga que ver con la comodidad de quien las monta es, definitivamente, una cuestión secundaria. Son las mulas del interior de África, y son sorprendentemente efectivas para este propósito: se pueden llenar hasta arriba con cabras emitiendo toda clase de balidos, o con niños parloteando, o incluso con kilos y kilos de plátanos, té y café.

En la Ruanda actual, quién esté de visita lo tendrá un poco más difícil para poder verlas: el Presidente Kagame las ha prohibido en las carreteras principales. El mensaje es que en un país ambicioso como lo es Ruanda –que se considera a sí mismo como el estado más limpio y seguro de toda África–, no tienen cabida estos patinetes antediluvianos. (Esto siempre me ha recordado a cuando Muamar El Gadafi ordenó que todos los camellos en el interior de las lindes de la ciudad de Trípoli fueran abatidos porque pensaba que hacían que Libia pareciera anticuada. De manera similar, Kagame ha ordenado una “campaña de erradicación” de los techos de paja en las casas, y todo ruandés que camine descalzo se gana una multa en el mismo momento en que es descubierto). Pero, había por lo menos un argumento en el que era difícil rechistarle al presidente, cuya primera bicicleta, hace más de medio siglo, fue una icugutu, también: conducirlas es prácticamente un suicidio, y son como un imán para los accidentes. Solo tienen dos velocidades: o apenas puedes moverlas o se escapan de tu control como en un sketch de vídeos caseros. Pero, husmeando un poco por cualquier pequeña aldea se pueden seguir viendo en funcionamiento a estas renegadas, una imitación pre-tecnológica de los pick-ups. Quedan algunas en el Congo, se sabe que hay alguna en Uganda, pero ningún otro lugar las adoptó de manera tan entusiasta como Ruanda.

Tan pronto como las bicicletas de verdad se hicieron accesibles en África, la gente empezó a competir con ellas. Estas competiciones se establecieron de manera más vigorosa en las colonias italianas y francesas. En Eritrea, la edición inaugural del Giro d'Eritrea se corrió en 1946; contaba con cinco etapas, y 34 corredores, aunque a los propios eritreos les prohibieron competir. Al año siguiente, el país, el cual había sido colonizado por Italia pero que desde 1941 era protectorado británico, quedó empantanado por una guerra de guerrillas, y albergó un evento más corto, el Giro delle Tre Valli, “La vuelta a los Tres Valles”. Eritrea siguió obsesionado con el ciclismo, pero pasarían más de cincuenta años (durante la mayoría de los cuales se vio inmerso en conflictos con Etiopía) antes de que volvieran a surgir las carreras organizadas.

En el lado opuesto del continente, había un interés parecido por el ciclismo en el Alto Volta. Para su independencia, en diciembre de 1959, el país que sería conocido más tarde como Burkina Faso, decidió promocionar la nueva república albergando un par de criteriums –carreras cortas y rápidas, muy atractivas para los espectadores– en la capital, Ouagadougou. El nuevo presidente, Maurice Yaméogo, invitó a algunas de las estrellas del ciclismo europeo de la época –incluyendo a Jacques Anquetil y a un Fausto Coppi en declive– para que compitieran contra los corredores locales, y llevarlos de caza después. En la primera carrera, Anquetil esprintó quedando por delante de Coppi, en la segunda, que terminaba justo enfrente del palacio presidencial, Coppi le permitió a un corredor amateur local, Sano Moussa, entrar por delante y llevarse el Citröen que regalaba un sponsor. El grupo voló después rumbo sur, a Fada n'Gourma, donde abatieron una gacela, compraron souvenirs como colmillos de elefante y presenciaron cómo los niños locales se burlaban de los cocodrilos con una gallina muerta colgando de un hilo. De hecho, estas fueron las últimas carreras para “Il Campeonissimo”, dado que Coppi contrajo la malaria –los comentarios más malintencionados hablan de veneno e incluso de suicidio– muriendo el segundo día de la nueva década, tras regresar a Italia.

En el Norte de África, mientras tanto, se estaba dando un lento goteo de corredores que participaban en el Tour de Francia. El campeón de Túnez, Ali Neffati, se convirtió en el primer africano en competir en la carrera en 1913, volviéndola a correr el año siguiente. En 1950, una pareja de argelinos, Abdel-Kader Zaaf y Marcel Molinès, consiguieron dejar una impresión memorable en la decimotercera etapa, de 217 kilómetros entre Perpignan y Nimes. Lograron escaparse del pelotón al principio de la etapa, obteniendo una renta de veinte minutos; se vieron favorecidos por unas temperaturas de 40ºC, –lo que para ellos era como estar en casa–, y que el resto del pelotón se detuviese en masa para darse un chapuzón en el Mediterráneo. Pero a poca distancia de la meta, estar todo un largo día a pleno sol les pasó factura, y se vieron obligados a tener que parar para beber algo. A Zaaf, unos espectadores le ofrecieron una botella con vino, y, como buen musulmán, se convertiría en su primer trago de alcohol. Comenzó a moverse de manera errática, para acabar buscándose la sombra de un árbol y echarse una siesta; un fotógrafo lo retrató totalmente traspuesto, rodeado de franceses que posaban para la cámara.

Cuando Zaaf despertó, le dio otro par de tientos al vino, se subió a la bicicleta, y comenzó a rodar deshaciendo el mismo camino que ya había cubierto, alejándose de la meta. Los organizadores le atraparon, llevándolo al hospital, y descalificándolo de la carrera, ante sus protestas. Molinès, entre tanto, se convirtió en el primer Africano que se alzaba con una victoria de etapa en la carrera más prestigiosa del ciclismo mundial, llegando cinco minutos por delante del pelotón principal. (La historia no termina de manera totalmente trágica para Zaaf: compitió en otros cinco Tours de Francia, consiguiendo acabar una de esas veces, en 1951, y sacó beneficio a su blasfemia apareciendo en el anuncio de un productor de vinos.)

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